Giró en su asiento y se quedó mirándole de frente.
—¿Corea? —le preguntó mientras señalaba la condecoración.
—Así es —respondió Teasle categóricamente.
Y prosiguieron observándose mutuamente.
Rambo desvió su mirada hacia el lado izquierdo de Teasle, donde tenía el revólver. Experimentó una sorpresa al descubrir que no era el modelo clásico utilizado por la policía, sino una pistola semi-automática, una Browning de nueve milímetros, decidió Rambo a juzgar por el tamaño de la empuñadura. El había usado una Browning antes. La culata era grande porque contenía un cargador con trece balas en vez de las siete u ocho que tenían las pistolas comunes. No era posible liquidar a un hombre con un solo disparo, pero se le podía dejar gravemente herido y rematarles luego con otros dos y seguir disponiendo de diez proyectiles más para cualquiera que se hallara en los alrededores. Rambo no pudo dejar de reconocer que Teasle la llevaba con gran corrección además. Teasle medía un metro setenta aproximadamente, y aunque una pistola tan grande debía haber quedado ridícula en un hombre relativamente bajo, no ocurría en su caso. Hay que ser bastante grande para poder sujetar bien esa culata, pensó Rambo. Y dirigió entonces una mirada a las manos de Teasle, quedándose boquiabierto al ver su tamaño.
—Te advertí antes que no me gustaba que me miraran fijamente —dijo Teasle. Se recostó contra el tocadiscos y despegó de su pecho la camisa empapada por el sudor. Sacó con su mano izquierda un paquete de cigarrillos del bolsillo de la camisa, encendió uno, partió en dos el fósforo de madera que había utilizado, rió despreciativamente y avanzó hacia el mostrador meneando la cabeza y sonriendo en una forma extraña, acercándose al taburete donde estaba sentado Rambo.
—Bueno, no puedes negar que me hiciste una buena jugarreta, ¿verdad? —le dijo.
—No era esa mi intención.
—Por supuesto que no. Seguro que no. Pero de todos modos me hiciste una buena jugarreta, ¿verdad?
La vieja le sirvió el café a Teasle y luego le preguntó a Rambo:
—¿Cómo quiere las hamburguesas? ¿Solas o con guarniciones?
—¿Qué dice?
—¿Solas o con algún aderezo?
—Con mucha cebolla.
—Como más le guste —dijo y se retiró a freír las hamburguesas.
—Sí, me engañaste de verdad —dijo Teasle dirigiéndose a Rambo y sonriendo nuevamente de un modo extraño—. Me hiciste una buena jugarreta —frunció el ceño al ver el relleno de algodón sucio que asomaba por un agujero en el tapizado del taburete contiguo al de Rambo. Se sentó de mala gana y continuó:
—Quiero decir que te comportas como si fueras un tipo listo. Y te expresas como si fueras un tipo listo, por lo que supuse, naturalmente, que me habías entendido. Pero luego vuelves a aparecer aquí, burlándote de mí y eso me hace pensar que tal vez no seas tan listo como imaginé. ¿Te sucede algo? ¿Es por eso?
—Tengo hambre.
—Bueno, eso no me interesa en absoluto —dijo Teasle dando una calada a su cigarrillo. No tenía filtro y después de exhalar el humo, retiró con sus dedos las pequeñas partículas de tabaco que habían quedado adheridas a sus labios y a su lengua—. Un tipo como tú debe ser lo bastante listo como para saber que debe llevar siempre comida consigo. Por si se encuentra en una situación difícil como en la que te encuentras ahora.
Levantó la jarra de la crema para servirse un poco en el café e hizo una mueca de disgusto al observar los restos de crema cuajada pegados a la base del recipiente.
—¿Buscas trabajo? —le preguntó tranquilamente.
—No.
—Entonces quiere decir que ya tienes uno.
—No, no tengo ningún trabajo. Y tampoco quiero tenerlo.
—Eso se llama vagancia.
—Llámelo como más le guste.
Teasle pegó con tal fuerza con su mano sobre el mostrador, que pareció como si hubiera disparado un tiro.
—¡Cuidado con lo que dices!
Todas las personas giraron las cabezas hacia Teasle. Este dirigió una mirada a sus espectadores, sonrió como si hubiera dicho algo gracioso y se inclinó sobre el mostrador para beber el café.
—Ahora tendrán un tema de conversión.
Sonrió y dio otra calada a su cigarrillo, quitándose una vez más las partículas de tabaco adheridas a su lengua. El chiste había terminado.
—Escúchame un momento. No logro entender muy bien. Tu atuendo, tu ropa, el pelo y demás. ¿No se te ocurrió pensar que al caminar por la calle principal serías tan evidente como un hombre de color? Mis hombres me avisaron que te habían visto cuando no habían pasado más de cinco minutos desde tu llegada.
—¿Por qué tardaron tanto?
—Cuidado con lo que dices —acotó Teasle—. Ya te previne antes.
Pareció que iba a seguir hablando, pero llegó la vieja con una bolsa de papel a medio llenar y dirigiéndose a Rambo le dijo:
—Un dólar treinta y uno.
—¿Por qué? ¿Por esa miseria?
—Usted dijo que lo quería con aderezos.
—Págale de una vez —dijo Teasle.
La vieja no soltó la bolsa hasta que Rambo le entregó el dinero.
—Está bien, vamos de una vez —dijo Teasle.
—¿Adónde?
—Adonde pienso llevarte.
Terminó su café de cuatro tragos rápidos y pagó con una moneda de un cuarto de dólar.
—Gracias, Merle.
Todos miraron a los dos hombres mientras se dirigían hacia la puerta.
—Casi me olvido —agregó Teasle—. Merle, una última cosa. ¿No te parecería buena idea limpiar la jarra de la crema?
El coche estaba afuera.
—Sube —dijo Teasle, tirándose de la camisa mojada—. ¡Caray, qué calor hace a pesar de ser el primer día de octubre! No comprendo cómo aguantas esa chaqueta tan gruesa.
—Yo no sudo.
Teasle le miró.
—Por supuesto que no.
Dejó caer la colilla de su cigarrillo por la reja de una boca de alcantarilla al lado del bordillo de la acera y subieron al coche. Rambo observaba el tráfico y la gente que pasaba. La fuerte luz del sol le hacía daño a los ojos acostumbrados a la oscuridad del bar. Un hombre que pasaba cerca del coche saludó a Teasle con la mano, éste correspondió al saludo y se internó en la calle, alejándose de la acera. Esta vez conducía a regular velocidad.
Pasaron una ferretería y un negocio de coches de segunda mano, a unos viejos sentados en los bancos fumando y unas mujeres que empujaban los cochecitos de niños.
—Mira esas mujeres —dijo Teasle—. En un día tan caluroso como éste no se les ocurre pensar que lo mejor es tener a los chicos dentro de las casas.
Rambo no se tomó la molestia de mirar. Cerró los ojos y se recostó contra el asiento. Cuando por fin se decidió a abrirlos, el coche estaba trepando la pendiente entre los riscos, y llegaba a la planicie donde languidecía el rastrojo de maíz, dejando atrás el cartel en el que se leía: Está usted saliendo de Madison. Teasle detuvo abruptamente el coche en la banquina y se volvió hacía Rambo.
—Quiero que lo entiendas de una vez por todas —le dijo—. No deseo tener en esta ciudad a un muchacho con tu facha, que ni siquiera tiene trabajo. Si me descuidara aparecerían un montón de compañeros tuyos, robando comida, robando a la gente, introduciendo drogas. De repente me dan ganas de encerrarte por todos los inconvenientes que me has ocasionado. Pero, por otra parte, me doy cuenta de que un muchacho como tú puede cometer equivocaciones. Pienso que no tienes el juicio tan desarrollado como el de un hombre mayor y tengo que hacer ciertas concesiones. Pero como vuelvas a aparecer por aquí te aseguro que te arrepentirás. ¿Has comprendido? ¿Me he expresado con claridad?
Rambo agarró la bolsa que contenía su almuerzo, el saco de dormir y se bajó del coche.
—Te acabo de hacer una pregunta —dijo Teasle inclinándose hacia la puerta abierta—. Quiero saber si me has oído decirte que no vuelvas.
—Lo he oído —dijo Rambo cerrando la puerta de un golpe.
—¡Pues entonces haz lo que se te dice, caramba!
Teasle apretó el acelerador y el coche pegó un respingo, haciendo volar las piedrecillas al entrar al pavimento. Las gomas chirriaron al efectuar un giro cerrado y avanzó en dirección a la ciudad. Esta vez no hizo sonar la bocina al pasar frente al muchacho.
Rambo se quedó observando cómo se achicaba la silueta del coche hasta que desapareció por completo al bajar por la pendiente flanqueada por las rocas, y cuando lo perdió de vista dirigió una mirada a su alrededor, al sembrado de maíz, a las montañas y al sol que brillaba en el límpido cielo. Bajó a la zanja y se instaló sobre el pasto largo y cubierto de tierra, disponiéndose a abrir la bolsa de papel.
Una hamburguesa de mierda. Había pedido que le pusieran mucha cebolla y le habían puesto un solo trozo. La rebanada de tomate era fina y amarillenta. El pan era grasiento, la carne puro nervio de cerdo. Mientras masticaba con desgana, quitó la tapa del recipiente de plástico que contenía la gaseosa, hizo un buche y bebió. Tragó de golpe un bocado asqueroso y dulzón. Decidió que lo mejor sería repartir la bebida de modo que alcanzara para comer los dos sándwiches sin tener que sentirles el gusto.
Cuando terminó, guardó el vaso de plástico y las dos servilletas de papel parafinado de los sándwiches dentro de la bolsa, y le prendió fuego con una cerilla. La sujetó con una mano mientras observaba el avance de las llamas, calculando hasta qué distancia de su mano llegaría el fuego cuando se viera obligado a soltarla. El fuego le quemó los dedos y le chamuscó el vello de la mano. Dejó caer entonces la bolsa al pasto, esperando hasta que se convirtiera en cenizas. Cuando ocurrió aplastó las cenizas con la bota y luego de cerciorarse de que estaba bien apagado, procedió a desparramarlas. Dios mío, pensó. Hacía seis meses ya que había vuelto de la guerra y todavía sentía la necesidad de destruir los restos de la comida para no dejar ningún rastro que pudiera indicar su presencia en el lugar.
Meneó la cabeza. Había sido un error volver a pensar en la guerra. Recordó inmediatamente sus otros hábitos adquiridos en ella: dificultad para conciliar el sueño, despertarse con el menor ruido, la necesidad de dormir en un lugar abierto, pues aún estaba fresco en su mente el recuerdo del agujero donde le habían tenido prisionero.
—Será mejor que pienses en otra cosa —dijo en voz alta, y se dio cuenta entonces de que estaba hablando consigo mismo—. ¿Y ahora qué? ¿En qué dirección?
Miró hacia donde el camino se dirigía a la ciudad y hacia dónde se alejaba de la ciudad, y entonces se decidió. Cogió la cuerda de su saco de dormir, la pasó por encima del hombro y comenzó a caminar rumbo a Madison otra vez.
Los árboles a ambos lados del camino que descendía por la colina rumbo a la ciudad, eran mitad verdes y mitad rojizos. Las hojas rojizas pertenecían a las ramas que colgaban sobre la carretera. Por los gases de los escapes, pensó. Los gases de los escapes las matan temprano.
Aquí y allá, al costado del camino, se veían animales muertos, posiblemente embestidos por los coches, hinchados y cubiertos de moscas, tirados bajo el sol. Un gato en primer lugar, con rayas semejantes a las de un tigre —parecía haber sido un animal bastante hermoso además—, luego un perro, un cócker, después un conejo y finalmente una ardilla. Esa era otra cosa que le debía a la guerra. Observaba mucho más las cosas muertas. No con horror. Solamente con curiosidad por saber cómo habían alcanzado su fin.
Pasó junto a ellos, por el costado derecho del camino, haciendo señas con el dedo pulgar para que alguien le recogiera. Su ropa tenía una fina capa de tierra amarilla, el pelo largo y la barba estaban sucios y enmarañados, y todos los que pasaban en los coches le miraban pero ninguno se detuvo para recogerle. ¿Por qué no haces algo para mejorar tu aspecto? pensó. Aféitate y córtate el pelo. Arregla tu ropa. Así podrás conseguir que alguien te recoja.
Porque una navaja es un freno para ti, y porque para cortarte el pelo tienes que gastar dinero con el que podrías comprar comida, y además ¿dónde te afeitarías? No se puede dormir en un bosque y salir de allí hecho un príncipe
. ¿Y entonces por qué caminas de un lugar a otro y duermes en los bosques?
Tras esta pregunta su mente giró con un movimiento circular y volvió a pensar en la guerra. Piensa en otra cosa, se dijo a sí mismo. ¿Por qué no das media vuelta y te alejas? ¿Por qué volver a esta ciudad? No es nada especial.
Tengo derecho a decidir por mí mismo si quiero o no quedarme allí. No voy a tolerar que lo decida otra persona por mí.
Pero ese policía es más amable que los otros. Más razonable. ¿Por qué contrariarle? Haz lo que te dijo.
El hecho de que una persona sonría cuando se entrega una bolsa llena de mierda, no significa que tengo que aceptarla. Me importa un comino que sea amable. Lo que me importa es lo que hace.
Pero tú pareces algo indómito, capaz de armar lío. Ese es un punto a favor de él.
Yo también tengo un punto a mi favor. La misma cosa me ha sucedido en quince malditas ciudades. Esta será la última. No volverán a echarme de mala manera.
¿Por qué no se lo explicas a él, aclaras un poco tu situación?
¿O tienes ganas de verte envuelto en un lío? Estás ansioso por entrar en acción, ¿verdad? Así puedes demostrar lo que vales, ¿no es así?
No tengo por qué dar explicaciones sobre mi persona a él o a ningún otro. Después de lo que he pasado, tengo ciertos derechos que no necesitan explicación alguna.
Cuéntale por lo menos cómo obtuviste tu medalla, lo que te costó.
Era demasiado tarde ya para impedir que su mente completara el movimiento circular. Volvió a pensar en la guerra otra vez.
Teasle estaba esperándole. Nada más pasar frente al muchacho, miró por el espejo retrovisor y vio reflejada en él, claramente, la silueta pequeña de Rambo. Pero éste permanecía inmóvil. Estaba a un lado del camino, en el mismo lugar en el que se había bajado del coche, observándole alejarse, sin moverse, haciéndose cada vez más pequeño, sin apartar su mirada del automóvil. Bueno, ¿qué estás esperando, muchacho? pensó Teasle. Vamos, muévete de una vez. Pero el muchacho no se movió. Permaneció allí quieto, volviéndose cada vez más pequeña su imagen reflejada en el espejo, mirando cómo se alejaba el coche. El camino que conducía a la ciudad descendió abruptamente entre las laderas rocosas y Teasle no volvió a ver su silueta reflejada en el espejo.