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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (3 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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—Señor, ¿quiere usted decir Oroville?

—Eso mismo —dijo.

Buscó un cigarrillo con la mano que tenía libre.

—¿Ve usted un mojón que marque la milla, señor?

—No. Hay pinos muy grandes en el arcén. Por aquí detrás.

—El área de servicio que hayal norte del Tastee-Freez y al norte de Oroville. ¿Puede decirme en qué estado se encuentra la víctima?

—Tiene un disparo en la pierna —dijo Luntz—. ¿Cómo se hace un torniquete?

—Aplique presión directa sobre la herida. ¿Se encuentra consciente?

—Está bien, encanto. Pero no para de sangrar.

—Aplique presión. Ponga un paño limpio sobre la herida y apriete fuerte con la palma de la mano.

—Lo voy a hacer, vale, pero, o sea… ¿podéis venir bastante deprisa?

Ella se puso a hablar otra vez y él colgó.

Encontró su encendedor y se encendió el Camel. Dio varias caladas largas y lo tiró a un lado.

Cruzó el área de servicio bajo los árboles de hoja perenne hasta el sitio donde Gambol estaba sentado con la espalda apoyada en la rueda trasera izquierda de su Cadillac, con la cara muy pálida. Era enorme. Se había quitado el sombrero blanco de golfista. Menuda cabeza. Un cabezón tremendo. Tenía toda la pernera derecha de los pantalones empapada de sangre negra. El sombrero blanco estaba en el suelo a su lado.

Luntz se agachó doblando la cintura y le desabrochó el cinturón a Gambol, que abrió sus ojos grandes y de aspecto extraño.

—Necesito tu cinturón para hacerte un torniquete —dijo Luntz.

Metió el pie entre las piernas enormes del tipo y le fue sacando el cinturón por las trabillas de su gruesa cintura.

—Escucha, hermano —le dijo a Gambol—. Espero que lo entiendas.

Gambol respiró hondo un par de veces pero no pareció capaz de hablar.

—¿Se suponía que tenía que quedarme tranquilamente esperando a que me rompieras un brazo? —dijo Luntz—. ¿Cuándo fue la última vez que te rompiste un hueso?

Gambol estaba resoplando. Buscó a tientas el sombrero que tenía al lado, se lo llevó al pecho y se lo aguantó allí.

—Pues mira por dónde —consiguió decir—.Ahora mismo tengo el fémur roto.

—Ya he llamado al 911, o sea que espera.

Con una energía sorprendente, Gambol tiró lejos su sombrero. El viento lo atrapó y se lo llevó volando una docena de metros hasta meterlo entre los árboles. Luego pareció que se quedaba inconsciente.

Luntz dejó caer el cinturón sobre el regazo ensangrentado de Gambol. A continuación le abrió las solapas de la cazadora de pelo de camello, buscó la billetera y se la guardó en el bolsillo.

Se dio un tirón de los pantalones, se puso en cuclillas y buscó a tientas en el sitio de debajo del coche donde había terminado el viejo pistolón; por fin lo encontró y se incorporó, sosteniéndolo con las dos manos. Puso el cañón contra la frente de Gambol y apoyó un pulgar en el percutor.

Pareció que Gambol no se daba cuenta de nada. Tenía las manos abiertas a los lados de las piernas extendidas y su vientre subía y bajaba.

Luntz levantó el pulgar del percutor, dejó escapar un suspiro y bajó el arma.

—Joder. Ponte eso en la pierna. El cinturón, tío. Despierta, tío. —A Gambol se le puso cara de niño tonto mientras agarraba un extremo del cinturón con cada mano para pasárselo por debajo de la pierna ensangrentada—. Pásalo por la hebilla, la hebilla —dijo Luntz—. Es un torniquete —dijo mientras se metía en el coche.

Se acomodó en el cuero blanco del Caddy. Hizo girar la llave. Bajó la ventanilla y levantó la voz:

—Mejor será que te muevas, Gambol, porque este Caddy está a punto de arrancar.

Puso el coche en marcha dando un tirón de la palanca de cambios, pisó el acelerador para salir del aparcamiento y al llegar a la entrada de la autopista pisó el freno con fuerza.

Vendrían del sur, imaginó, del hospital de Ortonville, Oroville o como se llamara. Giró hacia el norte.

Después de cruzarse con un coche de la patrulla de carreteras que pasó a toda pastilla en dirección contraria a la de él, con las luces girando, simplemente ya no pudo seguir conduciendo y dobló para meterse en el aparcamiento de una cafetería que había en las afueras de un pueblo.

Dejó el Caddy detrás del edificio y se secó la cara con la manga. Tenía la camisa y el chaleco empapados de sudor. Tocó los controles del aire acondicionado suavemente, como un tonto, pero no consiguió entenderlos. Salió del coche, se quitó la chaqueta, la pajarita y el chaleco y se quedó en medio de la brisa; a continuación agarró la portezuela, se dobló por la mitad y vomitó un líquido verde y amargo entre sus zapatos negros.

En el lavabo de hombres Luntz se pasó un minuto plantado frente al urinario pero no consiguió que le saliera nada. Tiró de la cadena de todas maneras. Puso las manos sobre el lavabo, inclinó la cabeza y se dedicó a inspirar y expirar varias veces antes de levantar la vista hacia el espejo.

Sobre las once de la mañana, Anita Desilvera se fue al cine con un botellín de vodka Popov dentro del bolso. Mientras se acercaba al edificio acertó a ver el póster de aquella epopeya: El último campeón verdadero.

Pagó una entrada al tipo con cara de palo que estaba en la taquilla y entró. Compró una limonada grande de color rosa y vació la mitad en la fuente que había de camino al auditorio con un traqueteo de cubitos de hielo. Recorrió el pasillo a oscuras hasta llegar a las filas delanteras. Se sentó sin quitarse el abrigo, agachó la cara para apoyada varios segundos en el asiento de delante y al final la levantó, llorosa.

Abrió la botella, vertió el vodka dentro de su refresco y cuando estuvo vacía la empujó con el pie hasta dejarla debajo del asiento contiguo.

Resultó que la película trataba de boxeadores. Los gigantescos guantes de boxeo arrancaban grandes pegotes de sudor de las frentes y los carrillos mostrados en primerísimo plano. Un hombre que estaba sentado solo dos filas por delante de ella se dedicaba a dar sacudidas y gruñir mientras seguía la acción: «¡Ju! ¡Ja! ¡Jo!».

Mientras los hombres de la pantalla se hacían papilla las caras, ella permaneció sentada a oscuras y se puso un treinta por ciento borracha y encontró un pañuelo en el bolsillo de su abrigo y sepultó la cara en el mismo y lloró con un abandono todavía mayor. La verdad era que la esposa del fiscal del condado de Palo no tenía otro lugar donde darse a la bebida y llorar. Ni siquiera tenía llave de su casa. Se lo habían quitado todo menos el coche.

Cuando su reloj de pulsera le dijo que faltaban diez minutos para el mediodía, ella se fue al lavabo, se arregló la cara, se pasó un cepillo por el pelo y salió a la calle bañada en luz.

El Packard Room estaba a dos manzanas del cine. Ella caminó deprisa y respirando hondo. Frente a la entrada se alisó la falda gris, se arregló el abrigo y, mientras se adentraba en la fresca luz del salón restaurante del invernadero, puso la espalda muy recta y se aseguró de sonreír con toda la cara.

Hank Desilvera estaba sentado en el rincón, con pinta de ricacho. Le devolvió la sonrisa como si fuera un sultán de cuento mientras se agachaba para sacar los documentos de su maletín.

Cuando ella terminó de colocar su abrigo sobre el respaldo de la silla y se sentó, ya tenía delante la comida más mezquina de su vida: la admisión de culpabilidad. La carta de dimisión. El documento de renuncia. Tres copias de cada cosa.

Ella cogió el bolígrafo y firmó. Tardó cuarenta y cinco segundos en tirar su vida entera por el retrete.

Hank se limitó a reírse y devolvió los papeles al maletín que tenía al lado de la silla. Se encogió de hombros. Se las apañó para que pareciera que todo aquello era un duro traspié para ella dentro de lo que, por lo demás, estaba claro que iba a ser una temporada gloriosa.

El tipo era capaz de joderte, tenderte una trampa y ponerte de patitas en la calle, y encima esperar que te lo estuvieras pasando bien.

—Lo otro lo tiene Tanneau —dijo.

Tanneau era el juez. Lo otro eran los papeles del divorcio.

—Hank —dijo ella—. ¿No podemos hablarlo? Lo podemos arreglar. Escucha —dijo—.Yo sé perdonar. Creo en el perdón.

Había tenido intención de aguantar durante toda la comida y mostrar un poco de estilo, pero solo habían pasado dos minutos y ya estaba mendigando.

—No todos los días salen perfectos, amorcito.

—No me vuelvas a llamar así.

—Amorcito —dijo él, ya ella la palabra le llegó al alma—. ¿Qué me dices del pollo cajún?

—¿Cómo?

—Es nuevo.

—¿Nuevo?

—Sí. Prueba el pollo cajún.

—¡Me encantaría! Pero tengo un conflicto. —Ella ya se estaba poniendo el abrigo—. ¿Me puedes mandar mis copias por correo?

—¿Adónde? —dijo él.

—¿Adónde?

—¿A qué dirección? ¿Dónde estás viviendo la vida ahora mismo?

Ella se quedó plantada mirándolo mientras los dos se daban cuenta de que ella no tenía respuesta a la pregunta.

—¿Y adónde te estás yendo ahora mismo?

—Tengo una cita con el juez.

—El juez está fuera —dijo Hank.

—Tengo una cita.

Ella agarró los papeles, se los metió de cualquier modo en el bolsillo del abrigo y se fue.

Tanneau tenía sus oficinas en un edificio reformado de ladrillo que antiguamente había sido una planta eléctrica y ahora era una fortaleza del comercio y la ley con un alquiler astronómico. Él era el propietario. A pesar de todo el vodka que se había bebido, la idea de visitarlo hizo que el corazón le fuera a cien mientras caminaba bajo el sol, sumida en el aroma de los árboles de hoja perenne, en todas aquellas atmósferas que camuflaban el hedor. Subiría la escalera, se anunciaría, alguien la acompañaría al interior del aura de grandeza del juez y este esperaría cortésmente de pie a que ella se sentara frente a él a su mesa. Él se acomodaría en su asiento, juntaría las manos, se inclinaría hacia ella y se la quedaría mirando con una vaga expresión de confusión y de pena, como si no pudiera entender para qué había ido a verle aquella mujer. Tenía aspecto de predicador televisivo, con aquel peinado blanco y voluminoso, sentimental y telegénico. Solo podía haber sido cuestión de tiempo que él y Hank Desilvera tuvieran un roce y se prendieran fuego y empezaran a quemar a cualquiera lo bastante tonto como para acercarse a cualquiera de ellos. Y ella se había acercado a los dos: secretaria del juez y esposa del fiscal del condado.

Cuando llegó al despacho de Tanneau, la nueva secretaria le informó de que no estaba.

—Lo siento. ¿Tenía usted cita?

—A él le hacía falta mi firma.

Pero su nueva secretaria, la sustituta de Anita, una mujer de mediana edad que llevaba un vestido de color castaño, no encontró nada en el archivo que hiciera referencia a Anita Desilvera.

—Desilver-a. Por el amor de Dios. La mujer de Henry Desilvera… El acuerdo de divorcio…

—Oh, cielos. Sí —dijo su sustituta.

La mujer encontró las copias en su bandeja de entrada. Anita firmó las tres y se quedó una.

—Permíteme.

Dejó dos copias en la bandeja que ponía SALIDA. Al cabo de seis meses todo habría acabado. En una sola mañana, mediante un puñado de documentos y un poco de tinta, ella había logrado convertirse en una vagabunda, una delincuente y una futura mujer divorciada.

Se dio la vuelta y aporreó tres veces la puerta del juez con la palma de la mano.

—Sabes perfectamente que estoy aquí fuera.

Su sustituta ahogó una exclamación.

—Ya se lo he dicho… el juez no está.

Anita apoyó las palmas de las manos en la puerta. Pegó la mejilla a la madera.

—OCHOCIENTOS PAVOS AL MES. PARA SIEMPRE.

Su sustituta cogió el teléfono.

—Si tengo que pasarme el resto de la vida pagando la indemnización, ¿sabes qué? Me vas a oír gritar bastante.

—Pues grite fuera. El juez no está. Está en el hospital.

—¿En serio?

—Fue el viernes a hacerse una biopsia y lo han llevado directamente a cirugía.

—Espero que se muera.

—Está usted borracha.

—Todavía no. Pero me gusta cómo razonas.

Gambol se permitió descansar un minuto tumbado de espaldas en el asfalto, midiendo ese intervalo con su reloj de pulsera; a continuación rodó hasta ponerse boca abajo y apoyó las palmas de las manos sobre el pavimento a ambos lados de los hombros. Descansó treinta segundos antes de levantar el cuerpo lo bastante para gatear sobre dos brazos y una pierna, con la cabeza colgando, respirando de forma entrecortada y arrastrando su pierna herida hacia el resguardo de los pinos.

Apoyado en el tronco de un árbol, descansó dos minutos. Cuando abrió los ojos, las ramas que tenía encima de la cabeza parecían estar escapando hacia el cielo.

Cogió su teléfono móvil y pulsó la tecla de marcación rápida del número de Juárez.

—Qué pasa, señor Gambolino.

—Necesito un médico.

—Pues ve al médico.

—Necesito un médico amigo. Me han pegado un tiro, tío.

—¿Un tiro?

—Ese puto Jimmy Luntz.

—¿Cómo?

—Jimmy Luntz me ha pegado un tiro.

—¿Qué?

—Necesito un médico. Y también un coche. Necesito que venga a buscarme. Y que me saque de aquí.

—¿Estás malherido? ¿No puedes conducir?

—El cabrón se me ha llevado el coche.

—¿Cómo?

—Déjate de «cómo», joder. Me ha pegado un tiro en la pierna. En el muslo derecho. Creo que me ha atravesado el hueso.

—¿En el muslo?

—He salido a abrir el maletero y él… pum, tío.

—¿Dónde estás?

—Madre mía.

—Gambol, presta atención. ¿Dónde estás?

—Cerca de Oroville.

—¿Dónde está Ortonville? ¿Estás en el condado de San Diego o algo así?

—Ortonville no, tío. Oroville. Está en la carretera 70. En el culo del mundo, pasado Sacramento y todo eso.

—¿En qué dirección desde Oroville? ¿Este, oeste o qué?

—Creo que norte.

—Norte. ¿Cerca de Madrona? Tengo un amigo en Madrona.

—Sácame de aquí, joder.

—Estoy en ello. ¿Dónde te ha disparado?

—En el muslo. Ya te lo he dicho.

—¿Luntz?

—Luntz.

—¿Jimmy Luntz? Oh, mierda. Oh, mierda. Va a morir. Te lo prometo.

—No lo dudes, joder.

—Tómatelo como una promesa y un regalo. Es hombre muerto.

Gambol cerró el teléfono y se lo dejó caer en el bolsillo de la pechera. Hizo una pausa de medio minuto antes de realizar el esfuerzo de atarse el cinturón bien fuerte alrededor del muslo. No notaba nada en la pierna y tenía frío.

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