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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (33 page)

BOOK: Pqueño, grande
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En los ojos castaños como vidrio de botella, él vio reflejada su imagen. Una, una sola. ¿Qué le estaba ocurriendo? Bajo la mirada de ella, algo le estaba sucediendo, algo inesperado, imprevisible: una fusión, un ensamblaje de piezas que por sí solas nunca habían tenido estabilidad, pero que ahora, al unirse, lo consolidaban.

—Qué tontito —dijo ella, y otro doble fetal e incompetente se retrajo a su interior.

—Alice, escucha —dijo Fumo, y ella levantó una mano para taparle la boca, como para atajar la fuga de lo que había logrado restituir.

—Ni una palabra más —replicó ella. Era asombroso. Al igual que aquella primera vez, años atrás, en la biblioteca de George Ratón, ella lo había vuelto a hacer: lo había inventado, sólo que esta vez no a partir de la nada, como entonces, sino de falacias y ficciones. Una ráfaga de frío horror lo traspasó: ¿y si él, en su estupidez, hubiese llegado tan lejos que la hubiese perdido para siempre? ¿Qué habría sido de él, entonces? ¿Qué podría haber hecho? En un impulso, antes que la cabeza de Alice, negadora, pudiese detenerlo, le ofreció la vara de la reparación, se la ofreció sin reservas; pero ella se la había pedido tan sólo para poder, como lo hizo, devolvérsela intacta junto con su corazón.

—Fumo —dijo—. No, Fumo, no. Escúchame. ¿Qué hay de la criatura?

—¿Sí?

—¿Qué esperas que sea: niña o varón?

—Alice...

Ella siempre había tenido la esperanza, y casi siempre había creído, que habría algo que ellos tendrían que regalar y que, a su debido tiempo —el tiempo de ellos— lo regalarían. Y hasta había pensado que cuando llegase, al fin, ella lo reconocería: y lo había reconocido.

Un ave del Viejo Mundo

La primavera, como una centrifugadora que se acelerara con infinita lentitud, al desplazarlos a todos hacia fuera y en círculos cada vez más abiertos, pareció desenredar (aunque ninguno de ellos se explicaba cómo era posible) la enmarañada madeja de sus vidas y extenderla alrededor de Bosquedelinde como las vueltas de un collar dorado: más dorado cuanto más se intensificaba el calor. El doctor Bebeagua, al volver de una larga caminata un día de deshielo, contó cómo había visto a los castores emerger de su refugio invernal, dos, cuatro, seis de ellos que habían pasado meses enclaustrados bajo el hielo en un cubículo no más grande que sus propios cuerpos, imaginaos; y Mamá y los demás menearon la cabeza y refunfuñaron como si conocieran demasiado bien esa sensación.

Cierto día, cuando, gozosas, escarbaban con las manos el suelo del frente trasero de la casa, tanto por el placer de sentir bajo las uñas y entre los dedos el frescor de la tierra vivificada por la primavera como por el estímulo que ello podría significar para los arriates de flores, Alice y Sophie vieron descender del cielo, perezosamente, un gran pájaro blanco; una hoja de periódico llevada por el viento, les pareció al principio, o una sombrilla blanca que se hubiera remontado en vuelo. El pájaro, que transportaba una ramita en el largo pico rojo, se posó sobre el tejado de la casa, sobre un molinete de hierro parecido a una rueda de carro que era parte del mecanismo (ya oxidado e inmóvil para siempre) de la vieja orrería. Con sus largas patas rojas dio algunos pasos en derredor. Depositó allí la ramita, la miró, sacudió la cabeza y la cambió de lugar; luego miró otra vez en torno y se puso a crotorar, entrechocando las mandíbulas del largo pico rojo y extendiendo las alas como un abanico.

—¿Qué es?

—No sé.

—¿Está haciendo un nido?

—Empezando.

—¿Sabes qué parece?

—Sí.

—No, no podía ser una cigüeña —dijo el doctor cuando se lo contaron—. Las cigüeñas son aves europeas, del Viejo Mundo. Nunca atraviesan las grandes aguas. —Se apresuró a salir con ellas, y Sophie señaló con su pala el sitio, donde ahora había dos pájaros blancos y otras dos ramas para el nido. Las aves crotoraban entre ellas y entrelazaban los cuellos, como recién casados incapaces de interrumpir sus arrumacos el tiempo suficiente para ocuparse de las faenas del hogar.

El doctor Bebeagua, después de descreer a sus ojos durante largo rato y de confirmar con la ayuda de los binoculares y de varios libros de consulta que no estaba equivocado, que éstas no eran garzas de alguna especie rara, sino verdaderas cigüeñas europeas, la
Ciconia alba
, corrió a su estudio presa de gran excitación y mecanografió en triplicado un informe sobre aquella asombrosa, inaudita aparición, a fin de enviarlo a las diversas sociedades ornitológicas a que más o menos pertenecía. Estaba buscando sellos para las cartas, mientras repetía por lo bajo «asombroso», cuando de pronto se detuvo, pensativo. Miró un momento las cartas, sobre su escritorio. Desistió de la búsqueda y se sentó lentamente, con la mirada fija en el cielo raso, como si a través de él pudiera ver a los pájaros blancos.

Lucy, luego Lila

La cigüeña había venido en verdad de muy lejos, y de otro país, pero no recordaba haber cruzado las grandes aguas. La situación aquí le venía como anillo al dedo, pensó: desde el alto tejado de la casa podía, mirando con sus ojillos nimbados de rojo, ver lejos, muy lejos, en la dirección que su pico señalara. Pensaba que en los días luminosos del estío, cuyas brisas le encresparían el plumaje recalentado por el sol, podría ver aún más lejos, mucho más, acaso lo bastante como para poder atisbar el momento de su liberación, largamente esperada, de ese cuerpo de pájaro en que vivía prisionera desde tiempos inmemoriales. Y sin duda había llegado en una ocasión a vislumbrar el despertar del Rey, que aún dormía y dormiría un tiempo más en el recinto de su montaña, con su corte también dormida alrededor de él, la roja barba tan crecida durante su largo sueño que se enredaba en zarcillos como una hiedra en las patas de la mesa del festín sobre la cual roncaba, tendido boca abajo. Lo había visto resoplar, y agitarse, como tironeado por un sueño que podría, de pronto, despertarlo: vio esta escena y el corazón le dio un vuelco, porque tras ese despertar, sólo un poco más lejos, llegaría su propia liberación.

No obstante, a diferencia de otros que podría mentar, ella sería paciente. Empollaría una vez más en sus huevos pulidos como cantos rodados una camada de polluelos de suave plumaje. Se internaría con dignidad por entre las malezas del Estanque de los Lirios y mataría por amor a ellos una generación de ranas. Amaría a su esposo actual, tan bueno como era, tan paciente y solícito, una gran ayuda para los pequeñuelos. Y no sentiría nostalgia: la nostalgia es mortal.

Y mientras todos iniciaban la marcha por el largo y polvoriento camino del verano de aquel año, Alice tuvo que guardar cama, y a su tercera hija le puso de nombre Lucy, pese a que Fumo opinaba que era demasiado parecido al de las otras dos, Tacey y Lily, y sabía que él por lo menos pasaría los veinte o treinta años siguientes llamando a cada una por el nombre de las otras.

—No importa —dijo Alice—. De todos modos, ésta es la última. —No lo era. Todavía iba a tener un hijo varón, aunque de esto ni siquiera Nube estaba aún al tanto.

Sea como fuere, si Procreación era lo que ellos querían, como lo percibió Sophie aquella noche, cuando soñaba escondida cerca del cenador del lago, aquél fue un año gratificante para ellos: después que hubo llegado el equinoccio, con una escarcha que dejó los bosques grises y polvorientos pero que prolongó el verano, espectral y tan interminable que invitaba a salir de bajo tierra a los distraídos azafranes y despertaba en sus túmulos mortuorios a las almas sin sosiego de los indios, Sophie tuvo la criatura que le fuera atribuida a Fumo. Para contribuir a la confusión, eligió para su hija el nombre de Lila, porque había soñado que su madre entraba en su alcoba con una gran rama de lilas cuajada de fragantes flores azules, y en ese momento se despertó y vio a Mamá que entraba trayendo en sus brazos a la recién nacida. También entraron Tacey y Lily, Tacey sosteniendo con cuidado en los brazos a su hermanita de tres meses, Lucy, para que viera al bebé.

—¿Ves, Lucy? ¿Ves a la pequeña? Igualita a ti.

Lily trepó a la cama para escrutar de cerca la carita de Lila, que dormitaba en el hueco de los brazos de la arrulladora Sophie.

—No se quedará mucho tiempo —dijo, después de estudiarla.

—¡Lily! —exclamó Mamá—. ¡Qué cosa tan terrible dices!

—Es que no, no se va a quedar. —Miró a Tacey.— ¿Se va a quedar?

—No. —Tacey cambió a Lucy de brazo.— Pero no importa. Volverá. —Viendo a su abuela horrorizada, añadió:— Oh, no te aflijas, no se va a
morir
ni nada de eso. Sólo que no se va a
quedar
.

—Y volverá —dijo Lily—. Más adelante.

—¿Por qué pensáis esas cosas? —preguntó Sophie, dudando de si se encontraba nuevamente del todo en el mundo, u oyendo cosas que sólo creía oír.

Las dos niñas se encogieron de hombros al mismo tiempo: el mismo gesto, en verdad, un rápido alzamiento de los hombros y las cejas, como ante un hecho natural. Observaron cómo Mamá ayudaba a Sophie a inducir a la blanca y rosada Lila a mamar (una sensación deliciosa, placenteramente dolorosa), y, amamantándola, Sophie se durmió otra vez, atontada por el agotamiento y el asombro, y un instante después también Lila se durmió, sintiendo acaso lo mismo; y aunque el cordón que las uniera había sido cortado, las dos soñaron, quizá, el mismo sueño.

A la mañana siguiente la cigüeña había partido, abandonando el tejado de Bosquedelinde y el revuelto nido. Sus hijuelos habían ya remontado vuelo sin un adiós ni una disculpa —ninguna esperaba ella—, y también su esposo se había marchado, con la esperanza de que en la próxima primavera volverían a encontrarse. Ella sólo había estado esperando la llegada de Lila para poder llevar la noticia —siempre cumplía sus promesas—, y ahora volaba en una dirección muy diferente de la que tomara su familia, sus alas en abanico ahuecadas sobre el amanecer otoñal, las patas en ristre como banderines.

Pequeño, grande

Procurando, como el Ratón de Campo, descreer del Invierno, Fumo, tendido en el suelo hasta altas horas de la noche contemplando el firmamento, se atracaba de cielo estival, pese a que el mes tenía una R y Nube pensaba que eso era perjudicial para el sistema nervioso, los huesos y los tejidos. Parecía extraño que fuesen las cambiantes constelaciones, tan atentas a las estaciones, lo que eligiera memorizar del verano, pero el desplazamiento de la bóveda celeste era tan pausado, y parecía tan imposible, que lo reconfortaba. No obstante, le bastaba mirar el reloj para ver que también ellas, al igual que las ánades, huían rumbo al sur.

La noche en que Orion apareció en el firmamento y Escorpio se ocultó, una noche, por razones atmosféricas, tan templada casi como las de agosto pero de hecho y en virtud de este signo la última noche de verano, él y Sophie y Llana Alice yacían de espaldas en una pastura esquilada, las cabezas muy juntas como tres huevos en un nido, y tan pálidas además como huevos a la luz de la noche. Tenían las cabezas juntas para que, cuando uno señalara una estrella, el brazo con que apuntaba hacia ella se encontrase más o menos en la línea de visión del otro; de no ser así —incapaces de corregir un error de billones de millas por paralaje—, se pasarían la noche diciendo:
Aquélla
, ¿ves?, allí donde señalo. Fumo sostenía abierto sobre las rodillas el tratado de astronomía, y lo consultaba a la lumbre de una linterna cuyo foco, para que su brillo no lo encandilase, había envuelto en el celofán rojo de un queso de Holanda.

—Camelopardalis —dijo, señalando en el norte un collar no del todo claro porque se diluía aún en la luz del horizonte crepuscular—. O sea, el Cameleopardo.

—¿Y qué es un Cameleopardo? —preguntó, indulgente, Llana Alice.

—Una jirafa, en realidad —respondió Fumo—. Un camello-leopardo. Un camello con manchas de leopardo.

—¿Y por qué hay una jirafa en el cielo? —preguntó Sophie—. ¿Cómo llegó hasta allá?

—Apostaría a que no eres la primera persona que lo pregunta —dijo Fumo, riendo—. ¿Te imaginas la sorpresa, la primera vez que la vieron y exclamaron: ¡Santo Dios, qué hará allá arriba esa jirafa!?

Los pupilos del Zoo Celeste irrumpiendo en algarada, como fieras escapadas de sus jaulas, a través de las vidas de los hombres y mujeres, los dioses y los héroes; la manada del Zodíaco (todos sus signos de nacimiento, viajando con el sol por las órbitas australes, estaban ausentes del cielo esa noche); el polvo prodigioso de la Vía Láctea cerniéndose sobre ellos como un arco iris; Orion levantando un pie por encima del horizonte, en plena carrera en pos de su perro Sirio. Descubrían cada signo en el instante de su aparición. Júpiter brillando en el oeste. La inmensa sombrilla desflecada en los trópicos, abierta y girando alrededor de la Estrella Polar, un movimiento imperceptible de tan pausado, pero incesante.

Fumo, rememorando las lecturas de su infancia, relataba los cuentos intrincados que circulaban sobre ellas. Las figuras eran tan vagas, tan incompletas, y las historias, algunas por lo menos, tan triviales, que él creía que todas debían de ser ciertas: Hércules se parecía tan poco a sí mismo que la única forma de que alguien lo hubiese podido descubrir era que se hubiera enterado de que estaba allá arriba, y le hubiesen señalado dónde lo tenía que buscar. Así como cierto árbol remonta a Dafne su linaje en tanto otro ha de ser un simple plebeyo; así como la flor rara, la montaña insólita, el hecho inaudito pueden atribuirse un origen divino, así Casiopea, precisamente ella, está cuajada de estrellas rutilantes o su silla más bien, como por accidente; y la corona de algún otro; y la lira de un tercero: el desván de los dioses.

Lo que se preguntaba Sophie, que aunque no viera aparecer imágenes en el historiado piélago del firmamento, yacía inmóvil, hipnotizada por su cercanía, era cómo podía ser que para algunos el cielo fuese un premio, y para otros, una condena; y que otros, incluso, sólo estuvieran allí, al parecer, para desempeñar algún papel en los dramas ajenos. Y eso le parecía injusto; aunque no sabría decir por qué razón: si porque estaban allí, para siempre, para la eternidad, quienes no lo habían merecido; o porque, sin haberla ganado, se les hubiera otorgado la salvación, la gloria, y no necesitaran morir. Pensaba en el cuento del que ellos eran personajes, ellos tres, permanente como una constelación, lo bastante extraño como para que lo recordasen siempre.

La tierra se desplazaba esa semana a través de la cola abandonada por un cometa que pasara hacía largo tiempo, y todas las noches penetraba en el aire una lluvia de fragmentos que estallaban, al arder, en diminutas llamas incandescentes.

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