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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (72 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Insertó el Vulpes en el cavernoso garaje-aparcamiento en los bajos del hotel. Guardias armados y asistentes patrullaban las puertas y los ascensores. Se encontró en una fila de vehículos que eran minuciosamente registrados y examinados. Silenció los gruñidos del coche y sacó de la guantera un sobre de cuero marroquí, y de éste un diminuto fragmento de hueso blanco. Era un hueso extraído de un gato negro puro que había sido cocinado vivo en la cocina del apartamento de La Negra, una
espiritista
a la que Halcopéndola le hiciera cierta vez un gran favor. Podía ser un huesecillo de un dedo del pie, o parte del complejo maxilar, La Negra no lo sabía con exactitud; había dado con él sólo al cabo de todo un día de experimentar delante de un espejo, separando los huesos con cuidado del hediondo esqueleto, e introduciéndose cada uno por turno en la boca, buscando aquel que hiciera desaparecer su imagen del espejo. Era éste. Halcopéndola encontraba vulgares los procedimientos de la brujería, y la crueldad de ése en particular, repelente; ella misma no estaba convencida de que entre los miles de huesos de un gato negro puro hubiese alguno capaz de volverlo a uno invisible, pero La Negra le había asegurado que, creyese ella o no en el hechizo, el hueso actuaría, y ahora se alegraba de tenerlo. Miró en derredor; los asistentes no habían reparado aún en su automóvil; dejó las llaves en el encendido, pensativamente, con una mueca de repugnancia se metió el huesecito en la boca, y desapareció.

Salir del automóvil sin despertar sospechas le costó algún esfuerzo, pero los asistentes y guardias no prestaron atención al hecho de que las puertas del ascensor se abrieran y cerraran para nada (quién podía predecir las extravagancias de un ascensor vacío), y Halcopéndola salió al
foyer
, caminando entre los grupos de los visibles con cautela para no rozarse con ellos. Los habituales hombres circunspectos de impermeable estaban apostados a intervalos a lo largo de las paredes o apoltronados en los sillones del
foyer
detrás de falsos periódicos, sin engañar a nadie, por nadie engañados excepto por ella. Justo en ese momento, en respuesta a una señal invisible, empezaron a cambiar sus estaciones, como piezas sobre un damero. Un grupo numeroso estaba entrando por las vertiginosas hojas giratorias de las puertas, precedidos por subalternos. Ni un segundo demasiado pronto, pensó Halcopéndola, porque era el Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro el que hacía su entrada en el
foyer
. No lanzaron miradas inquisitivas en torno, como lo harían hombres ordinarios al penetrar en un recinto como aquél, sino que, abriendo filas, como para tomar más plena posesión del lugar, avanzaban con la vista al frente, viendo el futuro y no las formas transitorias del presente. Bajo cada brazo podía verse el portafolios de cuero flexible, en cada testa el potente sombrero hongo, ridículo desde hacía tiempo en cualquier cabeza excepto en las de hombres como ellos.

Se repartieron en dos ascensores, los de más elevada posición sosteniendo las puertas para los otros, como lo prescribe el antiguo ritual masculino; Halcopéndola se deslizó en el menos abarrotado de los dos.

—¿El decimotercero?

—El decimotercero.

Alguien pulsó con un índice enérgico el botón del piso decimotercero. Otro consultó un simple reloj de pulsera. Ascendieron serenamente. Nada tenían que decirse unos a otros: sus planes estaban trazados, y las paredes, bien lo sabían ellos, tenían oídos. Halcopéndola se mantuvo apretujada contra la puerta, de frente a sus rostros en blanco. Las puertas se abrieron, y ella salió deslizándose con destreza hacia un costado; y justo a tiempo, por lo demás, pues había manos que se adelantaban para estrechar las de los miembros del club.

—El Orador estará en seguida con ustedes.

—Si tienen ustedes la amabilidad de esperar en esta sala.

—Podemos ordenar que suban cualquier cosa para ustedes. El Orador ha pedido café.

Hombres trajeados de mirada alerta los guiaron hacia la izquierda.

Uno o dos jóvenes, con blusones de colores, las manos enlazadas a la espalda en una actitud de intranquila tranquilidad, montaban guardia en cada una de las puertas. Al menos, pensó Halcopéndola, él es precavido. De otro ascensor emergió un camarero de librea roja portando una gran bandeja con una solitaria y diminuta taza de café. Enfiló hacia la derecha, y Halcopéndola lo siguió. Admitido —y Halcopéndola a sus talones— por los guardias de un doble juego de puertas, se dirigió a una tercera, sin ninguna inscripción, llamó, la abrió y entró. En el momento en que la cerraba, Halcopéndola plantó un pie invisible en el quicio, y acto seguido se deslizó en el interior.

Una aguja en el pajar

Era una habitación amueblada con un gusto impersonal, con ventanales que daban a la espigada Ciudad. El camarero, murmurando para sus adentros, pasó junto a Halcopéndola y se retiró. Halcopéndola se sacó de la boca el fragmento de hueso y lo estaba guardando con cuidado cuando la puerta del fondo de la habitación se abrió y Russell Eigenblick apareció en ella, bostezando, con una bata de seda negruzca con dragones bordados y, cabalgando sobre la nariz, un diminuto par de medias lentes que Halcopéndola no le había visto antes.

Se sobresaltó al verla, pues esperaba encontrar la estancia vacía.

—¿Usted? —dijo.

Sin mucha gracia (no recordaba haber hecho en su vida nada parecido), Halcopéndola se prosternó sobre una rodilla, se inclinó en una profunda reverencia, y dijo:

—Y una humilde servidora de Vuestra Majestad.

—Levántese —dijo Eigenblick—. ¿Quién la dejó entrar aquí?

—Un gato negro —respondió Halcopéndola levantándose—. No tiene importancia. No tenemos mucho tiempo.

—No hablo con periodistas.

—Lo siento —dijo Halcopéndola—. Eso fue una imposición. No soy periodista.

—¡Me suponía que no! —dijo él, con aire de triunfo. Se arrancó las gafas de la cara como si acabara de recordar que las llevaba puestas. Se dirigió al intercomunicador, sobre el escritorio imitación Luis XIV.

—Espere —dijo Halcopéndola—. Dígame una cosa. ¿Quiere usted, después de haber dormido ochocientos años, fracasar en su empresa?

Lentamente él dio media vuelta para observarla.

—Sin duda usted ha de recordar —prosiguió Halcopéndola— cómo fue en una ocasión humillado en presencia de cierto papa, cómo lo obligaron a sostener su estribo y a correr a la par de su caballo.

Una oleada de sangre afluyó al rostro de Eigenblick, tiñéndola de un color rojo claro, distinto del rojo de su barba. Escopetazos de furia dispararon sus ojos sobre Halcopéndola.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—En este momento —dijo Halcopéndola, indicando con un gesto el otro lado de la suite— lo esperan a usted unos hombres que se proponen humillarlo hasta ese mismo grado. Sólo que más astutamente. De manera tal que usted no se percate jamás de que ha caído en sus redes. Me refiero al Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro. ¿O se han presentado a usted bajo otro nombre?

—Tonterías —dijo Eigenblick—. Nunca he oído hablar de ese supuesto club. —Pero su mirada se había enturbiado: tal vez en algún lugar, en algún tiempo, lo habían puesto en guardia...— ¿Y qué podría usted decir del papa? Un caballero encantador a quien nunca conocí. —Sus ojos esquivaban los de ella, levantó su diminuto café y lo apuró de un sorbo.

Pero ahora ella lo tenía en su poder: estaba segura de ello. Si no llamaba a los guardias para que la echasen, la escucharía.

—¿Le han prometido a usted un alto cargo? —preguntó.

—El más alto —dijo él tras una larga pausa, mirando por la ventana.

—Tal vez le interese saber que desde hace varios años esos caballeros me han encomendado varias gestiones. Creo conocerlos. ¿La presidencia, acaso?

Él no respondió. Era eso.

—La presidencia —dijo Halcopéndola— ya no es un cargo, es un despacho. Agradable, sin duda, pero sólo un despacho. Usted debe rehusarlo. Cortésmente. Y cualquier otro halago que puedan ofrecerle. Más tarde le explicaré cuáles deben ser sus próximos pasos.

El se volvió bruscamente.

—¿Cómo es que sabe usted todas estas cosas? ¿Cómo sabe quién soy?

Al fuego graneado de su mirada, ella le respondió con otro de su propia cosecha. Y dijo, con su tono de voz más hechiceresco:

—Hay muchas cosas que yo sé.

El intercomunicador zumbó. Eigenblick fue hacia él; pensativo, con un dedo en los labios, observó la serie de botones, y pulsó uno de ellos. Nada pasó. Pulsó otro, y una voz mezclada con estática respondió:

—Todo listo, señor.

—Ja —dijo Eigenblick—. Momento. —Soltó el botón, se dio cuenta de que no lo habían oído, pulsó otro, y se repitió. Se volvió hacia Halcopéndola.— Comoquiera que sea que haya usted descubierto estas cosas —dijo—, es evidente que no lo ha descubierto todo. Porque, ¿sabe usted? —prosiguió, con una ancha sonrisa, con el aire de quien se siente seguro de su elección—, yo estoy en las cartas. Nada de cuanto pueda sucederme podrá cambiar el curso de un destino marcado en otros ámbitos hace un tiempo casi inmemorial. Protegido. Todo esto tenía que acontecer.

—Vuestra Majestad —dijo Halcopéndola—, tal vez no he sabido hacerme entender...

—¡Deje de llamarme de ese modo! —dijo él, furioso.

—Perdón. Tal vez no he sabido hacerme entender. Sé muy bien que usted está en las cartas, un mazo de cartas muy bonito, con arcanos destinados al menos ostensiblemente a predecir y favorecer el retorno de su antiguo Imperio, y diagramadas, calcularía yo, en algún momento durante el reinado de Rodolfo II, e impresas en Praga. Entretanto se les ha dado otros usos. Sin que usted, por así decir, haya dejado de estar en ellas ni por un instante.

—¿Dónde están? —dijo él, avanzando súbitamente hacia ella, las manos avariciosas extendidas como garras—. Démelas. Necesito tenerlas.

—Si me permite continuar... —dijo Halcopéndola.

—Son de mi propiedad —dijo Eigenblick.

—De su Imperio —dijo ella—. En tiempos. —Su mirada penetrante lo hizo callar.— Si me permite continuar: Sé que usted está en las cartas. Sé qué poderes lo pusieron en ellas y, un poco, con qué fin. Conozco su destino. Lo que usted debe creer, si es que desea realizarlo, es que yo estoy en él.

—¿Usted?

—He venido a prevenirlo, y a ayudarlo. Tengo poderes. Lo bastante grandes como para haber descubierto todo esto, para haberlo encontrado a usted, una aguja en el pajar del Tiempo. Usted necesita de mí. Ahora. Y en el tiempo por venir.

Él la observó largamente. Ella vio la duda, la esperanza, el alivio, el temor, la resolución aparecer y desaparecer de su gran cara.

—¿Por qué —dijo él— nunca me dijeron nada de usted?

—Tal vez —dijo ella— porque ellos no sabían nada de mí.

—Nada está oculto para ellos.

—Muchas cosas. Haría usted bien en enterarse de eso.

Él se mordió la mejilla un momento, pero la batalla había terminado.

—¿Y qué gana usted en esto? —dijo él. El intercomunicador volvió a zumbar.

—Más tarde discutiremos mi recompensa —dijo ella—. De momento, antes de contestar, será mejor que decida usted qué les va a decir a sus visitantes.

—¿Estará usted conmigo? —dijo él, súbitamente necesitado.

—Ellos no deben verme —dijo Halcopéndola—. Pero sí, estaré con usted. —Una brujería barata, un hueso de gato (reflexionó Halcopéndola en tanto Eigenblick pulsaba el intercomunicador), justo lo que necesitaba para convencer al emperador Federico Barbarroja, si conservaba algún recuerdo de su juventud, que en verdad poseía los poderes que afirmaba tener. Mientras él seguía de espaldas, ella desapareció, y cuando se volvió para mirarla, o para mirar el sitio en que había estado, le oyó decir:

—¿Vamos ya a reunimos con el Club?

Encrucijada

El día era gris cuando Auberon descendió del autobús en la encrucijada, de una grisura pálida y lluviosa. Había tenido un cambio de palabras con el conductor para que lo bajara allí, en ese lugar; primero, había tenido cierta dificultad para describírselo, después para convencerlo de que su autobús pasaba por allí. Cuando Auberon se lo describió, el hombre había meneado negativamente la cabeza:

—No, no —repetía en voz baja, sin mirar a Auberon cara a cara, como quien trata de pensar y recordar; una mentira transparente, adivinó Auberon, lo que el hombre no quería era alterar su rutina en lo más mínimo. En tono frío pero cortés, Auberon le describió nuevamente el paraje, y acto seguido fue a instalarse en el primer asiento, justo detrás del conductor, para escrutar el camino con ojos avizores. Y cuando se estaban acercando al lugar, le palmeó la espalda. Se apeó, triunfante, mientras se formaba en sus labios una frase, que cuántos centenares de veces debía de haber pasado el hombre por aquí, que si era ése el nivel de observación que cabía esperar de alguien en quien el público se ve obligado a confiar, etc., pero la puerta se cerró con un chasquido, los engranajes rechinaron como dientes, y el largo autobús gris se alejó, bamboleándose.

El dedo del letrero indicador señalaba, como siempre lo hiciera, el camino de Bosquedelinde; más cadavérico, con una inclinación más senescente, el nombre más erosionado por el tiempo que como él lo recordaba, o como lo había visto la última vez, pero era el mismo. Echó a andar por el sendero sinuoso, amarronado como chocolate con leche después de la lluvia, pisando con cautela, sorprendido por el ruido de sus pasos. Él no había sabido de cuántas cosas lo habían despojado sus meses en la Ciudad. El Arte de la Memoria podía trazar un plano de su pasado en el que quizá tuviera su sitio cada cosa, pero no podía haberle restituido esta plenitud: estos olores, dulces y húmedos y vivificantes, como si el aire tuviese una textura líquida, transparente; no ese rumor constante e inefable que poblaba el aire, ese murmullo que sonaba estridente a su oído embotado, realzado por el trino de los pájaros; no la sensación misma de volumen, de distancia o cercanía creada por las hileras y los grupos de árboles recién reverdecidos y la rotación y la prodigalidad de la tierra. Él era capaz de sobrevivir relativamente bien lejos de todo eso —el aire era aire al fin y al cabo, aquí o en la Ciudad—, pero una vez zambullido de nuevo en esta atmósfera, se sentiría quizá devuelto a su elemento natural, se distendería en él, su alma abriría sus alas como una mariposa que emerge de la prisión de su capullo. Y en verdad abrió los brazos, respiró hondo y recordó algunos versos de un poema. Pero su alma era una piedra fría.

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