Pqueño, grande (78 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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»De acuerdo. De acuerdo. ¿Qué podía yo pensar entonces? Volví aquí. Sophie estaba como loca, con esos ojos inmensos. "Tienes razón", le dije. "No es Lila. Y tampoco es mía".

»Sophie se vino abajo. Como si se disolviera. Ésa era la última gota. Se deshacía, hombre, la cosa más triste que he visto en mi vida... "Tienes que ayudarme, tienes que hacerlo...", ¿sabes? De acuerdo. De acuerdo. Te ayudaré, pero ¿qué demonios se supone que tengo que hacer? Ella no lo sabía. Era cosa mía. "¿Dónde está?", me preguntó Sophie. "Se fue arriba", dije. "A lo mejor tiene frío. Hay un fuego allá arriba". Y ella me miró súbitamente con esos ojos..., horrorizada, pero demasiado cansada para hacer algo o hasta sentir nada... No lo puedo describir. Me agarró la mano y dijo: "No dejes que se acerque al fuego, por favor, ¡por favor!".

»"Vamos, ¿de qué estás hablando?", le dije. "Mira, tú te quedas aquí sentada y entras en calor, y yo iré a ver". Qué demonios iba a ir a ver, no lo sabía. Cogí el bate de béisbol, más vale estar preparado, ¿sabes?, y salí, y ella seguía implorándome: "No dejes que se acerque al fuego".

George reprodujo en mímica la subida sigilosa por la escalera y la entrada en el estudio del segundo piso.

—Entro, y allí estaba. Al lado del fuego. Sentada en el cómo se llama, en el hogar. Y no puedo creer a mis ojos: porque está allí sentada y va y mete la mano en el fuego..., ¡sí!,
mete la mano en el fuego
y coge las brasas
incandescentes
, las coge, sí, y, pop, se las mete en la boca.

Se acercó a Auberon, aquello no sería creíble si él no agarraba la muñeca de Auberon para refrendar su veracidad.

—Y las mastica, crunch, crunch. —George hizo el gesto como si comiera una nuez.— Crunch. Crunch. Y me sonríe..., me sonríe. Podías ver las brasas relucientes dentro de su cabeza. Como en una de esas linternas de calabaza. Y se apagaban, y entonces cogía otra. Y caray, si iba como cobrando vida después de eso. Espabilada, ¿te das cuenta?; un pequeño reconstituyente; se pone a saltar, ejecuta un bailecito. Desnuda ahora, por añadidura. Como un pequeño querube maligno de yeso, y roto. Juro por Dios que nada me ha asustado nunca en mi vida tanto como eso. Estaba tan asustado que ni pensar podía, a duras penas me movía. ¿Te das cuenta? Demasiado asustado para estar asustado.

»Fui hasta el fuego. Tomé la pala. Recogí un montón de brasas de lo más profundo del fuego. Se las mostré: mmm, mmm, qué rico. Sigúeme, sigúeme. Bravo, quiere jugar a este juego, castañas calientes, castañas muy calentitas, ven, vamos, salimos y subimos la escalera, y quiere echar mano a la pala; uh-uh, no, no, yo sigo, sigo guiándola.

»Y ahora escucha, hombre. No sé si yo estaba loco o qué. Todo lo que sabía era que esa criatura era maligna. No maligna maligna, quiero decir, porque no creo que fuera nada, quiero decir que era un muñeco o un títere o una máquina, pero que se movía, por sí mismo, como esas cosas pavorosas de los sueños que sabes que no están vivas, montones de trapos viejos o montículos de grasa que, de repente, se yerguen y empiezan a amenazarte, ¿te das cuenta? Muerto, pero móvil.
Animado
. Pero maléfico, una criatura terriblemente maléfica para tenerla en el mundo. Todo cuanto yo podía pensar era: líbrate de ella. Lila o no Lila. Da igual. Lí-bra-te-de-ella.

»Y de todos modos ella me sigue. Y arriba, en el tercer piso, del otro lado de la biblioteca está, ya sabes, mi estudio. ¿Sí? ¿Ves la cosa? La puerta está cerrada, por supuesto; yo la había cerrado cuando bajé, siempre lo hacía; nunca se es cuidadoso por demás. Yo trato de abrirla, y la cosa me está mirando con esos ojos que no eran ojos, y, oh, mierda, en cualquier momento se va a dar cuenta de la trampa. Empujo la pala bajo su nariz. La condenada puerta no se abre, no quiere abrirse, y al fin se abre... y...

Con un potente ademán imaginario, George empujó la pala llena de carbones al rojo vivo al estudio repleto de fuegos artificiales cargados. Auberon contuvo el aliento.

—Y luego a la
criatura
...

Con una rápida, cautelosa patada, con el costado del pie, George empujó también al interior del estudio a la falsa Lila.

—¡Y ahora la puerta! —Cerró la puerta de un golpe, mirando a Auberon con el mismo terror loco y la misma prisa que debió de reflejarse en sus ojos esa noche.— ¡Listo! ¡Listo! Volé escaleras abajo. «¡Sophie! ¡Sophie! ¡Corre!» Ella está aún sentada en la silla..., allí mismo paralizada. Así que la levanto..., no la llevo, la saco a empujones porque ya puedo oír allá arriba los ruidos..., la saco a empujones al corredor. ¡Bang! ¡Buuum! Salimos por la puerta de calle.

»Y allí nos quedamos bajo la lluvia, hombre, mirando para arriba. O yo al menos miraba para arriba, ella sólo como queriendo esconder la cabeza. Y ahí por las ventanas de mi estudio vuela todo mi espectáculo. Estrellas. Cohetes. Magnesio, fósforo, azufre. Luz para muchos días. Ruido. La cosa cae todo alrededor de nosotros, sisea en los charcos. De pronto, ¡baaaang! Una gran reserva secreta estalla y abre un agujero en el techo. Humo y estrellas, diantre, iluminamos todo el vecindario. Pero la lluvia arrecia y pronto, prontísimo todo se ha apagado, en el momento mismo en que llegan los polis y los coches-bomba.

»Bueno, yo tenía el estudio más que bien reforzado, ¿sabes?, puerta de acero y amianto y todo lo demás, así que el edificio no voló. Pero, por Dios, si algo quedó de la criatura aquélla, o lo que fuera...

—¿Y Sophie? —dijo Auberon.

—Sophie —dijo George—. Le dije: «Oye, está todo arreglado».

»"¿Qué?", dice ella. "¿Qué?"

»"Que está todo arreglado. Que la he volado. No queda ni rastro". Y oye bien esto: ¿sabes lo que hizo ella?

Auberon no pudo adivinarlo.

—Me miró... y hombre, no creo que haya visto esa noche nada tan terrible como su cara en ese momento... y dijo: «La mataste».

»Eso fue lo que dijo: "Tú la mataste". Sólo eso.

George se sentó, extenuado, deshecho, a la mesa de la cocina.

—La mataste —dijo—. Eso era lo que Sophie pensaba, que yo había matado a su única hija. Tal vez es lo que todavía piensa. No lo sé. Que el viejo George mató a su hija única, que también era de él. Que la hizo volar, en estrellas y franjas por siempre jamás. —Bajó los ojos—. No quiero que nadie me mire de la forma en que ella me miró esa noche, no, nunca, nunca más.

—Qué historia —dijo Auberon cuando al fin pudo recobrar su voz.

—Porque, ¿ves? —dijo George—. Si era Lila, pero por alguna razón misteriosa transformada...

—Pero ella sabía —dijo Auberon—. Ella sabía que no era realmente Lila.

—¿Lo sabía? —dijo George—. ¿Quién sabe qué demonios sabía ella? —Se hizo un silencio siniestro.— Mujeres. ¿Qué puedes saber de ellas?

—Pero —dijo Auberon—, lo que yo no comprendo es, en primer término, por qué ellos le llevarían esa cosa, si se veía tan a las claras que era falsa, quiero decir.

George le clavó una mirada suspicaz.

—¿Qué «ellos» son ésos? —preguntó.

Auberon hurtó su mirada de los ojos inquisitivos de su primo.

—Bueno, ellos —dijo, sorprendido y extrañamente turbado de que esa explicación hubiera brotado de sus labios—. Los que robaron la verdadera.

—Hum —dijo George.

Auberon no dijo nada más, ya que no tenía nada más que decir sobre el tema, y comprendiendo por primera vez en su vida por qué el secreto había sido tan celosamente guardado por aquellas personas a quienes él solía espiar. Contar con ellos para conseguir explicaciones era no contar con nadie, y ahora él también, lo quisiera o no, estaba juramentado al mismo silencio; y sin embargo, pensó, ya nunca más podré volver a explicar una sola cosa en este mundo sin recurrir a ese pronombre colectivo: ellos. Ellos.

—Bueno, como sea —dijo—. Hasta ahora van dos.

George alzó inquisitivamente las cejas.

—Dos Lilas —dijo Auberon. Las contó—: De las tres que yo pensaba que había, una era imaginaria, la mía, y sé dónde está. —En realidad, la sentía, muy dentro de él, tomando nota de que la había mentado.— Una era falsa. La que tú hiciste volar.

—Pero si —dijo George—, si ésa fuera la verdadera, sólo que..., Comoquiera, cambiada... Noooo.

—No —dijo Auberon—. Ésa es la que falta, la que no está explicada: la verdadera. —Miró por la ventana el rosicler del alba que se insinuaba ya sobre la Alquería del Antiguo Fuero y por encima de las altas torres de la Ciudad.— Me pregunto... —dijo.

—Yo también me pregunto —dijo George—. Daría cualquier cosa por saber.

—Dónde —dijo Auberon—. Dónde, dónde.

Pensando en despertar

Lejos, muy lejos, y soñando: dándose vuelta en sueños, inquieta, y pensando en despertarse, aunque no despertaría aún por muchos años; una comezón en la nariz, y un bostezo en la garganta. Hasta parpadeó, pero nada vio con sus ojos dormidos, nada excepto un sueño, un sueño de otoño en medio de la primavera en que dormía: el valle gris en el cual el día de su paseo la cigüeña que las había transportado, a ella y a la señora Sotomonte, había al fin pisado
térra firma
o algo semejante, y la señora Sotomonte había suspirado y desmontado, y ella, Lila, había rodeado con sus brazos el cuello de la señora Sotomonte para que la ayudara a apearse. Bostezaba: habiendo aprendido a hacerlo, ahora al parecer no podía parar, y aún no sabía si la sensación le gustaba o no.

—Soñolienta —dijo la señora Sotomonte.

—¿Qué lugar es éste? —dijo Lila cuando se hubo puesto en pie.

—Oh, un lugar —dijo con dulzura la señora Sotomonte—. Ven conmigo.

Una arcada rota, toscamente esculpida, o exquisitamente esculpida y brutalmente maltratada por la intemperie, se alzaba, allí, delante de ellas; no se extendía en muros: solitaria, a horcajadas del sendero cubierto de hojarasca, mostraba el único camino hacia el reseco bosque de noviembre. Lila, temerosa pero ya resignada, puso su mano joven y pequeña en la grande y vieja de la señora Sotomonte y, cual abuela y nieta en un parque frío de donde hubieran huido el verano y la alegría, echaron a andar hacia el portón: la cigüeña quedó a solas parada sobre una sola pata roja, atusándose con el pico las plumas desgreñadas y revueltas.

Pasaron por debajo de la arcada. Viejos nidos de pájaros y moho llenaban las molduras y relieves. Las tallas eran confusas, criaturas en gestación o retornando al caos. Al pasar, Lila las rozaba con la mano: no era piedra la substancia de que estaban hechas. ¿Vidrio? se preguntó. ¿Hueso?

—Cuerno —dijo la señora Sotomonte.

Se quitó una de sus numerosas capas y vistió con ella la desnudez de Lila. Lila pateaba las hojas castañas del valle, pensando que podía ser agradable echarse sobre ellas a descansar, un largo rato.

—Bueno, una jornada larga —dijo la señora Sotomonte, como si adivinara sus pensamientos.

—Pasó demasiado pronto —dijo Lila.

La señora Sotomonte pasó un brazo alrededor de los hombros de Lila; Lila tropezaba con ella, sus pies parecían haberse desconectado de su voluntad. Bostezó otra vez.

—Aw —dijo con ternura la señora Sotomonte, y alzó a Lila con un único y rápido movimiento de sus brazos fuertes. Le ciñó un poco más la capa alrededor del cuerpo, en tanto Lila se apretujaba contra ella—. ¿Fue divertido? —preguntó.

—Fue divertido —dijo Lila.

Se habían detenido delante de un gran roble a cuyos pies se amontonaban las hojas de todo un verano. En un hueco del roble, un buho, que acababa de despertarse, cuchicheaba para sus adentros. La señora Sotomonte se inclinó para depositar su carga sobre el lecho susurrante de las hojas.

—Sueña —dijo—, sueña con él.

Lila dijo algo incoherente, algo acerca de nubes y casas, y luego nada más, porque ya estaba dormida. Dormida, y sin haber notado en qué momento había empezado, soñando ya con él, con él seguiría soñando desde ese instante, soñando con todo cuanto había visto, y con todo cuanto de ello iría a resultar; soñando con la primavera como soñara con el otoño cuando se había dormido, y soñando con el invierno cuando fuera a despertarse; en la involución de su soñar, dando vuelta y alterando esas cosas que soñaba a la par que las soñaba y que estaban aconteciendo ya en otra parte. Encogió, sin saber que lo hacía, las rodillas; levantó las manos casi hasta la barbilla, en tanto ésta se inclinaba, hasta adoptar la misma forma de S que adoptara cuando habitaba en el seno de Sophie. Lila dormía. La señora Sotomonte la arropó una vez más con ternura en la capa, y entonces se irguió. Se apretó la nuca con las dos manos, echó el torso hacia atrás: jamás había estado tan cansada. Le hizo una señal al buho, cuyos ojos relucientes escudriñaban fuera de su casa en todas direcciones, y dijo:

—Tú. Cuida de ella. Vela su sueño —cosa que aquellos ojos podían hacer tan bien como cualquier par de ojos que ella conocía. Miró para arriba. El crepúsculo, incluso el interminable crepúsculo de ese día de noviembre, había casi concluido, y ella con todas sus faenas sin hacer: el fin del año no sepultado aún, y las lluvias que vendrían a enterrarlo (y un millón de larvas de insectos, un millón de bulbos y semillas) aún sin esparcir, las nubes que ensuciaban el suelo del firmamento aún sin barrer, las luces del invierno sin encender. El Hermano Viento-Norte, estaba segura de ello, andaría mordisqueando su bocado, impaciente por soltarse y echar a correr. Si hasta era un verdadero milagro, pensó, que el día siguiera a la noche, que la Tierra continuara girando, tan poco se había ocupado ella de esas cosas en los últimos tiempos. Suspiró, se dio media vuelta y (más grande y más vieja y más poderosa de lo que Lila hubiera jamás supuesto, o imaginado o soñado que pudiera ser) se expandió en todas direcciones hacia esas tareas, sin volver ni una sola vez la cabeza para mirar a su nieta adoptiva dormida entre las hojas secas.

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