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Authors: John Crowley

Tags: #Fantástico

Pqueño, grande (48 page)

BOOK: Pqueño, grande
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Pero de todos modos, despierta o no, Sophie no tenía ya ninguna Lila; y entonces su sueño era otro: la Búsqueda Interminable: el sueño de una meta que se aleja sin cesar, o cambia cuando la ves a tu alcance, dejándote constantemente nuevas tareas por realizar, esas tareas que por mucho que te afanes nunca consigues llevar a cabo. Fue en esa época cuando comenzó a consultar a Nube y a sus cartas en busca de respuestas: no sólo
Por Qué
sino también
Cómo; Quiénes
, ella creía saberlo, pero no
Dónde
; y la más importante de todas: ¿volvería ella alguna vez a tener, a retener a su lado a su hija verdadera, y
Cuándo
? Nube, a pesar de todo su empeño, no había podido dar respuestas claras a estas preguntas, si bien aseguraba que tenían que estar, aquí o allá, en las cartas y en sus conjunciones: y entonces Sophie había empezado a estudiar ella misma las tiradas, con la esperanza de que la intensidad de su deseo le permitiera hallar las respuestas que Nube no había podido descubrir. Pero tampoco ella obtuvo ninguna, y pronto se dio por vencida y una vez más buscó refugio en el sueño.

La vida, sin embargo, es un sinfín de despertares, todos inesperados, todos sorprendentes. Y cierta tarde de noviembre, doce años atrás, de cierta siesta (¿por qué ese día?, ¿por qué esa siesta?) Sophie se había despertado de dormir: Sophie (ojos cerrados, mantas hasta la barbilla, dormida como una almohada) se despertó, o la despertaron, para siempre. Como si alguien (mientras dormía) se la hubiese hurtado, su facultad de dormir y escaparse a los breves sueños sucesivos del largo sueño, había desaparecido. Y Sophie, asustada y perdida, había tenido entonces que soñar que estaba despierta, que a su alrededor estaba el mundo, y pensar qué hacer con él. Y sólo entonces, y porque su mente insomne necesitaba tener un Interés, cualquier Interés (sin preguntas difíciles, en realidad sin ninguna pregunta), se había consagrado al estudio de las cartas, comenzando desde el principio, humildemente, bajo la tutela de Nube.

Y sin embargo, aunque nos despertemos, aunque no haya un fin de ese eterno despertar y murmurar
Oh ya comprendo
, en el sueño en que habitamos anidan todos los otros sueños, cada uno de aquellos de que hemos despertado. La primera pregunta difícil que Sophie hizo a las cartas no había quedado por cierto sin respuesta: se había transformado en preguntas sobre la pregunta. Había echado raíces y ramas, como un árbol, y retoñado en preguntas, y finalmente, todas las preguntas se habían convertido en una: ¿Qué árbol es éste? Y a medida que el aprendizaje de Sophie progresaba, a medida que ella mezclaba y barajaba y extendía en figuras geométricas las despuntadas y grasientas cartas decidoras, la pregunta la intrigaba y azoraba más y más, hasta que acabó por absorberla. ¿Qué árbol es éste? Y sin embargo, allá en la base, entre las raíces, a la sombra del ramaje, siempre inhallada y más inhallable a cada instante, yacía aún dormida una niña perdida.

No hay vuelta atrás

Seis de copas y cuatro de bastos, el Nudo, el Deportista. La reina de oros invertida, el Primo: la discusión con el Loco en el centro de la figura. Una Geografía: no un mapa ni un paisaje, sino una Geografía. La cabeza inclinada, bajos los ojos, Sophie buscaba la clave secreta de la figura, rastreándola con su conciencia, prestando atención sin prestarla del todo, aguzando y relajando alternativamente el oído de su mente a medida que del parloteo de las circunvoluciones de las cartas emergían, para enseguida retirarse, atisbos de frases, de palabras.

De pronto:

—Oh —murmuró, y otra vez—, oh —como quien ha recibido, repentinamente, una mala noticia. Nube la miró un momento, intrigada, y vio a Sophie pálida y demudada, los ojos agrandados por la sorpresa y la piedad; piedad por ella, Nube. Volvió a mirar la Geografía, y sí, en un instante apenas se había contraído, como esas ilusiones ópticas en las que una urna se transforma de pronto, sin razón aparente, en dos caras que se observan frente a frente. Nube estaba habituada a esas rarezas, y a ese mensaje, pero Sophie aún no, evidentemente.

—Sí —dijo con dulzura, y miró a Sophie con una sonrisa que esperaba fuese tranquilizadora—. ¿No habías visto antes esto?

—No —dijo Sophie, a la vez en respuesta a la pregunta y en repulsa de lo que acababa de ver en la imbricada gavota de las cartas—. No.

—Oh, yo sí lo he visto otras veces. —Acarició la mano de Sophie.— Sin embargo, no creo que sea necesario anunciarlo a los demás, ¿no te parece? No de momento, al menos. —Ahora Sophie lloraba en silencio, pero Nube optó por ignorarlo.— Esto es lo malo de los secretos, éste es el problema —dijo, como si el hecho le causara cierto fastidio, aunque lo que en verdad estaba haciendo era impartirle a Sophie de la única forma ahora posible la prostera lección importante acerca de la lectura de esas cartas—. Que a veces tú no quisieras saberlos. Pero una vez que los conoces, ya no hay vuelta atrás, no hay modo de desaprenderlos. Bueno. Ánimo. Son muchas las cosas que todavía puedes aprender.

—Oh, tía Nube.

—¿Qué te parece si estudiamos nuestra Geografía? —Nube cogió un cigarrillo y con intenso, voluptuoso placer aspiró el humo y lo volvió a exhalar.

El lento devenir

Nube sorteó a paso de cangrejo los escollos del mobiliario de la casa, bajó tres tramos de escaleras (la resonancia de sus bastones cambió al pasar de la madera a la piedra), y se internó en el dédalo del estudio imaginario, donde una corriente de aire dotaba al tapiz colgado en la pared de una vida fantasmal. Ahora, otra vez arriba.

Había trescientos sesenta y cinco escalones en Bosquedelinde, le había dicho su padre. Y siete chimeneas, y cincuenta y dos puertas, y cuatro pisos, y doce... ¿doce qué? De alguna cosa tenía que haber doce, él no podía haber omitido ese detalle. Bastón derecho, pie izquierdo, y un rellano donde la ojiva de una ventana proyectaba sobre la obscura madera una perla de luz invernal. Fumo había encontrado en una revista un anuncio de una especie de silla-ascensor para transportar arriba y abajo a los abuelos de la familia: hasta se inclinaba para depositar el viejo cuerpo en el piso elegido. Fumo le había explicado a Nube todas esas ventajas, pero ella no había dicho ni una sola palabra. Un objeto de cierto interés abstracto, tal vez ¿pero por qué se lo estaba mostrando a ella? Eso era lo que expresaba su silencio.

Arriba otra vez, los gualderos uniformes (exactamente veinte centímetros) empinándose peldaño tras peldaño, no obstante su corpulencia y su estatura, pese a los balaustres que la sostenían, al cielo raso artesonado que se cernía sobre su encorvado cuello. Había hecho mal, pensaba, mientras subía trabajosamente, en no prevenir a Sophie de lo que ella, Nube, sabía desde hacía mucho tiempo, de lo que en las últimas lecturas de sus cartas había llegado a ser una suerte de
obbligato
recurrente, un
memento mori
que desde luego podía aparecer en cualquier otra, en la de cualquier persona; pero en los últimos tiempos era una presencia tan constante que ella ya ni la notaba siquiera. De todos modos, ella no precisaba, a sus años, que las cartas le recordasen aquello que era obvio para cualquier persona, y con mayor razón para ella. No era ningún secreto. Ella estaba preparada y a la espera.

Aquellos de sus tesoros que no habían sido aún distribuidos, los tenía listos y etiquetados para sus destinatarios, las joyas, las pertenencias de Violet, esas cosas que de todos modos ella nunca había considerado realmente suyas. Y las cartas, naturalmente, serían de Sophie: eso era un alivio. Había traspasado a Fumo, a un Fumo renuente, la administración de la casa, las tierras y las rentas; él (¡buen muchacho, hombre escrupuloso!) quedaría a cargo y al cuidado de todo. No porque la casa no pudiese en esencia cuidar de sí misma; no se derrumbaría, no, en todo caso no antes de que el Cuento fuese contado hasta el final, y aun entonces, quién sabe... Pero no se trataba de eso, no había excusas para no cumplir con las formalidades legales, redactar testamentos, hacer enmiendas, esas cosas. De todos los miembros de la familia sólo ella, la tía Nube, recordaba aún las instrucciones de Violet: olvidar. Y ella había seguido tan escrupulosamente esas instrucciones que suponía que sus sobrinas y sobrinos, sus sobrinas y sobrinos nietos y biznietos habían en verdad olvidado, o nunca llegado a saber, aquello que debían olvidar o que no necesitaban saber. O acaso pensaran, como Llana Alice, que, Comoquiera, había escapado de ellos, lejos, fuera de su alcance, cada generación distanciándose un poco más a medida que el inexorable y lento devenir del tiempo se consumía en ascuas, las ascuas en cenizas, las cenizas en escoria fría, cada generación perdiendo el contacto más íntimo de la anterior, el acceso más fácil, la percepción más vivida, aquellos tiempos en que Auberon podía fotografiarlos o Violet merodear por sus dominios y volver con sus noticias..., ahora tan sólo el obscuro y fabuloso pasado. Y sin embargo (Nube sabía que era así) cada generación se iba acercando más y más, y si ya no buscaban ni se preocupaban por ellos, era porque sin saberlo intuían que cada día había menos diferencias entre ellos y aquellos otros.

Y que, llegado el momento, ya no buscarían nunca más un camino de acceso. Porque habrían llegado.

Con ellos, pensaba Nube, el Cuento se acabaría: con Tacey y Lily y Lucy; con la desaparecida Lila, dondequiera que estuviese, con Auberon. O con los hijos de ellos, a más tardar. Cuanto más vieja era, más se fortalecía en ella, en vez de debilitarse, esta convicción; y ésa era la señal, de las cosas que sabía, en que podía confiar.

Y qué lástima, qué maldita lástima que, después de haber vivido hasta casi cien años (a costa de tremendos esfuerzos, y no sólo de su parte) no fuera a vivir sin embargo para presenciar el final.

Un Loco y un Primo; una geografía y una muerte. No, ella no se había equivocado al pensar que cada lectura de las cartas estaba íntimamente ligada a todas las demás. Si en las cartas de George había visto una perspectiva de corredores, o en las de Auberon la muchacha de tez morena que él iba a amar y perder, ¿había alguna diferencia acaso entre esas lecturas y la búsqueda de la desaparecida Lila, o del atisbo de los obscuros meandros del Cuento, o de la lectura del destino del Vasto Mundo? Cómo podía ser que cada secreto develado encerrase otro secreto, o todos los secretos, por qué detrás de una tirada que mostraba una magna Geografía —imperios, fronteras, una batalla decisiva— debía aparecer la muerte de una mujer anciana, ella no lo sabía; quizá, posiblemente, no pudiera saberse. Algo, sin embargo, mitigaba la consternación que le causaba su ignorancia: su antigua resolución, la promesa que le hiciera a Violet de que, aun cuando lo supiera, jamás lo diría.

Miró desde lo alto la montaña de peldaños, esa montaña que trabajosamente acababa de escalar y casi no llegara a conquistar; y, debilitada, entumecida más que por la artritis por la triste comprensión, se encaminó hacia su cuarto, segura ahora de que ya no volvería a bajarlos nunca más.

A la mañana siguiente Tacey llegó a la casa, preparada para una larga visita, provista de sus labores de aguja para pasar el rato. Lily y los mellizos ya estaban allí. Lucy, cuando llegó al anochecer, no se sorprendió de encontrar allí a sus hermanas, y se instaló junto con ellas, cada cual con sus labores, dispuestas a ayudar y a velar y a esperar.

Princesa

Antes de que nadie más hubiera podido siquiera atisbar la claridad del alba a través del aire fuliginoso que flotaba sobre la Alquería del Antiguo Fuero, el gallo cantó y despertó a Sylvie. Auberon se estremeció, y siguió durmiendo. Arrimada a él, apretada contra su larga tibieza inconsciente, sentía un misterio, un misterio en su estar despierta junto al dormir de él. Lo contempló, acurrucándose en la tibieza, pensando que era extraño saberse ella despierta y él dormido, y que él no supiera ni una cosa ni otra; y pensando en eso, se volvió a dormir. Pero el gallo gritó su nombre. Se dio vuelta con cautela, para no penetrar en la frontera más fría de la orilla de la cama, y asomó la cabeza. Debería despertarlo. Era su turno del ordeñe, su último día. Pero no podía decidirse a hacer eso. Y si ella lo hiciera por él, un regalo. Imaginó su gratitud, la sopesó con el frío del amanecer, la escalera obscura, el establo húmedo y la faena. Prevaleció la gratitud, una gratitud que parecía colmarla, que ella sentía, casi, como una gratitud suya, suya hacia él.

—Oooh —dijo, recompensada por su propia generosidad, y saltó de la cama.

Profiriendo bajito terribles maldiciones, se sentó en el retrete, sin apoyar las nalgas contra el frío glacial de la taza, y luego, agachándose y girando en redondo como un chino, cazó al vuelo sus ropas y se vistió. Mientras se las abotonaba, las manos le temblaban de frío y premura.

Una vida dura, pensó con placer, mientras, calzándose los guantes marrones de jardinero, respiraba el aire fuliginoso en la escalera de incendio; una vida dura, esta vida de peón de granja. Junto a la puerta del pasillo de la cocina de George había una bolsa de desperdicios selectos para las cabras. La cargó al hombro y cruzó la enfangada huerta en dirección al apartamento que ellas ocupaban.

—Hola, buena gente —dijo.

Las cabras —Punchita y la Nuni, Blanca y Negrita, el Guapo y la Grani, y las sin nombre (George no se los había puesto nunca, y para dos o tres Sylvie no había encontrado aún la inspiración necesaria: todas, por supuesto, tenían que tener su nombre, pero no cualquier nombre)— levantaron las testas, patalearon sobre el linóleo, cagaron y empezaron a dar voces. El olor de aquel apartamento era vivificante, y Sylvie se sentía tan a gusto al respirarlo que a menudo se preguntaba si no le traería algún recuerdo de su infancia.

Midiendo con buen ojo el pienso y los desperdicios y mezclándolos en la bañera con cuidado como si se tratase de la papilla de un bebé, les preparó la pitanza; hablaba con ellas, criticando defectos y ponderando virtudes con ecuanimidad, aunque prodigando un afecto especial a la cabrita negra y más venerable, la Grani, una abuela de verdad, puro espinazo y canillas, «como una bicicleta», decía Sylvie. Cruzada de brazos, apoyada en el quicio de la puerta del baño, las observaba mascar con un movimiento lateral de las quijadas, y levantar las testas en rotación para mirarla, y volverla a bajar para concentrarse en su desayuno.

La luz del amanecer había empezado a filtrarse en el apartamento. Los flores despertaban en el empapelado, y las del linóleo, arriates descuidados y año tras año más indiscernibles bajo la mugre, por más que los barriera y fregara Brownie cada noche. Bostezó con ganas. ¿Por qué serán tan madrugadores los animales?

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