Qualinost (39 page)

Read Qualinost Online

Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Qualinost
8.71Mb size Format: txt, pdf, ePub

Flint retrocedió unos cuantos pasos. La casa tenía sólo la anchura de una habitación. La escalera interior terminaba en la sala y detrás estaba la cocina, donde no había ventanas, y sólo la pequeña puerta que conducía al patio trasero donde cultivaba sus hierbas medicinales. La chimenea se encontraba entre los dos cuartos, calentando tanto la sala como la cocina. Flint supuso que el dormitorio de la partera se encontraba en el segundo piso, aunque nunca lo había visto.

El segundo guardia tampoco le dio el alto cuando Flint rodeó el costado curvo de la vivienda y ascendió los escalones del pórtico trasero. Conociendo a Ailea, aquella puerta debió de haber estado también sin atrancar. El enano respiró hondo, cruzó el umbral, y entró en la cocina.

Todavía se sentía la presencia de la anciana en el cuarto. Tarros con conservas de vegetales y frutos secos se alineaban en una estantería a lo largo de una pared de la habitación de techo bajo. Flint recordó que Tanis tenía que agacharse cuando entraba en la cocina, y moverse con cuidado para esquivar los manojos de salvia, cebolletas y albahaca colgados de las vigas. Aquel olor le evocaba enormemente a Ailea, y la rabia lo dominó.

Con las mandíbulas apretadas, cruzó la cocina que todavía guardaba recuerdos entrañables de alegres comidas compartidas con la partera y Tanis; entró con paso decidido en la sala.

No se había limpiado el cuarto después de retirar el cadáver de la anciana y todavía quedaba un rastro de sangre desde la puerta hasta la chimenea. Desperdigados por el suelo aparecían varios retratos de niños. La mesa, sin embargo, la habían levantado y sobre el tablero estaba la pintura que Ailea tenía en la mano cuando Tanis la había encontrado.

Flint pasó por encima de la mancha de sangre seca y cogió el retrato. Pintado por la diestra mano de la anciana, mostraba a dos niños, uno un bebé y el otro un crío algo mayor, ambos rubios y con ojos verdes. Los del niño mayor tenían una mirada más profunda y seria, en tanto que los del pequeño eran ingenuos y confiados.

—Me pregunto quiénes serán —musitó Flint.

Ailea nunca ponía los nombres en los retratos; sabía de memoria quién era cada uno de ellos, a pesar de los cientos que abarrotaban la sala. El enano volvió a dejar el cuadro sobre la mesa.

Flint sospechaba que no reconocería una pista aun en el caso de que le saltara encima y lo desafiara con una espada. Su mirada fue de retrato en retrato por toda la habitación mientras recordaba el aspecto habitual de la casa cuando Ailea vivía en ella y buscando algún detalle que no encajara en el cuadro familiar. Por fin, sacudiendo la cabeza con gesto de cansancio, remontó los peldaños de la escalera que conducía al segundo piso.

Como ocurre con casi todo el mundo, el dormitorio de Ailea revelaba más de su personalidad de lo que lo hacían los cuartos en los que entraban las visitas. La habitación olía a lavanda; unas ramas del aromático arbusto, atadas en manojos con cintas grises, yacían sobre el tocador, junto a un cepillo con mango de carey y unas peinetas de plata con las que la anciana se sujetaba el moño trenzado en fechas señaladas. De unas perchas de hierro mate, regalo de Flint, colgaban varias faldas cosidas por ella misma en tejidos de llamativos colores: púrpura, rojo, verde y amarillo fuerte. Sobre una mesita cercana había una camisa nueva de color
beige,
igual a la verde y a la azul que había hecho para Flint. Una madeja de hilo de bordar y una aguja parecían aguardar junto a la prenda aún sin terminar.

En el centro del cuarto había un amplio lecho de plumas, cubierto con una colcha púrpura y verde; otro catre pequeño estaba instalado en un nicho de la pared, cerca de la chimenea. Delante del hogar, había una vieja mecedora de madera, desgastada y arañada, pero bien lustrada con cera. El enano se acercó al nicho y vio lamparillas a la cabecera y a los pies del catre, un caldero sobre la lumbre del hogar, y sábanas, toallas y pañales apilados en ordenados montones sobre una mesita auxiliar. Un moisés de mimbre colgaba de un gancho clavado del techo. Flint comprendió que aquí era donde tantas mujeres elfas habían venido a dar a luz.

Varias horas más tarde, cuando ya las sombras empezaban a alargarse al llegar la tarde a su fin, Flint terminó de repasar los registros privados de Ailea, que había revisado con la esperanza de hallar alguna pista, si bien no lo abandonó la incómoda sensación de estar violando la intimidad de la anciana. La mayor parte de los pergaminos se refería a nacimientos o pócimas medicinales que habían sido efectivas en el tratamiento de ciertas dolencias. La inspección de una cómoda de ocho cajones, situada junto al lecho de plumas, no le proporcionó ninguna información que, según su criterio, estuviera relacionada con el crimen.

Fue entonces cuando Flint se fijó en el retrato, encuadrado en un delicado marco de plata y oro, que estaba sobre la cómoda. Los laterales del marco estaban muy pulidos, como si lo hubieran sostenido muy a menudo. El enano pasó el encallecido dedo por encima de la pintura; estaba descolorida y era antigua; Flint supo con certeza que tenía más años que él. El retrato era de una joven elfa, de constitución delicada, ojos avellana y facciones felinas, que se encontraba junto a un humano maduro, de rasgos firmes y mandíbula cuadrada, vestido con unas ropas de granjero. Al fondo se veía una casa aseada pero pequeña, con petunias blancas sembradas a los lados del camino. Los dos personajes estaban cogidos de la mano, y la expresión plasmada en sus rostros reflejaba por igual una felicidad inmensa y una profunda tristeza.

Asaltado de repente por una sensación de estar espiando por una ventana una escena íntima, Flint volvió a poner el retrato sobre la cómoda, giró velozmente sobre los talones, y se encaminó hacia la escalera. En este cuarto no había la menor pista relacionada con lord Xenoth.

De nuevo en el piso bajo, a la mortecina luz del cercano ocaso, Flint cogió otra vez el cuadro que Ailea tenía en la mano cuando murió. No era el retrato de Tanis; el enano lo había visto en el piso de arriba, sobre una mesilla cercana al lecho. Con el cuadro de los dos niños elfos y razonando que todavía se sentía algo débil a causa del atentado que había sufrido, Flint se acomodó en una de las sillas tapizadas que había frente a la chimenea. Puso los pies sobre un escabel y, mirando de manera alternativa al retrato y al ruiseñor de madera que había regalado a Ailea, dejó que sus pensamientos vagaran sin propósito.

Dos noches atrás, cuando había regresado al taller, se había encontrado con el nicho donde guardaba los juguetes vacío, a excepción de los soldaditos de madera. En contrapartida, Fionia había dejado sobre la mesa un trozo de cuarzo rosa, con un montón de hilachas pegadas y pringado con algo pegajoso que tenía un sospechoso olor a mermelada de uvas.

¿Qué era lo que había dicho la chiquilla? «Ailea estaba muy excitada. Repetía sin cesar: "Ahora tiene sentido. La cicatriz. La "T". La solución. Ahora lo entiendo".»

—La cicatriz. La «T». La solución. —Flint se arrellanó en la silla y miró el retrato—. La cicatriz. La «T». La solución —repitió en un murmullo—. La solución...

De pronto, con una exclamación de «¡Reorx!» tan sonora que hizo entrar precipitadamente a los dos guardias por las puertas delantera y trasera, Flint se incorporó de un brinco. Los dos guardias se encontraron con el espectáculo de un enano que se abrazaba a un retrato mientras repetía: «La solución. La solución. ¡La solución!».

* * *

El soldado que montaba guardia a la puerta de Tanis se mostró inflexible. No se permitía a nadie visitar al semielfo. El propio guardia sólo había visto a Tanis cuando el cocinero traía una bandeja con comida que dejaba a la misma entrada de la puerta a la vez que recogía la otra que había llevado con anterioridad; e, incluso en estas contadas ocasiones, había veces que el semielfo se quedaba en la parte posterior del cuarto y ni siquiera se lo veía.

—¿Y cómo se espera que reúna evidencias si no puedo discutir con Tanis sobre el asunto? —protestó el enano, agitando el cuadro ante las narices del guardia—. ¿Y bien?

El soldado se mostró impasible.

—El Orador dio orden de que no tuviera visitas —repitió.

—¡Esa orden no se refería a mí, cabeza de chorlito!

La expresión del guardia se tornó aún más obstinada.

—En ese caso, ve a hablar con el Orador.

—¡Lo haré! —prometió Flint—. ¡Y volveré!

Pero el enano no tuvo mejor suerte en la antesala del despacho de Solostaran, en la Torre.

—Está en retiro —informó un guardia—, meditando y orando, como estipula el
Kentommen.
No se lo puede interrumpir, a menos que surja una crisis de Estado. Ello significaría la cancelación del
Kentommen.

El enano estaba tan furioso que faltó poco para que tirara el retrato contra el suelo.

—¡Ésta es una crisis de Estado! ¡Yo estoy en un estado de crisis, por Reorx! ¡Abre de una vez esa maldita puerta! Avanzó con actitud amenazadora hacia los guardias... Y de repente se encontró frente a dos espadas desnudas blandidas por sendos guardias de rostros torvos.

—Lo lamento, maestro Fireforge —dijo uno de ellos.

Flint alzó las manos en actitud desesperada.

—¿Y ahora, qué? —Se alejó pasillo adelante—. ¡Elfos! ¡Vosotros y vuestras tradiciones! —gritó.

Regresó a palacio. Allí buscó un sitio en las escalinatas y se sentó para reflexionar. Solostaran, ahora recluido, era el único que podía ordenar a los guardias de palacio que lo dejaran entrar en el cuarto de Tanis. Pero el Orador no saldría de su retiro a menos que, supuso Flint, Qualinesti fuera atacado por minotauros o cosa semejante.

Porthios, quien tampoco habría ayudado al enano de todos modos, estaba custodiado en la Arboleda, y no se lo podía molestar, a no ser que sobreviniera un segundo Cataclismo. Gilthanas había manifestado que no ayudaría a Tanis bajo ningún concepto, y Laurana no había dirigido una palabra amistosa al semielfo desde hacía más de un mes.

Flint suspiró. ¡Menudo panorama! ¡Pues sí que tenía una amplia y selecta colección de colaboradores donde elegir! No por vez primera, el enano se preguntó si no habría llegado el momento de mudarse a otro lugar de Ansalon; algún sitio donde la cerveza no supiera a agua de lluvia, y el vino no dejara un regusto dulzón y una peste a flores.

Algún sitio como Solace, tal vez.

No obstante, el enano desechó esta idea, e hizo un nuevo repaso a los candidatos. Si Gilthanas se tomara siquiera la molestia de escuchar hasta el final las conjeturas del enano, casi con toda certeza el guardia neófito pondría a los soldados en estado de alerta, con lo que el asesino se guardaría mucho de actuar durante un tiempo, hasta que..., hasta que Tanis hubiera sido desterrado, probablemente. Lo que no serviría de mucho al semielfo.

Sólo le quedaba una opción...

* * *

—Laurana, tengo que hablar contigo —dijo Flint desde el otro lado de la puerta cerrada.

—Márchate, maestro Fireforge —fue la díscola respuesta.

—Es acerca de Tanis.

Hubo una pausa. Después se escuchó la misma voz, aunque con un tono menos malhumorado.

—No quiero saber nada de Tanis.

—Bien —gruñó el enano—, le diré que habrá de morir sin haber hablado contigo por última vez. Te comunicaré la fecha del funeral, si estás interesada en acudir.

Pateó el suelo como si caminara, primero con fuerza y luego, de manera gradual, más suave. La puerta se abrió de par en par.

—¡Flint, espera! —gritó Laurana, que salió corriendo por el pasillo con tanta premura que pasó ante el enano sin advertir su presencia.

—Imaginé que este truco funcionaría —dijo Flint con sorna, junto al umbral.

Entró en el cuarto de la joven. Ella giró sobre sus talones para mirar al enano, y luego regresó a la pequeña antesala; era común en los aposentos de palacio esta distribución de habitaciones. La salita contaba con una chimenea, una mesa pequeña y dos sillas colocadas ante el hogar, en una de las cuales ya se había instalado cómodamente el enano. Laurana cerró de un portazo al entrar. Su gesto ceñudo se tornó paulatinamente en otro de desconcierto a medida que Flint exponía a grandes rasgos lo que había descubierto.

—Entonces comprendí lo de la «solución» —concluyó.

—¿La solución? —La princesa seguía desconcertada.

—Eso es lo que dijo Fionia, la pequeña que trajo el mensaje. Pero lo que Ailea repetía no era «solución», sino «sucesión». El retrato que tenía en la mano era el de Gilthanas y Porthios. El asesino, el que, ahora estoy convencido, mató a lord Xenoth y a tía Ailea, intenta asesinar al heredero del Orador, a Porthios.

Si Flint esperaba una reacción espectacular por parte de Laurana, se llevó un chasco. La joven se quedó sentada, en silencio, manoseando los bordes de la bata amarilla que se había echado encima del camisón.

—Pero todos somos sus herederos —objetó al cabo de unos instantes—. Porthios, Gilthanas y yo. ¿A cuál de los tres se refería?

Flint se recostó en la silla. Todo el tiempo había enfocado el asunto pensando en Porthios como la diana del asesino. ¿Por qué no también Gilthanas y Laurana? Alguien que buscara ascender en la línea sucesoria para convertirse en Orador, tendría que eliminarlos también la ellos. Faltaban algunas piezas del rompecabezas, pero Flint disponía todavía de un día para descubrir al criminal antes de que se ratificara la sentencia de destierro para Tanis. Una nueva idea acudió la su mente.

—¿Qué mejor momento de matar la Porthios que durante su propio Kentommen? —preguntó.

—¿Y qué mejor momento para matarnos la los tres? —preguntó a su vez Laurana—. Todos estaremos reunidos en la Torre al mismo tiempo. Pero, ¿por qué, Flint? Además, el sospechoso no puede ser un elfo. Nosotros no hacemos esa clase de cosas.

La joven apartó los ojos del enano y los dirigió hacia las llamas de la chimenea. Flint guardó un breve silencio, contemplando la silueta de la princesa.

—Ah, pequeña, qué poco conoces este mundo.

Ella se incorporó y empezó la pasear por el cuarto con gran agitación.

—Quieres que te ayude a llegar hasta mi padre eludiendo la guardia, pero no tienes la evidencia suficiente que justifique interrumpir al Orador y cancelar el Kentommen —objetó con ardor—. Tu única evidencia se basa en lo que supones que dijo tía Ailea antes de morir.

Other books

Six Blind Men & an Alien by Mike Resnick
From the Fire V by Kelly, Kent David
His Darkest Salvation by Juliana Stone
The City of Shadows by Michael Russell
Grimoire of the Lamb by Kevin Hearne
Communion: A True Story by Whitley Strieber