Qualinost (42 page)

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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Qualinost
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Vio que no estaba en una gruta, sino en una gran sala. Las columnas se alineaban a lo largo de las encumbradas paredes que se perdían en las sombras, fuera del alcance de la trémula luz de la vela. Unas filas de bancos se alineaban de cara a una especie de grada, y detrás había una escalera ancha, cuyos peldaños se remontaban hacia las sombras y a lo desconocido.

La piedra estaba trabajada con gran pericia; Flint pasó la mano por los bordes cuidadosamente pulidos y las intrincadas tallas de las columnas. Semejante artesanía era desconocida en el mundo actual, pero Flint estaba seguro de que sus artífices habían sido enanos. No cabía otra explicación, no aquí, no a tanta profundidad. Mas también databa de épocas remotas. El peso de los siglos era tan perceptible como el de la ingente masa rocosa que se interponía entre Flint y el mundo exterior. ¿Pero qué podía ser este sitio, tan cercano al reino elfo? Debía de ser muy antiguo, más incluso que el propio Qualinesti.

La súbita comprensión sacudió literalmente al enano; la pequeña llama de la vela parpadeó al temblar la mano que la sostenía. Su mente evocó las estrofas de un poema que había aprendido de niño. Se vio a sí mismo, muy pequeño, sentado en las piernas de su padre. Era uno de los pocos recuerdos que guardaba de él, ya que había muerto cuando Flint era apenas un chiquillo. Había escuchado arrobado mientras su padre recitaba los versos al amor de la lumbre, unos versos que hablaban de un reino remoto:

·

· Por orden del ruin thane, las puertas se cerraron

· con un toque de campana doblando a muerto

· En la sima cercana a la nación del sol,

· en las sombras se sumió el antiguo reino.

·

Un escalofrío estremeció a Flint al pensar en su abuelo, muerto en la Guerra de Dwarfgate. Después se planteó adónde habría ido a parar.

—¿Thorbardin? ¿Pax Tharkas? —susurró en medio de las sombras.

Era más que probable, se dijo, que hubiera caído en otro de los infernales
sla-moris
elfos, uno que conducía a la antigua capital del reino subterráneo de los enanos, o a la fortaleza construida con la colaboración de ambas naciones. Si era eso lo ocurrido, lo mas juicioso sería escapar cuanto antes de sus odiados parientes de las montañas.

Vacilante, reacio a descubrir la verdad de dónde se encontraba, Flint siguió caminando.

* * *

Tanis aterrizó con un brusco golpe sobre una estrecha repisa de granito que sobresalía de la pared del precipicio, a unos nueve metros de la cima... y a casi doscientos metros sobre el fondo del precipicio.

La repisa tembló con el brusco golpe y se meció con el peso del semielfo. Un puñado de chinarros se desprendió de la pared, rodó sobre el saliente y se precipitó al vacío. La piedra se inclinó levemente, hacia el río que corría por el distante cauce, al pie del risco; Tanis tanteó la pared en busca de un asidero mientras una lluvia de tierra y chinas caía sobre él y le entraba en los ojos y la boca. Su mano izquierda se aferró en un trozo de roca sólida y evitó seguir deslizándose hacia el precipicio.

Parpadeo varias veces para limpiarse los ojos de tierra.

—¡Gilthanas! —gritó.

Su primo estaba también en la repisa, y resbalaba hacia el borde, a punto de despeñarse. Desesperado, Tanis alargó con premura la otra mano y agarró la muñeca de Gilthanas. Al principio, el semielfo temió que el peso del joven lo hiciera soltarse del asidero, precipitándolos a ambos al vacío, pero se las ingenió para hincar las punteras de las botas en una fisura de la pared. Se quedó inmóvil, tumbado boca abajo en la desequilibrada piedra, poniendo todo su empeño en no soltar la muñeca de su primo. No sabía si el joven estaba vivo o muerto.

La negrura de la noche que los envolvía hacía la situación aún más aterradora.

Tanis empezaba a sentir la palma de la mano resbaladiza por el sudor. La repisa se inclinó otro par de centímetros. ¿Durante cuánto tiempo podría sujetarse? Tampoco es que importara mucho, ya que la piedra podía desprenderse en cualquier momento.

Merced a un enorme esfuerzo, Tanis consiguió agarrar a su primo por la túnica. La repisa se balanceó otra vez, y una nueva lluvia de chinarros rodó en medio de la oscuridad. El semielfo apretó los ojos con fuerza, elevó una muda plegaria rogando que el sastre de Gilthanas hubiese utilizado un tejido resistente para hacer la prenda, y tiró hacia arriba.

Su primo emitió un tenue gemido, y a Tanis le dio un vuelco el corazón. ¡Gilthanas estaba vivo! Aquello lo hizo renovar sus esfuerzos y, por primera vez en la vida, dio gracias por su ascendencia humana que le había otorgado una constitución fuerte; alzó a Gilthanas por el borde de la piedra y lo arrastró hacia sí. Sin soltar a su primo, se sentó acurrucado en el estrecho saliente, de noventa centímetros de ancho por casi dos metros de largo.

Se removió, intentando encontrar una postura que no fuera tan precaria, pero fue inútil. Con cautela, empujó a su primo hasta que el joven quedó recostado contra la pared del risco; de ese modo, confiaba Tanis, Gilthanas no rodaría por el borde si él se quedaba dormido y lo soltaba. No quiso plantearse quién lo sujetaría si era él el que acababa resbalando.

Tanis alzó la vista hacia la cima; no se veía nada, salvo las constelaciones. Si hubiese contado con la luz de las lunas, quizás habría encontrado asideros para trepar a la cumbre del risco, pero la noche estaba tan negra como una tumba. Lejos, hacia el este, Tanis atisbó el brillo de las antorchas en la Torre del Sol; sin duda, los criados de palacio trabajaban todavía disponiéndolo todo en la Torre para la ceremonia de mañana, con la que culminaba el
Kentommen.

Volvió la vista hacia Gilthanas. El muchacho estaba inconsciente, pero al menos respiraba. Sin embargo, y aunque la luz del día descubriera que era posible escalar el risco, Tanis no tenía ni idea de cómo iba a subir a Gilthanas por la escarpada pared. En cualquier caso, no había nada que hacer hasta que amaneciera. Se recostó contra la pared rocosa, con lo que otro montón de chinas y tierra cayó rodando por el borde, y dejó que su mente divagara.

Se preguntó dónde estaría Flint, y quién lamentaría la muerte del enano si también él sucumbía.

Habría mucho más por lo que lamentarse antes de que la figura encapuchada culminara sus propósitos, pensó. Ahora no le cabía la menor duda de que el asesino planeaba matar asimismo a Laurana y a Porthios, y, probablemente, también al Orador. Miró de nuevo a la Torre —una lanza luminosa en medio de la oscuridad—, donde Solostaran llevaba a cabo su propia vigilia para el
Kentommen
de Porthios; después contempló el palacio. Esperaba que Laurana estuviera a salvo; al menos, el soldado que montaba guardia a la puerta de su dormitorio no estaba lejos de los aposentos de la princesa, aunque no los tuviera a la vista. Sabía que Flint le había recomendado que cerrara con llave la puerta hasta que amaneciera.

Tanis miró a la derecha de la Torre, al oscuro manchón que era la Arboleda, y confió en que el asesino no estuviera en ese mismo momento deslizándose entre los árboles del paraje sagrado, a la caza del indefenso heredero.

Era de suponer que la siguiente víctima del asesino era Porthios, y Tanis se preguntó cómo podría avisarle del peligro que corría, suponiendo que él mismo consiguiera salir con bien de la apurada situación en que se encontraba. No había modo de interrumpir el
Melethka-nara; los
tres Vigilantes lo impedirían, aun en el caso de que consiguiera pasar entre los guardias apostados a la puerta de la cámara enclavada bajo los cimientos de palacio.

Tal vez tendría oportunidad de interceptar a Porthios en su camino de la cámara a la Torre; conforme a la tradición, el joven debería hacer a solas ese trayecto, la tercera etapa del
Kentommen,
denominada el
Kentommen-tala.
Aquel curso de acción, no obstante, presentaba dos obstáculos casi insalvables; el primero, que todos los guardias de palacio sabían que Tanis estaba bajo arresto, y el segundo, que no sería fácil convencer a Porthios de que su vida corría un gran peligro. Quizá...

De pronto, en la oscura cima, sobre su cabeza, el rebuzno de una mula lo sacó de sus reflexiones.

El susto hizo que Tanis estuviera en un tris de soltar a Gilthanas; el corazón le palpitó desbocado. La repisa se balanceó otra vez.

—¡Pies Ligeros! —
llamó.

El segundo rebuzno sonó más cercano. El cerebro de Tanis empezó a trabajar a marchas forzadas. ¿Cómo podría valerse de la mula? Flint la había atado con la larga cuerda de la escala de mano. Quizá, si el animal se situara al borde mismo del risco, con la cuerda colgando...

La llamó otra vez, y
Pies Ligeros
respondió. En la cima, un casco pateó una piedra, que pasó junto al semielfo dando tumbos. Al lado de Tanis, Gilthanas se removió y farfulló una protesta por el jaleo. Por un instante, la esperanza renació en el semielfo.

Pero, en ese momento, la mula se alejó del borde del risco.

—¡Pies Ligeros! —
llamó a gritos.

Gilthanas gimió e intentó sentarse, pero enseguida se derrumbó de nuevo boca arriba. El sonido de los cascos del animal se perdió en la distancia.

«Por supuesto
—pensó Tanis—.
Está buscando a Flint.»

Desalentado, se recostó de nuevo contra la pared del risco.

29

Un rayo de Luz en las tinieblas

Estuviera donde estuviese, Flint sabía que sí quería salir de allí tendría que ir hacia arriba, y la escalinata que había detrás del estrado parecía el único camino.

Sus botas levantaron nubes de polvo mientras ascendía la larga escalera, y el enano se apretó la nariz a fin de evitar un estornudo. En su opinión, cuanto menos alterara el opresivo silencio de la oscuridad, mejor para todos. Tenía la inquietante sensación de que algo lo vigilaba desde las sombras con desagrado.

Flínt sentía —con la misma intensidad con que notaba erizado el vello de la nuca— que su presencia no era bienvenida. Pero, mientras actuara demostrando que intentaba salir de allí por todos los medios a su alcance, tal vez lo que —o quien— acechaba en las sombras, lo dejara en paz.

Como si caminara en medio de una pesadilla, Flint recorrió un laberinto de corredores y cámaras, ascendiendo poco a poco, e intentando no prestar atención a los escalofríos que lo estremecían de cuando en cuando. Las ropas húmedas se le pegaban al cuerpo.

Ese lugar debía de haber sido en otros tiempos una espléndida maravilla, con sus inmensas salas y delicadas escaleras de caracol. Pero la erosión del agua hacia transformado lo que antaño habían sido orgullosas estatuas en poco mas que unas formas grotescas. Los lujosos tapices que habían adornado las paredes, colgaban en fantasmales jirones, como los hilos de una enorme y oscura telaraña. Flint se acercó a una de las colgaduras y el simple roce de su dedo hizo que el tejido se desmoronara en polvo. Las cámaras que otrora habían relucido al reflejarse el brillo de miles de antorchas en las planchas de oro que cubrían las paredes, ahora sólo eran unos cubiles lóbregos cuyas tinieblas apenas traspasaban la débil llama de la vela, y el aire estaba cargado de olor a muerte, antiguo pero imborrable.

El ambiente opresivo pesaba sobre Flint y su corazón de enano. Los relatos de reinos enanos perdidos en la noche de los tiempos resonaban en sus oídos.

En su deambular por las oscuras salas, Flint se vio obligado a volver sobre sus pasos en más de una ocasión cuando un corredor acababa súbitamente en un callejón sin salida o lo conducía a una sala por la que ya había pasado con anterioridad. Pero, por lo general, sus facultades sensoriales, innatas en su raza, que captaban la más mínima variación en el movimiento del aire o la inclinación del suelo pétreo, lo condujeron de manera constante y paulatina hacia arriba. Sin embargo, ignoraba cuánto mas tendría que seguir subiendo. No podía calcular a qué profundidad había caído por la chimenea, y ni siquiera tenía la certeza de estar cerca de Qualinost.

El corto cabo de la vela se había ido consumiendo, y Flint gritó al sentir la quemadura de la llama en el dedo, a la par que sacudía la mano. El resto de la vela salió disparada por el aire, siseó al caer en un charco de lodo y la diminuta llama se extinguió. La oscuridad se cerró veloz y silenciosa sobre el enano, como si la luz jamás hubiese existido en aquellas tinieblas.

—¡Maldición! —rezongó en voz baja, mientras se chupaba el dedo chamuscado. Sentía en lo más hondo de su ser que se estaba acercando a la superficie; no hacía ni un minuto que estaba seguro de haber notado un leve soplo de aire más fresco. Pero ya no había nada que pudiera hacer. Reparando en lo agotado que estaba, decidió que no le vendría mal darle un corto descanso a sus piernas mientras intentaba discurrir algún modo de salir del apuro. Y, tal vez, sus ropas se secaran un poco.

La oscuridad resultaba inquietante, pero Flint alejó aquella idea de su mente. Hasta ahora no lo habían molestado, así que, sin dudar más, se dejó caer con pesadez en el suelo y se recostó contra el muro. Su intención era dar una cabezada, pero, en contra de sus deseos, el enano se sumió en un profundo sueño.

* * *

Aunque de un modo casi imperceptible al principio, la densa oscuridad disminuyó en el horizonte. Poco después, las estrellas empezaron a apagarse, y una luz mortecina se extendió por el cielo.

Merced a la escandalosa visita de
Pies Ligeros,
Gilthanas había vuelto en sí, aunque enseguida pasó de la inconsciencia al sueño. Tanis, demasiado exhausto ahora para dormirse, no pudo hacer otra cosa que contemplar el lento aumento de la luz hasta que por fin el sol asomó a través de la tenue bruma matinal, como un inmenso ojo carmesí. Debajo, al pie del risco, la blanca mortaja de la niebla envolvía la torrentera.

Hacia el este, Tanis oyó el tambor que anunciaba que los tres
Ulathi
salían de la Torre para ir a la Arboleda, en busca de Porthios. Allí, lo vestirían con una túnica gris, igual a la que llevaba Gilthanas, y lo conducirían a palacio para el
Melethka-nara,
la prueba rigurosa de preguntas, críticas y comentarios zahirientes.

Tanis escudriñó los nueve metros de pared rocosa que los separaban de la cima. Con la llegada de la luz, daba la impresión de que un escalador ágil sería capaz de trepar hasta la cumbre, valiéndose de las grietas en la roca y los restos de algunos tocones de enebro. Sólo esperaba que su primo fuera capaz de seguirlo.

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