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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (2 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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Durante muchos años, Johnson fue un escritor de culto mayor (lo que no impidió que su pasaje de la poesía a la prosa, con Ángeles derrotados, fuese alabado en su momento por prestigiosos como John Le Carré, Richard Ford, el ya mencionado Robert Stone y Philip Roth, quien la consideró «una pequeña obra maestra») hasta que Hijo de Jesús (colección de novela-en-relatos entendida como uno de los libros clave de la literatura norteamericana de finales del siglo XX) inició su ascenso hasta las alturas de un canon donde habita sin hacer mucho ruido ni mostrándose demasiado.
[10]

Poco se sabe de él: que nació por casualidad en Munich en 1949; que ha tenido un pasado más o menos drogadicto y delictivo;
[11]
que pasó por el Iowa Writer's Workshop; que tuvo de maestro a —y fue bendecido por— Raymond Carver;
[12]
que sus influencias incluyen a «Dr. Seuss, Dylan Thomas, Walt Whitman, los solos de guitarra de Eric Clapton y de Jimi Hendrix y T. S. Eliot», que «otras influencias vienen y van pero los nombres anteriores fueron los primeros y siguen siempre ahí y tienen algo para decir en cada línea que escribo» y que «no me gusta William Faulkner y siempre he pensado que Wallace Stevens escribe como la fotografía de una persona y no una persona, pero ambos han tenido su efecto en mí»; que lee poco en público; que no suele firmar ejemplares de sus libros; que le interesa el teatro como medio de expresión y vehículo para sus ideas;
[13]
que ha colaborado en guiones de cine y letras de canciones; que vive con su familia —tercera esposa e hijos a los que educó en casa por no creer en los programas de colegios y afines— en una granja de Idaho apartada de la carretera principal; y que de tanto en tanto suele salir volando a reportar desde territorios peligrosos,
[14]
tan peligrosos como los lugares en los que suelen transcurrir sus historias.

••• Siete.-
Y, aquí y allá y en todas partes, la música inconfundible de uno de los grandes estilistas en inglés y en activo.

El título
Que nadie se mueva
—páginas absoluta, total, completa y peligrosamente movedizas— sale, lo aclara Johnson en la novela, de aquel hit de aquel DJ y músico albino y jamaicano de nombre Yellowman. En un momento, Jimmy Luntz lo escucha en la radio: «Nobody move / Nobody get hurt».

«
Que nadie se mueva
y nadie saldrá herido» son, está claro, las palabras típicas con las que un típico ladrón abre la melodía de un asalto.

Así funciona lo que aquí empieza, están advertidos.

Todos quietos, las manos arriba, sosteniendo este libro, abierto, y —si saben lo que les conviene, y van a saberlo en unas pocos líneas— no cerrarlo hasta alcanzada la última página y el último big bang-bang y las últimas palabras en las que el agua tan fría sigue con lo suyo, desde el principio de los tiempos, como si nada hubiera pasado y nada fuera a pasar, mientras se nada o se flota o te hundes hasta el fondo para ya no salir a la superficie o quizá, simplemente, intentas sacudirte un poco de la mugre y bastante de la sangre que llevas encima.

La muerte es un río que fluye.

Y dos palabras más:
THE END.

Primera parte

Jimmy Luntz no había estado nunca en la guerra, pero la sensación era la misma, de eso estaba seguro: dieciocho tipos en una sala y Rob, el director, mandándolos a la batalla; dieciocho hombres codo con codo, movilizándose a las órdenes de su líder para hacer lo que habían estado ensayando día y noche. Esperando en silencio y a oscuras detrás del pesado telón mientras al otro lado el presentador contaba un chiste viejo y luego decía: «¡EL CORO MASCULINO DE LOS VAGABUNDOS DE ALHAMBRA, CALIFORNIA!», y ellos aparecían sonrientes bajo los focos y cantaban sus dos temas.

Luntz era uno de los cuatro solistas. Le pareció que «Firefly» les salía bastante bien. Las vocales les quedaron bien sincronizadas, no se complicaron la vida con las consonantes y Luntz sabía que él por lo menos había estado radiante y sonriente, gesticulando sin parar. En «If We Can't Be the Same Old Sweethearts» ya se entonaron del todo. Uniformidad, resonancia, expresión de dramatismo, todo lo que Rob les había pedido siempre. Nunca lo habían hecho tan bien. Poner la cara adecuada, bajar las escaleras y entrar en el sótano del centro de convenciones, donde volvieron a formar filas, esta vez a fin de posar para las fotos de recuerdo.

—Aunque quedemos los últimos de veinte —les dijo Rob después, mientras se quitaban los trajes, los esmóquines blancos y los chalecos a cuadros y las pajaritas a cuadros—, en realidad estaremos quedando en el puesto veinte de cien, ¿verdad? Porque acordaos, muchachos, en este concurso intentaron entrar cien conjuntos y solo hay veinte que hayan llegado a Bakersfield. No lo olvidéis. Se presentaron cien, no veinte. Acordaos, ¿vale?

Daba un poco la impresión de que a Rob no le parecía que lo hubieran hecho demasiado bien.

Casi mediodía. Luntz no se molestó en ponerse la ropa de calle. Agarró su bolsa de deporte, prometió reunirse con los demás en el Best Value Inn y subió la escalera a toda prisa, aún vestido con el uniforme. Tenía el gusanillo de hacer una apuesta. Se sentía afortunado. Tenía un tarjetón de Santa Anita doblado en el bolsillo de su esmoquin blanco resplandeciente. Empezaban a correr a las doce y media. Debía encontrar una cabina de teléfono y cantarle los números a alguien.

Mientras salía por el vestíbulo vio que ya habían colgado las puntuaciones. Los Vagabundos de Alhambra habían quedado en el puesto diecisiete de veinte. Pero bueno, en realidad eran el diecisiete de cien, ¿no?

Muy bien, no pasaba nada. Habían pringado. Pero Luntz seguía teniendo la misma sensación de suerte. Un afeitado, un corte de pelo y un esmoquin. Aquello era prácticamente Montecarlo.

Salió por las puertas enormes de cristal y se encontró al viejo Gambol plantado delante mismo de la entrada. Registrando quién entraba y quién salía. Un hombre alto y tristón con pantalones de esport y zapatos caros, cazadora de pelo de camello y uno de esos sombreros de paja blancos que llevan los golfistas de la tercera edad. Y una cabeza muy grande.

—Mira por dónde —dijo Gambol—. O sea que cantas en un coro masculino.

—¿Y tú qué haces aquí?

—He venido a verte.

—No, en serio.

—De verdad. Créetelo.

—¿Hasta Bakersfield?

La sensación de suerte. No era la primera vez que lo defraudaba.

—Tengo el coche aparcado ahí —dijo Gambol.

Gambol conducía un Cadillac Brougham de color cobrizo con asientos de cuero blanco y suave.

—Hay un botón en el lado del asiento —dijo—, para ajustarlo como quieras.

—Van a notar que no estoy —dijo Luntz—. Me llevan en coche de vuelta a Los Ángeles. Está todo organizado.

—Llama a alguien.

—Muy bien. Tú encuentra una cabina y mientras yo salgo un momento.

Gambol le dio un teléfono móvil.

—Nadie va a salir a ninguna parte.

Luntz se palpó los bolsillos, encontró su cuaderno, se lo puso sobre la rodilla y empezó a pulsar botones con el pulgar. Le saltó el buzón de voz de Rob y dijo:

—Eh, yo ya estoy listo para irme. He encontrado a alguien que me lleva a Alhambra. —Pensó un segundo—. Soy Jimmy. —¿Qué más?—. Luntz. —¿Qué más? Nada—. Buen trabajo. Te veo el martes. El ensayo es el martes, ¿verdad? Sí. El martes.

Devolvió el teléfono y Gambol se lo metió en el bolsillo de su elegante cazadora italiana.

—¿Te importa si fumo? —dijo Luntz.

—En absoluto. Pero en tu coche. No en el mío.

Gambol conducía con una mano sobre el volante y un largo brazo extendido hacia el asiento de atrás, donde estaba registrando la bolsa de deporte de Luntz.

—¿Esto qué es?

—Protección.

—¿De qué? ¿De los osos pardos? —Pasó la mano por encima del regazo de Luntz y metió el arma dentro de la guantera—. Vaya pedazo de pistolón.

Luntz abrió la guantera.

—Cierra eso, maldita sea.

Luntz lo cerró.

—¿Quieres protección? Paga tus deudas. Es la mejor protección que hay.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo Luntz—. ¿Y puedo hablarte de un tío que tengo? He quedado en verlo esta tarde.

—Un tío rico.

—Pues se da el caso de que sí. Acaba de trasladarse aquí desde la costa. Ha ganado un pastón con el negocio de las basuras. El tío se compra un Mercedes nuevo cada año. Se acaba de mudar a Bakersfield. La última vez que lo vi aún vivía en La Mirada. El Rey de las Basuras de La Mirada. Me dijo que siempre que necesitara dinero me pusiera en contacto con él. Almorzamos en el asador Outback de La Mirada. Caray, qué calidad. Filetes de primera tan gruesos como tu brazo. ¿Has comido alguna vez en el Outback?

—Hace tiempo que no.

—Pues bueno, en otras palabras, déjame que le haga una llamada antes de que nos alejemos de la ciudad.

—En otras palabras, que no tienes para efectuar un pago.

—Sí, sin duda, sí —dijo Luntz—. Puedo pagar. Tú déjame usar tu teléfono y haré mi magia.

Gambol hizo como que no lo había oído.

—Venga, hombre. El tío conduce un Mercedes. Déjame ir a verlo.

—Menuda puta trola, lo de tu tío.

—Muy bien. Es el tío de Shelly. Pero existe de verdad.

—¿Existe Shelly?

—Es… Sí. ¿Shelly? Pero si yo vivía con ella.

—El tío de una guarra con la que vivías.

—Dame una oportunidad, amigo. Una oportunidad para que haga mi magia.

—Ya lo estás haciendo. Y no te está saliendo.

—Escucha, tío, escucha —dijo Luntz—. Llamemos a Juárez. Déjame hablar con él en persona.

—A Juárez no le gusta hablar.

—Venga ya. ¿Es que no nos conocemos? ¿Qué problema hay?

—Mi hermano se acaba de morir —dijo Gambol.

—¿Cómo?

—Se murió hace exactamente una semana.

Luntz no sabía nada de ningún hermano. ¿Cómo puedes razonar con alguien que deja caer algo así en la conversación?

Estaban yendo hacia el norte. Bakersfield apestaba a petróleo y a gas natural. En los lugares más inverosímiles, en medio de un centro comercial o al lado de una de esas iglesias nuevas tan elegantes, todo cristal y amplias curvas, se veían torres de perforación petrolíferas con los cabezales subiendo y bajando.

—Yo venía aquí a pescar con mi hermano —dijo Gambol—. Bueno, por aquí cerca. Al río Feather.

Luntz separó las manos que tenía juntas y se las quedó mirando.

—¿Cómo?

—Una vez, para ser exactos. Fuimos a pescar una vez. Tendríamos que haberlo hecho más.

La carretera era de cuatro carriles, pero no era una interestatal. El reloj del salpicadero marcaba las cuatro en punto.

—¿Dónde estamos?

—Estamos dando una vuelta —dijo Gambol—. ¿Por qué? ¿Tienes que estar en algún sitio?

Luntz apoyó las manos en las rodillas y enderezó la espalda.

—¿Adónde vamos?

—En esta clase de viajes, no te conviene preguntar dónde vas a terminar.

Luntz cerró los ojos.

Cuando los abrió, vio un grupo de motoristas montados en Harleys que se les acercaban y pasaban a su lado a toda pastilla.

—¿Ves eso? —dijo Gambol—. La mitad de esos moteros tenían matrículas de Oregon. Creo que hay una convención en Oakland o algún sitio parecido. ¿Sabes qué? Yo nunca he ido en moto.

—Mierda —dijo Luntz.

—¿Qué?

—Nada. Esos moteros. Mierda —dijo—. El río Feather. ¿Hay una taberna del río Feather o algo parecido?

—El río ni siquiera está por aquí. Está más al norte. ¿Sabes qué? Nunca me harás subirme a una Harley.

—¿No?

—Con o sin casco. ¿De qué te sirve el casco?

—El río Feather de los cojones.

En la cabina telefónica, Jimmy Luntz marcó un nueve y un uno y se detuvo. No oía el tono de llamada. Todavía le pitaban los oídos. Aquel viejo revólver Colt pegaba unos estampidos que te dejaban atontado.

Dejó caer el auricular y lo dejó allí colgando unos segundos. Negó con la cabeza y se secó las manos en la pernera de los pantalones. Volvió a pulsar el uno y se llevó el auricular a la oreja. Una mujer dijo:

—Departamento del sheriff de Palo County. ¿Qué emergencia tiene?

—Un tipo. Hay un tipo —dijo—. Le han pegado un tiro.

—¿Cómo se llama usted y dónde está, señor?

—Bueno, estamos en un área de servicio al norte del Tastee-Freez de la carretera 70, pasado Ortonville. Bastante pasado Ortonville.

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