Rambo. Acorralado (24 page)

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Authors: David Morrell

Tags: #Otros

BOOK: Rambo. Acorralado
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—No lo hará. Tendremos que seguir persiguiéndole aunque se escape de aquí, y alguien más puede resultar herido. Usted ya ha admitido que esa responsabilidad es tanto suya como mía. Y si como dice él es lo mejor que ha salido de su escuela, pues entonces demuéstrelo, caramba. Póngale cuantos obstáculos se le ocurra. Y sí consigue escapar a pesar de todo eso, tendrá un doble motivo para estar orgulloso de él ya que usted hizo todo cuanto pudo para atraparle. En cierto sentido, no puede hacer otra cosa que cooperar.

Trautman contempló su cigarrillo, dio una larga calada y lo tiró afuera del camión, desparramando chispas en la oscuridad.

—No entiendo por qué demonios encendí ese cigarrillo. Hace tres meses que dejé de fumar.

—No esquive la pregunta —dijo Teasle—. ¿Va a ayudar, sí o no?

Trautman miró el mapa.

—Supongo que nada de lo que diga tiene importancia. Dentro de unos pocos años esta búsqueda no será necesaria. Tenemos ahora unos instrumentos que pueden colocarse en la parte de abajo de un avión. Y para encontrar a un hombre basta con sobrevolar el lugar donde usted cree que se encuentra y el aparato registrará la temperatura de su cuerpo. En estos momentos no hay disponible suficiente cantidad de esos aparatos. La mayor parte están en la guerra. Pero cuando volvamos de allí, un hombre que huya no tendrá esperanza alguna de escapar. Y tampoco necesitarán un hombre como yo. Esto es el fin de algo. Es una pena. Y a pesar de que detesto la guerra, veo con horror el día en que las máquinas reemplacen a los hombres. Ahora un hombre puede defenderse por lo menos con su inteligencia.

—Pero sigue eludiendo mí pregunta.

—Sí, voy a cooperar. Hay que detenerlo y prefiero que la persona que esté a cargo de ello sea alguien como yo, capaz de entenderlo y compartir su sufrimiento.

V

Rambo sujetó a la lechuza por su dorso suave y flexible, agarró un puñado de plumas de la panza y tiró. Hicieron un ruido apagado y desgarrante al salir. Le gustaba el contacto de las plumas con su mano. Lo peló todo, cortó la cabeza, las alas y las patas, apoyó la punta de su cuchillo donde terminan las costillas y con el filo de la hoja hizo un tajo hasta las patas. Separó los costados del esqueleto, metió la mano y agarró las vísceras húmedas y calientes, tiró suave pero firmemente, sacó casi todas las entrañas de golpe y raspó el resto con su cuchillo. Estuvo por enjuagar el esqueleto con el agua que goteaba por el techo de la mina, pero no sabía si estaba contaminada y además, lavar el ave, hubiera significado una nueva complicación, cuando lo único que pretendía era terminar con esto de una vez, comer y salir de allí. Ya había gastado demasiadas energías. Agarró una rama larga que no estaba en el fuego, la afiló, atravesó con ella la lechuza, y la extendió sobre las llamas. Los restos de plumas y pelos que todavía quedaban se chamuscaron con el fuego. Sal y pimienta, pensó. Como la lechuza parecía vieja, seguramente sería dura y resistente. La sangre al quemarse produjo un olor acre y con toda seguridad la carne tendría un sabor similar, por eso deseó tener sal y pimienta.

De modo que esto era a lo que había llegado, pensó. Había pasado de acampar en el bosque con su saco de dormir y de comer hamburguesas y gaseosas sentado en el pasto polvoriento a un costado del camino, a esto, a una cama de ramas de pino en el interior de una mina y un esqueleto de lechuza, sin siquiera una pizca de sal y pimienta. No era totalmente distinto a acampar en el bosque, pero había sido todo un lujo el vivir entonces con lo mínimo, porque era lo que él quería hacer. Ahora, quizá, se viera forzado a vivir de esta forma durante un buen tiempo, y esto sí era realmente lo mínimo que se podía tener. A lo mejor dentro de poco ni siquiera tendría eso y añoraría la maravillosa noche en que durmió varias horas en una mina y cocinó esa lechuza vieja y dura. Ya no pensaba más en Méjico. Pensaba solamente en su próxima comida y en el árbol en que dormiría. En un solo día. En una noche a la vez.

Su pecho palpitaba intensamente cuando levantó las dos camisas para observar sus costillas y se quedó fascinado al ver lo hinchadas e inflamadas que estaban. Pensó que era como si tuviera un tumor o algo que creciera en su interior. Unas pocas horas más de descanso no le curarían. Por lo menos ya no se sentía mareado. Era hora de ponerse en marcha. Atizo el fuego para cocinar más aprisa el ave. Sentía el calor del fuego en la frente y a lo largo de la nariz. O quizás era fiebre, pensó. Se acostó de espaldas sobre las ramas de pino con su cara sudorosa vuelta hacia el fuego. La mucosidad de su boca era seca y pegajosa, tenía ganas de beber de la cantimplora, pero ya había vaciado bastante su contenido, debía guardar un poco para después. Cada vez que separaba sus labios una fina película pegajosa se adhería a ellos. Se resolvió finalmente a beber, hizo un buche con el agua tibia de sabor metálico, dudando si podría darse el lujo de escupirlo, pero decidió que no y lo tragó dificultosamente.

La voz lo sobresaltó. Su eco resonó claramente en el túnel dando la impresión de que había un hombre afuera, provisto de un megáfono, hablándole a él. ¿Cómo pudieron adivinar dónde estaba escondido? Verificó rápidamente si su pistola, cuchillo y cantimplora estaban sujetos al cinturón, tomó el rifle y el palo de la lechuza y se dirigió a la entrada de la cueva. La brisa que penetraba era fresca y apacible. Aminoró el paso justo antes de la boca de la cueva, cerciorándose de que no le esperaban afuera, en la oscuridad. No vio a nadie pero oyó otra vez la voz. Indudablemente provenía de un altavoz. De un helicóptero. Oyó el rugido del motor encima del peñasco, oculto por la oscuridad, y por todas partes resonaba una voz masculina que gritaba:

—Grupos doce al treinta y uno. Reúnanse en la ladera este. Grupo treinta y dos, intégrense con el cuarenta. Despliéguense hacia el norte.

Todavía se veía allí abajo y a lo lejos, la hilera de luces, esperando.

Teasle estaba empeñado en atraparlo. Debía tener un pequeño ejército reunido allí abajo. ¿Pero para qué demonios servía el altavoz? ¿No tenían suficientes radios de campaña para coordinar los grupos? O quizás el objeto de este ruido sea solamente ponerme nervioso, pensó. O asustarme, haciéndome saber cuántos son los que me buscan. A lo mejor es un truco y no hay nadie en el norte ni en el este. A lo mejor tienen solamente suficientes hombres como para cubrir el oeste y el sur.

Rambo había oído un megáfono similar usado por las fuerzas especiales durante la guerra. Generalmente confundía al enemigo y los inducía a anticiparse a las acciones de las fuerzas especiales, moviéndose equivocadamente. Existía una regla opuesta: cuando alguien trata de inducirnos a adivinar sus movimientos hay que abstenerse de hacerlo. Lo mejor es seguir viaje como si uno no hubiera oído nada.

La voz repetía ahora lo mismo, debilitándose mientras el helicóptero ascendía sobre el peñasco. Pero Rambo ignoró en absoluto lo que decía. Teasle podía traer todos los hombres que quisiera a estas montañas. A él no le importaba eso.

Había elegido un camino y pasarían a su lado sin verlo.

Miró hacia el este. El cielo estaba poniéndose gris ahora. Amanecería dentro de un rato. Se sentó en las piedras frías que formaban la entrada de la mina y toco el pájaro con un dedo para saber si estaba demasiado caliente para comerlo. Cortó entonces un pedazo, lo masticó y le pareció horrible. Peor de lo que había imaginado. Duro, seco y amargo. Tuvo que hacer un esfuerzo para comer otro bocado, y masticó y masticó antes de poder tragarlo.

VI

Teasle no pegó ojo. Trautman se acostó en el suelo y cerró los ojos una hora antes del amanecer, pero Teasle permaneció sentado en el banco, recostado contra la pared y le pidió al radio-operador que conectara el sonido de los auriculares con los altavoces para poder oír los informes sobre la posición de los grupos, sin apartar la vista del mapa. Los informes se hicieron menos frecuentes al cabo de un rato, el radio-operador se inclinó sobre la mesa apoyando la cabeza en sus brazos y Teasle quedó solo otra vez.

Todas las unidades estaban en el lugar indicado. Vio en su imaginación a policías y miembros de la Guardia Nacional, desparramados por los bordes de los campos y parcelas arboladas, apagando sus cigarrillos y cargando los rifles. Estaban divididos en sección de cincuenta hombres y cada sección tenía un hombre equipado con una radio de campaña, por las cuales se les impartiría la orden de ponerse en movimiento a las seis de la mañana. Avanzarían entre los campos y los bosques desde todos los puntos cardinales formando una amplia línea.

Se demorarían varios días en recorrer todo ese terreno y converger en un punto central, pero finalmente lo agarrarían. Si un grupo llegaba a una zona escarpada en la que debían avanzar más lentamente, el encargado de la radio pasaría el aviso a los otros grupos, que aminorarían el ritmo de su marcha y esperarían. De esa forma se evitaría que un grupo quedara detrás de la línea al rezagarse en sus avances, desviándose imperceptiblemente hacia un lado, registrando un área previamente revisada por los otros. No habría brechas en la línea con excepción de las que habían sido planeadas como trampas, y que contaban con un grupo de hombres al acecho, esperando atrapar al muchacho si decidía aprovecharse de ese lugar abierto. El muchacho. Y a pesar de que ahora conocía su nombre, Teasle no podía acostumbrarse a usarlo.

El aire se hizo más húmedo al amanecer, cubrió con una manta del ejército a Trautman, que seguía tirado en el suelo y él, se envolvió con otra. Siempre quedaba algo por hacer, algún fallo en el plan que cubrir: lo recordaba por su experiencia en Corea y Trautman lo había mencionado también, por lo que decidió repasar la búsqueda desde todos los ángulos, tratando de encontrar algún detalle olvidado.

Trautman quiso que los helicópteros lanzaran patrullas en los picos más altos, desde los que podrían ver al muchacho si trataba de escapar de la línea de búsqueda. A pesar de lo peligroso que era bajar a los hombres con poleas en medio de la oscuridad, habían tenido suerte y no ocurrió ningún accidente. Trautman pidió que los helicópteros volaran de un lado a otro transmitiendo órdenes falsas para confundir al muchacho, cosa que también se realizó.

Trautman imaginaba que el muchacho trataría de escapar por el sur: esa era la dirección que había elegido para escapar durante la guerra y era muy posible que lo repitiera nuevamente, por lo que la línea del sur fue reforzada con excepción de los puntos dejados indefensos intencionalmente, y que, en realidad, eran trampas.

Le ardían los ojos por no haber dormido, pero Teasle no conseguía conciliar el sueño y cuando no encontró ningún detalle del plan que quedara sin revisar, se encontró pensando en otras cosas que quería olvidar. Había estado tratando de hacerlas a un lado, pero ahora empezó a sentir dolor de cabeza y los fantasmas aprovecharon para volver por cuenta propia.

Orval y Shingleton. Las comidas semanales de los viernes en casa de Orval. «Un buen modo de empezar el fin de semana» decía la señora de Kellerman, que lo llamaba todos los jueves a la comisaría para preguntarle qué le gustaría comer el día siguiente. En otros tiempos lo habría llamado por teléfono ese preciso día y mañana comerían —¿qué comerían?— no, la idea de sentir la boca llena de comida era intolerable. Jamás Beatriz. Siempre fue la señora de Kellerman. Eso fue lo que decidieron cuando mataron a su padre y él fue a vivir con ellos. No podía llamarla “mamá” y nunca le pareció que sonaba bien “tía Beatriz”, por eso siempre fue la señora de Kellerman y a Orval le gustaba mucho, pues le habían enseñado a decirle a sus propios padres “Señor” y “Señora”. Pero con él había sido distinto.

Orval iba tan a menudo a casa de su padre que Teasle se había acostumbrado a llamarle Orval, y era una costumbre difícil de abandonar. La comida de los viernes. Mientras ella cocinaba, él y Orval se quedaban afuera con los perros, y entraban luego para tomar una copa antes de comer, pero Orval ya había dejado de beber alcohol, y en los últimos tiempos los únicos que tomaban un cóctel eran la señora de Kellerman y él, mientras Orval bebía un jugo de tomate con sal y salsa de tabasco.

La boca de Teasle se le llenó de una saliva amarga al pensar ahora en ello, por lo que se esforzó en no pensar más en comida, y recordar en cambio cómo habían empezado las discusiones, y cómo habían terminado las comidas de los viernes.

¿Por qué no había querido ceder ante Orval? ¿Era realmente tan importante la forma en que debía llevarse un arma o entrenar a un perro como para que tuvieran que discutir por ello? ¿No sería que Orval se estaba haciendo viejo y tenía que demostrar que era tan capaz como siempre?

Quizás como estaban tan unidos, cualquier desacuerdo se convertía en una traición y no podían dejar de discutir. Que tal vez por puro orgullo yo tenía que demostrarle que ya no era un niño, pensó Teasle, y Orval no podía tolerar que su hijastro le hablara como él nunca había osado hablarle a su propio padre.

La señora de Kellerman tenía sesenta y ocho años. Hacía cuarenta años que se había casado con Orval. ¿Qué iba a hacer ahora sin él? Toda su vida estaba unida a la de su marido. ¿Para quién iba a cocinar ahora? ¿Para quién limpiaría y a quién tendría que lavarle ahora la ropa?

A mí, supongo, pensó Teasle.

¿Y Shingleton y las competiciones de tiro en las que habían participado juntos, representando a su departamento?

Shingleton era casado también y tenía tres hijos, tres niños, ¿y qué podría hacer ahora su mujer? ¿Buscar un trabajo, vender la casa y pagarle a alguien para que cuidara a los niños mientras ella trabajaba? ¿Y qué podré decirles a las dos sobre la forma en que murieron sus respectivos maridos? Debió haberlas llamado por teléfono hacía mucho, pero no conseguía reunir fuerzas para hacerlo.

Su vaso de papel estaba lleno de colillas mojadas en café. Encendió el último cigarrillo que le quedaba, estrujó el paquete, sintió la garganta áspera y se puso a pensar en el pánico que le invadió en el peñasco mientras Shingleton gritaba «¡Cuidado, Will! ¡Me ha visto!».

El sonido del disparo y su carrera desenfrenada. Si se hubiera quedado, a lo mejor habría podido dispararle un tiro al muchacho. Si se hubiera acercado a Shingleton, a lo mejor lo habría encontrado aún con vida y habría podido salvarlo. Se estremeció de disgusto al recordar su histérica huida por el risco. Qué tipo tan valiente eres, se dijo a sí mismo. Y si estuvieras nuevamente en idéntica situación actuarías exactamente de la misma forma.

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