Rambo. Acorralado (22 page)

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Authors: David Morrell

Tags: #Otros

BOOK: Rambo. Acorralado
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Se dirigió por un borde de piedras hacia unos árboles cuyos contornos había divisado. Los primeros árboles que encontró tenían ramas puntiagudas porque habían perdido ya las hojas y no le servían, siguió entonces caminando sobre las hojas secas hasta que por fin se convirtieron en un colchón de suaves y muelles agujas de pino, y comenzó a buscar entre esos árboles tratando de encontrar ramas frescas y frondosas que fueran fáciles de cortar, cuidando siempre de sacar solamente una de cada árbol, de modo que no resultara muy evidente que había estado allí cortando ramas.

Cuando juntó cinco, el esfuerzo que hizo al levantar los brazos para romper las ramas le produjo un enorme dolor en las costillas. Le hubiera gustado juntar unas cuantas más, pero tendría que contentarse con esas cinco. Las cargó penosamente sobre su hombro, bien lejos de las costillas rotas, y volvió a la cueva, tambaleándose más que antes por el peso de las ramas. El ascenso por la pendiente de piedras fue realmente penoso. Se tambaleaba permanentemente hacia un lado en lugar de hacia adelante. Perdió pie en una ocasión y cayó de bruces, dando un respingo.

Cuando llegó arriba dejó las ramas junto a la entrada de la cueva, pero tuvo que bajar otra vez para buscar hojas secas y pedazos de madera desparramados por el suelo. Guardó todo lo que pudo dentro de su camisa de lana y cargó sus brazos con grandes ramas secas, acarreando todo hasta la cueva; hizo luego dos viajes al interior, el primero con las ramas secas que sujetaba en sus brazos y el segundo con las ramas de pino. Pensaba con más claridad y lo que estaba haciendo ahora era lo que debía haber hecho en primer lugar, cuando empezó a dar vueltas allí adentro. En cuanto estuvo bien adentro, pasando el lugar donde se había despertado, comenzó a tantear el piso con cada paso que daba para evitar caídas bruscas. Cuanto más se internaba más bajo era el techo, y cuando se vio obligado a agacharse, apoyándose sobre las costillas, renunció a seguir avanzando. El dolor era insoportable.

Aquella parte de la cueva era húmeda y se apresuró a apilar las hojas secas en el piso y echar encima los pedacitos de madera seca; sacó luego las cerillas que le había dado unas noches antes el viejo de la destilería y encendió con ellas las hojas. Las cerillas se habían empapado con la lluvia y en el arroyo, pero tuvieron tiempo suficiente de secarse; no pudo encender las dos primeras y la tercera prendió pero se apagó en seguida, la cuarta, sin embargo, se quedó encendida y la utilizó para prenderle fuego a las hojas. Las llamas se desparramaron y comenzó a agregar pacientemente más hojas, más trocitos de leña, cuidando cada llama hasta que formaron una suficientemente grande como para poder agregarle leña más gruesa y finalmente las ramas secas.

La madera era tan vieja que no echaba mucho humo y el poco que salía, era aspirado por la brisa que entraba por la boca del túnel y llevado hacia el interior. Se quedó mirando el fuego, extendiendo sus manos hacia él para calentarlas, tiritando y observando las sombras en las paredes de la cueva. Se había equivocado. En ese momento se dio cuenta de que no era una cueva. Años atrás alguien había excavado una mina allí. Resultaba obvio por la simetría de las paredes del techo y el suelo liso. No habían quedado herramientas en los alrededores, ninguna carretilla herrumbrada, ni picos rotos, ni cubos podridos, quienquiera que hubiera sido el que había abandonado el lugar lo había tratado con cuidado, dejándolo bien limpio. Pero debió haber cerrado la entrada. Eso fue una extraña negligencia por parte suya. Los tirantes y vigas de madera debían estar bastante viejos y vencidos en la actualidad, y si a algunos chicos se les ocurría entrar a explorar, podían golpearse contra una viga o hacer demasiado ruido y provocar la caída de una parte del techo sobre ellos. ¿Pero cómo demonios iba a llegar un chico a este lugar? Estaba a kilómetros de distancia del habitante más próximo. Sin embargo, él lo había encontrado; y otros podrían encontrarlo también. Por supuesto, lo encontrarían mañana mismo, por lo que no debía perder tiempo, y le convenía irse antes de que llegaran. La luna creciente había alcanzado una altura que le hacía pensar que podrían ser ya las once de la noche. Unas pocas horas de descanso. Esto es todo lo que preciso, se dijo para sus adentros. Por supuesto. Y después podría irse.

El fuego era cálido y tranquilizador. Acercó las ramas de pino a la fogata y las colocó una encima de otra como si fueran un colchón, se acostó luego encima, con su costado lastimado apuntando al fuego. Las puntas de las agujas de los pinos se le incrustaban entre la ropa, pinchándole, pero no podía hacer nada para remediarlo: era indispensable acostarse sobre las ramas para mantenerse aislado de la humedad del piso. Estaba tan exhausto que las ramas le parecieron un colchón suave y blando; cerró los ojos y se quedó oyendo el lento chisporroteo de las leñas al quemarse. En el fondo del túnel se oía el eco del agua que goteaba.

Cuando vio las paredes de la mina por vez primera, casi esperó descubrir dibujos, pinturas, animales con cuernos, hombres cazando armados de lanzas. Había visto fotografías de algo semejante, pero no recordaba cuándo. En el colegio secundario, quizás. Siempre le habían fascinado los cuadros de cacerías.

Cuando era niño aún vivía en Colorado y fue caminando varias veces hasta las montañas; una vez se metió con sumo cuidado en una cueva y al avanzar por un recodo de la misma, la luz de su linterna iluminó el dibujo de un búfalo, sólo uno, de color amarillo perfectamente centrado en la pared.

Le pareció tan real que tuvo la sensación de que iba a salir disparando al verle a él, y se quedó allí sentado durante toda la tarde hasta que la luz de su linterna comenzó a debilitarse.

Después de ese día volvió varias veces más a la cueva, una vez a la semana por lo menos, y se quedaba sentado observando. Era su secreto. Su padre le había pegado una noche por no decir dónde había estado. Al recordarlo, Rambo movió su cabeza satisfecho por no haberlo dicho. Había pasado mucho tiempo desde que estuvo en esa cueva, y este lugar le daba la misma sensación de secreto que el otro. Un búfalo con una gran joroba y largos cuernos mirándole fijamente. Tan alto en la montaña, tan lejos de la planicie donde había nacido, ¿cuánto tiempo había estado allí y quién lo había dibujado? ¿Y quién había explotado esta mina y cuánto tiempo había transcurrido desde entonces? La cueva siempre le había hecho pensar en una iglesia, y este lugar también, pero esta asociación de ideas ahora le mortificaba. No se había sentido mortificado de niño, en honor a la verdad. Primera Comunión. Confesión. Recordaba cuando corría la pesada tela negra y se arrodillaba en el oscuro confesionario, apoyando sus rodillas sobre el almohadón, escuchando la ahogada voz del sacerdote mientras impartía la absolución al otro penitente situado del otro lado del confesionario. Luego se deslizaba el panel de madera y él iniciaba su confesión. ¿Confesar qué? Los hombres que acababa de matar. Fue en defensa propia, Padre,

¿Pero disfrutaste con ello, hijo mío? ¿Fue una ocasión de pecado?

Eso lo mortificaba más aún. El no creía en el pecado y no le gustaba ponerse a meditar sobre ello. Pero la pregunta se repetía: ¿fue una ocasión de pecado? Y mientras su mente se adormecía por el agradable calor que emanaba del fuego, se puso a pensar en lo que hubiera contestado de niño. Probablemente habría dicho que sí.

La secuencia de todas esas muertes era muy complicada. Podía justificarse ante el sacerdote diciendo que la muerte de los perros y la del hombre de verde habían sido en defensa propia. Pero y después, cuando tuvo oportunidad de escapar y se dedicó en cambio a perseguir a Teasle y mató a sus agentes mientras huían, eso sí era pecado. Y pensó entonces, como lo había hecho antes, que ahora Teasle lo perseguiría sin tregua y que había llegado el momento de su penitencia. El agua caía al vacío al final del túnel.

Al final del túnel. Debió haberlo revisado al principio. Una mina era un refugio natural para un oso. O para víboras. ¿Qué demonios le sucedía, por qué no lo había averiguado antes? Sacó una rama encendida del fuego y la usó como antorcha para examinar el túnel. El techo era cada vez más bajo y no le gustaba nada tener que agacharse, porque eso hacía que le doliese el costado, pero no le quedaba más remedio. Dio vuelta a un recodo en el que el agua que oía chorrear caía desde el techo, formando un charco, y luego salía por una grieta del piso y ése era el final. Su linterna amenazó con apagarse justo cuando llegó a la pared del fondo en la que había una grieta como de medio metro que seguía hacia abajo, y resolvió que estaba a salvo. Volvía en dirección a la fogata cuando su linterna se apagó definitivamente, pero estaba tan cerca que podía ver el débil resplandor de las llamas.

Entonces recordó que debía hacer otras cosas además. Verificar si la luz del fuego no era visible desde afuera. Buscar comida. ¿Qué más? La idea de descansar en esta mina le había parecido tan simple en un principio, pero se iba haciendo más y más complicada a medida que transcurría el tiempo y estuvo tentado de olvidar todo el proyecto y hacer un intento de cruzar entre la línea de luz allá abajo. Consiguió llegar hasta la entrada de la cueva antes de sentir un mareo tan fuerte que le obligó a sentarse. Tenía que quedarse allí. No tenía otra elección posible. Tendría que quedarse allí durante un rato.

Un rato nada más.

El primer disparo de un rifle sonó un poco hacia su derecha. Fue seguido inmediatamente por otros tres. La oscuridad era muy grande y estaban demasiado lejos para que fueran dirigidos a su persona. Se oyeron otros tres y luego el débil ulular de una sirena. ¿Qué demonios? ¿Qué era lo que pasaba?

Comida. Debes preocuparte solamente de eso. Comida. Y sabía exactamente en qué consistiría, una lechuza grande que había visto volar desde un árbol cercano cuando salió por primera vez de la cueva. Remontó vuelo, pero al rato volvió. Había visto repetirse la misma operación, adivinando los contornos en la oscuridad, otras dos veces. El pájaro había remontado nuevamente vuelo y él se quedó esperando que completara su ronda.

Se oyeron más disparos a lo lejos, a su derecha. ¿Pero para qué? Se quedó allí parado tiritando y meditando. Por lo menos su disparo se mezclaría con todos los demás; no indicaría su posición. Tener buena puntería de noche era algo difícil por lo general, pero gracias a la pintura fosforescente con que el viejo había pintado las miras del rifle, podía tener una oportunidad. Esperó y esperó, y justo cuando el sudor de su frente y el frío en su espalda se volvieron intolerables, oyó un batir de alas y pudo ver la rauda silueta de la lechuza que descendía y se posaba sobre la rama de un árbol. Uno, dos, y ya tenía el rifle apoyado contra su hombro, apuntando el contorno oscuro de la lechuza. Tres, cuatro, comenzó a tiritar y contrajo sus músculos para tratar de controlarlos. ¡Ca-rac!, el retroceso le produjo un fuerte dolor en sus costillas y se tambaleó dolorido hasta apoyarse en la entrada de la cueva. Estaba pensando que tal vez había errado el tiro, temiendo que quizás la lechuza se echara a volar y no regresara, cuando la vio moverse ligeramente. Cayó graciosamente del árbol, golpeó contra una rama, continuó su caída y desapareció en la oscuridad. Oyó el ruido que hizo al golpear contra las hojas secas y avanzó rápidamente por la pendiente de piedras en dirección al árbol, sin animarse a apartar sus ojos del lugar donde sospechaba había caído el pájaro. Pero perdió el rumbo y no pudo encontrarlo; al cabo de una larga búsqueda tropezó con él.

Volvió finalmente a la fogata en el interior de la cueva y se desplomó de cabeza sobre el colchón de ramas, temblando violentamente. Intentó hacer caso omiso de su dolor, concentrándose en mirar las patas de la lechuza y alisar sus plumas desordenadas. Opinó que debía ser una lechuza vieja y miró con simpatía la cara marchita del pájaro, pero no pudo mantener lo suficientemente firmes sus manos como para poder alisarle bien las plumas.

Seguía también sin comprender a qué obedecía el tiroteo de allá afuera.

IV

La ambulancia pasó junto al camión equipado con el transmisor de radio, tocando la sirena y avanzando a gran velocidad rumbo a la ciudad, seguida por tres camiones cargados con civiles, algunos de los cuales se quejaban a voz en cuello, gritando confusamente a los policías estatales a lo largo del camino. Dos coches patrulla del estado seguían a los camiones, vigilando la columna. Teasle, que estaba a un lado del camino, meneó la cabeza mientras la luz de los faros le iluminaba en la oscuridad y caminó lentamente hacia el camión.

—¿No se sabe todavía cuántos son los nuevos heridos? —le preguntó al radio-operador instalado en la parte de atrás del camión.

La luz de la bombilla que colgaba en el fondo del camión formaba un halo alrededor de la cabeza del radio-operador.

—Acaban de informarme, desgraciadamente —dijo con voz pausada—. Uno de ellos. Uno de los nuestros. El civil está herido en la rótula, pero el nuestro tiene un balazo en la cabeza.

—¡Oh! —Cerró los ojos durante un instante.

—El camillero de la ambulancia dice que tal vez no llegue con vida hasta el hospital.

Tal vez nada, pensó. En la forma en que han sucedido las cosas durante estos últimos tres días, lo más probable es que no viva. No cabe duda alguna. No hay posibilidades de que sobreviva.

—¿Lo conocía yo? No. Espere. Mejor será que no me lo diga. Ya son demasiados los muertos que conozco. ¿Consiguieron por lo menos juntar a todos esos borrachos para impedir que disparen contra alguna otra persona? ¿Los que pasaron en los camiones eran los últimos que quedaban?

—Kern dice que eso es lo que él cree, pero que no puede asegurarlo.

—Lo que significa que todavía puede quedar otro centenar de ellos acampados allá arriba.

Santo cielo, ¿no te gustaría que hubiera otra forma de hacer esto, que nuevamente estuvieran solos frente a frente tú y el muchacho? ¿Cuántos más morirán antes de que termine todo esto?

Había dado demasiadas vueltas caminando por allí. Se sentía mareado otra vez, tuvo que recostarse contra la parte de atrás del camión porque las piernas se le aflojaban. Tenía la impresión de que sus ojos iban a girar hacia atrás, introduciéndose en las órbitas. Como los ojos de las muñecas, pensó.

—Será mejor que suba aquí atrás y descanse un poco —dijo el radio-operador—. A pesar de que no le da la luz de lleno puedo ver que las vendas de su cara están mojadas por el sudor.

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