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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (43 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Lila no usaba zapatos, nunca, ni siquiera en invierno, tan sólo un vestido azul sin mangas ni cinturón que le llegaba hasta la mitad de los muslos satinados. Cuando Auberon se lo dijo a su madre, ella le había preguntado si Lila nunca tenía frío, y él no había sabido qué contestar; aparentemente no, puesto que nunca tiritaba, era como si aquel vestidito azul fuese completo, total, que ella no necesitara ninguna otra protección; su vestido, a diferencia de las camisas de franela que él usaba, era parte de ella, no una cosa que uno se ponía para abrigarse o disfrazarse.

Y toda la población de luciérnagas empezó a cobrar vida. Cada vez que Lila señalaba y decía «ahí», otra o muchas más encendían sus pálidos candiles, de un blanco verdoso como el botón fosforescente de la perilla del lavabo de su madre. Cuando estuvieron todas presentes, cuando fueron ellas la única fuente de luz en un jardín que se había tornado vago, incoloro y espeso, Lila empezó a trazar círculos con un dedo en el aire, y las luciérnagas, lentamente, a saltitos, como indecisas, se fueron congregando allí, en el aire, donde Lila señalaba; y cuando estuvieron todas reunidas se pusieron a bailar, en la dirección del dedo de Lila, un círculo centelleante, una solemne pavana. Auberon casi podía oír la música.

—Lila hizo bailar a las luciérnagas —le dijo a su madre cuando al fin volvió del jardín. Giraba el dedo en el aire, como lo hiciera Lila, y zumbaba bajito.

—¿Bailar? —dijo su madre—. ¿No te parece que es hora de que te vayas a la cama?

—Lila se queda levantada —dijo él, no comparándose con ella (para ella no había reglas) sino tan sólo solidarizándose con ella: aun cuando tuviera que irse a la cama, sin ninguna razón, si todavía la luz azul bañaba el cielo y no todos los pájaros se habían ido a dormir, él sabía de alguien que no lo haría; que se quedaría en el jardín hasta tarde en la noche, o se pasearía por el Parque y vería los murciélagos, y que nunca dormía si no quería hacerlo.

—Pídele a Sophie que te prepare el baño —dijo su madre—. Dile que yo subiré dentro de un minuto.

Él la miró un momento, pensando si no debería protestar. Bañarse era otra de las cosas que Lila nunca hacía, aunque a menudo se sentaba en el borde de la bañera y lo observaba, silenciosa e inmaculada. Su padre hizo crujir las hojas del periódico y carraspeó, y Auberon, un soldadito obediente, salió de la cocina.

Fumo puso el periódico encima de la mesa. Llana Alice se había quedado en silencio delante del fregadero, el paño de cocina en la mano, la mirada ausente.

—Muchos niños tienen amigos imaginarios —dijo Fumo—. O hermanos y hermanas.

—Lila —dijo Alice. Suspiró y levantó una taza; miró las hojitas de té en el fondo como si quisiera leer algo con ellas.

Eso es un secreto

Sophie le concedió un patito. A menudo era más fácil obtener de ella esos favores, no porque fuese necesariamente más bondadosa sino porque estaba menos alerta que su madre, y no siempre parecía prestarle demasiada atención. Cuando Auberon estuvo sumergido hasta el cuello én la bañera gótica (lo bastante grande como para que pudiera nadar en ella), Sophie desenvolvió un patito de su paquete de papel de seda. Auberon vio que aún quedaban cinco en la caja compartimentada.

Los patitos estaban hechos con jabón de Castilla, decía Nube, que los había comprado para Auberon, y por eso flotaban. El jabón de Castilla, decía Nube, es muy puro, y no hace escocer los ojos. Los patitos estaban perfectamente modelados, de un amarillo limón pálido que sin duda le parecía muy puro a Auberon, y eran tan suaves que le inspiraban un sentimiento inexpresable, una mezcla de devoción e intenso placer sensual.

—Es hora de que empieces a lavarte —dijo Sophie. Él puso el patito a flote, mientras imaginaba un sueño irrealizable: poner a flote los cinco patitos amarillos a la vez, sin preocuparse, una flotilla de excelsa, suave, tallada pureza—. Lila hizo bailar a las luciérnagas —dijo.

—¿Mmm? Lávate bien detrás de las orejas.

¿Por qué, se preguntó, o más bien no llegó a preguntárselo, siempre le ordenaban que hiciera una cosa u otra cada vez que mencionaba a Lila? Una vez su madre le había sugerido que sería mejor que no le hablara mucho de Lila a Sophie, porque podía entristecerla; pero a él le parecía que con que tuviera el cuidado de hacer la aclaración era suficiente:

—No tu Lila.

—No.

—Tu Lila desapareció.

—Sí.

—Antes de que yo naciera.

—Así es.

Lila, sentada en el trono episcopal, se limitaba a mirar a uno y a otra, aparentemente impasible, como si nada de eso le concerniera. Había un montón de enigmas que intrigaban a Auberon a propósito de las dos Lilas —¿o eran tres?—, y cada vez que la de Sophie aparecía en sus pensamientos un nuevo enigma emergía en el intrincado matorral. Pero sabía que había secretos que a él jamás le contarían, aunque sólo con los años, al crecer, empezaría a dolerle ese silencio.

—Betsy Pájaro se va a casar —dijo—.
Otra vez
.

—¿Cómo sabes eso?

—Tacey lo dijo. Lily dijo que se va a casar con Jerry Espino. Lucy dijo que va a tener un bebé. Ya. —Imitaba el tono intrigado, levemente reprobador de sus hermanas.

—Vaya. La primera noticia que tengo —dijo Sophie—. Vamos, sal.

Abandonó al patito con resignada tristeza. Ya sus facciones nítidamente talladas habían empezado a desdibujarse; en los baños futuros perdería los ojos, luego las facciones, el pico ancho se adelgazaría como el de un gorrión, y después, ya ni siquiera eso; luego, también perdería la cabeza (él tendría el cuidado de no quebrarle el cuello cada vez más fino, no quería interferir en su disolución); y por último, informe, ya no más un patito, apenas el corazón de un patito, todavía puro, todavía a flote.

Sophie, bostezando, lo restregó con la toalla. Su hora de irse a dormir solía ser más temprana que la de Auberon. A diferencia de su madre, ella siempre le dejaba ciertas partes del cuerpo mojadas, el dorso de los brazos, los tobillos.

—¿Por qué tú nunca te casas? —preguntó él. Eso podría acaso resolver uno de los problemas acerca de una de las Lilas.

—Nadie me lo ha pedido, nunca.

Eso no era cierto.

—Rudy Torrente te pidió que te casaras con él. Cuando se murió su mujer.

—Yo no estaba enamorada de Rudy Torrente. Y en todo caso, ¿cómo te has enterado de eso?

—Me lo contó Tacey. ¿Estuviste enamorada alguna vez?

—Una.

—¿De quién?

—Eso es un secreto.

Libros y una batalla

Pese a que cuando desapareció su Lila Auberon tenía más de siete años, hacía tiempo en ese entonces que había dejado de mencionar a nadie su existencia. De mayor, solía preguntarse si esos niños que tienen amigos imaginarios no los tendrán un tiempo más largo del que admiten tenerlos. Después que el niño ha cesado de insistir en que se ponga en la mesa un plato para su amigo, que nadie se siente en la silla que él ocupa, ¿sigue acaso teniendo cierta relación con él? Y el amigo imaginario, ¿se va desvaneciendo sólo paulatinamente, una presencia cada vez más espectral a medida que el mundo real se vuelve más real, o será lo habitual, quizá, que un cierto día desaparezca, y que uno no lo vuelva a ver nunca más como en el caso de Lila? Las personas a quienes lo preguntaba le aseguraban que ellas no recordaban absolutamente nada de todo eso. Pero Auberon pensaba, sin embargo, que quizá albergasen todavía a esos pequeños fantasmas del pasado, acaso con vergüenza. ¿Por qué, al fin y al cabo, tenía que ser él el único que conservara un recuerdo tan vivido?

Ese cierto día fue un día de junio; claro, como el agua, en pleno verano, el día del paseo campestre, el día en que creció Auberon.

Había pasado la mañana en la biblioteca, tumbado en el sofá, el cuero frío contra el dorso de las piernas. Estaba leyendo; no hubo ninguna época en la que a Auberon no lo fascinara la lectura; la pasión había comenzado mucho antes de que aprendiera realmente a leer, cuando solía sentarse junto al fuego con su padre o su hermana Tacey, y daba vuelta, cuando ellos las volvían, las páginas incomprensibles, pobres en figuras, sintiéndose indeciblemente feliz y en paz. Aprender a descifrar las palabras había sido tan sólo un placer añadido al que le deparaba el mero hecho de sostener los lomos y volver las páginas, de calcular la duración total del viaje pasando las hojas velozmente con la yema del pulgar, de contemplar embelesado las portadas. ¡Libros! Abrirlos con el leve crujido, el perfume añejo de la vieja cola; cerrarlos con un golpe seco. Le gustaban grandes; le gustaban viejos; le gustaban más si eran varios volúmenes, como los trece en uno de los anaqueles inferiores, pardo-dorados, misteriosos, de la Roma Medieval de Gregorovius. Aquéllos, los grandes, los viejos, por su naturaleza misma contenían secretos; a su edad, pese a que cada frase, cada capítulo eran objeto de un escrutinio minucioso (no era un picaflor), no podía captar del todo esos secretos, comprobar que los libros eran (como al fin y al cabo lo son la mayoría) tediosos, anticuados, banales. Por encima de todo, conservaban su magia. Y siempre había más en los atestados anaqueles, los volúmenes ocultos seleccionados por John Bebeagua no menos atrayentes para su tataranieto que las colecciones que comprara por metro para llenar las estanterías. El que sostenía en ese momento era la última edición de
La arquitectura de las casas quintas
, de John Bebeagua. Lila, aburrida, revoloteaba de un rincón a otro de la biblioteca adoptando posturas variadas, como si jugara consigo misma a las estatuas.

—Hey —dijo Fumo, asomándose por la puerta de la biblioteca abierta de par en par—. ¿Qué haces aquí ratoneando? —La palabra era de Nube.— ¿No has salido al jardín? ¡Qué día! —No obtuvo otra respuesta que el susurro imperceptible de una página dada vuelta lentamente. Desde donde se hallaba, Fumo sólo podía ver la nuca esquilada de su hijo (un corte de pelo obra del propio Fumo) con sus dos tendones pronunciados y un huequecito vulnerable entre ellos, y la parte superior del libro; y dos pies cruzados encerrados en las enormes zapatillas de goma. No tenía necesidad de mirar para saber que Auberon llevaba una camisa de franela abotonada en las muñecas, jamás usaba otras, ni se desabrochaba los puños, hiciera el tiempo que hiciese. Sintió una especie de piedad impaciente por su hijo.— Hey —dijo una vez más.

—Papá —dijo Auberon—. ¿Es verdad este libro?

—¿Qué libro es ése?

Auberon lo levantó, moviéndolo de un lado a otro para que su padre pudiera ver las cubiertas. Fumo experimentó una súbita, intensa emoción: había sido un día como éste —quizá este mismo día del año, sí— aquel en que tiempo atrás él abriera ese libro. No lo había vuelto a mirar desde entonces. Pero ahora conocía muchísimo mejor su contenido.

—Bueno, «verdad» —dijo—, «verdad», no sé muy bien lo que tú entiendes por «verdad». —Cada vez que repetía la palabra, las invisibles comillas de la duda se volvían más nítidas.— Tu tatarabuelo lo escribió, un poco con la ayuda de tu tatarabuela... y de tu tatarabuelo.

—Hm. —A Auberon no lo intrigaba eso. Leyó: —«El
Allá
es un reino precisamente tan vasto como éste, que no debiera ser...» —titubeó— «... reducible en virtud de ninguna expansión, ni expansible en virtud de ninguna contracción, de éste, el
Acá
: no obstante, es indudable que ciertas incursiones a ese reino en épocas recientes, y eso que nosotros llamamos el Progreso, y la expansión del Comercio, y el ensanchamiento de los dominios de la Razón, han inducido una fuga de esas gentes hacia el interior de sus fronteras; de manera tal que si bien tienen (en virtud de la naturaleza misma de las cosas deben tener) un espacio infinito hacia el cual retirarse, sus antiguos feudos han sido considerablemente reducidos. ¿Están indignados por ello? Nosotros no lo sabemos. ¿Alientan propósitos de venganza? ¿O están, por ventura, como el Indio Piel Roja, como el salvaje africano, tan debilitados, tan amilanados, tan reducidos numéricamente, que habrán de ser a la larga...» —otra difícil— «... extirpados por completo y para siempre; y no porque no les quede sitio alguno adonde huir, sino porque las pérdidas, tanto de territorio como de soberanía, que nuestra rapacidad les ha infligido, sean agravios demasiado duros de sobrellevar? Nosotros no lo sabemos, no todavía...»

—¡Qué frase! —dijo Fumo. Tres místicos hablando a la vez resultaban en una prosa un tanto densa.

Auberon bajó el libro de delante de su cara.

—¿Es verdad? —preguntó.

—Bueno —dijo Fumo, sintiéndose torpe y confundido como un padre ante un hijo que exige que se le expliquen los misterios del sexo y de la muerte—. En realidad, no lo sé. No sé si lo entiendo, realmente. De todos modos, no soy la persona más indicada...

—Pero
es inventado
—insistió Auberon. Una pregunta simple.

—No —dijo Fumo—. No, pero hay dos cosas en el mundo que sin ser inventadas tampoco son exactamente ciertas, no verdades como que el cielo está arriba y la tierra abajo, y que dos y dos son cuatro, cosas como éstas... —Los ojos del niño, clavados en él, no se conformaban con esta casuística. Fumo pudo ver eso.— Escucha —dijo—, ¿por qué no se lo preguntas a tu madre o a tía Nube? Ellas saben mucho más que yo de todo esto. —Asió el tobillo de Auberon.— Arriba. Ya sabes que hoy tenemos el famoso picnic.

—¿Qué es esto? —dijo Auberon, que acababa de descubrir el mapa o plano de papel de seda encañonado en la contratapa del libro. Empezó a desplegarlo, al principio confundiendo los viejos dobleces, y uno de ellos se desgarró un poquito; y entonces, por un instante apenas, Fumo vio claro en la mente de su hijo; vio la expectativa de las revelaciones que promete cualquier mapa o diagrama, y éste más que ninguno; vio el ansia de claridad y de conocimiento; vio la aprehensión (en todos los sentidos) de lo ignoto, de lo hasta ahora secreto, lo a punto de salir a la luz.

Auberon tuvo al fin que bajarse del sofá y poner el libro en el suelo para abrir el plano y poder extenderlo en su totalidad. Crepitaba como un fuego. El tiempo había horadado en él agujeros diminutos, en aquellas partes en que los dobleces se cruzaban unos con otros. A Fumo le pareció ahora muchísimo más viejo que quince o dieciséis años atrás, cuando lo había visto por primera vez, y complejo como entonces le pareció, más recargado de figuras y trazos que como él lo recordaba. Pero era (tenía que ser) el mismo. Cuando fue a arrodillarse al lado de su hijo (que ya lo estaba estudiando con profunda atención, los ojos brillantes, los dedos recorriendo los trazos) comprobó que no lo entendía ahora mejor que entonces, pese a que en todos esos años había aprendido (¿había aprendido algo más? Oh, mucho) cómo desentenderse mejor del hecho de no haberlo entendido.

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