Pqueño, grande (26 page)

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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

BOOK: Pqueño, grande
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Y entonces también él volvía a casa por la entrada principal de Bosquedelinde (la escuela era la antigua cochera, un templo dórico cuya puerta, por alguna razón, ostentaba en el dintel una imponente cornamenta de ciervo), preguntándose si Sophie ya se habría levantado de la siesta.

Lo bueno del Invierno

Aquel día se demoró a fin de limpiar la estufa pequeña; habría que encenderla mañana, si arreciaba el frío. Cuando hubo cerrado la puerta, se volvió, y de espaldas al minúsculo templo, se detuvo en el sendero cubierto de hojarasca que conducía a la entrada principal de Bosquedelinde. No era éste el camino que había tomado la primera vez para llegar a Bosquedelinde, ni aquél el portón por el que entrara a la casa. En realidad, ya nadie utilizaba más esa puerta principal, y sólo sus caminatas diurnas de ida y vuelta mantenían, como si fuese la senda habitual de una alimaña de pesadas pezuñas, un sendero en el antiguo camino para carruajes, que por espacio de media milla atravesaba el Parque, cegado ahora por las juncias.

Allá, ante él —hierro forjado verde, un entramado nonacentista de flores de lis—, se alzaban los portalones de la entrada; eternamente abiertos, amarrados al suelo por las malezas y los matorrales. Sólo una cadena herrumbrosa a través del camino sugería que aquélla era aún la puerta de acceso a algún lugar, y que nadie debía entrar por ella sin ser invitado. Hacia la derecha y hacia la izquierda, el camino se prolongaba en el oro conmovedor de una avenida de castaños de la India; de su follaje, el viento arrancaba y despilfarraba sin piedad verdaderas fortunas. Tampoco ese camino era muy transitado, a no ser por los chicos que lo utilizaban para ir y volver de la escuela a pie o en bicicleta, y Fumo no sabía muy bien adonde conducía. Esa tarde, sin embargo, hundido hasta las rodillas en la hojarasca y por alguna razón imposibilitado de trasponer el portalón, imaginó que uno de los ramales debía conducir, desde Arroyo del Prado, al macadam resquebrajado que, después de confluir con el asfalto que pasaba por la casa de los Juníperos, empalmaba al fin con la ruidosa fuga de autopistas y carreteras que rugían rumbo a la Ciudad.

¿Qué pasaría si ahora él, enfilando hacia la derecha (la izquierda), a pie y con las manos vacías, como había venido, desanduviera paso a paso todo el camino, como una película que se proyectara al revés (las hojas saltando a los árboles), hasta llegar al punto de partida?

Bueno, para empezar, él no tenía las manos vacías.

Y además, con el tiempo se había fortalecido en él la convicción (no porque fuese razonable o tan siquiera posible) de que, una vez que hubo entrado, aquella tarde de verano, por la puerta-mosquitera de Bosquedelinde, ya nunca más había vuelto a salir; de que las distintas puertas que, desde entonces, había creído trasponer, sólo lo habían conducido a otras regiones de la casa, regiones que, en virtud de quién sabe qué artilugio o truco arquitectónico (que John Bebeagua habría sido perfectamente capaz de pergeñar), creaban la ilusión de ser y comportarse como bosques, lagos, granjas, colinas distantes. El camino que tomara siempre acabaría por conducirlo, tras un largo rodeo, a otro porche de Bosquedelinde, uno que acaso no había visto aún, con una escalinata ancha y carcomida y una puerta que lo invitaría a entrar.

Se arrancó del lugar de viva fuerza, y dejó aquellas divagaciones otoñales. La circularidad de los caminos y de las estaciones. Él ya había estado antes allí. Octubre tenía la culpa.

Sin embargo, al cruzar el despintado puente blanco que enarcaba la lámina del río, se detuvo otra vez; allí, el estuco se había resquebrajado mostrando el ladrillo ordinario de la estructura; habría que repararlo, el invierno tenía la culpa. Abajo, en el agua, las hojas anegadas giraban y huían en la corriente, como giraban y huían las mismas hojas en el turbulento mar del aire, sólo que mucho menos veloces, más pausadas: bermejas garras de arce, anchas hojas de olmo y de pacana, hojarasca de roble de un pardo deslucido. En el aire, sus movimientos eran demasiado rápidos como para que pudiera seguirlos con la mirada, pero abajo, en el espejo del río, para complacer a la corriente, ejecutaban su danza con una lentitud elegiaca.

Pero, ¿qué, qué podía hacer él?

Tiempo atrás, cuando comprendió que su anonimato perdido sería sustituido por una personalidad, había supuesto que iba a ser algo así como esos trajes holgados que se le compran a un niño para que los vaya llenando al crecer. Se había imaginado que en los primeros tiempos le produciría una cierta incomodidad, un malestar que, sin embargo, se iría atenuando poco a poco, a medida que él mismo, su persona, fuese llenando los huecos, amoldándose a la forma de su personalidad; hasta que se arrugaría al fin y para siempre en sus repliegues, se suavizaría con el uso en las zonas de fricción. Había pensado, en suma, que sería singular. Lo que nunca había imaginado era que tendría que padecer más de una; o, peor aún, que alguna vez se encontraría enjaretado en una vergonzante en el momento menos oportuno, o en porciones de varias a la vez, agarrotado y forcejeando en vano.

Volvió la mirada hacia esa linde inescrutable de Bosquedelinde que apuntaba hacia él, las ventanas iluminadas ya en el moribundo atardecer: una máscara que ocultaba numerosos rostros, o un solo rostro, acaso, que se ocultaba tras numerosas máscaras, si lo uno o lo otro, no lo sabía decir, ni tampoco lo sabía respecto de él.

¿Cuál era esa única cosa buena del Invierno? Él conocía la respuesta, desde luego; había leído antes el libro. Si viene el Invierno, no muy lejos, tras de él, vendrá la Primavera. Pero sí, pensó, oh, sí; sí que puede: muy, muy lejos.

La vejez del mundo

En la sala de música poligonal de la planta baja, Llana Alice, enormemente preñada por segunda vez, jugaba a las damas con la tía abuela Nube.

—Es como si cada día —dijo Llana Alice— fuese un paso, y que cada paso te alejara un poco más de... bueno, de cuando las cosas tenían más sentido. De cuando las cosas estaban todas vivas, y te hacían señas. Y no dar el paso te es tan imposible como no vivir un día.

—Creo que entiendo —dijo Nube—. Pero creo que eso es sólo en apariencia.

—No se trata, exactamente, de que me sienta vieja. —Estaba amontonando en filas parejas las fichas rojas que le había comido a Nube.— No me digas eso.

—Siempre será más fácil para los chicos. Tú eres ahora una señora mayor... con hijos propios.

—¿Y Violet? ¿Qué me dices de Violet?

—Oh, sí. Bueno. Violet.

—Lo que me pregunto es si no será el mundo el que está envejeciendo. Menos vivo. ¿O será simplemente porque yo estoy envejeciendo?

—Todo el mundo se pregunta eso, siempre. Yo no creo que nadie pueda, realmente, tener la sensación de que el mundo envejece. Su vida es demasiado larga para eso. —Comió una de las fichas negras de Alice.

—Lo que quizás aprendes al envejecer es que el mundo es viejo... muy viejo. Cuando uno es joven, el mundo le parece joven. Es eso, nada más.

Esto parece tener sentido, pensó Llana Alice, mas no explicaba sin embargo aquella sensación de pérdida que la embargaba, la sensación de que ciertas cosas que fueran antes tan claras para ella se obscurecían, de que día a día, en torno a ella, junto a ella, se iban rompiendo conexiones. Cuando joven, siempre había tenido esa sensación de que la llamaban, que la incitaban a seguir, a avanzar, hacia delante, hacia algún lugar. Era eso lo que había perdido. Estaba persuadida de que ya nunca más volvería a espiarlos, a buscar, con aquella exaltación de la sensibilidad, una clave de la presencia de ellos, un mensaje sólo a ella destinado; de que ya no volvería a sentir, cuando se durmiera al sol, aquel roce de ropas en las mejillas, las ropas de quienes la observaban y que, cuando se despertaba, habían huido, dejando tan sólo las hojas agitadas alrededor.

Ven acá, ven acá, le canturreaban ellos en su infancia. Ahora, se había estancado.

—Mueves tú —dijo Nube.

—Bueno, y eso ¿lo haces conscientemente? —dijo Llana Alice, sólo en parte preguntándolo a Nube.

—¿Si hago qué? —dijo Nube—. ¿Crecer? No. Bueno. En cierto sentido. O ves que es inevitable, o te niegas. O lo aceptas con júbilo, o no... lo tomas a cambio, tal vez, de todo cuanto de cualquier manera vas a perder. O puedes negarte, para luego tener que ver cómo te es arrebatado todo cuanto tenías para perder, y no recibir nunca el pago, no ver jamás la posibilidad de un trueque—. Pensaba en Auberon.

A través de las ventanas de la sala de música, Llana Alice vio a Fumo que con paso fatigado volvía de la escuela: su imagen se refractaba sincopadamente al pasar de un viejo y combado panel de cristal al siguiente. Sí: si lo que decía Nube era verdad, ella había tomado a Fumo a cambio, y lo que había trocado por él era la viva sensación de que habían sido ellos, justamente ellos, quienes la habían conducido hasta él, ellos quienes lo habían elegido para ella, ellos quienes habían fraguado las miradas furtivas que lo hicieran suyo, el largo noviazgo, el fructífero y confortable matrimonio. De modo que, si bien ella poseía lo que le había sido prometido, había perdido a cambio la sensación de que le fue prometido. Lo cual hacía que lo que poseía —Fumo y una felicidad cotidiana— pareciera frágil, perdible, suyo sólo por un puro azar.

Miedo: sí, ella tenía miedo; ¿cómo podía ser, si el trato se había cerrado de verdad, y ella había cumplido su parte y tanto, tantísimo que le había costado, y tantas molestias que se habían tomado ellos para prepararlo?, ¿cómo podía ser que pudiese perderlo? ¿Sería posible que ellos fueran tan falaces? ¿Tan poco comprendía ella?, y sin embargo, sí, tenía miedo.

Oyó que se cerraba, con solemnidad, la puerta del frente, y un momento después vio al doctor, ataviado con una chaqueta a cuadros rojos, que se acercaba a Fumo, llevando dos escopetas y otros avíos. Fumo pareció sorprenderse, luego alzó los ojos y se golpeó la frente como si recordase algo que había olvidado. Después, resignado, cogió una de las escopetas de manos del doctor, quien ahora señalaba posibles direcciones; el viento arrancaba de la cazoleta de su pipa chispas anaranjadas. Fumo partió otra vez con él en dirección al Parque, en tanto el doctor no cesaba de hablar y señalar. Una sola vez Fumo volvió la cabeza, para mirar hacia las ventanas altas de la casa.

—Mueves tú —dijo Nube nuevamente.

Alice miró el tablero, los cuadros ahora inconexos y borrosos. Sophie, vestida con un camisón de franela y un cárdigan de Alice, cruzó la sala de música, y las dos mujeres suspendieron un momento la partida. No porque Sophie las distrajese del juego: parecía ensimismada, como si no se hubiera percatado de su presencia allí, o como si las mirara sin verlas, sólo que, cuando pasaba, a las dos les pareció percibir con súbita intensidad, por un momento apenas, el mundo circundante: el viento, indómito, y la tierra, pardusca allá afuera; la hora, el final de la tarde; el día, y el tránsito de la casa a lo largo de él. Si fue esa repentina conflagración de sensaciones que Sophie provocara o si fue Sophie misma, Alice no pudo saberlo, pero en ese preciso instante algo, algo que antes no había sido claro, se le hizo claro.

—¿Adonde va? —preguntó Sophie a nadie y a la nada, extendiendo una mano contra el combado cristal del mirador como contra una barrera o contra los barrotes de una jaula en la que de pronto se descubría encerrada.

—A cazar —Llana Alice coronó una dama, y dijo—: Mueves tú.

Depredadores sin reparos

Sólo una vez o dos, en el otoño, el doctor Bebeagua sacaba del arcón de la sala de billares una de las escopetas que habían pertenecido a su abuelo, la limpiaba, la cargaba y salía a cazar pájaros. A pesar —o tal vez a causa— del amor que prodigaba al reino animal, el doctor se consideraba con tanto derecho a ser carnívoro, si el serlo estaba en su naturaleza, como el Zorro Rojo o la Lechuza, y la alegría espontánea con que saboreaba la carne, triturando los huesos y cartílagos, y la fruición con que se chupaba la grasa de los dedos lo habían persuadido de que sí, estaba en su naturaleza. Pensaba, no obstante, que si quería ser carnívoro, tenía que ser capaz de asumir la matanza de lo que comería, y no dejar que la cruenta faena fuese realizada siempre en otra parte, y que él disfrutase pura y simplemente del despojo ya limpio e irreconocible. Una o dos partidas de caza por año, unas cuantas avecillas de brillante plumaje arrebatadas al cielo y abatidas sin misericordia, sangrantes y con el pico abierto, le bastaban al parecer para satisfacer sus escrúpulos; su familiaridad con los bosques y su cautela compensaban esa cierta indecisión que lo asaltaba cuando el urogallo o el faisán escapaba como una tromba de los matorrales; de ordinario, cobraba piezas suficientes para una buena mesa en la fiesta de la vendimia, razón por la cual se consideraba un depredador sin reparos, cuando, con excelente apetito, comía buey y cordero el resto del año.

En tales ocasiones solía hacerse acompañar por Fumo, después de haberlo convencido de la lógica de esta postura. El doctor era zurdo, y Fumo, diestro, circunstancia que hacía menos probable que, en su sed de sangre, dispararan el uno contra el otro, y Fumo, aunque distraído y no demasiado paciente, resultó ser un tirador nato.

—¿Todavía estamos en su propiedad? —le preguntó Fumo cuando cruzaban una cerca de piedra.

—En la propiedad Bebeagua —dijo el doctor—. ¿Sabes que estos liqúenes, esta especie chata, plateada, pueden llegar a vivir centenares de años?

—Suya, sí, de los Bebeagua —dijo Fumo—. Eso quise decir.

—En realidad, ¿sabes? —dijo el doctor, balanceando su arma y eligiendo una dirección—, yo no soy un Bebeagua. No de apellido. —Esas palabras le recordaron a Fumo las primeras que le había oído pronunciar al doctor:
«No médico en ejercicio»
, había dicho—. Técnicamente, soy un bastardo. —Se inclinó sobre la frente la visera de la gorra a cuadros y consideró su caso sin rencor.— Era ilegítimo, y nunca fui legalmente adoptado por nadie. Violet me crió, ella más que nadie, y Nora y Harvey Nube. Pero nadie se tomó nunca la molestia de cumplir con las formalidades.

—Ah, ¿sí? —dijo Fumo con visible interés, aunque en realidad conocía la historia.

—Esqueletos en el armario de la familia —dijo el doctor—. Mi padre tuyo... tuvo relaciones con Amy Praderas, tú la conociste.

Él la roturó, y ella rindió su cosecha
, citó Fumo casi, imperdonablemente, en voz alta.

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