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Authors: Denis Johnson

Tags: #Intriga, #Novela negra

Que nadie se mueva (9 page)

BOOK: Que nadie se mueva
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—Lo decía en broma —dijo Anita.

Capra puso la mano en el pomo de la puerta y se la quedó mirando, pero fue a Jimmy a quien se dirigió:

—Esta tiene esa belleza que te llega al alma. Da igual que vaya con tacones o descalza.

—También canta.

—No puedo distinguir si funciona a base de mucha alma o de mucha electricidad psicótica.

—¿Siempre hablas de la gente como si fuera invisible? —dijo Anita.

—Por lo general solo de las mujeres.

Era uno de esos agujeros de estudiantes hippies que olían a caca de gato e incienso, y también un poco a ropa sucia y platos sucios.

—¿Hay alguien, ya sabes… que limpie? —dijo ella, solo para tocar los cojones.

—He dicho que le debía una. No que fuera su esclavo.

Capra cerró la puerta suavemente detrás de él y sus pasos al bajar la escalera hicieron temblar los cristales de las ventanas.

Jimmy encendió un cigarrillo y dijo:

—¿Cariño? ¡Estoy en casa!

—¿Esta es una habitación de fumadores?

—Sí. Yo fumo.

—Pues muy bien. Fuma.

Él soltó una bocanada de humo y abrió la puerta de algo que parecía un armario.

—Hasta hay cuarto de baño. Sin bañera.

Anita se sentó en la cama.

—Caray, el colchón parece arenas movedizas. ¡Socorro!

—No te pierdas, ahora vuelvo.

Jimmy salió por la puerta y ella escuchó cómo temblaban los cristales de las ventanas al bajar él por la escalera, antes de acomodarse de nuevo en la almohada de plumas sin funda. Apestaba. Al cabo de unos minutos los cristales volvieron a temblar al subir alguien la escalera.

Era Sally —Sol—, que traía sábanas y una manta.

—Apesta que da gusto —dijo—, pero es más grande que el mío. Yo tengo un estudio abajo, al lado de la cocina. —Se quedó junto a la cama con aspecto demacrado, aunque sonreía—. Me conviene vivir cerca del trabajo: tengo que estar en la cocina a las seis de la mañana. ¿Lo podrás aguantar, cariño?

—Claro.

—El inquilino se acaba de marchar. El plan es limpiarlo y venirnos a vivir aquí la semana que viene. Jota y yo.

—¿Quieres decir … Jota y tú? Juntos?

—Juntos. Jota y yo. Es lo que hay.

—Vale —dijo ella.

—No pasa nada por intentarlo. Por lo menos él no se puede ir. Está pillado.

—Así que os conocéis todos de antes. De Alhambra.

—Alhambra, Estados Unidos. Jimmy ha quemado la vida que tenía allí, ¿sabes? Pues vaya coincidencia. Yo también me volví un poco loco allí.

—Bueno —dijo ella.

—¿Quién le va detrás? ¿Es la policía, o son Gambol y Juárez y toda esa gente tan agradable?

—Gambol —dijo Anita—. ¿Ese quién es?

Sally seguía con las toallas en la mano. Pellizcando la tela con una mano.

—O sea que es Gambol.

—No lo sé. El nombre me ha sonado de algo.

—Gambol —dijo Sally— no para nunca.

—No creo que Jimmy se escondiera de alguien así.

—Entonces ¿de quién se está escondiendo Jimmy ahora? —Miró a Anita—.Ah. Ya.

Después de que Sally se fuera, Jimmy volvió con el macuto y las bolsas de JCPenney y lo dejó todo en el suelo junto a la puerta del cuarto de baño.

—Los bienes terrenales.

Anita no dijo nada y siguió haciendo la cama.

Jimmy esbozó una sonrisa falsa, se metió las manos en los bolsillos y esperó.

—¿Cómo está el viejo Sally Fuck?

—Parece agradable.

—No lo es, ni mucho menos.

—¿Quién es Juárez?

Jimmy encendió un cigarrillo.

—¿O se refería a la ciudad de Juárez?

—¿Sally ha mencionado a Juárez? —Jimmy dio una calada y expulsó el humo a través de la puerta del cuarto de baño hasta el retrete—. Juárez no es la ciudad. Es un tipo que tiene un par de clubes de mala muerte y garitas de porno. Sally desapareció hace dos o tres años con un montón de dinero, y ofrece una recompensa por su cabeza. El dinero no era de Juárez, pero Juárez es de esos tipos que cobran cosas.

—Como recompensas.

—Sí. Eres rápida. Oye, hagas lo que hagas, no le hables a Sally de la situación.

—¿Qué situación?

—Exacto. Lo has pillado. No hables con él.

Mary entendía que su paciente era importante para Juárez. Este le había prometido veinte mil pavos si conseguía que aquel tipo volviera a andar.

Juárez no le había dicho qué le daría si las cosas salían mal.

A Mary el paciente le parecía alguien importante. Tenía los brazos y las piernas largos, la cara larga, las cejas gruesas y unos ojos hundidos y melancólicos que le daban un aspecto reflexivo. Pero a ella le estaba empezando a dar la impresión de que era tonto. Después de cada hipodérmica de sulfato de morfina se sentía en una nube y discurseaba durante media hora. Al parecer, una vez se había comido los testículos de un hombre.

—Juárez se comió uno y yo me comí el otro. Ninguno de los dos vomitó. Porque cuando yo odio a alguien, mi odio es amargo hasta que hago algo espantoso para calmarlo.

Estaba sentado en el sofá con el albornoz de color azul pastel de Mary, con la pierna herida extendida sobre la otomana. Parecía un cadáver inflado. Ella sabía que le dolía.

—Me pica por todos lados. Tengo que mear. Llevo dos días sin mear.

—Cariño, estás de morfina hasta las cejas. No vas a poder mear hasta que la dejes.

—Conozco a ese pringado —dijo él.

—¿Estás llamando pringado a Juárez?

—A Juárez no. A Jimmy Luntz.

Ella le trajo la cuña.

Él le hizo un gesto obsceno con el dedo.

—Aparta esa cosa de mí.

—Tú intenta mear.

—No puedo mear cuando me lo dicen.

—Ja, ja.

—Me gusta cómo te ríes.

—Cariño, era una risa falsa.

El paciente tenía un aspecto ridículo con su bata de nailon, aguantándose el miembro con la mano y dirigiéndolo hacia la cuña metálica, mirándola a ella con cara satisfecha, drogada y sin expresión.

—Mary, ¿verdad?

—Eso mismo.

—Eres lo que llamamos una rubia fornida. Aparentas unos cuarenta.

—Tengo cuarenta y cuatro. Y noventa de busto.

—¿Cuarenta y cuatro años? No pasa nada. A mí me gustaban las jovencitas, pero desde que a mi sobrina también le empezó a salir busto, he cambiado de gustos. Ahora todas las jovencitas se parecen a mi sobrina.

Mary tiró la ampolla vacía debajo del fregadero.

—Disfruta, grandullón. Era la última inyección feliz. A partir de ahora ya solo hay oxicodona y amoxicilina.

—Estoy intentando reformarla. La detuvieron por robar en una tienda.

—¿A quién?

—A mi sobrina. ¿Es que no me estás escuchando?

—Claro. Y tomando apuntes.

—Estoy intentando contarle unas cuantas cosas, preparada para el futuro. Ella dice que no hay futuro.

—Mea o guárdate la polla.

—Su padre se acaba de morir. Mi hermano pequeño. Treinta y siete años. De una reacción alérgica.

—¿Una reacción a qué?

—Yo qué coño sé.

—Pues entérate. Si es algo que corre en la familia…

—Él y yo éramos los últimos hombres de la familia. Ahora quedo yo. Como palme, el apellido de la familia se pierde.

—¿Qué apellido es?

—Tú llámame Ernest.

—¿No Ernie?

—¿A ti qué te parece?

—Vale. Ernest.

—Sí. Vale. ¿Qué me dices de un final feliz?

—No morirte cuando alguien te dispara a mí me parece bastante feliz. —¿No me entiendes? Como los de las masajistas. Me refiero a una mamada. Eso es un final feliz.

—Feliz para ti, nada más. Yo solo me llevo un trago de lefa.

—¿Qué te está pagando Juárez por toda esta atención médica?

—Lo bastante para comprar cuatro acres en Montana.

—Yo le sumo cinco.

—¿Cinco qué?

—Cinco mil.

—¿Por una mamada?

—Por nada. Por salvarme el pellejo. Para darte las gracias.

—De nada. Ahora ciérrate esa bata tan mona.

Juárez llamó. Gambol no entendió nada de la conversación. Juárez dijo, o bien Gambol dijo: «Puto Luntz». Uno de los dos dijo Puto Luntz.

—Gambol, ¿estás ahí?

—Sí.

—Pues habla. No te quedes ahí respirando. Ya me han hablado varias veces de él.

—¿De quién?

—Del puto Luntz. Ese gilipollas me revuelve el estómago. Se niega a comportarse y se niega a atender a razones. Lo odio.

—Puto Luntz.

—Es vergonzoso odiar a tu enemigo. Es mejor ser siempre frío. Así te puedes mover. Eres más preciso… ¿Sabes de dónde viene el respeto? De ser preciso. Gambol. Gambol.

—Sí.

—¿Estás usando un móvil? ¿Cuál es el teléfono de ella?

—No.

—¿Es un móvil?

—Te digo que no.

—Putos móviles, nunca sabes qué está pasando con ellos.

—Ella me gusta.

—Señor Gambol… joder.

—Añade cinco de los grandes. De mi parte.

—Por supuesto. Lo que haga falta.

—Lo que ella quiera.

—Claro. ¿Cómo de colocado estás?

—¿Quién?

—Bien. Pero no te pases. Quiero hablar con Mary. ¿Está ahí?

—Siempre está aquí.

Gambol le plantó el teléfono en la cara a Mary y cerró los ojos.

Luntz prefería los programas donde se viera carne, pero esta noche su opinión no contaba. Le cedió a Anita el control del mando a distancia y se sentó en la única silla que había con las piernas extendidas y los tobillos cruzados, mirándose los calcetines marrones y dejando caer la ceniza en una taza de café. Ella estaba sentada en la cama con la espalda apoyada en la pared y vestida con su traje de raya fina. Iba cambiando de canal.

Sobre las diez se fueron a dormir. Ella se metió en la cama con bragas y sujetador. Se tumbaron uno al lado del otro; Luntz en bóxers y camiseta. Él apoyó la mejilla sobre el brazo extendido y probó a conversar. Ella le dijo que estaba sudada y le pidió que no se le acercara. Él intentó tocarle el hombro desnudo con el dedo. La mano le tembló. Ella se volvió hacia la pared y luego le pidió que le cediera la mitad de fuera de la cama. Él se levantó para obedecer, encontró una ventana que no estaba encallada y la abrió tres pulgadas. Anita volvió a encender el televisor.

Él se puso los pantalones y los zapatos y bajó la escalera.

El café estaba cerrado, pero había una luz encendida en alguna parte. Aporreó la puerta. Se dio la vuelta y contempló la carretera. Ni un coche.

Sally abrió la puerta.

—Jimmy Luntz, ni más ni menos.

—Dios —dijo Luntz—. Mira que hay estrellas aquí.

—No me llames Dios. Soy un pecador igual que tú.

—¿Dónde está Capra?

—Colocado en su Silver Streak. Yo no me meto ahí. Huele a calcetines.

Luntz se acercó la muñeca a la cara.

—Solo son las once.

—¿Quieres sacar un par de sillas a la parte de atrás? Nos tapamos con mantas y escuchamos el río y miramos las estrellas.

—¿Para qué?

—Exacto. Exacto, tío.

—Véndeme algo de alcohol.

De vuelta en el primer piso, se quedó en ropa interior mientras ella se servía una copa grande, sin demasiado Sprite, y se bebía la mitad sin pararse a respirar.

—Sí que bebes como una india.

—Si no, no me habría quitado los pantalones anoche, o sea que no te quejes.

Ella se reclinó hacia atrás, levantando la copa como si fuera una antorcha para mantenerla en equilibrio, a continuación se pasó dos dedos por debajo del elástico de las bragas, se las bajó por los muslos, se frotó la vulva con dos dedos, suavemente, y se quedó mirando a Luntz hasta obligado a carraspear y tragar saliva. El hielo picado chapoteó en el vaso de plástico mientras ella se terminaba su Popov con Sprite y dejaba el vaso a un lado.

La tele emitía un gruñido débil y continuo. La pantalla mostraba a un hombre agarrado al costado de un tren que avanzaba a toda velocidad. Luntz dejó la tele encendida para que hubiera suficiente luz para veda a ella. Todo el tiempo que estuvieron haciendo el amor, Anita se lo pasó callada pero no le quitó la vista de encima. Cuando se corrió, dijo:

—No, no, no.

A la mañana siguiente Anita parecía taciturna, sentada desnuda en el borde de la cama y contemplando su ropa, que estaba toda hecha una pelota en el suelo. Él salió de la ducha y se la encontró así. Ella ni lo miró. Él se sentó al lado de ella en la cama, se secó el pelo con la toalla y a continuación le rodeó los hombros con la toalla como si fuera un lazo, agarrando las puntas con las manos, y no pareció que a ella le importara.

Él sopesó atentamente la situación, respirando el ambiente, y la soltó.

—¿Qué dan por la tele? —dijo—. Yo la suelo ver de día.

—No. ¿En serio?

—Me levanto tarde y me quedo en la cama y mato lo que queda de luz del día.

—Una persona nocturna.

—Eso mismo, sí. Así paso más desapercibido.

—No eres hombre de salir mucho.

—Mi equivalente a ir a un balneario es fumar mentolados y ponerme moreno —dijo—. No me gustan ni las abdominales ni las flexiones de brazos excétera. Perdón, etcétera.

Le habían corregido aquel error muchas veces, pero siempre se olvidaba.

—Eres bastante mono —dijo ella—, pero tienes cuerpo de nena.

—¿No lo sabías?

—¿El qué?

—Que se dice etcétera, no excétera.

—Sí, tío, lo sabía. Simplemente no te quería avergonzar —dijo ella, y se dirigió al cuarto de baño.

Cuando salió, él le dijo:

—Te he visto cómo ibas a la ducha y casi me pongo a llorar.

—Oh —dijo ella.

—Ven aquí.

Ella se sentó a su lado, los dos desnudos, y él la besó, mejorando el ambiente.

—Me gustaría probarlo estando sobria.

—¿Podemos esperar a después del desayuno, cuando se me haya pasado la resaca?

—Claro. Vamos abajo. ¿Qué desayunamos?

—Cerveza.

—No hay problema. De día o de noche, Sally lo puede arreglar.

—¿Está durmiendo en la caravana del otro tío? ¿Cómo se llamaba el otro tío?

—Capra.

—¿Dónde duermen? ¿Abajo o en la caravana?

—¿Quién? ¿Sally y Capra? No duermen juntos.

—Sally me dijo que van a vivir juntos.

—Uau. ¿En serio?

—Eso me ha dicho.

—Si hay amor, hay amor —dijo él—.Yo me pasé… joder, seis años viviendo a rachas con una mujer. Y nunca hubo amor. Y si no hay amor, no hay amor.

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