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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (5 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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¿Cuánto tiempo llevaba sin comer? No se acordaba. No tenía hambre. Se dijo que era el miedo. Le tocaba vivir con ello.

Trasteó con la radio en la frecuencia de la onda media hasta encontrar una emisora que pudiera darle lo que buscaba: una chica leyendo anuncios clasificados, cortadoras de césped y electrodomésticos que sus propietarios habían puesto en venta. Luego las noticias locales. No se informaba de ningún tiroteo. Sí que mencionaron que habían cerrado un supermercado local.

¿Estaba Gambol fiambre? ¿Lo estaba buscando la policía o no? ¿Qué le había deparado el día a cada uno de ellos?

Probó en la FM. Ritmos jamaicanos. Alguien cantaba:

Que nadie se mueva y nadie saldrá herido.

Y él escuchó con atención el resto de la canción antes de apagar la radio.

El cine Rex estaba proyectando El último campeón verdadero, según la marquesina. Ya estaba a medias. De todas maneras, Luntz compró una entrada.

Se sentó inclinado hacia delante en la segunda fila del cine, con los antebrazos apoyados en el asiento de enfrente y la barbilla sobre las manos. En la película, un tipo seguía a una mujer que estaba saliendo de una bolera y la cogía del codo, ella se giraba y él le decía:

—Yo lo dejaría todo por una mujer como tú.

—¿En serio? —contestaba ella, y se notaba que les esperaba un final feliz.

En los últimos segundos del último round, el mismo tipo se recuperaba para machacar a un oponente que inexplicablemente pesaba veinte kilos más que él. El campeón derrotado se quedaba tumbado sobre la lona, mirando el techo fijamente.

Al principio de su adolescencia Luntz había peleado en los Golden Gloves. Torpe en el ring, había destacado pero por malo: el único chaval noqueado dos veces. Había estado allí dos años. Su secreto era que nunca, ni antes ni después, se había sentido tan cómodo ni tan satisfecho como cuando estaba tumbado de espaldas y escuchaba la música lejana del árbitro contando hasta diez.

Al terminar la película caía una lluvia fina y persistente. El neón implacable se reflejaba en las calles mojadas como esquirlas de caramelo. A las ocho de la tarde ya era lo bastante oscuro como para abandonar el Cadillac. Lo condujo hasta el diminuto aeropuerto de la población, donde aparcó, cogió el contenido de su bolsa de deporte, los calcetines y calzoncillos y el neceser, lo metió todo en el macuto de Gambol y tiró la bolsa de deporte a la oscuridad. Se quitó los calcetines de vestir negros, se volvió a poner los zapatos y limpió el coche con los calcetines, por dentro y por fuera, por fin dejó las llaves debajo de la esterilla, salió del aparcamiento cargando el macuto de Gambol y cruzó un campo de hierba alta y mojada en dirección a un par de moteles, el Ramada Inn y otro cuyo letrero de neón decía solo HAY HABITA. El establecimiento anónimo, construido a base de troncos falsos y barato hasta la médula, tenía pinta de ser de esos sitios que no te tocan las narices con las tarjetas de crédito.

Fue y cogió una habitación. Empapado, sin coche, sin calcetines y pagando en metálico.

Los números de la radio decían que eran las 10.10. Ases y ceros. Luntz estaba tumbado en su cama del Hotel Quién Sabe de la carretera del río Feather, con todas las luces encendidas y escuchando las voces de una peli guarra que tenían puesta en la habitación de al lado.

Igual que el exterior del edificio, las paredes de aquella habitacioncita eran de troncos de imitación. Luntz extendió la mano y descubrió que estaba tocando madera de verdad. No tenía ni idea de que todavía hicieran cosas de troncos de verdad. Simplemente había dado por sentado que todos los troncos eran falsos.

Se incorporó hasta sentarse y apuntó con el mando a distancia hacia el televisor. No pasó nada. Golpeó el mando contra la palma de la mano y lo volvió a probar sin éxito. Por fin estiró el brazo hacia abajo, levantó el macuto de Gambol del suelo y se quedó sentado con los pies apoyados en el suelo y la mano izquierda sobre la bolsa, dos minutos largos, antes de abrir la cremallera de punta a punta.

El arma de dentro, con su empuñadura de pistola y el cañón cromado resplandeciente de unos cuarenta y cinco centímetros de largo, parecía intocable. Él no la tocó. Cerró la cremallera y escondió el macuto debajo de la cama y salió a respirar un poco de aire de verdad, de las montañas.

Había dejado de llover. Se quedó plantado debajo de un montón de estrellas, demasiadas, más estrellas, de hecho, de las que había visto en la vida. El frío aire nocturno tenía un sabor limpio e inocente. Lo invadió otra vez la sensación de suerte.

Cruzó el aparcamiento hasta el vestíbulo del Ramada Inn y fue directo a las cabinas de teléfono que había junto a los lavabos del fondo.

—Escucha —dijo cuando le pasaron con el O'Doul's—. Sé que lo tienes ahí sentado. Pásame con él. Dile que soy Luntz.

Mientras esperaba dando la espalda al vestíbulo oyó voces y música jazz suave. Le temblaban las manos y tenía un nudo en la garganta.

Juárez se puso al teléfono.

—Conque ahora eres Luntz. Pronto vas a ser el señor Luntz.

El señor Don Luntz.

—Sí… ¿sabes cuántos agujeros te hace en la cara un cartucho de escopeta del doble cero?

—¿Desde dónde llamas?

—Desde la cabina que hay justo delante del local donde estás sentado.

—Y una puta mierda.

—Estoy aquí mismo en la Cuarta, con el Winchester de Gambol debajo de mi vieja camisa. Y te estoy viendo.

Ahora Juárez estaba hablando con otra persona: lo más seguro era que estuviera mandando al Hombre Alto afuera para que se cerciorara.

—¿De dónde eres, Luntz? ¿De Luntzville? No eres más que un mariconcillo.

—Gambol dijo algo parecido. Y lo reventé de un tiro.

—¿Sabes qué? No se ha muerto.

—Ya me parecía a mí.

—Escúchame, Luntz. ¿Te acuerdas de aquel cabrón de Anaheim, Cal, al que llamaban Cal Trans?

—Sí, claro, me acuerdo de todo aquello.

—Gambol y yo nos sentamos y nos comimos sus pelotas. Ostras de Anaheim. Muy sabrosas.

—Sí, ya me enteré.

—¿Qué me dices de Luntzville? ¿Cocinan bien las ostras allí?

—Las mejores ostras del mundo, Juárez —dijo Luntz.

Y colgó.

Se despertó en la orilla del río con la lluvia cayéndole en la cara. Se levantó y se encerró en el coche. Sepultada dentro de su enorme abrigo azul. Se despertó un rato más tarde, entumecida y helada, después de haber dormido profundamente y a pierna suelta.

Encontró la llave y puso en marcha el motor. Encendió la radio en la onda media y cogió una emisora de country que llegaba hasta allí desde Sparks, Nevada, mientras el motor se calentaba y el desempañador barría la niebla del cristal. Había un cielo estrellado gigantesco. Puso rumbo a la autopista.

El hombre de Sparks dijo que eran las diez en punto. Llevaba casi cuatro horas durmiendo como un tronco. Dieciocho meses se había pasado peleando contra el juez y contra Hank, haciendo politiqueo con el sheriff y el Ayuntamiento, hostigando a sus abogados, trabajándose a la prensa y haciendo campaña contra lo inevitable. Ahora todo se había terminado. Era el momento de tomarse unas vacaciones largas. Aunque no le llegaba el dinero ni para unas cortas.

En el vestíbulo del Ramada que había al lado del aeropuerto del condado se pidió un segundo tequila sunrise mientras la camarera le traía el primero.

—Y por favor, por favor —le dijo—. No enciendas el karaoke.

—Me espero a las once —dijo la chica.

—Espérate a que me vaya yo.

—La happy hour empieza a las once.

—Entonces beberé deprisa.

¿Por qué lo llaman happy y por qué dicen que es una hora?

La happy hour dura dos horas angustiosas. Aaah, pensó, ¿con quién estoy hablando? ¿Y cuántos segundos faltan hasta que algún capullo se ofrezca para invitarme a una copa y satisfacerme como mujer?

Aproximadamente dieciocho segundos. El mismo tipo flaco del río —el que había tirado el arma a la corriente— estaba viniendo de las cabinas de los baños, ahora vestido con chaleco a cuadros y esmoquin blanco por encima de la camiseta. Se detuvo junto al reservado de ella. Exactamente la clase de cabrón tacaño para los que se inventaron los trucos de magia con billetes de un dólar.

—Eh, oye —dijo él.

—Qué sofisticado. Menuda labia tienes, cabrón.

—¿Vives en este motel o solo eres clienta?

—No soy nada —dijo ella—. Solo me estoy tomando una copa.

A él se le cayó algo, una moneda de cuarto de dólar, se agachó para recogerla, se le volvió a caer, la volvió a recoger y se quedó mirando a su alrededor como si la sala hubiera cambiado drásticamente en los dos segundos que él se había pasado sin mirada. No estaba borracho. Tenía los nervios demasiado a flor de piel para estar borracho.

Él se acomodó en un extremo del asiento de delante de ella y dijo:

—No tengo por costumbre acercarme a la gente y sentarme con ella.

—No te cortes. Ya me estaba marchando.

Él le echó un vistazo, miope o estúpido, ella no supo cuál de las dos cosas, y por fin dijo:

—¿Cuál es tu nacionalidad?

—¿Qué?

—¿Eres hispana?

Ella se lo quedó mirando.

—Pues sí. ¿Y tú eres gilipollas?

—Mayormente —dijo él.

—¿Cómo te llamas?

—Hum —dijo él.

—¿Hum? ¿Qué es «Hum»? ¿Lituano o algo así?

—Eres ingeniosa —dijo él—. Me llamo Frank. Franklin.

—Frankie Franklin —dijo ella—. Ahora mismo estoy bastante liada y me gustaría estar sola.

—No hay problema —dijo él, y se escurrió del reservado y se desmaterializó.

La camarera le trajo un segundo tequila sunrise mientras ella se pedía el tercero.

—Eh, señorita —dijo Anita—. ¿Cuándo encendemos ese karaoke?

Luntz presenció el desarrollo de los acontecimientos. La mujer era la estrella de la velada, o por lo menos eso opinaba ella misma. Estaba sentada en un taburete que se había traído desde la barra y lo había colocado justo al lado del aparato del karaoke, sin que nadie se atreviera a interferir con aquel espectáculo, y ahora se dedicaba a cantar media canción y luego a hablar durante el resto y elegir la siguiente, y eso durante dos horas de bises, aunque nadie se los había pedido. Llevaba un abrigo azul por encima de la misma falda gris y la misma blusa blanca con que él la había visto aquella tarde, junto al río. Una mujer atractiva. Con o sin maquillaje, con ropa de cualquier tipo, borracha o sobria.

—¡Muchas gracias, me encanta este pueblo! —dijo muchas, muchas veces.

Dejó de leer las letras de canciones de la pantalla y empezó a inventárselas, y pronto dejó de cantar las melodías y también se puso a inventarlas, cerrando los ojos e improvisando sobre un tipo llamado Hank que caminaba con el diablo.

—A esa mujer le hace falta una pastilla —dijo la camarera. Luntz se mostró en desacuerdo.

—Caray —dijo—, pero si te rompe el corazón.

De vez en cuando Luntz salía a fumarse un cigarrillo bajo las estrellas. El resto del tiempo se lo pasaba junto a la tragaperras, rascando boletos de lotería instantánea, frotando uno por uno los números de un montón de boletos de una pulgada de grosor y tirando los que no llevaban premio sobre la barra, hasta acumular una buena pila. Se gastó ochenta pavos y recuperó sesenta y cinco.

A la una de la mañana la mujer ya había vaciado el local y se dedicaba simplemente a beber y farfullar por el micrófono mientras la camarera de las mesas charlaba con la de la barra.

—Creo —dijo la mujer por el micrófono, con abundante reverberación— que ese de ahí es Frankie Franklin. Está amontonando los boletos de rascar.

Él extendió un brazo en alto y levantó un pulgar en señal de aprobación. —¿Qué está a punto de hacer Frankie con los boletos de rascar? ¿Se va a montar una pequeña hoguera?

Ella empezó a pulsar los botones de la máquina y al cabo de treinta segundos de música se lanzó a cantar el estribillo: «Come on baby light my fiyer! Come on baby light my fiyer!». Dejó de cantar y la mirada se le desvió hacia abajo y luego hacia un lado, y por fin sonrió a cuento de nada.

Luntz fue hasta allí.

—¿Te puedo pedir un favor? Necesito que me lleves en coche.

—Ah, ¿sí?

—Pues sí. De verdad.

—¿Dónde está el Cadillac de Frankie?

—Ah. El Caddy. Sí.

—Te vi junto al río, Frankie. ¿Te acuerdas?

—No se me olvidaría haberte visto.

—¿El Caddy también terminó en el río?

—Me lo habían prestado. ¿Qué te parece llevarme a mí motel?

—Llama a un taxi.

—Estaba pensando que tú serías más rápida.

—¿Qué motel?

—El Motel Troncolandia que hay ahí delante.

—¿El del otro lado del aparcamiento? Muy gracioso.

—Yo también soy ingenioso, como tú.

—El Motel Troncolandia. ¿Y la madera no apesta cuando se moja? —Entonces, ¿me llevas o no?

—No hago de taxista. Eh, Frankie. Déjame que te invite a una ronda. ¿Qué estás bebiendo?

—Una Coca-Cola light.

—¿No bebes?

Él hizo una pausa bastante larga antes de contestar.

—Me dedico al juego —dijo.

—¿Y cómo te ganas la vida? Si no es indiscreción. ¿A qué te dedicas? —Al juego. Y al juego.

—¿Qué sentido hay en el juego?

—No sabía yo que tuviera que haber un sentido.

—Esto está empezando a parecer una de esas conversaciones desastrosas —dijo ella.

—Podrías pedirme una lata de cerveza, pero lo más seguro es que no me la terminara. Me coge el ardor con facilidad. Ni siquiera puedo beber café.

Ella se llevó el micrófono a su encantadora boca, le echó un vistazo a la camarera y dijo:

—Mejor me traes un café a mí. Solo, por favor.

De cerca, bajo aquella luz sombría, él no podía distinguir si ella era mexicana o hawaiana, o bien alguna clase de mestiza semifilipina.

—¿De dónde eres originalmente?

—De la rese.

—¿La qué?

—La reserva.

—¿Cómo?

—Sí.

La camarera le trajo un vasito de plástico y ella se tiró la mitad del café por la blusa pero no se inmutó.

—Total, si no me hace falta café. Últimamente no duermo nada.

—¿Tú tampoco? Ni yo.

—Me he pasado dos días sin dormir y luego me he echado una siesta.

—¿Dos días? ¿Por qué?

—Porque no tenía cama, Frankie. ¿Y tú qué? ¿Tú por qué no puedes dormir?

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