Qualinost (41 page)

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Authors: Mark Anthony & Ellen Porath

Tags: #Fantástico

BOOK: Qualinost
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—¿Así que crees que alguien puede atacar a Gilthanas durante las horas de vigilia solitaria en el
Kentommenai
-
kath?

—Cabe esa posibilidad. Y, en estos momentos, todo cuanto tenemos para seguir adelante son posibilidades. Después de dos días de fiesta continua, los guardias del puente estaban acostumbrados a ver a los juerguistas con disfraces y máscaras. En consecuencia, se limitaron a contemplar al enano y al desarrollado gully mientras cruzaban la estructura. Flint iba agarrado al brazo de Tanis; para ayudar al semielfo a guardar el equilibrio, por supuesto. De pronto escucharon a sus espaldas el trapaleó de unos cascos, a la par que un rebuzno familiar hendía el aire de la noche. Flint giró velozmente sobre los talones.

—¡Pies ligeros!

En las sombras que abrigaban la entrada al puente, uno de los guardias sujetó al animal por las riendas.

—¡Maestro Fireforge! —La llamada del soldado levantó ecos en la torrentera—. ¡Tu amiga te busca!

Flint vaciló un momento, sin saber qué hacer. Si llevaba de vuelta a casa a la mula, dejaría solo a Tanis para hacer frente al asesinó. Si la llevaba con ellos, los delataría con sus infernales rebuznos. Por fin, hizo un ademán y el guardia soltó al animal, que se lanzó al trote hacia donde aguardaba el enano.

Esquivando el suave hocico de la mula, Flint sacó la escala de manó que había guardado tras recuperarla en el patio de palacio, y separó la cuerda con la que la había soltado de la ventana. Ató una punta al collar de
Pies Ligeros y
la otra al tronco de un álamo que crecía en la orilla opuesta de la torrentera.

Mientras tanto, Tanis escondía la máscara entre los arbustos. Los rebuznos desesperados del animal retumbaron en las paredes de la torrentera cuando Flint y Tanis se alejaron por el sendero.

La noche era muy oscura; ninguna de las lunas lucía en el cielo. El enano percibía el húmedo olor a musgo y escuchaba la rítmica respiración de Tanis a sus espaldas. Parecía que hubiesen transcurrido años desde el día en que habían subido al
Kentommenai-kath,
cuando todavía vivían Xenoth y tía Ailea.

—A menos que Gilthanas y la escolta vayan a la carrera, no tardaremos en darles alcance —susurró Tanis, en un breve alto que hicieron para descansar.

Flint apartó la mirada de la pronunciada pendiente que se abría a su derecha, y asintió en silenció. Pronto reanudaron la marcha.

El sendero se hizo sinuoso, y acá y allá Flint atisbó en la oscuridad algunos árboles retorcidos y concreciones de granito. Llegaron a una bifurcación. La pendiente se hizo más inclinada, y, a no tardar, Tanis y el enano estaban jadeando.

En ese momento, escucharon pisadas un poco más adelante y se escondieron tras unas rocas. Flint se asomó por un lado y vio pasar dos figuras que se dirigían a Qualinost.

—La escolta de Gilthanas —susurró Tanis, una vez que los guardias estuvieron lo bastante lejos para no escucharlo. El enano y el semielfo redoblaron sus esfuerzos, ya que Gilthanas estaba ahora sin protección.

Por fin, el bosque se hizo menos denso, y el terreno se tornó más pedregoso. Flint supo que se encontraban muy cerca de la pequeña meseta.

—¡Escucha! —susurró Tanis.

El claro timbre de una voz de tenor se alzaba en la distancia, entonando palabras casi tan antiguas como los peñascos de granito que se alzaban a un lado del caminó.

—El canto de vigilia de Gilthanas —explicó el semielfo—. Pide a los espíritus de los árboles y la tierra que protejan a Porthios y lo guíen hasta el final de sus días. Ese es el motivó por el que Gilthanas está desarmado, para demostrar a los espíritus del bosque que confía en ellos.

El canto resonaba en la torrentera y Flint no pudo evitar un estremecimiento.

—Mi Día de Barba Cerrada no se parecía en nada a esto. Y doy gracias a Reorx por ello —musitó.

Siguieron caminando, aunque con más cautela a medida que se acercaban al
Kentommenai-kath.
Por supuesto, no querían que Gilthanas los viera, pero su mayor interés era no revelar su presencia al asesinó, que podía estar escondido detrás de cualquier peñasco ó árbol. Flint sintió que se le erizaba el vello de la nuca y se llevó la manó al martilló, sujetó a su cinturón, para darse ánimos.

Por fin, llegaron al
Kentommenai-kath.
Flint posó una manó en el hombro del semielfo, y los dos amigos se detuvieron para contemplar a Gilthanas, que paseaba de un lado a otro de la meseta rocosa que coronaba el risco. Tanis sugirió mediante gestos que deberían dar un rodeo por la derecha, y Flint asintió con un cabeceó. Los dos avanzaron sigilosos, buscando la cobertura de los peñascos, y avanzaron unos doscientos metros a lo largó del borde de la cima del risco donde Gilthanas, de pie, seguía cantando. Dejando atrás los últimos árboles, cruzaron a toda prisa un corto trecho al descubierto y se agacharon enseguida tras un peñasco de granito volcado de lado.

Flint se asomó con cautela. Gilthanas, vestido con una sencilla túnica gris y con la capucha echada sobre la cabeza, estaba al borde del risco, con la mirada perdida en el negro abismo que se abría a sus pies y entonando el canto en cuya melodía se producían unas pausas desconocidas en la música humana y enana.

—¿A qué estamos esperando? —susurró malhumorado Flint. Tanis sacudió la cabeza.

—No estoy seguro. Quizá deberíamos acercarnos un poco más.

Flint asintió en silencio. El semielfo soltó la presilla de cuero que sujetaba la funda de la daga, y el enano hizo otro tanto mientras avanzaban entre los afloramientos de granito. La súplica musical de Gilthanas no cesó ni un instante, creando un telón de fondo.

—Esto me da mala espina, Tanis —rezongó con voz queda Flint—. Es como si estuviéramos esperando a que ocurriera alg...

La tierra desapareció bajo los pies del enano.

* * *

La frase de Flint se cortó de manera repentina, seguida de un roce apagado, como si algo se deslizara sobre piedra, y una maldición ahogada. Tanis volvió la cabeza para mirar a sus espaldas.

—¡Flint! —llamó en un susurro para que no lo oyera Gilthanas, a la vez que se agachaba tras una roca para ponerse fuera del alcance de su vista—. ¡Flint!

No hubo respuesta. Sólo el sostenido canto de Gilthanas.

Tanis se maldijo para sus adentros. ¿Por qué no había estado más atento? Sacudió la cabeza. El enano le iba pisando los talones. ¿Dónde demonios se había metido?

Un parche de sombra entre las piedras —o, más bien, una sombra más negra que el resto— llamó la atención de Tanis, que gateó hacia ella para examinarla más de cerca. Al aproximarse, una bocanada de aire húmedo le rozó el rostro y vio que el parche oscuro no era una sombra ni mucho menos, sino una grieta que hendía el suelo, justo al borde de una roca.

Tanis había pasado por encima sin advertirla siquiera, pero Flint, con sus piernas achaparradas y zancada más corta...

«Oh, dioses, no»,
clamó para sus adentros el semielfo, mientras se tumbaba sobre el estómago y se asomaba a la grieta.

—¡Flint! —susurró en la profunda oscuridad, pero las sombras se tragaron su voz. No hubo respuesta.

La hendidura era lo bastante grande para que el enano se hubiera colado por ella, aunque muy justo. Frenético, Tanis intentó razonar. El enano podía estar herido allá abajo..., o algo peor.

—¡Flint! —llamó de nuevo, pero tampoco tuvo respuesta esta vez. Se había quedado totalmente solo.

En aquel momento, a espaldas del semielfo, el canto de Gilthanas se interrumpió con un grito.

—¡No deberías estar aquí! —exclamó el joven—. El
Kentommen
prohíbe...

Tanis echó una última mirada a la grieta que se había tragado a Flint. Luego, desenvainó la espada y se movió tan deprisa como le fue posible ocultándose de peña en peña.

Una figura, apenas distinguible a pesar de la vista aguda del semielfo, se encontraba de pie frente a Gilthanas. Avanzó un paso.

—¿Quién eres? —gritó el joven, retrocediendo. Sus talones se acercaron peligrosamente al borde del precipicio.

La figura, sin articular una sola palabra, se le acercó más. Gilthanas miró a izquierda y derecha, pero el desconocido le cerraba la única vía de escape.

—¿Quién eres? —inquirió de nuevo.

Mientras Tanis se acercaba cuanto le era posible sin ponerse a descubierto, vio que la figura hacía un movimiento como si reuniera fuerzas para saltar hacia adelante. El semielfo salió corriendo de detrás de un peñasco a la vez que gritaba una advertencia.

—¡Cuidado, Gilthanas!

Su primo se volvió hacia él. En ese mismo instante, la figura encapuchada propinó un empellón a Gilthanas. Con un alarido, el joven desapareció por el borde del precipicio. Un segundo grito se interrumpió bruscamente.

El asesino echó a correr hacia el bosque. Tanis vaciló, sin saber si seguir a la figura fugitiva, o ir hacia el punto donde Gilthanas había desaparecido. Mas el precipicio se había tragado a su primo, de eso estaba seguro. El semielfo salió a toda carrera hacia los árboles, en persecución del infame asesino.

Apenas se había internado en el bosque unos cuantos metros, cuando la maleza le cerró el paso. No había sendero; ¿entonces dónde se había metido el desconocido? Tanis maldijo las enredaderas que se engancharon en la hoja de la espada, y escudriñó la oscuridad. Contuvo el aliento y escuchó con atención, pero no captó la respiración contenida del perseguido.

Desanduvo sus pasos hacia la cresta de granito por donde había caído su primo.

—¡Gilthanas! —gritó desesperado en medio de la oscuridad—. ¡Flint! —llamó por añadidura.

Tuvo respuesta, pero no la que había esperado. Alguien apareció a sus espaldas, le puso las manos en los costados, y empujó.

Mientras se precipitaba al vacío, el semielfo oyó unas palabras:

—Lo siento, Tanis.

28

En las sombras se sumió el antiguo reino

Flint resbaló a una velocidad escalofriante por un estrecho pozo de piedra. Desesperado, manoteó la roca e hincó los talones buscando algún saliente en el que agarrarse a fin de parar —o al menos frenar— la caída. Pero la fría piedra de la chimenea estaba lisa y pulida como cristal por la erosión del agua de lluvia durante siglos. Flint se hundió en la oscuridad. La chimenea se curvó hacia la derecha.

Empezaba a preguntarse cuándo terminaría este descenso alucinante —súbita y brutalmente, sin duda, cuando la chimenea acabara de pronto en un muro de sólida piedra—, cuando notó que la verticalidad disminuía de manera gradual. La chimenea iba adoptando una trayectoria horizontal.

Cuando, por fin, el pozo terminó, el trazado era casi plano, y la velocidad del enano se había reducido mucho. Las paredes de la chimenea que lo envolvían desaparecieron de manera repentina, y Flint se encontró rodeado de aire y oscuridad.

—¡Reorx! —exclamó mientras agitaba brazos y piernas en el vacío; un instante después, se sumergía con un chapoteo en un agua gélida. La escala de cuerda, que no se había soltado durante el descenso, cayó a su lado.

El enano manoteó y escupió, medio ahogado con el agua que tenía un sabor metálico... hasta que de pronto reparó en que, fuera por lo que fuese, no se hundía más en el líquido helado. Fue entonces cuando Flint advirtió que estaba apoyado en las manos y en las rodillas, y que el agua no le llegaba más arriba de los codos. De hecho, si no hubiese manoteado tanto, apenas se habría mojado. Todo ello —sumado al hecho de que con la caída se le había vuelto a abrir la herida del hombro— fue suficiente para ponerlo de un humor de mil demonios.

—¡Por la forja de Reorx! —farfulló, mientras se incorporaba en la somera charca. Al punto se arrepintió de haber hablado, pues las palabras resonaron en las tinieblas como si se encontrara en una vasta caverna. Flint tuvo la inquietante sensación de que la negrura se agitaba enfurecida, como si la enojara que el enano hubiera roto el silencio con sus palabras. Flint se estremeció de pies a cabeza... a causa de la frialdad del agua, por supuesto, se dijo para sus adentros, si bien se guardó mucho de volver a rezongar en voz alta.

El enano se sentó, tiritando en medio de la oscuridad, a fin de recobrar el aliento. Miró a su alrededor, pero no atisbó el menor rastro de luz por parte alguna, lo que tampoco era de extrañar habida cuenta de que era noche cerrada y estaba, al parecer, en el interior del risco. No tenía ni idea de si había caído hasta el mismo pie de la torrentera o sólo un corto trecho. El corazón le dio un vuelco al recordar a Tanis. Flint sacudió la cabeza. Lo único que podía hacer ahora para ayudar al semielfo era alzar una plegaria a Reorx e intentar salir de dondequiera que hubiese caído.

Escudriñó la oscuridad a su alrededor. Los enanos poseen una peculiar capacidad visual que les permite distinguir el calor irradiado por cualquier persona, animal u objeto; capacidad que, no obstante, maldito de lo que le servía en la fría negrura en que se encontraba sumergido.

Pero, de pronto, atisbó algo, algo que parecían dos círculos pálidos que flotaban uno junto al otro en la charca. La enfermiza luminiscencia verde de los círculos era tan mortecina que apenas los distinguía. Entonces percibió una segunda pareja de círculos pequeños, y otra más, que se deslizaban despacio frente a él.

Flint rebuscó en los bolsillos del chaleco de cuero y en los de las polainas hasta encontrar lo que buscaba: el yesquero y un pequeño cabo de vela. Afortunadamente, llevaba estos utensilios envueltos en un pedazo de cuero impermeabilizado con grasa y estaban secos. Al cabo de unos segundos, Flint hacía saltar una chispa y surgió una pequeña llama.

Con la titilante luz, el enano vio la charca oscura que se extendía como ónix pulido ante él. Flint se estremeció al descubrir la fuente de la extraña y tenue luminosidad verde: peces que nadaban en las frías aguas. Eran unos bichos pálidos, de aspecto fofo, tan largos como su antebrazo, y unos ojos bulbosos, grandes como platos. Los iris eran los que irradiaban aquella luz enfermiza. El brillo de la vela pareció molestarlos, pues se alejaron deslizándose en silencio por el agua, buscando la oscuridad ininterrumpida en la que habían habitado durante eones.

—¡Por todos los dioses! ¿Qué sitio es éste? —farfulló el enano con un hilo de voz. Levantó la vela y miró en derredor. El suelo era de piedra gris, un estrato de piedra caliza, dedujo, que había bajo el granito, al igual que las paredes. Pero la superficie de la piedra estaba demasiado pulida, demasiado lisa para ser una gruta natural. En el suelo crecían unas agujas altas, semejantes a estalagmitas, pero, al acercarse a ellas, Flint descubrió que eran columnas, estriadas y con intrincadas tallas. Aquello no era obra del agua, sino de las manos de seres vivientes. Caminó despacio por la vasta gruta, encogido por el eco de sus pasos, pero sin que ello lo detuviera.

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