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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (13 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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Había alguien gritando pero él no oyó las palabras. Se dio la vuelta de nuevo con el arma pero no vio a nadie, así que retrocedió, encontró su bastón, caminó hasta la puerta y salió a la noche.

Tenía que cruzar los treinta metros de descampado del aparcamiento y luego la misma distancia de arcén hasta el coche, pero cuando llegara al arcén ya lo ocultarían los árboles. Llevaba el arma en la mano izquierda. Con la derecha agarraba el pomo del bastón. Puso el brazo derecho y la pierna derecha rígidos y echó a andar lo más deprisa que pudo. Mientras pasaba junto a la camioneta, oyó ruidos detrás de él, aunque seguía medio ensordecido por el retumbar de los disparos. Pasos, posiblemente, al otro lado del edificio, luego pasos sobre la grava y por fin un ruido seco y claro —¡clic-clac!— que significaba que no había sido lo bastante rápido.

Luntz dio por sentado que Anita había vuelto. Oyó una fuerte detonación. Aquel ruido no podía ser de Caddy. Y luego otra idéntica.

Una era la detonación de un tubo de escape. Dos eran un arma de fuego.

Se tiró al suelo y metió el brazo debajo de la cama para buscar el macuto donde estaba la escopeta. En lugar de tirar de él, sin embargo, se descubrió arrastrándose hacia el macuto por debajo de la cama. Tumbado de costado, se lo puso contra el pecho y pasó la mano a lo largo del mismo y tocó la cremallera. No se sentía capaz de nada más.

Otro disparo en la planta baja.

Apoyó la rodilla contra el pecho y un pie contra la pared y se impulsó hasta que salió de debajo de la cama con el macuto, pero cuando intentó levantarse los huesos se le convirtieron en gomas elásticas. Solo consiguió ponerse de rodillas y apenas fue capaz de alzar el macuto para colocado sobre la cama. Empezó a tirar de la cremallera a un lado y al otro hasta conseguir que cediera en la dirección correcta. Se puso de pie en una habitación que estaba inclinada hacia un lado, cogiendo la escopeta por el cañón, y fue consciente principalmente de una temblorosa e increíble debilidad en las piernas.

Abrió la puerta y se plantó en lo alto de la escalera, al tiempo que daba la vuelta a la escopeta con las manos hasta cogerla por la empuñadura. Pulsó el botón del seguro y amartilló el arma —¡clic-clac!—, a continuación dio un paso y resbaló y todavía acertó a ver por encima de su cabeza una media luna y varias estrellas en un cielo negro mientras bajaba la escalera dándose golpes en la columna vertebral, sin experimentar ninguna sensación física. Sus pies encontraron un punto de apoyo y se levantó, bajó los peldaños que faltaban con pies temblorosos, llegó al suelo de tierra y avanzó con dificultad hacia la esquina del edificio, apoyando varias veces una u otra rodilla en el suelo. Mientras doblaba la esquina del edificio, apretó el gatillo. Tuvo la sensación de que le explotaban los oídos y las manos, pero todavía tenía el arma agarrada y la volvió a amartillar. Ahora vio a quién estaba disparando: a alguien que pasaba junto a la camioneta aparcada en la otra punta del edificio.

Luntz persiguió a su objetivo hasta el arcén de la carretera. Ahora el hombre iba dando brincos en dirección a un coche. Luntz levantó el arma hasta la altura de los hombros, apuntó y volvió a disparar, dejándose el brazo derecho entumecido y el oído derecho sordo. El hombre dio un salto, se volvió y se desplomó. Luego se apoyó en una mano para incorporarse y se puso de rodillas, con los dos brazos juntos y extendidos hacia delante. Luntz se dio la vuelta y se tiró al suelo, oyendo disparos, y los sentidos dejaron de funcionarle. Cuando se terminaron la oscuridad y el silencio, estaba en la ladera, de pie junto al edificio y oyendo el río, y ahora tenía agudizados los sentidos. Oyó que se cerraba la portezuela de un coche. Oyó que arrancaban el motor. Un momento más tarde estaba otra vez delante del restaurante, amartillando la escopeta y apretando el gatillo hasta quedarse sin balas. Vio que las luces traseras del coche se alejaban parpadeando por la carretera entre los árboles.

Estaba temblando de pies a cabeza. El aire le entraba y le salía a empujones de los pulmones. Giró el arma a un lado y al otro. Cuando tocó el cañón, alguien dijo «¡Hostia!», y él se preguntó quién estaba hablando, y la persona dijo «¡Mierda!», y entonces se dio cuenta de que era él mismo.

Oyó una sirena que se acercaba y sonaba cada vez más fuerte, pero resultó ser el aullido de una voz humana.

La puerta del restaurante estaba abierta. Él la cruzó gritando «Eh, eh, eh…», no sabía por qué.

Sally Fuck se levantó detrás de la barra del restaurante, aullando como una sirena y con las manos empapadas de sangre.

Sally rodeó la barra y se sentó en un taburete y apoyó la cabeza en los dedos ensangrentados, con todo el cuerpo temblando.

—¿Está muerto? —dijo Luntz.

Sally levantó la cara. Parecía la de una gárgola, macabra y reluciente. Se rió y a continuación sollozó con tanta fuerza que se le escapó un salivazo de la garganta.

—¿Ahora qué? —dijo Luntz.

No hubo respuesta.

—Sally… Sol. Sol. ¿Ahora qué, tío?

—No lo sé.

Luntz dejó la escopeta sobre la barra y se asomó por encima de la misma para mirar a John Capra. Al parecer Sally había intentado darle la vuelta, y había dejado un reguero de sangre en el suelo. El cadáver tenía la cara vuelta hacia la cocina. La parte posterior de la cabeza estaba destrozada y los restos estampados violentamente contra la puerta del horno. Luntz quería saber si se movía. Si se quedaba mirando con suficiente atención, Capra se movería.

—Tenemos que encargamos de esto —dijo Sally.

—Vale. O sea… vale —dijo Luntz—. Dios. Oh, tío.

Un montón de ideas le aporreaban la cabeza, la mayoría relacionadas con el hecho de que Capra cobrara vida repentinamente.

Sally giró el taburete donde estaba sentado y se levantó. Echó a andar hacia el almacén.

—Necesitamos un pico y una pala.

—Guantes —le dijo Luntz alzando la voz—. ¿Tienes guantes?

Se quedó mirándose las manos. Tenía el pulgar de la derecha lleno de motas azules y rojas y la articulación inflada: el retroceso del arma le había provocado un esguince, tal vez hasta se lo había roto. Se palpó los nervios en busca de alguna sensación de dolor pero no encontró ninguna. Necesitaba ir arriba y ponerse los zapatos, pero era incapaz de trazar un plan para hacerlo.

Mary había dejado abiertas un par de ventanas y se encendía un cigarrillo cada vez que le apetecía. Tenía el cenicero apoyado en el regazo y estaba mirando cómo una mujer desesperada vendía joyas de catorce quilates en la tele sin la ayuda de un guión. A la una de la madrugada Mary ya no oía un solo vehículo en su vecindario.

Sobre las tres se acercó un coche solitario. Ella apagó la tele. La puerta del garaje retumbó. Oyó una puerta que se abría y se cerraba en el garaje y luego la portezuela del maletero del coche. Aplastó la colilla en el cenicero.

Gambol entró con dificultad por la puerta de la cocina, devolvió el revólver al cajón de la encimera, sacó de la nevera una botella de leche y dio varios tragos largos antes de guardada otra vez.

Apoyándose pesadamente en el bastón a cada paso, fue a sentarse con ella en el sofá, se levantó la pierna mala con las dos manos y la puso encima de la otomana. Cuando estaba a medio sentarse, se detuvo.

—Lo que no entiendo del asunto —dijo— es que cuando cayeron las Torres Gemelas, ¿por qué no atacamos a esos cabrones con bombas atómicas y arrasamos todo el desierto de esos musulmanes?

Se terminó de sentar, respiró hondo y soltó el aire lentamente.

—Hurra —dijo Mary—, este hombre habla.

—Da igual tener mil bombas atómicas —dijo—, si te falta la sensatez de apretar el botón.

Ella lo ayudó a sacarse el jersey por la cabeza y a continuación los zapatos, los pantalones y los calzoncillos, diciendo únicamente «Así» y «Levanta un poco» y «¿Qué tal?». El jersey tenía el codo izquierdo roto y sucio y también lo estaba la pernera izquierda de los pantalones, desde la cadera hasta el dobladillo. La herida de su pierna derecha tenía buen aspecto. Las suturas no se habían roto.

—Tienes el retrovisor del coche roto —dijo él.

—¿Se ha soltado?

—El retrovisor lateral. Tiene el cristal roto.

—¿Le han dado un golpe?

—Yo qué coño sé.

—¿Me conviene preguntar qué has estado haciendo?

—Eso siempre es una equivocación.

—Vale.

Ella abrió una caja nueva de gasas, le limpió los rasguños que tenía en la cadera y el codo izquierdos con alcohol, desinfectó la zona que rodeaba la herida de bala curada de la pierna derecha y por último le limpió la mugre de los dedos.

—Ocuparte de tus asuntos —dijo él—. Eso nunca es una equivocación.

—Tengo la sensación de que tú eres uno de mis asuntos.

—En otro sentido tal vez.

—¿En qué sentido?

—En varios. Ya sabes.

Ella recogió las gasas sucias con las dos manos y se las llevó al fregadero.

—¿Quieres un poco más de leche o algo?

—Pues sí. Gracias.

Ella tiró las gasas a la bolsa reservada a residuos médicos y le llevó un vaso limpio de leche. Él se lo cogió de las manos, cerró los ojos y dio un sorbo.

—Bueno —dijo ella—, si puedes ir corriendo por ahí y caerte de morros, tal vez estés lo bastante recuperado como para que durmamos en la misma cama.

Ella se lo quedó mirando de cerca, y cuando él abrió los ojos ya le estaba devolviendo la mirada.

—No sé si estoy listo para… lo que sea.

—Vamos a la cama —dijo ella—, y tal vez me pueda ganar otros cinco mil.

—¿Me vas a cobrar cinco mil por cada mamada?

—La verdad es que solo me gustaría dormir contigo.

—Sí —dijo él, y se le cerraron los ojos—. Joder, sí. Estoy cansado.

Luntz no sabía por qué era él quien conducía la camioneta. Iba en el asiento del conductor cubierto de sangre de Capra, con la escopeta en el regazo y diciendo: «DAC, Náu., Náu.». Sally iba en el asiento del pasajero abrazándose a sí mismo, inclinándose hacia delante, reclinándose hacia atrás, inclinándose hacia delante y diciendo:

—Mierda, mierda, mierda.

—Sally. Me parece que me he dejado la puerta abierta. La del restaurante. La entrada, tío.

—A la mierda la puerta. A la puta mierda la puerta.

Sally no le había dicho adónde iban y Luntz tampoco lo había preguntado. Subían hacia un terreno más elevado, alejándose del mundo que él conocía. Sally bajó su ventanilla. A continuación la volvió a subir. Y dijo:

—Enciende los faros.

—¿Cómo? Joder, puedo ver a oscuras. —La mano izquierda de Luntz rebuscó sobre el salpicadero—. Adrenalina. —Encontró la palanca y tiró de ella. La carretera se materializó delante de él como un muro ambarino—. ¿Qué coño está haciendo Gambol en mi mundo?

—Jota, Jota, Jota, Jota, Jota —dijo Sally.

Tenía la mejilla apoyada en la ventanilla de atrás y lo dedos de una mano extendidos sobre el cristal.

—¿Quieres parar de llorar, me cago en la puta?

—Lloramos los dos. Tú también.

—Y una mierda.

Luntz dio una bocanada larga y entrecortada de aire que le llenó el pecho. Metió el estómago y aferró el volante con más fuerza y siguió conduciendo. Notaba sabor a mocos en la boca.

—Nos sigue un coche —dijo Sally—. Ahí detrás. Con una luz larga rota.

—Tal vez sea una moto —dijo Luntz, y Sally no contestó. Luntz pisó el acelerador, dobló un recodo y dio un giro de ciento ochenta grados tan deprisa que oyó que las herramientas y probablemente también el cuerpo de Capra se deslizaban por la zona de carga. Volviendo por donde habían venido, pisó de nuevo el acelerador, pero no había cambiado de marcha y se le caló el motor.

El vehículo se acercó, pasó a su lado y siguió su camino. Se quedaron sentados en el silencio de la camioneta, en medio del carril, los dos jadeando. Sally lloraba. Luntz encendió un Camel.

—Ya sabía yo que iba a ser así —dijo—. Ya sabía yo que yo no sería capaz de lidiar con esta mierda.

Dio la vuelta a la llave, accionó la palanca de cambios, apretó el embrague, metió la primera y forcejeó con el volante hasta que empezaron a subir la colina otra vez.

Sally carraspeó repetidamente y escupió en el suelo varias veces. Se incorporó hasta quedarse sentado con las manos en las rodillas. Recuperó el control de su respiración. Sally dijo:

—¿O sea que ese era Gambol?

La pendiente se hizo más abrupta. Luntz tiró de la palanca de cambios y puso la segunda.

—Sí, era Gambol.

—Cabrón. Puto cabrón

—¿Con quién estás hablando? Gambol no está aquí, Sally. El hijoputa no te puede oír.

—Estoy hablando contigo, cabrón, puto cabrón de mierda. Él te buscaba a ti.

—¿Quién? ¿Gambol? Él no sabía que yo estaba aquí. ¿Cómo lo iba a saber? Era a ti a quien buscaba, Sally.

—Puto cabrón. Se lo ha debido de decir esa puta india. Se lo ha dicho ella. Es una soplona.

—Anita no conoce a nadie en Alhambra. No conoce ni a Dios allí.

—Ha sido esa puta tuya.

—Anita nunca ha oído hablar de Alhambra. Creía que Alhambra era el nombre de una cárcel.

Luntz abrió de un porrazo la ventanilla lateral y tiró al viento su cigarrillo, que se alejó volando en medio de una lluvia de chispas. No preguntó adónde iban. Se limitó a seguir adelante.

La media luna quedaba justo encima, y en una noche así la superficie crecida del río se parecía al inquieto vientre de una criatura viva que uno podía pisar y cruzar.

Anita estaba en la orilla a oscuras, con la cabeza alta y los hombros echados hacia atrás, mirando la silueta que había en la orilla de delante.

Anita se puso de rodillas, se llevó cuatro tragos de agua a la boca con la mano ahuecada y la silueta de la otra orilla hizo lo mismo. Ahora estaban arrodilladas una delante de la otra, con el río en medio.

Estuvo media hora sin moverse. Le ardían las rodillas, los tobillos y las caderas. No apartó la vista de la persona de la otra orilla.

Las últimas dos noches en aquel sitio habían sido gélidas. Y también lo era esta. Tenía el dorso de las manos, las mejillas y los labios cortados por el viento.

Cuando se puso de pie tenía las rodillas de los pantalones deshilachadas y la tela llena de gravilla pegada, pero no se la limpió con la mano ni desvió de ninguna otra manera su atención de la figura que estaba arrodillada en la orilla de enfrente.

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