Salió chorreando del arroyo, buscó una rama fina en el suelo y limpió con ella el caño de su rifle y sacó la tierra del mecanismo del disparador. Movió repetidas veces la palanca del rifle para asegurarse de que funcionaba suavemente, volvió a colocar los proyectiles que había sacado antes y se puso finalmente en marcha, avanzando cuidadosamente entre los árboles y arbustos en dirección al camino. Se alegró de haberse quitado el barro en el arroyo pues se sentía mejor, con más ánimo y posibilidades de escapar.
La sensación desapareció en cuanto oyó a los perros: dos grupos, uno ladraba justo delante suyo, dirigiéndose hacia él, y el otro a la izquierda, moviéndose rápidamente. Estarían siguiendo su rastro por el lugar en donde él había perdido a Teasle en la ladera de las zarzas, metiéndose luego por el arroyo y dirigiéndose semi-inconciente hacia las montañas altas hasta acabar en la mina. Los de la izquierda estarían rastreando la senda por la que había perseguido a Teasle hasta las zarzas. Ese rastro tenía más de un día de antigüedad y a no ser que uno de los hombres a cargo de los perros fuera un experto en seguir rastros, no tendrían idea de cuál pista era la que había seguido él, al correr hacia las zarzas y cuál era la que había tomado al alejarse de allí. Por lo visto habían decidido no correr ningún albur y habían hecho seguir a los perros las dos pistas.
Pero esas consideraciones no le servían de mucha ayuda. Debía alejarse de la jauría que avanzaba hacia el arroyo, y evidentemente no estaba en condiciones de correr más rápido que ellos debido al fuerte dolor que sentía en el costado. Podía tenderles una emboscada y matarlos a todos, tal como lo hizo con el grupo que comandaba Teasle, pero el sonido de sus disparos serviría para indicar su posición y dado lo numerosos que eran sus perseguidores, no tendrían ninguna dificultad en encerrarlo en el bosque.
Bien. Tendría que recurrir a algún truco para desviar a los perros de su rastro. Por lo menos tenía cierto tiempo para poder hacerlo. No vendrían directamente a este lugar. Seguirían en primer término su rastro bien lejos del arroyo, subirían las colinas hasta llegar a la mina, y entonces bajarían hasta allí. Podría tratar de llegar al camino, pero los perros acabarían por tomar ese rumbo y los hombres a cargo de ellos avisarían por radio para que le tendieran una emboscada adelante.
Se le ocurrió una idea. No era muy buena, pero era lo mejor que podía imaginar. Corrió rápidamente entre los árboles y volvió al lugar en el que se había enterrado a orillas del arroyo; se metió sin pérdida de tiempo en el agua y comenzó a vadear por el arroyo hasta el camino, imaginando lo que harían los perros. Seguirían el rastro que bajaba de la mina, encontrarían la senda que había recorrido al salir de su escondite, internándose en el bosque, lo seguirían y se quedarían olfateando perplejos al advertir que su rastro se perdía abruptamente entre la maleza. Se demorarían un buen rato hasta darse cuenta de que había retrocedido sobre sus pasos, que había vuelto otra vez hasta el arroyo y avanzaba por él vadeándolo; pero él ya estaría bien lejos cuando se dieran cuenta de su maniobra. Tal vez estaría conduciendo un coche o un camión que se las habría arreglado para robar.
Pero la policía avisaría a los coches patrulla que buscaran un automóvil robado.
Bien, entonces se bajaría de él y lo dejaría abandonado tras recorrer unos cuantos kilómetros.
¿Y entonces qué? ¿Robar otro coche y dejarlo abandonado después? ¿Dejarlo para internarse en el campo y tener nuevamente una jauría detrás suyo?
Mientras vadeaba el arroyo pensando desesperadamente cómo escapar, se dio cuenta, paulatinamente, de que le iba a ser muy difícil, prácticamente imposible. Teasle seguiría persiguiéndolo. Teasle nunca lo dejaría escapar, ni siquiera le permitiría descansar
Estaba tan preocupado por los ladridos de los perros, cada vez más cercanos, caminando con la vista fija en el fondo para no tropezar con piedras o ramas sumergidas en el agua, sujetándose las costillas, que no vio al hombre hasta que estuvo directamente frente a él. Al salir de la curva que formaba el arroyo se encontró con el hombre, sentado en la orilla, sin zapatos ni calcetines y con los pies metidos en el agua. Tenía ojos azules. Sujetaba su rifle con aire desconfiado. Debió haber oído a Rambo y decidió defenderse por si acaso; pero evidentemente no había imaginado que se trataba de Rambo, pues cuando el hombre se dio cuenta de que el muchacho estaba justo adelante, se quedó boquiabierto y paralizado mientras Rambo se abalanzaba sobre él. No debía hacer ruido. Nada de ruido. No debía disparar. Rambo sacó su cuchillo, le arrancó el rifle al hombre, éste trató de ponerse de pie y Rambo le encajó una puñalada en el estómago, haciendo deslizar luego el cuchillo hacia las costillas.
—Dios —dijo el hombre, y murió mientras su última sílaba se convertía en un gemido.
—¿Qué? —preguntó alguien.
Rambo pegó un respingo involuntario. No tenía oportunidad de esconderse.
—¿No te he dicho que dejes de quejarte de tus pies? —decía la voz—. No. Oh, no. Vamos, ponte de una vez los zapatos antes de que
Un hombre salió de un pozo abrochándose los pantalones, pero cuando vio a Rambo fue más rápido que su amigo. De un salto agarró un rifle que estaba apoyado contra un árbol. Rambo trató de llegar antes pero el otro se anticipó a él y no, oh, no, oprimió con su mano el gatillo y el sonido de un disparo acabó con las esperanzas de Rambo. El tipo iba a disparar una segunda vez cuando Rambo le voló la cabeza. ¿Tenías que disparar y alertarlos, verdad? Sinvergüenza. Tenías que jorobarme.
¿Qué hacer, Dios mío?
En el bosque resonaban voces de hombres que se llamaban unos a otros. La maleza pareció cobrar vida llenándose de ruidos de ramas que se quebraban, de hombres que corrían. Los perros que estaban más cerca empezaron a ladrar. No tenía ningún lugar adonde ir, no podía hacer absolutamente nada. Saldrían hombres de todas partes.
Estoy liquidado.
Se sintió casi contento de haber perdido. No tendría que seguir corriendo, se acabaría el dolor de su pecho, lo vería un médico, lo alimentarían, le darían una cama. Ropa limpia. Dormiría.
Siempre y cuando no lo mataran ahí mismo, pensando que todavía estaba dispuesto a luchar.
Entonces arrojaría su rifle al suelo, levantaría los brazos y exclamaría que se rendía.
La idea lo llenó de repugnancia. No podía quedarse allí parado, esperando a que vinieran. Nunca lo había hecho. Era infame.
Debía haber todavía algo que pudiera hacer y entonces pensó nuevamente en la mina y en la regla final: si no le quedaba más remedio que perder, si su captura era inminente, por lo menos le quedaba el recurso de elegir el lugar donde eso sucedería y el lugar que le resultaba más ventajoso era la mina. ¿Quién sabe qué podría suceder? Quizás en el trayecto a la mina se le ocurriría otro modo de escapar.
Los hombres se acercaban por la maleza. Todavía no se los veía. Faltaba poco.
Muy bien, a la mina entonces. No hay tiempo para seguir pensando en ello, y súbitamente, su cuerpo se animó ante la idea de entrar nuevamente en acción, se olvidó del cansancio, salió del arroyo y se internó en el bosque. Los oyó venir por delante, entre los matorrales. Se desvió hacia la izquierda, avanzando agachado. Pudo verlos entonces un poco más lejos hacia su derecha, corriendo presurosos hacia el arroyo. Vio a los Guardias Nacionales. Uniformados. Con cascos. La noche anterior mientras contemplaba la hilera de luces a la distancia había bromeado respecto a que Teasle había juntado un pequeño ejército para perseguirlo, pero, Dios santo, esto era un ejército bien real.
Los guardias habían transmitido informes sobre el terreno a medida que avanzaban, indicando elevaciones, pantanos y depresiones que el agente marcaba en el mapa en blanco mientras Teasle seguía tumbado en el banco, cansado y deprimido, observándolo marcar con una cruz el lugar donde encontraron los cuerpos de los dos civiles junto al arroyo. Tuvo la sensación de estar mirando todo eso desde muy lejos, aturdido finalmente por la cantidad de pastillas que había tomado. No les contó nada a Trautman o a Kern, pero poco rato después de haber recibido la noticia de que habían encontrado los cuerpos acuchillados, acribillados, sintió una punzada muy fuerte cerca del corazón, tan dolorosa que lo asustó. Otros dos muertos. ¿Cuántos son ahora? ¿Quince? ¿Dieciocho? Dio vueltas con los números en su cabeza, tratando de evitar una nueva cifra total.
—Debe haberse dirigido hacia el camino cuando le descubrieron esos dos civiles —dijo Trautman—. Sabe que lo esperamos por los alrededores del camino, por eso ahora tendrá que volver a las montañas. Tratará de ir por una senda distinta para llegar al camino cuando le parezca que no corre peligro. Tal vez se dirija hacia el este entonces.
—Pues está perdido —dijo Kern—. Lo tenemos cercado. La línea se extiende entre él y el terreno montañoso, por lo tanto no podrá internarse en esa zona. La única posibilidad que le queda es dirigirse al camino, y tenemos otro contingente esperándolo allí.
Teasle no había apartado su vista del mapa. Se dio la vuelta ahora y dirigiéndose a Kern dijo:
—No. ¿Es que no ha oído? El muchacho probablemente esté ya en las montañas. El resumen de la historia puede leerse en el mapa.
—Eso no tiene sentido para mí. ¿Cómo se las va a arreglar para atravesar la línea?
—Fácilmente —interpuso Trautman—. Cuando los guardias oyeron los disparos detrás de ellos, un grupo se separó del grueso del contingente y retrocedió para investigar. Al hacerlo dejaron una brecha lo suficientemente grande como para que él pudiera deslizarse por ahí y subir a las montañas. Al igual que usted, todos contaban con verlo alejarse del cordón, por lo que no estaban atentos para verlo acercarse y deslizarse entre ellos. Mejor será que les diga que prosigan con su marcha hacia las montañas para evitar que consiga distanciarse más aún.
Hacía rato que Teasle esperaba oír las siguientes palabras de boca de Kern. Ahora llegó el momento.
—No estoy seguro —dijo Kern—. Se está complicando mucho todo el asunto. No sé qué es lo que debo hacer. Supongamos que él no razonó de esa forma. Supongamos que no se dio cuenta de que había una brecha en la línea y se quedó donde estaba, entre la línea y el camino. Si les digo a mis hombres que avancen tierra adentro, se vendrá abajo la trampa.
Trautman alzó las manos.
—Suponga usted lo que quiera, A mí no me importa. No me gusta tener que ayudar en primer lugar. Pero no obstante, lo estoy haciendo. Ahora, eso no significa que tenga que explicar una y mil veces lo que debe hacerse y luego pedirle de rodillas que lo haga.
—Espere un poco, usted no comprende. No pongo en tela de juicio sus conocimientos. Sólo pienso que tal vez él no actúe de acuerdo a las leyes de la lógica. Puede sentirse atrapado y correr en círculos como lo hace un conejo asustado.
Por primera vez la voz de Trautman reflejó abiertamente su orgullo.
—No lo hará.
—Pero si lo hace, si llegara a hacerlo, usted no es el que tendrá que responder por haber mandado a todos esos hombres en una dirección equivocada. Yo sí. Tengo que contemplar esto desde todos los ángulos. Después de todo, aquí hablamos sólo teóricamente. No tenemos pruebas para ajustarnos a ellas.
—Entonces permítame que yo dé la orden —dijo Teasle. Tuvo la sensación que el camión se hundía varios metros al sentir otra fuerte punzada en el pecho. Hizo un esfuerzo para poder seguir hablando, luchando con todo su cuerpo—. Si la orden resulta ser equivocada, yo responderé de ella gustoso —contuvo la respiración y se quedó rígido.
—Cielos, ¿se siente bien? —le preguntó Trautman—. Acuéstese en seguida.
Hizo un gesto para alejar a Trautman. El radio-operador dijo repentinamente:
—Transmiten un informe —y Teasle procuró ignorar las molestas palpitaciones de su corazón y prestar atención.
—Acuéstese —le dijo Trautman—. O tendré que obligarle a hacerlo.
—¡Déjeme en paz! ¡Escuchen!
—
El jefe del grupo treinta y cinco de la Guardia Nacional informando. Debemos ser tantos que los perros parecen haber perdido su olfato. Insisten en guiarnos hacia las montañas en lugar de hacia el camino
.
—No, no han perdido su olfato —dijo Teasle dirigiéndose a Kern con voz dolorida, haciendo un esfuerzo por mantenerse sentado—. Pero nosotros nos hemos distanciado considerablemente de él, mientras usted trataba de decidirse. ¿Cree que podrá darles ahora la orden?
Cuando Rambo trepaba por la pendiente de piedras en dirección a la mina, un proyectil se incrustó en una roca unos pocos metros a su izquierda y el eco del disparo resonó en todo el bosque. Con la vista puesta en la entrada de la mina, trepó apresuradamente y a tumbos hasta llegar a la boca del túnel, resguardándose la cara de los trozos de roca que saltaron al golpear otros dos proyectiles contra el lado derecho de la entrada. Se detuvo exhausto cuando estuvo bien adentro del túnel, fuera del alcance de las balas, recostándose contra una de las paredes, jadeando. No le había sido posible mantener la distancia que lo separaba de los demás.
Sus costillas.
Los guardias estaban a poco menos de dos kilómetros, se movían rápidamente y estaban tan absorbidos por la cacería que disparaban antes de tener un blanco visible. Soldados de pacotilla. Bien entrenados pero sin experiencia, por esa razón no tenían la disciplina necesaria y eran capaces de hacer cualquier cosa dominados por su gran excitación. Correr estúpidamente. Desperdigar balas en la entrada de la mina. Hizo bien en venir aquí. Eran tan atropellados, que si hubiera decidido rendirse cuando estaba en el arroyo lo habrían acribillado a tiros. Tenía que poner una valla entre su persona y ellos para que no dispararan antes de que él pudiera explicarse.
Retrocedió sobre sus pasos en el oscuro túnel y avanzó hacia la luz, estudiando el techo. Cuando encontró un lugar donde había una fisura peligrosa, empujó las vigas que lo sostenían, retrocediendo antes de que el techo cayera encima de él. No lo asustaba el riesgo que corría. Si el derrumbe era lo suficientemente grande como para bloquear la entrada y cerrar el paso de aire, sabía que lo sacarían de allí antes de morir. Pero no pasó nada cuando empujó las vigas, y tuvo que probar con las siguientes, dos metros más hacia el interior; esta vez el techo se desplomó cuando las empujó, produciendo un estrépito ensordecedor que le hizo zumbar los oídos. Poco había faltado para que lo aplastara. El túnel se llenó de un polvo asfixiante y él comenzó a toser mientras esperaba que la tierra se asentara para poder ver cuántas piedras habían caído. Un débil rayo de luz se filtraba entre el polvo que comenzó entonces a asentarse en el piso, permitiéndole ver que había un espacio de más o menos treinta centímetros entre la barrera de rocas y el techo prácticamente desmoronado. Cayeron más piedras y el espacio se redujo a quince centímetros. La casi imperceptible brisa que entraba empujó parte del polvo hacia el interior del túnel. El ambiente se hizo más frío. Se deslizó por la pared hasta el piso húmedo, oyó crujir nuevamente el techo hasta que por fin quedó firme y casi en seguida oyó unas voces débiles que hablaban afuera.