—¿Se supone que debo esperar? —preguntó, con la mano ya en el picaporte—. ¿Mientras ellos lo leen?
—Ah, no, no te molestes en esperar —dijo Auberon—. Es demasiado tarde. De todas maneras, tendrán que ponerlo.
—De acuerdo —dijo Fred—. Hasta luego, patrón.
Satisfecho consigo mismo, Auberon encendió la chimenea. La señora MacReynolds era uno de los últimos personajes que había heredado de los creadores de «Un Mundo en Otraparte». Una joven divorciada treinta años atrás, a fuerza de tenacidad y astucia, había logrado mantenerse en su papel a través del alcoholismo, un nuevo matrimonio, una conversión religiosa, sufrimientos, vejez y enfermedades. Liquidada ahora, sin embargo. Contrato finiquitado. También Frankie estaba por emprender un largo viaje; aunque volvería, su contrato tenía aún años de vigencia, y era, por añadidura, el amiguito del productor; volvería, sí, pero transformado en otro hombre.
¿Un misionero? Bueno, sí, en cierto sentido, tal vez un misionero...
«Más cosas deberían pasar», habíale dicho una vez, cierto día, Sylvie a Fred Savage. Y en la ya larga interpenetración de la visión de Auberon de «Un Mundo en Otraparte» con la telenovela tal como la encontrara, muchas por cierto habían pasado. Al principio, él no quería creer que fuera eso, pero parecía que sí, que las infinitas postergaciones, la lentitud y la vacuidad de la trama se debían pura y simplemente a la falta de inventiva de los autores. Un mal que, por lo menos al principio, no aquejaba a Auberon, y estaba además toda esa caterva de personajes tediosos e inverosímiles que era preciso eliminar y cuyas pasiones, celos y recelos le habían parecido tan incomprensibles a Auberon. El índice de mortalidad, por lo tanto, había sido alto durante cierto tiempo: el chirrido de neumáticos en las anegadas carreteras, el mordisco estremecedor del acero sobre el acero, el ulular de las sirenas habían sido casi constantes. A una mujer joven, drogadicta y lesbiana, con un hijo idiota a quien, por razones contractuales no podía eliminar, la había hecho desaparecer misteriosamente, a favor de una hermana gemela, idéntica a ella, perdida durante muchos años y de un carácter totalmente diferente. Todo eso le había llevado unas pocas semanas.
Los productores perdían el color viendo la celeridad con que sobrevenían y pasaban las crisis en esos días; la audiencia, decían, acostumbrada al tedio, no soportaría trombas semejantes. Pero la audiencia no parecía estar de acuerdo, y si bien se había convertido poco a poco en una audiencia un tanto diferente, no por ello era menos numerosa, o no sensiblemente menos, y más fervorosa en cambio y más devota que nunca. Además, no había suficientes escritores dispuestos a producir las cantidades de trabajo de que Auberon era capaz a las nuevas tarifas drásticamente rebajadas que ahora ofrecían, de modo que los productores, bregando por primera vez en su profesión con presupuestos exiguos, coqueteando con la bancarrota, contabilizando créditos y débitos hasta altas horas de la noche, le daban a Auberon carta blanca para hacer y deshacer.
Y así, los actores verbalizaban las frases que Fred Savage les llevaba diariamente desde la Alquería, tratando de insuflar un poco de realidad y humanidad en las ilusiones, premoniciones de grandes acontecimientos y esperanzas secretas (tranquilas, tristes, impacientes o resueltas) que infestaban a los personajes que habían encarnado durante tantos años. No existían ahora, como en los tiempos de bonanza, muchos puestos seguros para actores. Y por cada personaje surgido de la caja oracular de Auberon, había veintenas de aspirantes, incluso a sueldos que habrían causado risa en la ahora pretérita Edad de Oro. Se contentaban, agradecidos, con encarnar esas vidas singulares, yendo hacia o alejándose de un acontecimiento sensacional, cualquiera que fuese, que parecía siempre inminente, nunca revelado, y que durante todos aquellos años había mantenido pacientemente enganchada a la audiencia.
Mirando al fuego, maquinando ya nuevas intrigas y desengaños, embrollos y revelaciones, Auberon se reía. ¡Vaya sistema! ¿Cómo nadie había descubierto antes el secreto? Lo que se requería era un argumento simple, una intriga en la que todos los personajes estuvieran profundamente implicados y que avanzara lenta, progresivamente hacia una gloriosa resolución, una resolución que, sin embargo, nunca llegaría. Siempre próxima, manteniendo vivas las esperanzas, jalonada por amargas decepciones, empujando vidas y amores en lenta pero inexorable marcha hacia un presente que nunca, jamás, sucedería.
Antaño, en los buenos tiempos en que las encuestas eran tan comunes como hoy en día los registros casa a casa, los encuestadores solían preguntar a los televidentes por qué gustaban tanto los intrincados tormentos de los culebrones, y la respuesta más frecuente era que los culebrones gustaban porque eran como la vida misma.
Como la vida misma. Auberon pensaba que, bajo su mando, «Un Mundo en Otraparte» podía parecerse a muchas cosas: a la verdad, a los sueños, a la infancia, o a la suya al menos; a un mazo de naipes o a un viejo álbum de fotografías. Que fuese como la vida, no, a Auberon no le parecía, no como la suya, en todo caso. En «Un Mundo en Otraparte» un personaje que viera frustradas sus más caras esperanzas, o cumplida su misión, o a sus hijos o amigos salvados gracias a su sacrificio, era libre de morirse, o por lo menos de desaparecer; o de transformarse y reaparecer con una nueva misión que cumplir, nuevos problemas, hijos nuevos. Ninguno de ellos, a no ser que los actores que los encarnaban estuviesen enfermos o de vacaciones, una vez terminado su papel importante, cesaba simplemente de estar en la historia, y merodeaba por los alrededores del argumento con su último guión (por así decir) todavía en la mano.
Eso, en cambio, eso sí era como la vida misma: como la vida de Auberon.
No como un argumento, pero sí como una fábula o una historia con su ya bien explícita moraleja. La fábula era Sylvie; Sylvie era la alegoría contundente, rotunda, la parábola sin enigmas y no obstante llena a rebosar, inagotable, que sustentaba su vida. Algunas veces, Auberon era consciente de que esa visión le robaba a Sylvie la intensa e irreductible realidad que siempre había tenido, y que tendría aún sin duda, dondequiera que estuviese, y cuando se percataba de ello sentía vergüenza y horror, como si hubiese contado una mentira repulsiva o calumniosa sobre ella; pero eso le acontecía ahora con menos frecuencia a medida que la historia, la fábula, ganaba en perfección, se enriquecía con facetas nuevas, distintas y intrincadamente refractantes, a la vez que se tornaba más corta y fácil de narrar; sustentando, explicando y definiendo su vida, y siendo cada vez menos algo que realmente le había acontecido a él.
Eso, decía George Ratón, era llevar una antorcha. Y aunque Auberon no había oído nunca el viejo dicho, lo encontraba perfecto, porque si él llevaba una antorcha, no la llevaba como devoción ni como penitencia, sino como Sylvie. Sí, él llevaba una antorcha: ella. Ella, una antorcha a veces alta y flamígera, a veces trémula y mortecina; a su lumbre él veía, aunque no había ningún sendero que en verdad deseara alumbrar. Vivía en el Dormitorio Plegable, ayudaba en las faenas de la Alquería; un año no se diferenciaba del siguiente. Como un inválido de antiguo, renunciaba, no siempre consciente de que lo hacía, a la mejor parte del mundo, como si se tratase de algo no apto para el uso de seres como él: él no era ya alguien a quien le sucedían cosas.
Viviendo de esa forma en sus años más vigorosos, lo aquejaban algunos trastornos extraños. Nunca, a no ser en las mañanas más crudas del invierno, podía dormir más allá de las primeras horas de la madrugada. Empezó a poder ver caras en el arreglo accidental de los muebles y enseres de su cuarto, o más bien a no poder dejar de verlas: caras perversas, tontas o avisadas, caras que le hacían muecas, horriblemente heridas o deformes, capaces de expresar emociones que, sin ellas tenerlas, a él lo afectaban; animadas, sin estar vivas, y que a él le producían una vaga repugnancia. Compadecía, a su pesar, al artefacto de luz del cielo raso, dos vacíos tornillos en cruz por ojos, y una lamparilla incrustada en la estúpida, siempre abierta boca de porcelana. Las cortinas floreadas eran una muchedumbre; un congreso, o más bien dos: el de la gente-flor propiamente dicha, y el otro, el de los que espiaban desde el fondo, perfilados por los contornos de las flores. Cuando su alcoba se hubo poblado irremisiblemente, fue, sin decírselo a nadie, a consultar a un psiquiatra. El hombre le dijo que sufría de alucinaciones, el síndrome «hombre-de-la-luna», un problema bastante común, y le sugirió que saliera más; aunque una cura, dijo, llevaría años.
Años.
Salir más: George, un conquistador impenitente y exigente, y no mucho menos afortunado ahora que en sus mocedades, le presentaba mujeres, y el Séptimo Santo le proveía de otras. Pero para qué hablar de fantasmas. De tanto en tanto, dos de esas mujeres reales fundidas en una (cuando lograba, ocasionalmente, persuadirlas de que se fusionaran de ese modo) le procuraban un rudo placer que, si él se concentraba, podía ser intenso. Pero sus ensoñaciones, incidiendo en la sustancia resistente y desesperadamente sutil del recuerdo, pertenecían a un orden de intensidades muy distinto.
Él no hubiera querido que las cosas fuesen de ese modo; lo creía de verdad, honestamente. Hasta reconocía, en momentos de gran lucidez, que las cosas no serían así si él no fuese quien era: que su invalidez no era en modo alguno una consecuencia de lo que le había sucedido sino de un defecto suyo, una tara congénita; que no todo el mundo, quizá nadie mas que él, habría caído en esa indolencia después de haber sido tan sólo rozado por ella, por Sylvie, y como al pasar... Y qué enfermedad la suya, anticuada y estúpida, y eliminada además casi por completo del mundo moderno..., algunas veces hasta sentía que él debía ser, aparentemente, la última víctima de ese mal, y por tanto excluido, como por una regla de higiene natural, del variado banquete que la Ciudad, incluso en su decadencia, aún podía ofrecer. Deseaba, deseaba, sí, poder hacer lo que Sylvie había hecho: decir: Al carajo el destino, y escapar. Y podía, claro que podía, sólo que no lo intentaba, no con verdadero empeño, sí, también eso sabía, pero así eran las cosas: su tara.
Y no le procuraba ningún consuelo el pensar que tal vez esa tara, el ser tan inepto para el mundo, fuera precisamente lo que significaba estar en el Cuento, en ese Cuento en el cual ya no podía negar que estaba: que tal vez el Cuento fuese la tara, que la tara y el Cuento fueran la misma cosa; que estar en el Cuento no significaba nada más que ser apto para el papel que le tocaba desempeñar en él y para nada, absolutamente nada más; como si fuera bizco, y esa bizquera le hiciese ver las cosas siempre en otra parte, pero que a todo el resto de la gente (incluso a él mismo las más de las veces) le parecía sólo una deformidad.
Se levantó, enfadado con sus pensamientos por recaer siempre en la misma vieja historia. Tenía trabajo; con eso debería bastarle; casi siempre le bastaba, y bien que lo agradecía. Las cantidades que producía, y la pitanza que por ellas le pagaban, habrían dejado perplejo al hombre tímido y afable (muerto ahora de una sobredosis accidental) a quien por primera vez Auberon le había enseñado sus guiones. La vida había sido fácil en aquel entonces... Se sirvió un whisky corto (la ginebra estaba
verboten
, pero su aventura le había dejado un hábito, no grave pero sí persistente, más una afición que una adicción) y se abocó a la lectura de la correspondencia que Fred le había traído del centro. Fred, su antiguo guía, era ahora su socio, y como tal descrito a los empleadores de Auberon. También era peón en la granja, y
memento morí
o por lo menos una lección
in vivo
de alguna especie para Auberon; ya no podía arreglárselas sin él, o eso le parecía. Rasgó uno de los sobres.
«Dígale a Frankie que si sigue así va a destrozar el CORAZÓN de su madre. ¿No lo ve él acaso?, ¿cómo puede ser tan CIEGO? ¿Por qué no se consigue una mujercita buena y sienta cabeza?» Auberon nunca terminaba de acostumbrarse a la suspensión de incredulidad de quienes lo oían, y siempre se sentía culpable; le parecía a veces que los MacReynolds eran reales, y que los televidentes, como esta señora, eran imaginarios; pálidas ficciones hambrientas de esa vida de carne y de sangre que creaba Auberon. Tiró la carta a la papelera. Sentar cabeza, huh; una mujercita buena. Ninguna posibilidad. Mucha sangre tendría que correr bajo los puentes antes que Frankie sentara cabeza.
Reservó para el final la última carta de Bosquedelinde, durante varias semanas en tránsito, una carta de su madre, larga y abultada, y se preparó para devorarla como una ardilla una nuez suculenta, con la esperanza de encontrar en ella alguna idea que pudiera utilizar para los episodios del mes próximo.
«Tú preguntabas que le había pasado a ese señor Nube con quien, la tía abuela Nube se había casado», escribía Alice. «Bueno, en realidad, es una historia bastante triste. Sucedió hace mucho tiempo, antes de que yo naciera. Mambé la recuerda, más o menos. Se llamaba Harvey, Harvey Nube. Su padre era Henry Nube, el inventor y astrónomo. Henry solía pasar los veranos aquí, era el dueño de esa casa pequeña tan bonita en la que más tarde vivirían los Juníperos. Creo que tenía un montón de patentes, y que vivía de ellas. El viejo John había invertido algún dinero en sus inventos..., máquinas, creo, o instrumentos astronómicos, supongo; no sé qué. Una de sus cosas, en todo caso, era la vieja orrería, sí, la que está en la buhardilla de la casa..., ya sabes. Era uno de los inventos de Henry, o sea no las orrerías en general, que, lo creas o no, fueron inventadas por un tal Lord Orrery (Fumo me dijo esto). Pero Henry murió antes de que estuviera terminada (costó muchísimo dinero, tengo entendido) y más o menos en ese entonces Nora, la tía abuela Nube, se casó con Harvey. También Harvey estaba trabajando en ella. Hijo de su padre. Vi una vez una foto de él, una que le tomó Auberon, en mangas de camisa, con cuello duro y corbata (sospecho que los usaba incluso cuando trabajaba), parecía muy orgulloso y reflexivo, de pie junto al artefacto ése, la orrería, antes de que la instalasen. Era ENORME y complicada, y ocupaba casi toda la foto. Y entonces, cuando al fin acabaron de instalarla (John había muerto hacía tiempo para ese entonces), hubo un accidente, y el pobre Harvey se cayó de la cúpula misma de la casa y se mató. Supongo que entonces todo el mundo se olvidó de la orrería, o no quisieron pensar más en ella. Sé que Nube nunca hablaba de ella. Tú solías esconderte allá arriba, me acuerdo de eso. Ahora, ¿sabes?, Fumo se pasa la vida allá, en la buhardilla, tratando de ver si podrá funcionar alguna vez, y estudiando libros de mecánica y de relojería... no sé cómo le va yendo.