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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (8 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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—¿Eso no te interesa?

—Eres interesante de todas las maneras posibles.

El Jimmy aquel era el típico merodeador de estación de autobuses, pero era bastante amable. Insistió en darle dos billetes de cien antes de salir del vestíbulo.

—Ahora estás conmigo.

—Eso no está decidido.

—Cuando digo «ahora» quiero decir ahora mismo: en este momento. Solo por eso ya te tocan doscientos.

Él la llevó al JCPenney, donde cargó con una pila de artículos sin marca, acto seguido se metió en el vestuario con sus flamantes pantalones negros y el esmoquin blanco puestos y salió llevando unos chinos de color caqui y una camisa de franela a cuadros.

—¿Dónde está tu elegante atuendo?

—Ahí dentro, en el suelo. Se me ha caído como si fuera piel quemada por el sol.

—Eres rápido.

—Últimamente la vida es rápida.

Ella eligió un traje pantalón de JCPenney, una blusa de JCPenney, una falda de JCPenney y la mejor ropa interior que tenían, que no era gran cosa. Mientras Jimmy la esperaba, ella se quedó un momento sentada desnuda en el vestuario, con aquellas nuevas humillaciones a los pies y el corazón lleno de rabia. JCPenney.

Por fin se puso el traje pantalón, que era de raya fina gris, y se aseguró de tener la espalda bien recta y la sonrisa en la cara antes de apartar de golpe la cortina.

—¿Es mi talla? —dijo.

Él se la quedó mirando, sacó su paquete de Camel, se puso un cigarrillo entre los labios, se acordó de dónde estaba y tiró el cigarrillo dentro de su bolsa de la compra.

—Es tu talla.

—Qué amable —dijo ella, y lo decía más o menos en serio. Aunque no era un cumplido—. No tienes casa, ¿verdad?

—Tengo casa. Lo que pasa es que no pienso volver a ella.

—Así que todas tus posesiones están en esa bolsa de la compra.

—Todas las que necesito.

—Y en el macuto ese de lona blanco, ¿qué llevas?

—Todo lo demás que necesito.

—Yo sé lo que llevas. Una escopeta recortada.

Él no pareció sorprendido en absoluto.

—No es una recortada. Es una escopeta con empuñadura de pistola. Y no es mía.

—Eché un vistazo al macuto mientras estabas en la ducha.

—Cerraste muy bien la cremallera —dijo él—. Felicidades.

Jimmy Luntz conducía el Caddy hacia el norte. Miraba el indicador y se mantenía por debajo del límite de velocidad. Estaban cruzando otra vez la luminosa campiña. Había viñedos aquí y allá, viñedos a montones. O bien eran viñedos o bien huertos con árboles muy pequeños.

Él le preguntó si eran viñedos.

—¿A ti qué te importa? ¿Qué eres, un alcohólico?

Anita se estaba bebiendo un Sprite extra grande en vaso para llevar, adulterándolo con vodka.

Huertos. Un tenderete que había en el arcén vendía peras japonesas y anunciaba PERAS JAPONESIAS. Luego el terreno se elevó y la carretera empezó a serpentear. Perdieron la emisora de jazz. Él encontró otra que solo ponía rock clásico. Curvas cerradas, pinos altos y rock clásico.

—¿Ese es el río Feather?

A modo de respuesta, ella dio un trago y tosió.

—Aquí hay árboles para dar y vender —dijo él.

—Es por eso por lo que lo llaman bosque. Espero que no nos estemos yendo de acampada.

—Pues como no encontremos este sitio antes de que se haga de noche, me temo que sí.

—Oye, Jimmy, ¿quién es ese tipo?

—Lo conocí en Alhambra.

—¿Eso es una cárcel?

—Es una ciudad que está a unos cientos de kilómetros de aquí. En tu estado. California.

Ella pulsó el botón que bajaba su ventanilla y el viento se puso a aporrear el interior del coche mientras ella tiraba su botella vacía y escuchaba el ruido débil y musical que hacía al hacerse añicos por detrás de ellos.

—Eres simpática cuando estás sobria —dijo él.

—¿Me has visto alguna vez sobria?

—Por un momento me ha parecido que sí.

Ella reclinó la nuca en el reposacabezas y cerró los ojos. Luntz apagó la radio y continuó mirando a derecha e izquierda, buscando un edificio, una señal, lo que fuera.

Al cabo de un rato ella abrió los ojos.

—¿Qué plan hay?

—De momento el plan es que no puedo volver atrás y tampoco me puedo quedar aquí. El plan de momento es ese.

—Tú ya me entiendes. ¿Qué plan hay?

Luntz evitó responder durante veinte segundos, encendiendo un cigarrillo. Dejó el encendedor en el salpicadero, entre ambos.

—Creo que si lo que quieres es un pistolero, vas a tener que buscarte a otro.

—Pero tú dijiste que habías disparado a Gambol.

—Solo en la pierna. Le tendría que haber pegado dos tiros más en la cabeza, aunque fuera por seguir las normas. Pero me dio lástima. No te conviene un tipo que siente lástima.

—Me gustaría saber qué plan hay.

—Todavía no te he dicho que sí. Sentémonos con papel y lápiz y apuntemos los pros y los contras.

—Genial.

—No, todavía no digas genial. Di genial cuando yo te diga que sí.

—Solo confío en haber elegido al tipo correcto. —Como Luntz no dijo nada, añadió—: No te ofendas.

—No me ofendo. Simplemente creo que es una chorrada por tu parte fingir que has podido elegir.

La mujer era del tipo que llaman una rubia fornida, llevaba vaqueros y una sudadera y unas zapatillas muy grandes de peluche rosa. Fumaba cigarrillos y veía programas de crímenes y de jueces falsos en la tele mientras Gambol dormitaba y veía dibujos animados en su cabeza. Ella se reía un montón viendo aquellos programas y cada vez que se reía lo despertaba y él se quedaba mirándola.

—¿Dónde está la veterinaria?

—¿Veterinaria?

—Juárez dijo que conocía a una veterinaria que me curaría.

—Una veterinaria, ¿eh? Supongo que soy yo.

—¿Qué clase de animales? ¿Grandes? ¿Como ganado? ¿O pequeños, como mascotas?

Ella se rió, dio un trago de su copa —alcohol de alguna clase—, a continuación la dejó y encendió un cigarrillo.

—Te dijo una veterana. Fui enfermera del ejército veintiún años, tres meses y seis días. Traté muchos traumatismos de combate. —Expulsó el humo hacia arriba para no soltárselo en la cara—. Te dijo veterana. No veterinaria.

—¿Cómo te llamas, señorita?

—Mary. ¿Y tú?

—Vete a la mierda.

—Eso pensaba yo.

Él se quedó adormilado y le pegó cuatro tiros a Luntz en la entrepierna, esperó mientras sufría y luego le metió dos balas en la cabeza.

Bajo la última luz de la tarde aparcaron el Caddy y salieron. Detrás del restaurante, el terreno descendía hacia una diminuta aldea de chabolas que había junto al río: media docena de caravanas, camionetas y un par de motos. Anita le preguntó si aquello era alguna clase de escondrijo para bandas y él le contestó que era la Feather River Tavern, simplemente.

Entraron en un comedor grande que tenía el suelo destartalado, mesas de segunda mano y vistas a los álamos de Virginia que dejaban caer sus penachos de semillas sobre el río al anochecer y sobre las caravanas.

Jimmy le echó un vistazo al hombre que había detrás de la barra y dijo:

—Uau. —Y ocupó una mesa de espaldas a la barra—. Siéntate ahí —le dijo a Anita.

Ella se sentó delante de él.

—¿Es ese?

—No es el que busco. —Jimmy se sentó frotándose las yemas—. ¿Está mirando?

—No.

Jimmy le echó otro vistazo rápido al hombre por encima del hombro y dijo:

—Muy bien, me voy al meadero. Dile que quieres vender una Harley. Como si tuviéramos una moto para vender. No menciones ningún nombre.

—Viene para aquí.

Jimmy se puso de pie.

—Pídeme una Coca-Cola, ¿vale?

Le tocó el brazo con dos dedos mientras pasaba al lado de ella. El otro hombre se acercó. Era un tipo encorvado y huesudo, y las rodillas de los vaqueros se le frotaban entre sí al andar.

—Tenemos plato del día. Trucha.

Llevaba una cinta roja alrededor de un pelo gris y ralo con un corte hortera.

—Un par de Coca-Colas nada más, por favor.

El tipo abrió un par de latas detrás de la barra y las sirvió en sendos vasos con hielo, sin dejar de mirarla todo el tiempo con algo que no era un hambre masculina. Era algo parecido a la envidia. Después de que ella llegara a la pubertad, su madre la había mirado así.

El tipo le llevó las Coca-Colas y las dejó en la mesa, cada una con su servilleta de cóctel. Tenía los dedos largos, y las uñas también. En el anular de la mano izquierda llevaba una turquesa de gran tamaño.

—Tengo una Harley que me estoy planteando vender —dijo Anita—. ¿Conoce a alguien que pueda indicarme adónde ir?

—Atrás está John. Él es el indicado.

Ella le dio un sorbo a la Coca-Cola y deseó tener vodka. Jimmy volvió del lavabo, sonándose la nariz con una toallita de papel para esconderse la cara, y se volvió a sentar delante de Anita.

—¿Qué te ha dicho?

—Dice que en la parte de atrás está John.

—Ese es el que yo busco.

Jimmy dejó un billete de cinco en la mesa, a continuación abandonaron sus Coca-Colas y sus servilletas de cóctel y salieron por la puerta principal para dar la vuelta al edificio. Jimmy bajó la pendiente. Ella se quitó los zapatos de tacón alto y lo siguió, pisando con las puntas de los pies y llevando los zapatos de salón colgados de los dedos de ambas manos.

Al lado de una caravana de aluminio encontraron a un motero barbudo vestido con un mono de tela vaquera y sentado en una hamaca de jardín, manoseando una guitarra vieja, con el instrumento tendido en el regazo y la cabeza echada hacia delante. No levantó la vista de lo que estaba haciendo, pero dijo:

—Está oscureciendo demasiado para ver esta mierda.

—Pero ¿tú sabes tocar de verdad eso, Jota? No lo sabía.

—Primero tengo que poner las cuerdas.

Jimmy no dijo nada más. El hombre levantó la cabeza. Colocó las manos extendidas sobre la guitarra.

—Creo que lo que me dan ganas de decir ahora es: «¿Qué significa esto?».

Jimmy se sacó un pañuelo blanco del bolsillo de atrás, lo extendió sobre el escalón de la caravana, se sentó y dijo:

—Primero de todo.

El motero le echó un vistazo a Anita, después se volvió hacia Jimmy y no dijo nada.

—No voy a delatar a nadie, eso es lo primero —dijo Jimmy—. Todos los secretos permanecen completamente en secreto.

—Por ahora todo bien.

—Esta es Anita. Este es mi amigo John Capra. Lo llamamos Jota.

El hombre se levantó a medias y le dijo a Anita:

—¿Quiere sentarse? —Ella negó con la cabeza. Él se volvió a sentar y sostuvo la guitarra delicadamente sobre el regazo—. La vida te da sorpresas.

—¿Te fijaste en que Santa Claus pasó por aquí una vez la primavera pasada? Ese tipo al que llamamos Santa Claus…

—El de la barba blanca.

—Trabaja todas las navidades en un centro comercial.

—Yo lo vi —dijo Capra—. Pero creo que él no me vio a mí.

—Sí que te vio.

—Salúdalo de mi parte la próxima vez.

—No —dijo Luntz—. Para mí no hay próxima vez.

Capra guardó silencio.

Jimmy apoyó los codos en las rodillas y se inclinó hacia delante.

—¿Quién es ese tío de ahí dentro, Capra? El del café. Es Sally Fuck.

—Es posible. En ese caso, se llama Sol Fuchs. Está en contra de que lo llamen Fuck. Lo que pasa es que… los apellidos, tío. —Capra pulsó una de las cuerdas, giró una llave del mástil del instrumento y la tensó hasta hacerla gemir—. Es una situación bien jodida. Estamos aquí de incógnito, ¿sabes?

—Todos lo estamos. Todos.

Anita levantó la mano y dijo:

—Anita Desilvera. Y este es mi amigo Jimmy Luntz.

Capra le estrechó la mano con gentileza y dijo:

—Muy bien. Ahora todos tenemos la polla fuera.

—Encantada y encandilada.

Capra se rió. Dejó de reírse.

—Puto Santa Claus. ¿Quién más lo sabe?

—Todo el mundo con quien habló. Nadie lo creyó.

—Tú sí.

—En realidad no. Pero estoy trastornado, o sea que lo estoy probando todo, cualquier cosa que prometa acción.

—¿Qué te hace falta, Jimmy?

—¿Te acuerdas de aquella vez en que te dejé que te quedaras conmigo y con Shelly?

—Te debo una, Jimmy. Es cierto.

—Necesitamos apalancamos un rato. Decidir hacia dónde tiramos.

Capra se enredó los dedos en la barba y se dio un tirón.

—¿Cuántos días? Confío en que sean días, tío, y no semanas.

—No lo sé.

—No importa. Te debo una. Pero el sitio no es mío, es de Sol. Lo único que puedo hacer yo es hablar con Sol.

—Hasta el miércoles que viene —dijo Anita.

—¿Y qué día es hoy?

—No lo sé.

—Sábado —dijo Jimmy.

—Probablemente hasta el miércoles sea aceptable.

Capra se puso de pie, dejó la guitarra en el asiento de su hamaca y empezó a subir la cuesta. Ya estaba oscuro.

Al pie de la escalera lateral del edificio, Jimmy esperó a que Anita se limpiara las suelas de los pies y se pusiera los zapatos y a continuación los dos subieron detrás de Capra hasta el pequeño rellano. Capra usó una llave, los hizo entrar y encendió un interruptor de pared. Una cama, una cocina y una nevera. Suelo de madera con el barniz raspado. Una sábana que hacía de cortina.

—Podéis comer en el restaurante por el precio normal o bien me hacéis una lista y yo os traeré cosas de la tienda en una caja. Como queráis. Yo le diré a Sol que acepte hasta el miércoles.

Bajo sus pies, Anita sintió el silencio gigantesco del establecimiento vacío del piso inferior.

—¿El restaurante está cerrado?

—Está abierto. Pero la mayoría de los clientes que tenemos están en Bolinas para la convención de moteros. —Capra miró a Anita de arriba abajo y pareció examinar su cara con cautela—. Y bien, ¿qué pasa el miércoles?

—El miércoles voy al tribunal.

—Sí. Ya te conozco.

—A mí no me conoce nadie.

—Tienes un poco de mala fama.

—Todo mentiras —dijo Anita.

—¡Pues vaya! —dijo Jimmy—. John Capra no se ha muerto.

—No. Mi parienta quería pensión alimenticia. Era inaceptable. Pero por una vez la perdoné. Me largué.

—Todo un caballero —dijo Anita.

—Pues lo fui, señorita. Conozco a veinte tipos que por esa mierda se la habrían llevado al desierto de Mojave y la habrían enterrado viva.

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