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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (12 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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Se sacó de los bolsillos un puñado de las tiritas de Mary. Estiró la pierna derecha por encima del asiento doble, se sentó con la espalda apoyada en la portezuela y se puso diez tiritas en la punta de los dedos, una por una.

Jimmy Luntz estaba de pie en el rellano delante mismo de la puerta abierta de par en par, terminándose un cigarrillo bajo la media luna y escuchando el susurro del río, no muy distinto a las autopistas a las que él estaba acostumbrado. El televisor, sintonizado en la MTV, iluminaba la habitación a su espalda y parecía tirar de él de modo que la habitación se tambaleaba hacia delante y hacia atrás.

Ahora, del restaurante en el piso inferior venía el rítmico retumbar del bajo. ¿Qué canción era? No lo sabía. Un simple ritmo selvático.

Luntz bajó la escalera, dio la vuelta hasta la entrada y se encontró con la silueta de Sally Fuck en la puerta del restaurante, meciéndose como un tallo de hierba, dirigiendo la música con una mano, sosteniendo un vaso grande en la otra y cantando «Red, red wine» sin parar. Señaló a Luntz:

—Venga. Haz armonías

—Véndeme unos pitillos, Sally,

—¿Qué Sally? Aquí no hay ninguna Sally.

John Capra salió por la puerta, se quedó plantado rascándose al mismo tiempo la barba y la barriga y dijo:

—Mierda.

—Huelo a comida —dijo Luntz.

—Hamburguesas de rata.

Entraron, y Luntz y Sally se sentaron a la barra. Todas las luces estaban apagadas salvo la de encima de la plancha y la de la máquina de discos que había en la otra punta.

—No sabía que esa vieja Wurlitzer funcionara —comentó Luntz.

—Hay noches en que no para. —Capra tiró dos salchichas a la parrilla al lado de otra media docena que ya se estaban friendo—. ¿Quieres tres?

—Un par nada más.

Sally estaba sentado en el taburete contiguo al de Luntz con la espalda contra la barra y las piernas estiradas y se puso a cantar un tema entero de los Rolling Stones. Por fin la canción se terminó y la máquina de discos guardó silencio. Encima de la máquina había una pieza de motor ennegrecida.

Sally se llenó el vaso de agua vacío con el vino tinto de una botella verde de dos litros y dijo:

—Jimmy, Jimmy, Jimmy. ¿Dónde tienes a tu novia?

—Se fue a los juzgados.

—¿A los juzgados nocturnos?

Luntz no dijo nada.

—Parecía que había nacido para conducir ese Cadillac. Anita, Anita, guapa y maldita. Lleva tres días fuera. ¿Tú crees que volverá?

—Intento no creer nada.

—Me temo que has perdido un Cadillac, Jimmy.

Capra dejó en la barra una cesta de patatas fritas que todavía goteaban un poco de grasa y dijo:

—Anita Desilvera es un pedazo de mujer.

—¿A que te gustaría comerle el chocho, pedazo de puta? —dijo Sally.

—¿Habéis oído un coche antes? —dijo Luntz.

—Jimmy, Jimmy, Jimmy —dijo Sally—, no va a volver. —Y se dejó caer una patata frita dentro de la boca como si fuera un gusano—. Una copa de vino para el mujeriego.

—¿Tenéis agua con gas? —dijo Luntz.

Capra fue a la nevera, le trajo una lata y se la abrió mientras la dejaba sobre la barra.

—¿Todavía tienes el estómago mal?

—Como siempre.

—Un trago de vino no te hará daño —dijo Sally, y levantó su vaso.

—No me gusta cómo me estáis mirando —dijo Luntz.

—Es solo porque te viene la luz de atrás, tío —dijo Sally.

Capra dejó bruscamente tres platos en la barra, pam, pam, pam, y dijo:

—Estás borracho de verdad.

—Esta noche está bien estar borracho, mi pequeño y melodioso tragador de lefa —dijo Sally, y se metió una salchicha en la boca.

—¿Qué más se puede hacer aquí para divertirse?

—Cuando los demás vuelvan de Bolinas —dijo Capra—, veremos un poco más de acción.

—¿Y eso cuándo es?

—Empezarán a aparecer mañana. Tenemos a media docena de personas viviendo aquí, a veces una docena.

—Moteros —dijo Sally.

—Los moteros son mi gente, Sol.

—Son como el resto de la gente de por aquí —le dijo Sally a Jimmy—.

Este sitio es el gran páramo. No hay nadie que no esté suscrito a la revista Perros y mujeres. —Volvió a mirar a Luntz con los ojos fruncidos—. Tienes pinta de no tener gran cosa por lo que vivir.

—¿Y eso qué coño quiere decir?

—Déjalo en paz, Sol. —Capra dejó de raspar la parrilla, se comió tres salchichas en noventa segundos y se puso a raspar otra vez—. ¿Todavía tocas el saxo?

—A Jimmy le encanta el saxo.

Capra detuvo sus movimientos ante la parrilla. No se dio la vuelta.

—Cállate, Sally.

—Me llamo Solomon Fuchs, cariño, y tú me puedes llamar Sol.

—La gente me dice que me parezco a Art Pepper —dijo Luntz—, pero no toco el instrumento igual de bien que él.

—¿Cómo dices?

—Nadie lo toca como Art.

—Yo no he dicho lo contrario.

—Bueno, un poco he tocado.

El interés de Sally parecía auténtico.

—¿Qué pasa con Art?

—Pues la verdad es que siempre me olvido. Art está muerto.

—Vale.

—Pero su música sigue viva. Me da igual que sea una cursilería decirlo. Es una cursilería cierta.

—Claro —dijo Sally—. ¿Y cuándo fue la última vez que tocaste de forma profesional?

—¿Yo? No lo sé. Ni siquiera tengo saxo. Estoy un poco endeudado.

—¿Cuándo fue la última vez?

—¿Que toqué de verdad? ¿Cobrando? Bueno, tocar de verdad… Pero bueno, ¿qué es todo esto? —dijo Luntz—. ¿Jugadores anónimos?

Sally se comió la mitad de su segunda salchicha, apartó a un lado el resto de su comida y dijo:

—Pues dime dos cosas que tengas por las que vivir.

—Sol —dijo Capra—. No sigas con esa mierda.

Capra se inclinó por encima de la barra, agarró a Sally de la barbilla, lo atrajo hacia su cara y le dijo:

—Para de meterte con él como una puta.

Sol se quedó mirando a Capra con una especie de odio temeroso.

—Cada vez que me subo a una moto, solo puedo pensar en correrme.

Capra abrió los dedos y soltó la barbilla de Sally.

—Se pone un poco puta. Se ha hecho la cama y ahora no le gusta.

—Estamos todos en la misma cama —dijo Sally.

—Solo estamos dos —dijo Capra.

—Jimmy, Jimmy, Jimmy. Tengo entendido que has disparado a Gambol. Capra puso las manos sobre la barra y se las quedó mirando. Sally se rió. Una risa falsa.

—Joder, Jimmy —dijo Capra.

—Son buenas estas patatas fritas —dijo Luntz.

Capra recogió los platos y se fue a limpiar la barra con un trapo. Al cabo de un rato dijo:

—Cuando apareciste del espacio exterior, pensé, lo típico… deudas chungas.

—Sí que tengo deudas chungas.

—Así que el Caddy que le has prestado a tu novia… y la escopeta… Joder. O sea que Juárez te va detrás.

—Solo quería ver si podía hacerla.

—¿Te cargaste a Gambol y le robaste sus cosas?

—Está bien. He oído que se está recuperando.

—¿No está muerto? Hostia. Eso quiere decir Juárez más Gambol. —¿Qué escopeta? —dijo Sally.

—Calla la boca dos putas segundos —dijo Capra—. Solo dos segundos, ¿vale? Tengo cosas muy serias que decir, joder. —Luntz y Sally se quedaron callados y él dijo—: Te necesito fuera de aquí mañana, Jimmy.

—Adiós, Jimmy.

—No me das mucho tiempo.

—Es lo que hay.

—Dale otro día —dijo Sally—. Dale hasta el domingo.

—Te lo agradecería —dijo Luntz.

—Domingo a mediodía. Ni un puto minuto más tarde. Te lo digo en serio. No explicaste las cosas, tío. No me di cuenta de que tu mierda apestaba tanto. —Supongo que todos apestamos bastante, ¿eh?

—¿Y eso qué quiere decir? —dijo Capra.

—Bueno, lo único que yo sabía de ti era… «río Feather».

Solo sabía que estabas escondido. No sabía que estabas metido en lo de Sally.

—¿Alguna vez hablas sin dobles sentidos? —dijo Sally.

—Muy bien, Sally —dijo Luntz—. Hora de confesarse. ¿Cuánto te llevaste de aquello? ¿No hacías de contable para el sindicato o algo parecido?

—Era encargado de información pública del Consejo de Cooperativas Agrícolas y les hice de recaudador en una sola ocasión. Una ocasión que aproveché al instante y de forma tremenda.

—¿Cuánto había en la bolsa?

—Trescientos sesenta y ocho mil. Todo fue idea de él —señalando a Capra—.Y ahora somos felices y comemos perdices. Un bar para moteros en el Himalaya.

—El lugar en sí era lo de menos —dijo Capra. Y luego se dirigió a Luntz—. Domingo.

—Trescientos sesenta y ocho… Uau. ¿Te queda algo?

—Montones —dijo Sally—. Déjame que te ponga un Jaguar.

—Mediodía —dijo Capra.

—Véndeme un poco de vodka para llevar. Y cigarrillos.

—Domingo a mediodía.

Capra apagó el extractor de humos de la parrilla y pasó por delante de las neveras de camino al almacén, sin decir nada más, y Luntz se quedó a solas con Sally Fuck, que removió el vino de su copa con una de sus largas uñas y dijo:

—Juárez siempre encuentra a quien busca. Y Gambol se come sus pelotas.

—Eso es una leyenda.

—Pronto va a ser la leyenda de Jimmy Luntz. —Sally no se estaba bebiendo su vino. Solo lo estaba removiendo y probando las gotas con la uña—. Era una hermosa doncella india. Parece una canción.

—Vete a la mierda, Sally. Necesito un paquete de Camel.

—Lo siento mucho. Estamos cerrados.

Pero Sally se levantó para surtir el pedido.

—Y una jarra de Popov.

—Sí. Y si ella vuelve, ¿qué? ¿Qué vas a hacer con ella?

—Emborracharla.

Dentro del restaurante se apagó la última lucecita. La luna había ascendido más y Gambol ya no la podía ver a través del parabrisas del coche. Eran casi las dos de la mañana y llevaba casi catorce horas sin oxicodona. Mientras el dolor le disipaba la niebla de los pensamientos, se materializó un detalle que había pasado por alto.

No poseía ninguna herramienta para forzar la puerta del restaurante. No tenía ni idea de cómo iba a franquear el umbral.

Vació la guantera. Levantó un apoyabrazos que había entre los asientos y miró dentro del compartimento. No encontró nada que le sirviera.

Se metió el arma en la pistolera, cogió el bastón y las llaves del coche, abrió la puerta, se detuvo junto al coche, sin terminar de cerrar la puerta del todo, y fue caminando hasta la parte de atrás del vehículo. La portezuela del maletero se abrió con un clic y un suspiro. La levantó un palmo y dentro se encendió una bombilla. Se inclinó para echar un vistazo al interior —una rueda de recambio, un gato y dos puntas de una cruceta de cuatro puntas para desatornillar ruedas—, y cerró presionando con las yemas de dos dedos. Una cruceta con aquella clase de puntas no le servía. Lo que necesitaba era una palanca.

Junto al coche bajo la débil luz de la luna, cerró los ojos y respiró varias veces acompasadamente, iniciando cada respiración desde el diafragma, llenando los pulmones y vaciándolos.

Y se dirigió al restaurante.

A medio camino de la entrada dio un breve rodeo para examinar la camioneta que estaba aparcada junto al edificio. La zona de carga estaba vacía y la habían barrido hacía poco. Continuó hacia el lado del conductor de la cabina, y sobre la guantera, completamente solo, vio un destornillador grande con un mango de treinta centímetros. Apoyó el bastón en el hueco de la rueda de delante y una mano ahuecada en el cristal de la ventanilla del conductor para iluminar el interior con su linterna de bolsillo. Era un viejo Ford con cerraduras de mentirijillas en forma de calaveras con puntitos de cristal rojo en los ojos. Las puertas no estaban cerradas con llave.

Tiró de la portezuela un palmo y luego otro: la luz del techo no funcionaba, pero los cojinetes de la puerta estaban gastados y soltaron un chirrido estridente al abrirse. Se detuvo para enderezar la espalda y escuchar. Nada más que el río. El restaurante seguía a oscuras. Sin mover la puerta metió el brazo dentro del coche para coger la herramienta.

Con aquel regalo envainado en el cinturón, se dirigió a la entrada del restaurante, donde apoyó el bastón junto a la puerta, abrió el cierre de la pistolera y probó el pomo. Cerrada con llave.

Ahuecó la mano para cubrir la luz y enfocó la base de la puerta y luego la parte de arriba y los bordes. El umbral estaba cubierto de avispas y moscas muertas. Las bisagras estaban por dentro y resultaban inaccesibles. El cerrojo no era de seguridad. Hizo palanca entre la cerradura y la hoja de la puerta hasta que esta cedió a un lado y el cerrojo se desencajó. Empujando suavemente con la palma de la mano, abrió la puerta del todo. Las bisagras no hicieron ruido. Recuperó el bastón y lo agarró con fuerza mientras se agachaba para dejar el destornillador en el porche.

Entró en el restaurante. El haz de luz de su linterna de bolsillo hizo aparecer mesas y sillas, y él avanzó despacio entre ellas, dirigiéndose más o menos a la derecha y hacia el fondo, donde debía de estar la escalera. Cuando llegó a las ventanas de la pared de enfrente, apagó la linterna de bolsillo y pudo ver lo suficiente como para continuar junto a las mismas, eludiendo una máquina de discos redondeada sobre la que se mecía un viejo árbol de levas. En el rincón más alejado encontró dos puertas contiguas. Probó a encender un momento la linterna: en una de las puertas había una figura con una barra de pesas y en la otra una figura con tetas monstruosas.

Iluminó la moldura de la base de la pared, hasta donde alcanzó el haz de la linterna: no había más puertas.

Mientras se dirigía a la barra y la zona de la cocina, oyó una voz que venía de allí mismo, amortiguada por una pared de por medio, y luego otra, también amortiguada. Desenfundó el arma y caminó tan deprisa como pudo hacia las voces. Se encendieron las luces de detrás de la barra. A unos cinco metros de distancia había un hombre con la mano derecha en el interruptor de la pared. Gambol disparó dos veces y antes de poder hacerla una vez más el hombre se desplomó como un saco y desapareció detrás de la barra.

Gambol continuó hasta la barra y se asomó por encima de la misma tanto como pudo. El hombre yacía inmóvil en el estrecho espacio que quedaba entre la barra y los fogones, sin camisa y sin zapatos, boca abajo. Gambol apuntó, sujetando el arma con las dos manos, prestó atención a su propia respiración y en el lapso entre aspirar y espirar apretó con cuidado el gatillo. La cabeza reventó. Se dio la vuelta.

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