Pqueño, grande (74 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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—No hay hielo —dijo Alice—. Rudy no ha venido hoy.

—¿Todavía corta hielo?

—Oh, sí. Pero últimamente ha estado enfermo. Y Robin, ¿sabes?, su nieto... bueno, tú conoces a Robin; no es una gran ayuda. Pobre viejo.

Absurda, inesperadamente, aquélla fue la gota que colmó el vaso.

—Pobre, pobre Rudy..., pobre viejo..., ¡qué calamidad! —dijo Auberon, trémula la voz—. ¡Qué calamidad! —Se sentó con su copa de whisky, la cosa más triste que había visto en su vida. Veía las cosas a través de una nube, de un centelleo. Alarmada, Alice se levantó lentamente.— Me metí en un lío, Ma, ¡un lío infernal! —Hundió la cara entre las manos, el lío infernal era una cosa áspera, que se henchía en su garganta y en su pecho. Alice, indecisa, se acercó, le rodeó los hombros con un brazo, y Auberon, aunque no lo había hecho en muchos años, nunca, ni siquiera por Sylvie, no, ni una sola vez, supo que iba a echarse a llorar como un niño. El lío infernal cobraba peso, y fuerza, pujando por salir, por abrirle la boca y sacudir violentamente su esqueleto, con sonidos que él jamás supo que era capaz de producir. Basta, basta, se decía, basta, basta, pero la cosa no quería acabar, el desahogo lo hacía crecer, había grandes volúmenes de esa sustancia para expulsar; apoyó la cabeza sobre la mesa de la cocina y lloró a gritos.— Perdón, perdón —dijo, cuando de nuevo pudo hablar—. Perdón, perdón.

—No —dijo Alice, su brazo rodeando el renuente gabán—, no, ¿perdón por qué? —Él alzó repentinamente la cabeza, apartó el brazo de su madre y, tras un último, ahogado sollozo, cesó de llorar, el pecho aún sacudido por estertores.— ¿Fue —dijo Alice con dulzura, con cautela— la chica morena?

—Oh —dijo Auberon—, en parte, en parte.

—Y ese estúpido legado.

—En parte.

Ella vio, asomando de su bolsillo, un pañuelito, y lo sacó para él.

—Toma —dijo, horrorizada de ver en ese rostro bañado en lágrimas no a su benjamín, sino a un adulto que apenas conocía, transfigurado por el dolor. Miró el pañuelito que le ofrecía—. Qué bonito —dijo—. Parece...

—Sí —dijo Auberon, cogiéndolo y restregándose la cara—. Lucy lo bordó. —Se sonó la nariz.— Fue un regalo. Cuando me marché. Ábrelo cuando vuelvas a casa, me dijo ella. —Se reía, o lloraba otra vez, o ambas cosas, y tragaba con dificultad. —Bonito, sí. —Lo volvió a guardar en su bolsillo y se sentó, encorvado, la mirada ausente.— Oh, Dios —dijo—. Esto es un engorro.

—No —dijo ella—, no. —Puso su mano sobre la de él. Estaba ante un dilema: su hijo necesitaba consejo, y ella no podía dárselo; sabía a dónde se podía ir en procura de consejo, pero no si se lo darían a él, ni si era correcto de su parte que lo enviase a pedirlo.— Está todo bien, ¿sabes? —dijo—, de veras, porque... —reflexionó un momento—. Porque está bien, estará bien.

—Oh, claro —dijo él, suspirando, un largo, tembloroso suspiro—. Ahora todo ha pasado.

—No —dijo Alice, y cogió con más firmeza la mano de su hijo—. No, no ha pasado todo, pero... Bueno, suceda lo que suceda, todo será parte..., bueno, parte de lo que tiene que ser, ¿no? Quiero decir que no pasará nada que no tenga que pasar, ¿no es cierto?

—No lo sé —dijo Auberon—. Qué sé yo.

Alice retenía entre las suyas la mano de su hijo, ese hijo ahora demasiado crecido para que lo pudiese estrechar contra su pecho, y besar, y cobijar con su cuerpo y contárselo todo, contarle el largo, larguísimo Cuento, tan largo y tan extraño que él se dormiría antes de que llegara al final, arrullado por su voz y su calor y los latidos de su corazón y la calma seguridad del relato; y entonces, y entonces, y entonces: y lo más asombroso de todo; y lo más extraño: y la forma en que se encadenaban las cosas: la historia que ella no sabía cómo contar cuando él era lo bastante joven como para que le fuera contada, la historia que sólo ahora conocía ella, cuando él era demasiado grande como para que ella lo alzara en sus brazos y se la susurrara, demasiado mayor como para creerla, aunque todo iba a suceder, y le iba a suceder a él. Pero ella no podía soportar el verlo así en esa obscuridad, y no decirle nada.

—Bueno —dijo, sin soltarle la mano; se aclaró de la garganta la ronquera que se había amontonado en su voz (¿se alegraba, o lo contrario, de que todas sus propias tormentas hubiesen sido lloradas, años atrás?) y continuó—: Bueno, ¿quieres hacer algo por mí, en todo caso?

—Sí, claro.

—Esta noche, no, mañana por la mañana..., ¿sabes dónde está el viejo cenador? ¿Esa isla pequeña? Bueno, si sigues río arriba, llegas a un estanque... ¿con una cascada?

—Claro, sí.

—Bueno —dijo Alice, y respiró hondo—. Bueno —dijo otra vez y le dio las instrucciones, y le rogó que las siguiera al pie de la letra, y algo le dijo de las razones por las que debía hacerlo, mas no todo; y él asintió, en una nube, pero habiendo ya llorado delante de ella todas las reservas que podía haber tenido respecto de ese plan, y de esas razones.

La puerta de la cocina que daba a la huerta se abrió, y Fumo entró; antes, sin embargo, dio una vueltecita por la despensa. Alice palmeó la mano de su hijo, le sonrió, se apretó los labios con el índice y luego los labios de Auberon.

—¿Conejo esta noche? —estaba diciendo Fumo al entrar en la cocina—. ¿A qué se debe todo el alboroto? —Al ver a Auberon dio un traspié, y los libros que llevaba bajo el brazo resbalaron al suelo.

—Hola, hola —dijo Auberon, contento de haber tomado al menos a uno de ellos por sorpresa.

Lentamente me vuelvo

También Sophie había sabido que Auberon estaba camino de casa, aunque el autobús había retrasado sus cálculos en un día. Tenía muchos consejos para dar, y muchas cosas que preguntar; pero de consejos Auberon no quería ni oír hablar, y en cuanto a sus preguntas, intuyó que no las contestaría, de modo que las calló, contentándose de momento con lo poco que él quisiera contar y que muy escasamente daba cuenta de sus meses en la Ciudad.

Durante la cena dijo:

—Bueno, es agradable tener a todo el mundo de vuelta. Por una noche.

Auberon, mientras devoraba visceras como un hombre que ha vivido meses y meses de perritos calientes y panecillos del día anterior, alzó los ojos de su plato y la miró intrigado; pero ella, no consciente, al parecer, de haber dicho nada raro, desvió la mirada; y Tacey empezó a contar una historia sobre el divorcio de Cherry Lagos, después de apenas un año de casada.

—Esto es una delicia, Ma —dijo Auberon, y se sirvió otra porción, y siguió comiendo, y pensando.

Más tarde, en la biblioteca, él y Fumo compararon ciudades: la de Fumo, años atrás, y la de Auberon.

—Lo mejor —dijo Fumo—, o lo más emocionante, era esa sensación que siempre tenías de estar a la cabeza del desfile. Quiero decir que aunque todo lo que hicieras fuera estar sentado en tu cuarto, lo sentías, sabias que allá fuera en las calles y entre los edificios iba avanzando, bum bum bum, y que tú formabas parte de él y que todos los demás en todas partes iban detrás de ti a los tropezones. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Supongo —dijo Auberon—. Supongo que las cosas han cambiado. —Hamletiano en una camiseta de punto y unos pantalones negros que había encontrado entre sus ropas viejas, estaba sentado un tanto doblado en dos en un alto sillón de cuero capitoneado. Una única lamparilla brillaba sobre la botella de brandy que había abierto Fumo. Alice había sugerido que él y Auberon deberían tener una larga charla; pero al parecer les estaba resultando difícil encontrar temas de conversación.— A mí siempre me parecía que todo el mundo en todas partes se había olvidado por completo de nosotros. —Acercó su copa y Fumo vertió en ella un dedo de brandy.

—Bueno, pero las muchedumbres —dijo Fumo—. Ese ir y venir, y toda esa gente bien vestida; todo el mundo corriendo para acudir a citas.

—Hum —dijo Auberon.

—Creo que es...

—Bueno, quiero decir que creo que sé lo que dices que tú pensabas, quiero decir que lo que piensas era...

—Creo que yo pensaba...

—Supongo que ha cambiado —dijo Auberon.

Se hizo un silencio. Cada uno miraba fijamente su copa.

—Bueno —dijo Fumo—. Como sea. ¿Cómo la conociste?

—¿A quién? —Auberon se puso tenso. Había temas que no estaba dispuesto a discutir con su padre. Que ellas con sus cartas y su sexto sentido pudieran sondear su corazón y conocer sus secretos, era ya más de lo que se sentía capaz de soportar.

—A esa mujer que vino a visitarnos —dijo Fumo—. A esa señorita Halcopéndola. La prima Ariel, como dice Sophie.

—Oh. En un parque. Entramos en conversación... Un parquecito que decía, mira por dónde, que había sido construido por el viejo John, y sus socios, hace añares.

—Un parquecito —dijo Fumo, sorprendido—, con extraños senderos curvilíneos, que...

—Sí —dijo Auberon.

—Que van hacia el interior, sólo que no es así, y...

—Sí.

—Fuentes, estatuas, un puentecito...

—Sí, sí.

—Yo solía ir allí —dijo Fumo—. ¿Qué te parece esto?

A Auberon no le parecía nada, realmente. No dijo nada.

—A mí, por alguna razón —dijo Fumo—, siempre me hacía pensar en Alice. —Súbitamente devuelto a su pasado, Fumo recordaba, con asombrosa vivacidad, el pequeño parque estival, y sentía, paladeaba casi, con la lengua de la imaginación, el sabor de la estación de su primer amor por Alice. Cuando tenía la edad de Auberon.— ¿Qué te parece esto? —dijo de nuevo, con aire soñador, paladeando un cordial en el que años atrás fueran destilados los frutos de todo un verano. Miró a su hijo Auberon, contemplaba con aire sombrío el fondo de su copa de brandy. Y Fumo intuyó que se estaba acercando a una encrucijada o a un tema doloroso. Qué extraño, sin embargo, el mismo parque—. Bueno —dijo, y se aclaró la voz—. Parece ser toda una mujer.

Auberon se pasó la mano por la frente.

—Esa persona, quiero decir, esa Halcopéndola.

—Oh. Oh, sí. —Auberon carraspeó a su vez, y bebió.— Loca, me pareció, no sé.

—¿Oh? Oh. No me parece. No más que... Tenía sin duda mucha vitalidad. Quiso ver la casa de cabo a rabo. Decía algunas cosas interesantes. Hasta trepamos a la vieja orrería. Dijo que ella tenía una, en su casa de la Ciudad, diferente, pero construida sobre los mismos principios, tal vez por la misma persona. —Se había animado, como esperanzado.— ¿Sabes una cosa? Ella creía que la podríamos hacer funcionar de nuevo. Yo le hice ver que estaba toda oxidada, porque, ¿sabes?, la rueda maestra por alguna razón está inmóvil, atascada en el aire, pero ella dijo, en fin, que creía que el mecanismo básico todavía está en perfectas condiciones. No sé cómo pudo decir eso, pero ¿no sería divertido? Después de todos estos años. Yo pensaba hacer la prueba. Limpiarla bien... y ver...

Auberon miró a su padre. Empezó a reírse. Esa cara ancha, plácida, simple. ¿Cómo pudo él haber pensado alguna vez...?

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Cuando yo era chico, pensaba que sí, que se movía.

—¿Qué?

—Claro. Pensaba que se movía, sí, y creía que yo podía demostrar que se movía.

—¿Por sí sola, quieres decir? ¿Cómo?

—Yo no sabía
cómo
. Pero pensaba que se movía, y que todos vosotros lo sabíais y no queríais que yo lo supiera.

Fumo también se rió.

—Vaya, ¿por qué? —dijo—. ¿Por qué, quiero decir, lo mantendríamos en secreto? Y de todas formas, ¿cómo hubiera podido? ¿Con qué energía?

—Yo no lo sé, Papá —dijo Auberon, riendo más fuerte, aunque la risa parecía tender a licuarse en llanto—. Por sí misma. No lo sé. —Se levantó, desenroscándose de su sillón capitoneado.— Yo
pensaba
—dijo—, oh, demonios, no lo puedo recrear, por qué pensaba yo que era importante, quiero decir por qué eso era importante, pero yo pensaba que os iba a hacer confesar la verdad...

—¿Qué? ¿Qué? —dijo Fumo—. Bueno, y ¿por qué no preguntaste? Una simple pregunta, quiero decir...

—Papá —dijo Auberon—, ¿te parece a ti que aquí, en esta casa, se ha podido hacer alguna vez una simple pregunta?

—Bueno...

—Está bien —dijo Auberon—. Está bien, te voy a hacer una simple pregunta, ¿de acuerdo?

Fumo se sentó muy erguido en su silla. Auberon ya no se reía.

—De acuerdo —dijo.

—¿Tú crees en las hadas? —preguntó Auberon.

Fumo alzó los ojos y miró a su alto hijo. Durante todo el tiempo que vivieron juntos, había sido como si él y Auberon hubiesen estado espalda contra espalda, inmovilizados en esa posición e incapaces de darse vuelta. Habían tenido que comunicarse por vía indirecta, a través de otros, o estirando el cuello y hablando por el costado de la boca; habían tenido que adivinar cada uno de los gestos y actos del otro. De vez en cuando uno u otro podía intentar un giro rápido para tomar al otro desprevenido, pero eso nunca había resultado, no del todo, el otro seguía estando atrás y mirando para el otro lado, como en la vieja pieza de vodevil. Y el esfuerzo de comunicación en esa postura, el esfuerzo de hacerse entender, a menudo había sido excesivo para ambos, y habían desistido, la mayor parte de las veces. Pero ahora —tal vez a causa de lo que le había acontecido a él en la Ciudad, cualquier cosa que fuese, o quizá sólo el correr del tiempo, que había desgastado el lazo que los ataba y los mantenía aislados—, Auberon se había dado vuelta. Lentamente me vuelvo. Y lo único que ahora faltaba era que también Fumo se volviera y se miraran los dos, cara a cara.

—Bueno —dijo—, «creer», no sé; «creer», ésa es una palabra...

—Huy, huy —dijo Auberon—. Nada de comillas.

Ahora Auberon estaba casi encima de él, observándolo desde su altura, esperando.

—De acuerdo —dijo Fumo—. La respuesta es no.

—¡Por fin! —exclamó Auberon, con triunfal amargura.

—Nunca creí.

—Ya veo.

—Por supuesto —dijo Fumo—, no hubiera estado bien decirlo, ¿sabes?, ni preguntar abiertamente qué era lo que pasaba aquí en realidad; nunca quise echar a perder las cosas por no... no entrar en el juego. Así que nunca dije nada. Nunca hice preguntas, nunca. Y menos aún preguntas simples. Espero al menos que tú hayas notado eso, porque no siempre fue fácil.

—Lo sé —dijo Auberon.

Fumo bajó la vista.

—Perdóname por eso —dijo—, por haberte engañado..., si lo hice, supongo que no; y por andar como espiándote o algo así..., tratando de entender lo que pasaba, cuando se suponía todo el tiempo que yo estaba al tanto de todo, lo mismo que tú. —Suspiró.— No era tan fácil —dijo—. Vivir una mentira.

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