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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (17 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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—¿Te parezco adivino?

—Es un buen barrio. Se han llevado un buen coche.

El Hombre Alto volvió y abrió la portezuela de atrás del Caddy.

—No hay nadie en casa. —Entró, cerró la puerta, se puso cómodo y dijo—: Ahí dentro hay la escena de un crimen.

—Estad alertas. —Juárez puso la primera—. Haremos una ruta en zigzag. Buscad un buen coche conducido en plan idiota.

El Hombre Alto dijo:

—¿Tenemos algún destino?

—Desayuno. En el centro.

Jimmy Luntz se despertó con una sacudida. Se había quedado dormido al volante. Pero no había volante. Él iba de pasajero. Mientras el día se recomponía a su alrededor, se preguntó si algo, tal vez la excavadora que tenían delante, se había caído del cielo encima de aquel hermoso Jaguar. Pero parecía que alguien los había golpeado desde atrás.

—Jimmy —dijo Anita.

Juárez estaba plantado al lado de la ventanilla de Luntz, haciéndole señas para que la bajara.

Gambol flanqueaba la ventanilla de Anita. Ella intentó abrir la portezuela pero él se la cerró de golpe. Arrancó el motor, pero no tenían adónde ir.

Luntz pasó la mano por el apoyabrazos, intentando pensar a toda prisa pero sin que se le ocurriera nada, y su ventanilla bajó.

Juárez se agachó para ponerse a la altura de Luntz.

—Hemos tenido un choquecito, y lo siento. Pero no ha pasado nada. Os llevaremos exactamente a donde ibais.

Gambol abrió la portezuela de la mujer. Anita estaba mirando la escopeta que tenía a su lado en el asiento.

Él le miró la mano derecha. Ella vaciló y luego puso la mano en el volante y el pie en la acera y salió del coche. Iba descalza.

Luntz se dirigió a Juárez:

—¿Ese Caddy es el tuyo o el de Gambol?

—Es el mío —dijo Juárez, cruzando por detrás del Caddy para abrir la portezuela de atrás—. Luntz primero. —Luntz se metió en el coche y Juárez dijo—: La señora también atrás.

La mujer obedeció.

El Hombre Alto estaba sentado al volante. A juzgar por la inclinación de su sombrero, Gambol supuso que estaba examinando a la mujer por el retrovisor.

Gambol se puso a dar palmadas en la ventanilla de Luntz hasta que el Hombre Alto la bajó. Luego golpeó con el bastón la portezuela del maletero hasta que oyó que se abría su cerradura. Colgó el bastón de la repisa de la ventanilla, se inclinó y apretó el índice con fuerza en el ojo izquierdo de Luntz:

—Dame tu camisa.

Luntz se desabrochó los botones y Gambol apartó el dedo y le quitó la camisa de un tirón a Luntz y fue al Jaguar y envolvió la escopeta con ella y metió el fardo resultante en el maletero del Caddy.

Juárez tenía las manos sobre la repisa de la ventanilla del Caddy, en el lado de la mujer. Se agachó un poco para mirar el interior:

—Mira qué piececitos tan sucios.

Gambol regresó a la ventanilla de Luntz y le puso la palma de la mano a Luntz en las narices:

—Mi cartera.

Luntz se movió en su asiento, rebuscó en los bolsillos del pantalón y sacó la cartera. Gambol le dio un par de porrazos en la cara con ella, hacia un lado y hacia el otro, y luego se la metió en el bolsillo sin examinarla. Luntz se quedó allí sentado con los ojos lagrimeando, sin camisa y con el pecho esmirriado.

—Luntz. Una escopeta del calibre doce no es una varita mágica. No te dedicas a apuntar con ella y la gente va y explota.

La mujer de Luntz se rió.

—No me caes bien —le dijo Gambol.

—No pasa nada —dijo Juárez, acercándose hacia el regazo de la joven para tocarle la mano, que ella tenía cerrada con fuerza—. Al resto del mundo le cae de maravilla. Y te va a dar las llaves del Jaguar, ¿verdad, señor G? Y nosotros te vamos a seguir de vuelta a casa de Mary. Y tú vas a llamar a Mary y le vas a decir que no esté en casa y que deje abierta la puerta del garaje.

Luntz le dio un par de apretones en la rodilla a Anita para indicarle algo, no sabía el qué, mientras Juárez se acomodaba en el asiento de atrás al otro lado de Anita y la miraba de arriba abajo y decía:

—Caray.

El Hombre Alto iba al volante, siguiendo al Jag por las avenidas. Juárez miraba la cara de Anita tanto como el paisaje que tenían delante. Anita no se movía.

—Esta mujer te viene un poco grande, Luntz —dijo Juárez—. Es otra clase de persona.

—Ya lo sé —dijo Luntz.

—¿Cómo se llama?

—Anita —dijo Luntz.

—¿Y de apellido?

—Desilvera.

Fueron cinco minutos por la autopista antes de desviarse por otra de las subdivisiones de Madrona. El Hombre Alto conducía despacio, con el brazo fuera de la ventanilla y haciendo señales con la mano al Jaguar para que no se detuviera.

—El garaje todavía está cerrado.

Al final de la manzana el Hombre Alto paró el coche detrás del Jag y aparcó.

—Puto Sally —dijo Luntz—. Sally el soplón. —Encorvó los hombros desnudos y se abrazó a sí mismo—. Lo tendría que haber matado a golpes con la azada. Pala. Con la pala.

El Hombre Alto cerró las ventanillas y encendió el aire acondicionado.

—Anita —dijo Juárez.

—Sí.

—Tienes los ojos un poco tensos, y a mí me gustaría que te relajaras.

—Vale.

—A ti no te va a pasar nada. Hoy no te toca a ti.

Anita miraba fijamente la parte de atrás del sombrero del Hombre Alto. Luntz le apretó el muslo con fuerza pero ella no parpadeó.

—Vale —dijo.

El Hombre Alto puso la primera y dijo:

—Ahí va.

A continuación ejecutó un rápido giro de ciento ochenta grados, condujo hasta la mitad de la manzana, se metió en el garaje y aparcó al lado del Jaguar.

Gambol salió del Jag, pulsó un interruptor que había en la pared y la puerta del garaje descendió. Cuando esta dejó de retumbar, Gambol se acercó, se pasó el bastón a la mano izquierda y abrió la portezuela de Luntz.

—Anita —dijo Juárez—. Ahora vamos a entrar en la casa. ¿Quieres venir a la casa con nosotros?

—No.

—Luntz sí que viene. ¿Verdad, Luntz? —dijo Juárez mientras Gambol agarraba a Luntz del brazo.

Juárez abrió su portezuela y le dijo al Hombre Alto:

—Llévala adentro.

El Hombre Alto se demoró. Los demás habían entrado en la casa, pero el punto de colisión de ciertas energías seguía allí, en el coche, con aquella mujer.

—Esos otros —le dijo él— no saben lo que son.

Encendió el contacto para activar el mecanismo de las ventanillas, las bajó todas y dijo:

—Voy a fumar.

Él se giró hacia ella en su asiento. Esperó un buen rato a que el olor de los demás abandonara el interior.

—Eres preciosa —le dijo.

—Gracias.

Él levantó la cara con el mechero encendido para que su resplandor iluminara lo que había debajo del ala del sombrero.

—Es una carga, ¿verdad?

—Sí.

Él mantuvo la llama encendida un momento muy largo. Anita no apartó la mirada. A él no le había cabido duda de que no la iba a apartar.

—Esos otros —le volvió a decir— no saben lo que son. Confiaba en que ella lo hubiera entendido la primera vez, pero valía la pena repetido.

—¿Van a dejar a Jimmy con vida?

—No.

—Oh —dijo ella.

—¿Y tú? ¿Tú fumas?

Ella negó con la cabeza.

—Voy a entrar. ¿Te vienes conmigo?

—Vale.

—Siéntate. —Juárez cogía a Anita por el brazo con cierta suavidad, pero ella no se lo podía sacudir de encima—. No te gusta que te toque —dijo. Movió la otomana a un lado para ella y ella se sentó en el sofá. Él se le acercó—. Lo importante no es que tú mires. ¿Lo entiendes?

—No.

—Lo importante es que él —dijo Juárez— vea que estás mirando.

Jimmy ocupaba una silla de comedor en el medio de una tela grande de plástico plateado. No estaba mirando a Anita.

La persona a la que llamaban el Hombre Alto colocó una silla parecida en el rincón opuesto de la sala de estar. Se sentó y encendió la lámpara del aparador de forma que él quedara en la sombra.

Gambol le chasqueó los dedos en la cara a Anita.

—Dame tu cinturón —le dijo.

Ella se quitó el cinturón y se lo dio. Él se arrodilló y lo usó para atar el tobillo izquierdo de Jimmy a una pata de la silla, a continuación pasó el cinturón por la otra pata de la silla, tensándolo al máximo, y cerró la hebilla, y a Anita le pareció que decía «Es un torniquete… ja, ja», pero no lo oyó bien porque Jimmy también estaba hablando.

—… y un viejo se vino a vivir a tres caravanas de la nuestra —estaba diciendo—. Era un poblado de caravanas. Creo que yo tenía doce años. El tío me dijo que me pagaría veinte dólares al día por limpiarle la caravana antes de que él se mudara. «Límpiame la caravana y te doy veinte dólares al día.» Me dio desinfectante y un cubo y todo ese rollo.

—Cállate —dijo Gambol. Se puso de pie. Le dio un cúter a Juárez y le dijo—: Hay correas elásticas en el garaje.

Y salió por la cocina.

—Tardé en limpiarlo cuatro días y medio haciendo jornadas de ocho horas. Había porquería por todos lados. Había porquería debajo de la porquería. Debí de fregar los suelos tres veces y después todavía tuve que rascar con una espátula. Fregué el sitio a base de bien. Saqué todos los trastos del jardín y recogí todas las ramitas con el rastrillo y las puse en un montón. Luego tuve que desenterrar cosas del suelo de tierra con los dedos, trocitos rotos de plástico, yo qué sé lo que había allí. Las cosas se rompen. Las cosas de plástico. Se lo puse todo en la zona de carga de la camioneta, que tenía un neumático de una marca distinta en cada rueda. Limpié con la manguera la franja asfaltada de delante. Eché semillas, tío, para la hierba del jardín. Tardé cuatro días y medio en dejar aquello como nuevo. Nunca he trabajado tanto en la vida, ni antes ni después. Y cuando acabé, él me lo explicó todo meticulosamente.

Gambol volvió a entrar por la cocina y se detuvo delante de la encimera con un montón de correas elásticas enredadas y colgando de la mano.

—Al viejo aquel le echaba yo unos sesenta años, más o menos. Cobraba la invalidez, tenía rachas de alcoholismo, no le quedaba familia, ya me entendéis, el típico despojo humano solitario. Y me dice: «Tengo noventa dólares para ti. Está claro que los has ganado y yo los tengo. O bien te puedes quedar este boleto de lotería». Y me lo saca. Me enseña un tarjetón en la palma de la mano. «Este boleto», me dice, «cuesta un dólar cincuenta. Así que si te pago noventa, podrías encontrar a alguien que te vendiera sesenta boletos iguales. O bien te puedes quedar este. Solo este.» Sí. Eso mismo. Sí. Así que me lo quedé.

—¿Crees que no sé por qué me estás contando esto? —dijo Juárez.

—No lo sé. Tal vez sí y tal vez no.

Juárez dejó de mover las manos dentro de los bolsillos.

—No me hace falta preguntar si te tocó.

Jimmy no dijo nada.

—Jódete. Perdiste.

En su rincón, el Hombre Alto tosió. O se rió.

A Luntz se le ocurrió que se había terminado la época de Jimmy el Callado. Tanto hablar le había dejado la garganta irritada.

—Solo quiero que sepas a quién estás matando.

—Yo no he dicho que te vaya a matar —le dijo Juárez—. Lo que voy a hacer es cortarte las pelotas. Si te mueres por eso, es tu decisión personal.

Arrastró la otomana hasta la tela de plástico, levantó un poco las patas para pasadas por encima del borde de la tela y se sentó mirando a Luntz, tan cerca que sus rodillas casi se tocaban.

Gambol levantó las correas elásticas y se puso a separar una del enredo.

—Esto es muy deprimente —dijo Luntz.

—Gambol, ¿has oído eso? Luntz se está deprimiendo.

—En serio. Lo deprimente son esos dos millones y medio que nunca me voy a poder gastar.

—Menos lobos, Caperucita.

—En realidad no es deprimente. Pase lo que pase, yo gano.

—Y una mierda. Ver cómo se comen tus pelotas no es ganar precisamente. De hecho, se parece mucho a perder, en mi opinión.

—Pero ver como jodéis vuestra oportunidad de agenciaras millones de dólares lo compensa —dijo Luntz.

—Va de farol —dijo Gambol.

—Muy bien, pues —dijo Luntz, desabotonándose los vaqueros de granjero—. ¿Dónde tienes el cuchillo y el tenedor, gilipollas?

Se abrió los pantalones y se pasó el elástico de los calzoncillos por debajo de los testículos.

—Gambol, ¿tú ves eso? —dijo Juárez.

—Sí.

—Se acaba de sacar el aparato.

—A comer —dijo Gambol.

Juárez echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando a Luntz como si llevara puestas unas gafas de mala calidad.

—Eres jugador de póquer.

—Espera un momento —dijo Luntz.

Juárez se le acercó más.

—¿Qué te pasa en los ojos?

—Me he equivocado. Son dos coma tres. No dos y medio. Dos coma tres.

Juárez se quedó mirando con mucha atención los ojos de Luntz.

—Tengo que admitir —dijo… pero tardó un minuto largo en admitir nada… —que tus pupilas están normales.

—Dos coma tres millones de dólares. Eso es lo que te va a costar llevar a cabo… ya sabes. Tu famoso acto.

—Tengo que alejar tu cara de mí.

Juárez se levantó y fue a la cocina y se sentó a la mesa que había junto a la ventana. Gambol y el Hombre Alto guardaron silencio, y Luntz, para no tener que mirar a Anita, cerró los ojos y se quedó sentado aguantándose el miembro con la mano, tal vez por última vez.

Al cabo de dos minutos Juárez se puso de pie, se dio la vuelta y regresó a sentarse en la otomana delante de Luntz.

—¿Sabes por qué no estás muerto?

Luntz no dijo nada porque no sabía la respuesta.

—Porque me has llamado gilipollas. Ese ha sido el detalle. En ese momento has dado el detalle crucial.

Mientras Luntz se movía un poco, Juárez dijo:

—Pero no te guardes las pelotas todavía. Alguien me tiene que dibujar un mapa del tesoro.

Luntz miró a Anita.

Ella recorrió la sala con la mirada como si una multitud enardecida le estuviera arrancando la ropa.

—Sigo queriendo mi mitad —dijo.

Hoy Mary se había puesto elegante: falda gris, tacones de aguja y blusa blanca ajustada. Gambol confiaba en que no se hubiera puesto así por Juárez. No se puede culpar a una mujer por estar guapa.

Ella pidió un teléfono móvil con número oculto. Juárez se lo dio.

Ella hizo una señal pidiendo silencio, aunque los demás ya estaban callados: el propio Gambol, Juárez de pie al lado de Luntz, la mujer de Luntz hundida en el sofá y el Hombre Alto pegado a la pared.

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