—A las cuatro en punto exactas. Ponte unos pantalones. Y luego prepárate para mearte en ellos de la risa.
Sí que hablaba como un árabe.
Ella no supo si estaba hablando deprisa o despacio. Se olvidó de cruzar los dedos. No miró a Hank ni una vez, ni una sola, eso sí lo supo. Eso era lo importante.
Después, delante de los tribunales, Hank le devolvió la llave de la casa. Se limitó a acercarse a ella y dársela como si fuera una flor.
—Amorcito. Pásate por casa. Aún tienes un par de cosas allí.
—¿Un par? Mi vida entera está en esa casa.
—No tenemos por qué perder el contacto.
—Los cojones. El viernes pasado en el Packard Room lo único que te dignaste a ofrecerme fue el pollo cajún.
—El viernes pasado la cosa no estaba rematada.
—No estaba yo rematada, ¿verdad?
—He elegido mal la palabra.
Él llevaba un traje gris marengo a medida. Su camisa parecía hecha de crema.
—¿Cuánto te ha costado esa corbata?
—Últimamente el dinero no es problema, amorcito.
—¿Estás siguiendo alguna fórmula? ¿Me llamas amorcito equis veces y de pronto, plof, ya no eres un hijo de la gran puta?
—Soy un hijo de la gran puta.
Se metió las manos en los bolsillos y sonrió. No era tan guapo. Simplemente emitía un aura que sugería que esta era su fiesta y que la especie humana tenía suerte de estar invitada.
—No lo compartiste conmigo. Estafaste dos coma tres millones de dólares y no me dijiste ni pío. Y luego me cargaste a mí el muerto.
—A alguien le tiene que tocar el papel de malvado —dijo él.
—¿Por qué no le puede tocar al malvado de verdad?
—En esta clase de situaciones, ese honor le corresponde al más guapo.
Y la más guapa eres tú.
—Menudo honor.
—Es el que se lleva menos castigo. Yo no soy tan guapo como tú. Sé que es muy frío, y que soy un tipo malvado y espantoso, pero levanta la cabeza y mira el paisaje. ¿Te parece que es la cárcel? Todo se ha acabado y los dos estamos en la calle.
—Y entretanto, yo pago ochocientos al mes, y no tengo trabajo.
—Amorcito. Despierta. Se ha acabado.
—Ochocientos al mes de por vida. ¿Eso es acabado?
—¿Te vas a quedar por aquí?
—¿A ti qué te parece?
—Yo tampoco me voy a quedar por aquí. ¿Por qué no nos largamos juntos?
—¿Tan desesperada parezco? Lo único que me hace falta en este mundo es medio depósito de gasolina para llegar al siguiente hombre. Que es mejor hombre que tú.
—No me mates. ¿Es que no sabes que me puedes matar, hablando así? Soy yo el que está desesperado.
—Mientes y mientes y mientes.
—¿Qué es lo que quieres? Dímelo.
—Quiero verte humillado.
—Ya me estoy humillando. ¿Te gusta?
—Me encanta. Esa corbata debe de haber costado doscientos dólares.
—Y aún queda mucho más dinero. ¿Por qué no compartimos la riqueza?
Ella se dio la vuelta y se marchó. Y no miró atrás.
Más tarde pasó con el coche por la casa. Lo más seguro era que él no estuviera. No había razón para que estuviera en casa a las dos de la tarde. Pero su Lexus gris estaba aparcado en la entrada. Quizá ahora tuviera dos coches. Se lo podía permitir. Ahora podía tener ocho coches si quería. Podía encabezar un desfile de automóviles recién comprados por Main Street. A ella le tintineaba el llavero en la mano temblorosa. Metió la llave en la cerradura. Él sí estaba en casa.
—Amorcito —dijo él—. Te estoy sirviendo una copa.
Siete minutos más tarde él se dejo caer en el suelo junto a la cama.
—Quiero verte de rodillas, papaíto —dijo ella. Ella le vio lágrimas en los ojos.
Ella también estaba llorando.
—Ahora suplícame —le dijo.
Ernest Gambol se adentró en el tráfico y cruzó la calle sin mirar a un lado ni al otro, golpeando con fuerza el suelo con su bastón de aluminio a cada paso. Ahora el dolor era bueno. Distinto al de antes.
Entró en el aparcamiento del Circle K. Mientras pasaba por detrás del camión de Wonder Bread, que estaba parado con el motor encendido delante de la tienda, a este se le encendieron las luces de la marcha atrás. Él golpeó la que tenía más cerca con el bastón y la hizo añicos. Fue hasta la cabina telefónica, donde apoyó todo su peso sobre los dos pies por igual y esperó a que pasaran unos minutos. Pulsó los botones y llamó a la cabina telefónica que había delante del O'Doul's.
—Alhambra al habla —contestó Juárez.
—Soy yo.
—¿Estás listo para reírte?
—Estoy listo.
—¿Llevas pantalones?
—Hostia puta.
—¿Estás listo?
—Que sí, te he dicho.
—¿Te acuerdas de Sally Fuck?
Mary sirvió el bourbon en un vaso con hielo y le preguntó a Gambol:
—¿Quieres una copa?
Él ya le había dicho dos veces que se callara, pero ella no podía controlarse.
Gambol, sentado en el sofá con bóxers y la bata de nailon azul de Mary, no dijo nada. Se quedó mirando su pierna derecha herida, que tenía extendida sobre la otomana. Sus cejas parecían todavía más gruesas que de costumbre. Mantuvo los labios fuertemente cerrados. No parecía posible, pero tal vez estuviera pensando.
Mary llevó su copa a la mesilla del café y se sentó a su lado en el sofá. Luego vieron juntos los últimos minutos de un episodio de Ley y orden. La única conversación eran los tensos diálogos entre polis y maleantes y el único ruido el del hielo dentro del vaso cada vez que ella daba un sorbo.
Cuando se terminó la serie, Gambol se miró el reloj de pulsera.
Mary se arrodilló en el suelo junto a la otomana, le abrió los bajos de la bata y le examinó la herida. Él era incapaz de apreciar el trabajo que había allí. Cuando se trataba de poner puntos, ella era mejor que la mayoría de los médicos a los que había ayudado.
—Te estás curando deprisa, pero pienso dejarte esos puntos puestos durante unos días. Siete días es lo mínimo para una herida en la extremidad inferior proximal. Diez días sería mejor.
Él le colocó la mano en la cabeza suavemente. Ella le puso la mejilla sobre el muslo y se le quedó mirando la entrepierna.
—¿Te he dicho que todavía tienes una pierna que te funciona? Eso hacen dos de tres.
Ella cogió el mando a distancia y apagó el televisor, y él se relajó sobre el sofá mientras ella se arrodillaba entre sus piernas separadas, con la cabeza oscilando arriba y abajo.
Al cabo de escasos segundos ella se volvió a sentar a su lado, secándose los labios con el pulgar, y le dijo:
—¿Qué te tiene tan excitado?
Gambol se limitó a mirar al frente, acariciándole el pelo. Ella le dio su bastón de aluminio.
—A ver cómo va la pierna mala.
Él agarró el pomo de su bastón con las dos manos, se incorporó hasta ponerse de pie y dejó caer el bastón sobre la moqueta. Dando pasos desiguales y pausados, se fue hasta el dormitorio y encendió la luz. Mary se levantó para seguirlo, pero él cerró la puerta.
Cuando la abrió al cabo de unos minutos, Mary seguía plantada junto al televisor y Gambol ya estaba vestido de calle, aunque sin zapatos. Del bolsillo de la camisa le sobresalían unos calcetines negros.
Se metió en el cuarto de baño y ella lo oyó mear durante un rato largo y tirar de la cadena y abrir el grifo y cerrarlo. Ella oyó que hurgaba en el botiquín y fue a ver qué estaba haciendo… Se estaba vaciando en la mano una caja de tiritas y llenándose los bolsillos de los pantalones con ellas.
Ella se apartó de su camino y se lo quedó mirando mientras él se comportaba como un contendiente cojo de una partida de la Caza del Tesoro, dando tumbos de un lado a otro y recogiendo cosas que no guardaban relación entre sí. Dos metros de papel higiénico, con los que hizo una pelota dentro de su manaza mientras entraba renqueando en la cocina; las llaves del coche de ella, que cogió del gancho magnético de la puerta de la nevera; un rotulador indeleble que sacó de un cajón de la cocina; y del cajón contiguo al fregadero, su Magnum 357 con su pistolera de clip y una caja de balas. Con el rotulador indeleble entre los dientes, se puso a cargar el arma.
—Ernest —dijo Mary—, ¿te vas a alguna parte? ¿O tal vez nosotros?
Él sacó dos paquetes de balas MagSafe del cajón y se metió una en cada bolsillo de los pantalones y cerró el cajón. Se enganchó la pistolera al cinturón, se metió el arma en la pistolera y pasó la correa por el percutor.
—¿Me visto? —dijo Mary.
Él fue hasta el sofá. Ella le recogió el bastón y él lo agarró y se sentó con cuidado y puso la pierna herida sobre la otomana y le dio sus calcetines a ella.
Mientras le ponía los calcetines, ella le dijo:
—Déjame ver cómo mueves el pie. Levanta la pierna y bájala. La pierna entera no, dóblala por la rodilla. Quiero ver cómo funciona la rodilla. Ahora levanta la pierna y haz oscilar el pie. ¿No puedes más? Estás loco si te crees que puedes conducir. No te doy ni veinte minutos pisando los pedales.
Entretanto, él estaba garabateando con el rotulador indeleble en los zapatos de correr. Pintando de negro las partes reflectantes de los talones y las punteras.
—Escucha —dijo ella—. Estoy aquí. Úsame. Yo sé actuar cuando las cosas se ponen serias. Me gusta.
Gambol apoyó los dos pies en el suelo y empezó a ponerse los zapatos. Era obvio que el derecho le dolía.
—Ernest, déjame que te ayude con eso. —Pero él le puso la mano entera en la cabeza y ella notó que sus dedos le apretaban las sienes con fuerza—. Vale, vale, ya lo dejo —dijo ella, y él la soltó.
Él metió el pie dentro del zapato. Con un gruñido jadeante, se dobló por la cintura y dio un fuerte tirón de las tiras de velero.
Gambol volvió a entrar en el dormitorio, esta vez usando el bastón para caminar, y salió llevando puesto uno de los jerséis de ella, uno gris y grande que había tejido ella misma. Tiró del jersey hacia abajo hasta cubrir la mayor parte de la pistolera. Luego se metió la mano en el bolsillo y encontró una linterna de bolsillo del tamaño de un dedo; la ajustó y apuntó con ella a la cara de Mary.
Ella miró con los ojos fruncidos el resplandor diminuto y dijo:
—Funciona bien.
Él se acercó a la puerta de la cocina, que daba al cuarto de planchar y al garaje, y ella dijo:
—El abridor está sujeto a la visera.
Él cerró la puerta de la cocina tras sí. Ella oyó que la portezuela del coche se cerraba de un golpe y al escuchar con atención oyó que se abría por segunda vez y se cerraba con más suavidad. Por fin se abrió y se cerró una vez más, esta última tan suave que no pudo estar segura.
El motor del coche arrancó y ella oyó el ruido que hacía la puerta del garaje al abrirse y cerrarse y luego el ruido del motor al alejarse por el vecindario, hasta que dejó de oírlo. Por fin, prendió un cigarrillo y encendió el televisor.
En las dentadas siluetas de las copas de los árboles que tenía a la izquierda apareció un resplandor tenue que empezó a seguir el avance de su coche. Al cabo de tres o cuatro minutos la luna ya se había elevado hasta hacerse visible. Una media luna. Una luna musulmana. Que daba muy poca luz.
Gambol miró el cuentarrevoluciones. Cuando ya llevaba media docena de millas por la carretera del río Feather, paró el Lumina de Mary en el arcén del carril contrario —por donde no venía nadie— y se detuvo. Pulsó el botón de la ventanilla con la parte blanda de la mano y olió el intenso aroma de los pinos al bajar la ventanilla. Apagó el motor del coche. No oía nada más que la brisa entre los árboles de hoja perenne.
Para ser un coche de tamaño medio, el Lumina tenía un espacio desacostumbradamente generoso para estirar las piernas. Pese a todo, la pierna derecha le empezó a doler, y la incomodidad le mandaba oleadas ardientes que le iban de la entrepierna al tobillo. A fin de mantener la cabeza despejada, llevaba desde el mediodía sin tomar calmantes.
Con cierta dificultad, se inclinó para sacar la pistola de debajo del asiento, abrió el cilindro, lo hizo girar y lo volvió a cerrar. Se sacó del bolsillo de atrás un puñado del papel higiénico de Mary, hizo dos pelotitas más pequeñas, mojadas con saliva, y las usó para taparse los oídos. Por fin extendió el arma hacia la ventanilla abierta y disparó dos veces, a continuación hizo una pausa, tiró otras tres balas de prueba, dejó unos segundos de pausa y volvió a disparar.
Se sacó las bolas ensalivadas de los oídos y las tiró por la ventanilla; dejó la pistola en el asiento del pasajero y condujo durante cinco minutos antes de parar para sacar los cartuchos vacíos, guardárselos en el bolsillo y cargar de nuevo, pero esta vez con balas MagSafe. Abrió la puerta unas pulgadas y a la luz de la lamparita del techo buscó el interruptor que la desactivaba y lo cerró. Volvió a abrir y cerrar la puerta varias veces a oscuras.
Al cabo de treinta y cinco minutos ya había recorrido casi cuarenta kilómetros por la carretera serpenteante, y a mano izquierda, tal como estaba esperando, pasó frente al restaurante. Vio luces en la planta baja y una camioneta aparcada en el lado más cercano del edificio, tal como le habían prometido.
Después de recorrer casi un kilómetro dio la vuelta con el coche y volvió a pasar por delante del lugar. A este lado del restaurante, el terreno descendía a oscuras y continuaba hacia el río.
Un poco más adelante apagó los faros y volvió a dar la vuelta con el coche. A cien metros del restaurante, se detuvo y bajó las cuatro ventanillas. No oyó nada más que un rumor continuo que supuso que sería el del río.
Avanzó lentamente por el arcén izquierdo hasta que vio aparecer el restaurante y dejó que el coche se deslizara hasta pararse, evitando pisar el freno para que no se le encendieran las luces de frenado. Apagó el motor.
La oscuridad solo permitía hacerse una impresión muy general del entorno: pendientes espesamente arboladas a ambos lados del restaurante, terreno abierto en la parte trasera, y detrás de todo el río. El edificio era lo bastante antiguo como para dar la impresión de que estaba un poco torcido.
Miró el reloj de pulsera. Las doce y cuarto de la noche. Era imposible calcular cuánto tiempo iba a durar aquello.
A juzgar por la forma del edificio, estaba claro que el piso superior era más pequeño que la planta baja. Supuso que en algún lugar de la parte de atrás del restaurante encontraría una escalera que subía: no le habían dicho exactamente dónde. Tampoco le habían dicho si tenía muchos peldaños o no. Solo le habían dicho que en el piso superior había un único apartamento diminuto ocupado por Jimmy Luntz.