—¿O quizá publicar una resolución en la que se urge a todo elfo a comer
quith-pa
con cada comida? —añadió la joven, echándose de nuevo a reír.
De repente, Tanis se sintió como un chiquillo: no como el hosco muchacho que había sido, sino como el chico despreocupado que habría sido en otras circunstancias. La idea le produjo alegría y tristeza a la vez. Mas, como siempre parecía ocurrir con el semielfo, se impuso la tristeza.
—Lo más probable es que esté relacionado con el tylor —dijo.
Laurana se estremeció.
—Sí, probablemente sea eso. Los guardias de palacio estuvieron fuera todo el día, pero nadie ha encontrado a esa bestia.
La joven pareció sumirse en hondas reflexiones, y Tanis se preguntó qué nuevo derrotero tomaría la conversación.
Habían llegado al borde del mosaico de Kith-Kanan y el ruido del Gran Mercado había quedado a sus espaldas. Laurana lo condujo por los escalones de piedra y a través de un paso abierto entre los setos de lilas hasta un claro. Los arbustos amortiguaban los sonidos del recinto público; de pronto, Tanis fue consciente de que estaban a solas, lejos de todo el mundo.
Laurana sacó de un bolsillo un pequeño paquete envuelto en papel de seda.
Tengo algo para ti —anunció—. Lo he llevado encima durante toda la semana, por si te veía.
—¿Qué es? —preguntó sorprendido el semielfo pero Laurana se limitó a esbozar una misteriosa sonrisa. En este momento no era una chiquilla, ni mucho menos, y Tanis se movió con nerviosismo.
—Ya verás —repuso la joven, que, de improviso, se puso de puntillas y le besó la mejilla, pasando por alto la barba incipiente; su roce era tan fresco y suave como la caricia del aire primaveral. Un instante después se había perdido de vista tras los setos de lilas y sólo quedaba una tenue fragancia a menta donde poco antes había estado ella. Perplejo, Tanis se tocó la mejilla, sin saber qué tramaba la joven. Se encogió de hombros y desenvolvió el pequeño paquete.
Un súbito frío le atenazó la boca del estómago, y el semielfo se estremeció a pesar del templado aire de la tarde. Sobre la palma de su mano, iluminado por los rayos de sol que se colaban entre las hojas nuevas de los árboles, un anillo lanzaba destellos. Era muy sencillo, realizado con siete minúsculas hojas de enredadera entrelazadas, y en un oro tan dorado y brillante como el cabello de la joven elfa que se lo había regalado. Era un joya preciosa, delicada, la clase de anillo que alguien pondría en el dedo de la persona amada. Tanis sacudió la cabeza y apretó el anillo en su puño crispado.
Unos momentos después, salía de entre los setos de lilas, todavía sacudiendo la cabeza, tras guardar el anillo en un bolsillo del chaleco hasta que tuviera tiempo para reflexionar sobre su significado.
—Interesante —dijo una fría voz.
Tanis giró velozmente sobre los talones. De pie en lo alto de los escalones, temblando por la furia, se encontraba lord Xenoth; a sus espaldas, varios comerciantes observaban la escena mientras esperaban que les dejara paso.
—Tanthalas Semielfo —declaró el anciano noble con tono ominoso—, te arrepentirás de esto.
Mientras observaba a lord Xenoth alejarse encolerizado, Tanis tuvo la certeza de que el anciano noble había dicho la verdad.
Un visitante del pasado
El golpeteo del martillo resonaba como notas musicales en el aire de la mañana primaveral. Flint esbozó una mueca mientras trabajaba el trozo de acero al rojo vivo y lo introducía de vez en cuando en el barril de agua. El sudor le empapaba la frente manchada de hollín.
Había empezado a trabajar el día anterior a última hora, tras echar sobre el catre la manta en la que había estado envuelto, y beberse una jarra de cerveza... como remedio para su debilitada salud, se entiende. Calentó varios trozos de hierro a los que dio forma de barra a base de martillazos. Las barras las aplastó en láminas, y las introdujo en la forja hasta que se convirtieron en acero. Después colocó las láminas de manera que formaran una plancha, y calentó repetidamente la plancha y la enfrió en agua para endurecer el metal.
Ahora, satisfecho al fin con la uniformidad y el fino grosor de la pieza de acero, la sacó de la forja con un par de tenazas y la sumergió de nuevo en agua. El vapor se alzó en el aire como el aliento de un mítico dragón hasta que, por último, el metal se enfrió. Flint lo colocó sobre un banco de trabajo y lo examinó con ojo crítico. Todavía era algo burdo e imperfecto —poco más que una tira plana de acero, a decir verdad—, pero muy pronto se convertiría en algo muy diferente: una magnífica espada. Los ojos azul acerado de Flint centellearon, pues en verdad podía ver el arma terminada, suave y brillante, bajo la superficie ennegrecida de la lámina de acero.
El enano se limpió el sudor y el hollín de la frente, y bebió un cazo de agua del barril colocado en un rincón del taller. Tomó asiento en un banco bajo de madera y cerró los párpados un momento. Hacía dos días que había llegado a Qualinost, y ya tenía la impresión de que nunca había salido de la ciudad para pasar el invierno en Solace. ¿Cuánto tiempo hacía que había puesto los pies por primera vez en el reino elfo? Probablemente veinte años, pensó, mientras abría los ojos y echaba una ojeada por la ventana.
Afuera, las hojas nuevas de los álamos titilaban alternando los tonos verde esmeralda y plata bajo la luz del sol. Se sentía a gusto en Qualinost, y, a despecho de las miradas poco amistosas que a veces le dedicaban Xenoth, Litanas, Ulthen y Tyresian —miradas, por otra parte, que jamás se traducían en comentarios debido a la consideración que le demostraba el Orador—, el enano tenía la impresión de que el lugar al que pertenecía era la capital elfa, más que a ningún otro sitio de Krynn. No por vez primera, se preguntó qué pensarían ahora de él sus familiares de Casacolina, la pequeña población enana.
Una campanilla repicó en el cargado aire del taller, y Flint alzó la vista hacia la puerta, que empezaba a abrirse. Se apresuró a poner un paño por encima de la lámina de acero que estaba sobre el banco de trabajo. No quería que se echara a perder la sorpresa.
—¡Flint! ¿Sigues vivo? —dijo Tanis con una sonrisa—. Creí que tendría que hacer todos los preparativos para un funeral.
El enano cogió el pañuelo, se sonó, y asumió una actitud débil y enfermiza.
—Como diría mi madre: «No cuentes las ganancias antes de vender el cántaro de leche».
Un fugaz desconcierto cruzó por la faz del semielfo; los dichos de la madre de Flint solían suscitar esta reacción en él. Se encogió de hombros.
—¿Estás de humor para iniciar otra aventura, Flint? —preguntó—. Pensé que tal vez podríamos reanudar la búsqueda del tylor.
«¡Ah, la vanidad de la juventud!»,
pensó Flint, y sus labios se torcieron con una mueca burlona.
—Todavía no te ha entrado en tu dura mollera, ¿verdad, muchacho? —rezongó el enano—. Tengo trabajo que hacer. No dispongo de todo el día para andar por ahí paseando y luciendo el tipo, como hacen algunos.
Tanis rompió a reír mientras se miraba a sí mismo. Vestía las mismas ropas que habían llamado la atención a Laurana la tarde anterior en el Gran Mercado: camisa azul, chaleco de cuero y polainas de lana.
—Oh, vamos, Flint. Tómate un día libre —pidió, con un alegre destello en los ojos de color avellana.
—¿Un día libre? —El enano resopló con desdén, a la vez que asumía una actitud de mártir—. Ese es un término que no he empleado en toda mi vida.
Sus palabras causaron una nueva explosión de risas en el semielfo. Flint lo miró con el entrecejo fruncido. Vosotros, los jóvenes, no tenéis la menor idea de lo que significa el respeto a vuestros mayores, ¿verdad? —protesto.
Los jóvenes... Las palabras resonaron en su mente, y de nuevo le vino de repente la misma idea que lo había asaltado varias veces desde su regreso de Solace: Tanis distaba mucho de ser el muchachito que conoció la primera vez que llegó a la ciudad elfa. Incluso después de aquel primer invierno de separación, a Flint lo habían sorprendido los cambios operados en él, y su apariencia mucho más... En fin, mucho más humana; sobre todo si se lo comparaba con los otros elfos, y en especial con los más jóvenes, que parecían no haber cambiado apenas.
El propio Flint no había cambiado casi desde el día que entró por primera vez en el Torre del Sol, salvo, quizás, unas cuantas canas... —bueno, tal vez algo más que unas cuantas—, que habían aparecido en su barba y en la oscura y rizosa mata de pelo que todavía se ataba en la nuca con una tira de cuero. Aparte de que algunas arrugas de su rostro se habían hecho más profundas y del aumento de su contorno de cintura —cosa que Flint negaba con obstinación—, seguía siendo el mismo enano de mediana edad; sus ojos de color gris acerado conservaban su brillo habitual, y su carácter gruñón permanecía invariable.
Pero Tanis era otra historia. Durante los últimos años había crecido y era muy alto, no tanto como el Orador, pero sí lo suficiente para obligar al enano a doblar el cuello hacia atrás para hablar con él cara a cara. En la actualidad, las diferencias entre el semielfo y los elfos puros se habían hecho más evidentes. Era más fuerte que la mayoría, y su torso estaba más desarrollado, si bien comparado con un humano se lo consideraría esbelto. Su rostro, también, denotaba los cambios. Los rasgos carecían de la característica suavidad de las facciones elfas, y más parecían estar tallados en granito que pulidos en alabastro. Tenía la mandíbula cuadrada, la nariz recta y firme, y los pómulos angulosos. Y, desde luego, sus ojos no eran tan rasgados como los de los otros elfos.
Allá, en Solace, pensó Flint, a Tanis se lo consideraría un joven atractivo, pero aquí... En fin, la mayoría de los habitantes de la ciudad parecían haberse acostumbrado a su presencia, y apenas lo miraban; o, al menos, las miradas habían dado paso a comentarios que nunca se hacían en voz lo bastante alta para que Tanis o Flint se encararan con el charlatán de turno. Aun así, había sido duro para el semielfo. Los humanos maduraban mucho más deprisa que los elfos o los enanos, y por ello, a los ojos de sus convecinos, Tanis parecía haber cambiado de la noche a la mañana.
—¿Acaso no tienes nada que hacer? —preguntó Flint, que puso buen cuidado en situarse en todo momento entre el semielfo y el banco de trabajo.
—¿Cómo qué? —preguntó a su vez Tanis. Daba la impresión de que se olía que el enano se traía algo entre manos.
—Como hacer lo que quiera que pensabas hacer cuando llegaste al taller —replicó con un gruñido el enano—. Estoy demasiado..., demasiado enfermo para hacerte compañía hoy, muchacho. Necesito descansar. —Miró por el rabillo del ojo a Tanis para ver si el joven se tragaba la mentira.
El semielfo sacudió la cabeza.
«Así que Flint tenía uno de esos días»,
pensó para sus adentros.
—De acuerdo, Flint. Iba a sugerirte que me acompañaras y correr alguna aventura... —El enano abrió los ojos como platos y un súbito estornudo sacudió su cuerpo rechoncho— pero supongo que podemos dejarlo para otro día —concluyó el semielfo mientras se rascaba la mandíbula con gesto abstraído.
—Mas vale que te pases otra vez la navaja de afeitar, o te dejes crecerla barba —aconsejó Flint—. Haz una de las dos cosas, si no quieres parecer un salteador de caminos.
Sorprendido, Tanis se pasó la mano por la mejilla y notó el roce de una barba crecida. Un regalo de su padre humano; o una maldición, según quisiera enfocarlo, pensó Tanis. El vello facial había empezado a crecerle hacía un año, poco más o menos, y Tanis todavía no se había acostumbrado a él. Tendría que utilizar de nuevo la navaja que le había regalado Flint.
—Para empezar, no entiendo por qué tienes que afeitarte una estupenda barba —agregó el enano.
Tanis movió la cabeza con actitud ausente. ¿Dejarla crecer? No podía hacer algo así. El enano también lo comprendió y dio por terminado el asunto.
—Bueno, Flint. Te dejo para que rezongues a gusto —anunció el joven—. La verdad es que vine para traerte un mensaje. Se va a hacer público algún anuncio en la corte mañana, y el Orador me ha pedido que te invite.
—¿Un anuncio? —repitió Flint, frunciendo las pobladas cejas—. ¿Sobre qué?
Tanis se encogió otra vez de hombros.
—No tengo ni idea. El Orador ha estado encerrado casi todo un día en su despacho con lord Xenoth y Tyresian. Imagino que lo sabrás al mismo tiempo que yo.
Con una sonrisa, el semielfo salió del taller. La campanilla repicó de nuevo. Flint aguardó un rato hasta estar seguro de que Tanis no regresaba de improviso, y entonces destapó la espada y se frotó las manos. Ah, sí. ¡Sería una espada estupenda!
Pronto, la rítmica cadencia de su martillo se escuchaba otra vez en el cálido aire primaveral.
El destino quiso que aquel día el taller de Flint recibiera unas cuantas visitas más. El ruido de las pisadas de Tanis sobre los mosaicos de la calle apenas se había apagado cuando la campanilla repicó otra vez. Flint echó de nuevo el trapo por encima de la espada y se colocó de manera que la tapaba con el cuerpo.
Pero no era el semielfo. Era una mujer anciana, vieja incluso para la longeva vida de un elfo, pero a Flint le pareció atisbar un leve rastro de sangre humana en ella. Era baja y enjuta, y vestía de un modo poco corriente en un elfa; a los elfos les gustaban las telas vaporosas, pero la anciana llevaba un corpiño amplio de un tejido verde poco tupido y una falda de lana que casi arrastraba por el suelo y que le acortaba aún más la estatura. De hecho, su cabeza estaba casi a la misma altura que la del enano, una experiencia que nunca había tenido Flint al estar frente a un elfo adulto. Los ojos que lo contemplaban desde un rostro anguloso, sin embargo, no eran rasgados y tenían color de avellana, otro dato que apuntaba a una ascendencia humana. Flint casi podría asegurar que el mestizaje en su sangre procedía de siglos antes del Cataclismo. La anchura de su rostro a la altura de los ojos, combinada con lo afinado de la barbilla, otorgaba a la anciana la apariencia de un gato. A diferencia de otros elfos, llevaba el cabello trenzado y recogido en un moño bajo, dejando de ese modo a la vista las orejas puntiagudas que evidenciaban su herencia elfa. Sus dedos eran tan esbeltos y largos que parecían desproporcionados con el resto del cuerpo. Como Tanis, calzaba mocasines, que llevaban adornos de cuentas de color púrpura; a juego con la falda. Se cubría con una capa ligera en la que se mezclaban los colores lila y verde pálido.