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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (41 page)

BOOK: Pqueño, grande
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—Por eso no puedo seguir viviendo con él —dijo: George esta vez, sin ninguna duda.

Una extraña esperanza despertó en Auberon.

—Quiero decir que no es culpa de
el —
dijo Sylvie—. No, él no tiene la culpa, de veras. Es que yo ya no podría, simplemente. Yo siempre lo había pensado. Y de todas maneras. —Se oprimía las sienes como si con ello pudiera aclarar sus ideas.— Mierda. Si yo tuviera el coraje de mandarlos a todos de paseo. A todos, sí. —Su angustia y su desesperación estaban llegando al límite.— No quiero volver a verlos nunca más. Nunca. Nunca jamás. —Se reía casi.— Y en realidad todo es tan estúpido, porque si me voy de aquí no tengo ningún otro sitio adonde ir. Ninguno.

No lloraba. No lo había hecho antes, y ahora el momento había pasado; ahora, mientras miraba el fuego con la cara entre las manos, su rostro era la viva imagen de la desolación.

Auberon cruzó las manos a la espalda, ensayó para sus adentros un tono de voz no ceremonioso, puramente cordial, y dijo:

—Bueno, puedes quedarte aquí, eres bienvenida, ¿sabes? —y se dio cuenta de que le estaba ofreciendo un lugar que era mucho más de ella que suyo, y se ruborizó—. Quiero decir que puedes quedarte aquí, por supuesto, si no te importa que yo también me quede.

Ella lo miró con recelo, le pareció, un recelo lógico, pensó, visto y considerando un cierto
basso obbligato
en sus sentimientos, que Auberon trataba de disimular.

—¿De veras? —dijo, y sonrió—. No ocuparé mucho sitio.

—Bueno, no hay demasiado sitio aquí. —Convertido en el anfitrión, examinó el cuarto, pensativo.— No sé cómo podremos arreglarnos, pero está la silla y, bueno, está mi gabán casi seco, que podría servirte de manta... —Se vio a sí mismo, acurrucado en un rincón: probablemente no cerraría un ojo. Ahora, sin embargo, el rostro de ella se había endurecido un poco, ante esos planes tan faltos de calor. A Auberon no se le ocurría qué otra cosa le podía ceder.

—¿No podría —preguntó ella—, no podría usar un rinconcito de la cama? ¿A los pies, por ejemplo? Me haré bien pequeñita.

—¿La cama?

—¡La cama, sí! —dijo ella, impacientándose.

—¿Qué cama?

Comprendiendo, ella soltó una carcajada.

—Oh, oh —dijo—, oh no, así que tú pensabas dormir en el suelo... ¡No lo puedo creer! —Fue hasta el enorme guardarropa o cómoda que se alzaba contra la pared y, metiendo la mano por la parte de atrás, hizo girar una perilla o movió una palanca y, divertidísima, dejó caer todo el frontispicio del mueble. Contrapesado (los falsos cajones sostenían las plomadas), el frente se balanceó suave, soñadoramente hacia abajo; el espejo reflejó un instante el suelo y desapareció; unas perillas de bronce aparecieron en los ángulos superiores, y deslizándose hacia abajo a medida que el frente descendía, se convirtieron en patas, trabándose en su sitio gracias a un mecanismo de gravedad cuyo ingenio causaría más tarde el asombro de Auberon. Era una cama. Tenía la cabecera tallada; la parte superior del guardarropa se había transformado en el soporte de los pies; y estaba tendida, con su colchón, sus sábanas y mantas, y un par de rechonchas almohadas.

Auberon se reía a la par de ella. Desplegada, la cama ocupaba casi todo el cuarto. El dormitorio plegable.

—¿No es fabuloso?

—Fabuloso.

—Sitio suficiente para dos, ¿no?

—Oh, claro que sí. En realidad... —Estuvo en un tris de ofrecérsela a ella toda entera; era lo justo, y así lo habría hecho espontáneamente en el primer momento de haber sabido que estaba allí, escondida. Pero pensó que ella lo supondría lo bastante poco galante como para suponer que ella le quedaría agradecida con sólo la mitad, y supondría que él suponía que ella... Una súbita astucia le selló los labios.

—¿Estás seguro de que no te importa? —preguntó Sylvie.

—Oh, no. Si tú estás segura de que a ti no te importa.

—Nop. Yo siempre he dormido con alguien. Mi abuela y yo dormimos juntas durante años, y a menudo también con mi hermana. —Se sentó en la cama, tan alta y abuchonada que tuvo que ayudarse con las manos para izarse, y una vez arriba no tocaba el suelo con los pies, y le sonrió, y él le sonrió a su vez.— Bueno —dijo ella.

La transformación del cuarto era ya la transformación del resto de su vida, de todo lo no metamorfoseado aún por la partida y el autobús y la Ciudad y los abogados y la lluvia. Ya nada volvería a ser como antes. Se percató de que la había estado mirando ávidamente, y que ella había bajado los ojos.

—Bueno —dijo, levantando la taza—, ¿qué te parece si tomamos otro tragüito?

—De acuerdo. —Mientras él servía el ron en la taza, ella dijo:— Y a propósito, ¿a qué has venido a la Ciudad?

—A buscar fortuna.

—¿Huh?

—Bueno, quiero ser escritor. —El ron y la intimidad le soltaban la lengua.— Voy a buscar algún trabajo en eso de escribir. Algo. Tal vez en la televisión.

—Oh, fantástico. Mucha pasta.

—Mm.

—¿Podrías escribir, por ejemplo, algo así como «Un Mundo en Otraparte»?

—¿Qué es eso?

—Ya sabes, la telenovela.

No, él no lo sabía. Y la inconsistencia de sus ambiciones se le hizo de pronto patente, cuando las vio rebotar hacia atrás, por así decir, desde Sylvie, en vez de rodar (como las viera siempre antes) hacia la infinitud del futuro.

—Es que en casa nunca hemos tenido un televisor.

—¿De veras? Vaya. Caray. —Bebió un sorbo de la taza que Auberon le acababa de pasar.— ¿No teníais dinero para compraros uno? George me ha dicho que sois ricos en serio. ¡Uff!

—Bueno, «ricos». Tanto como «ricos», no sé... —¡Caramba! Había una inflexión, semejante a la de Fumo, que Auberon percibía en su voz por primera vez... Una forma de poner como entre comillas, entre unas comillas imaginarias de duda, una palabra. ¿Se estaría volviendo viejo?— Hubiéramos podido comprar una televisión, seguramente... ¿Cómo es esa telenovela?

—¿«Un mundo en Otraparte»? Un dramón cada día.

—Oh.

—Uno de esos culebrones de nunca acabar. Sales de un problema y ya estás metido en otro. Pero te engancha. —De nuevo había empezado a temblar y, levantando los pies hasta la cama, tiró de la colcha y se envolvió las piernas. Auberon estaba atareado con el fuego—. Hay una chica que se parece a mí —dijo, con una risita recatada—. Pero
si tendrá
problemas. Se supone que es italiana, pero la interpreta una puertorriqueña. Y es hermosa. —Lo dijo como si hubiese dicho: «Es coja, y es en eso en lo que se parece a mí».— Y tiene un Destino. Ella lo sabe. Todos esos problemas espantosos, pero tiene un Destino, y a veces la muestran con la mirada ausente, perdida en la lejanía, mientras un coro de voces canta en el fondo aa-aa-
aaaah
, y es que está pensando en su Destino.

—Hum. —Toda la leña que había en el cajón eran restos, restos de muebles más que nada, aunque también había algunas tablas con letras estarcidas. El barniz de la madera torneada chirriaba y se ampollaba. Auberon se sentía eufórico: formaba parte de una comunidad de desconocidos y estaba quemando, sin conocimiento de ellos, sus muebles y otras pertenencias, del mismo modo que ellos aceptaban su dinero en los quioscos y le hacían sitio en los autobuses.— Un Destino, huy.

—Aja. —Ella miraba absorta la locomotora de la lámpara girando alrededor de su minúsculo paisaje—. Yo tengo un Destino —dijo.

—¿De veras?

—Sí. —Pronunció la sílaba en un tono de voz y una actitud del rostro y los brazos que significaba: «Sí, es verdad, y una larga historia por añadidura, y aunque posiblemente me lo merezco, es algo con lo que yo no tengo nada que ver, y hasta un poco molesto, como tener una aureola». Observaba un anillo de plata en uno de sus dedos.

—¿Cómo sabe uno —preguntó Auberon— que tiene un Destino? —La cama era tan grande que si se sentaba a los pies de ella, en la sillita de terciopelo, se sentiría absurdamente bajo; trepó pues, ágilmente, y se sentó al lado de ella. Sylvie se corrió para hacerle sitio, y se instalaron, cada uno, en los ángulos opuestos, contra las alas que sobresalían de la cabecera.

—Una
espiritista
me leyó el mío. Hace mucho tiempo.

—¿Una qué?

—Una
espiritista
. Una mujer con poderes, ¿sabes? Que tira las cartas y prepara cosas con cosas de la
botánica
. Una especie de
bruja
, ¿te das cuenta?

—Oh.

—Ésta era una especie de tía mía, bueno, no mía en realidad, no recuerdo de quién era tía; nosotros la llamábamos Titi, pero todo el mundo la llamaba La Negra. Yo le tenía pavura. En su apartamento, en las afueras de la ciudad, siempre había velas encendidas en esos altarcitos que tenía, y las cortinas siempre corridas, y esos olores imposibles; y afuera, en la escalera de incendio, un par de gallos, hombre, yo no sé qué hacía ella con esos gallos ni lo quiero saber. Era enorme, no gorda, pero con esos brazos musculosos de gorila y esa cabeza pequeñita, y negra. Como azul-negro, ¿entiendes? No podía ser que fuera de mi familia. Y bueno, cuando yo era chiquitita estuve malísima, desnutrida, no quería comer. Mami no conseguía hacerme probar bocado, y me había puesto así de flaca —levantó un meñique con la uña pintada de rojo—. El doctor decía que tenía que comer hígado. ¡Hígado! ¿Te imaginas? Y bueno, Abuela decidió que alguien, vaya a saber, me estaba haciendo mal de ojo, ¿entiendes?
Brujería
. A distancia. —Meneaba los dedos rápidamente como un hipnotizador de circo.— Una venganza o algo así. Mami estaba viviendo en ese entonces con el marido de no sé quién, y a lo mejor su mujer había buscado un espiritista para que la vengara enfermándome
a mí
. Vaya a saber, vaya a saber... —Tocó suavemente el brazo de Auberon porque en ese momento él no la estaba mirando. En realidad, le tocaba el brazo cada vez que él dejaba de mirarla, un gesto que empezaba a irritarlo, ya que su atención no podía estar más pendiente de ella; supuso que sería un mal hábito de ella, hasta que descubrió mucho más tarde que también lo hacían los hombres que jugaban al dominó en la calle, y las mujeres que cuidaban niños y cotilleaban en los portales: un hábito racial, no personal, mantener contacto.— Vaya a saber. Me llevó a casa de La Negra para que me lo sacase de encima o qué sé yo. Hombre, nunca en mi vida tuve tanto miedo. Empezó a toquetearme y apretujarme con esas manazas negras, y gemía o canturreaba y decía esas cosas, y los ojos se le ponían en blanco y le temblaban los párpados... espeluznante. De repente corre hacia el brasero y echa algo en él, unos polvos o no sé qué, y se empieza a sentir ese perfume fuerte, penetrante, y ella se da media vuelta y como que baila y otra vez me toquetea un rato. Hacía otras cosas también, pero me las he olvidado. Y de pronto acaba con toda esa historia, y está como siempre, normal, ¿entiendes?, bueno, más o menos, el trabajo del día listo, concluido, como cuando vas al dentista; y le dice a Abuela que no, que nadie me ha echado ningún maleficio, sólo que estoy flaca como un palo y tengo que comer más. Y Abuela siente tal alivio... Entonces —otra vez el toquecito en la muñeca, Auberon había mirado un momento el fondo de la taza—, entonces ellas se sientan y toman café y Abuela paga, y La Negra sin dejar de mirarme. Mirándome y
mirándome
. Hombre, yo estaba como
alucinada
. ¿Qué es lo que está mirando? Ella podía ver tu corazón, podía ver, ella, hasta el fondo, el fondo mismo de tu corazón. Y entonces hace esto —Sylvie extendió la lenta y negra manaza de la bruja, el gesto de llamar a la niña, de atraerla hacia ella—, y empieza a hablarme así, despacito, y a preguntarme que qué sueños tengo y otras cosas que no recuerdo; y está pensando y pensando, como ensimismada. Entonces saca ese mazo de barajas viejas como el mundo y gastadas, y me agarra la mano y me la pone encima del mazo, y la de ella sobre la mía; y de nuevo se le ponen los ojos en blanco y está como en trance. —Arrancó de la mano de Auberon la taza que, en trance también él, apretaba con fuerza entre los dedos.— Oh ¿ya no hay más?

—Mucho más. —Fue a llenar otra vez la taza.

—Bueno, escucha, escucha. Ella extiende las barajas... Gracias. —Bebió, con los ojos muy abiertos, un poco parecida por un momento a esa chiquilla de quien hablaba.— Y empieza a leérmelas. Fue entonces cuando ella vio mi Destino.

—¿Y cómo era? —Se había sentado de nuevo en la cama, al lado de ella.— Un Destino maravilloso.

—El más maravilloso —dijo ella, adoptando un tono de voz confidencial, misterioso—. Maravillosísimo. —Se echó a reír.— Ella no lo podía creer. Esa chiquilla flacuchenta, desnutrida, con un vestidito de mala muerte. Y semejante Destino. Miraba y miraba. Miraba las barajas y me miraba a mí. Y yo tenía los ojos llenos de lágrimas y me parecía que me iba a echar a llorar, y Abuela que rezaba, y La Negra que hacía esos ruidos, y yo lo único que quería era mandarme mudar...

—Pero, ¿cómo —dijo Auberon—, cómo era ese Destino? Exactamente.

—Bueno, exactamente ella no lo sabía. —Se reía; la historia misma, de pronto, se había vuelto absurda.— Ése es el único problema. Un Destino, dijo ella, y de los grandes, no te vayas a creer. Pero qué, no. Una
estreya
de cine, una reina. La Reina del Mundo, hombre. Cualquier cosa. —Tan de improviso como se echara a reír, ahora se había quedado pensativa.— Claro que todavía no se va a realizar —dijo—. Pero yo solía figurármelo. En el futuro, o sea, realizado en el futuro. Yo tenía esta visión. Había una mesa, ¿en un bosque? Una mesa larga, como para un banquete. Con un mantel blanco. Y encima, toda suerte de manjares. De punta a punta, repleta. Pero en un bosque. Árboles y cosas alrededor. Y había un sitio vacío en el medio de la mesa.

—¿Y?

—Y nada más. Yo lo veía, simplemente. Una visión. —Miró a Auberon por el rabillo del ojo.— Apuesto a que nunca conociste a nadie que tuviera un Destino semejante —dijo, sonriéndole.

El prefirió no decirle que más bien nunca había conocido a nadie que no lo tuviera. El Destino había sido como un secreto vergonzante compartido por todos en Bosquedelinde, un secreto cuya existencia ninguno de ellos admitía exactamente, salvo en los términos más velados y sólo en la extrema necesidad. Él había huido del suyo. Le había ganado la carrera, estaba seguro de ello, como las ánades con sus alas poderosas le ganaban la carrera al Hermano Viento-Norte; aquí, ya no podría congelarlo. Ahora, si él quisiera tener un Destino, sería uno elegido por él. Le gustaría, por ejemplo, sólo por ejemplo, ser el de Sylvie: ser el Destino de Sylvie.

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