El murmullo lo salvó del pánico, pensó que eran los otros que venían en su busca, pero cómo demonios podrían encontrarlo en este laberinto, y en eso reconoció el sonido de un curso de agua. Antes de darse cuenta de ello, había aumentado la velocidad de su paso hacia esa dirección, golpeándose contra las paredes, mirando fijamente hacia la oscuridad más allá de donde llegaba su luz, como una meta perceptible por fin.
Pero el sonido desapareció y se encontró solo otra vez. Aminoró el paso y se detuvo, recostándose contra una pared, desanimado. No había existido ningún ruido de agua. Lo había imaginado.
Pero había parecido tan real. No podía creer que su imaginación le jugara semejantes trucos.
¿Pero qué había sucedido entonces con el ruido? Si era tan real, ¿dónde se había metido?
Comprendió que debía tratarse de un pasaje oculto. En su apuro por llegar hasta el ruido no había verificado si había otras aberturas en las rocas. Vuelve. Mira. Y al hacerlo lo oyó otra vez, encontró la abertura en la parte cerrada de una curva y se metió por ella, oyendo cada vez más fuerte el ruido a medida que avanzaba.
En ese momento era ensordecedor. Las llamas de su antorcha bajaban cada vez más, dando la impresión de que en cualquier momento se iba a apagar. Llegó entonces a una parte en que la galería terminaba en un precipicio y debajo, bien abajo, un curso de agua surgía por un agujero de las rocas, corría rugiendo entre éstas hasta desaparecer debajo de una piedra saliente. Aquí. Aquí era por donde se introducía la brisa.
Pero no era así. El agua salpicaba la roca saliente debajo de la cual pasaba y no había espacio suficiente como para que el aire entrara por allí. No obstante, seguía sintiendo la brisa, que soplaba con fuerza; debía haber otra salida por allí bien cerca. La antorcha silbó y él lanzó una mirada angustiada a su alrededor, tratando de memorizar los contornos del reborde sobre el que estaba parado. De repente se vio en medio de la oscuridad, de la oscuridad más completa que jamás había conocido, y sobrecogedora al mismo tiempo, por el peligro que corría de caer a la corriente de agua si no se movía cuidadosamente. Se quedó tenso mientras esperaba que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Pero no pudo acostumbrarse. Comenzó a perder el equilibrio, se balanceaba hacia un lado y otro, hasta que finalmente cayó sobre sus manos y sus rodillas y comenzó a arrastrarse hacia un pasaje muy bajo al fondo del reborde que había conseguido divisar justo antes que se le apagara la antorcha. Para pasar por el agujero tuvo que tirarse al suelo. La roca era áspera. Le desgarró la ropa, le rasguñó la piel y le retorció las costillas obligándolo a lanzar repetidos gemidos.
Pero luego comenzó a gritar por algo que no era el dolor de sus costillas. Porque cuando entró a ciegas por el agujero hacia ese recinto donde tenía lugar suficiente como para levantar la cabeza, al estirar su mano hacia adelante para aferrarse a algo y poder avanzar palpó una masa blanca y espesa. Una gota de excremento mojado cayó sobre su cuello, algo le mordió el dedo y algo pequeño trepó corriendo por su brazo. Estaba acostado sobre una espesa capa de heces que penetraban entre sus dos camisas desgarradas y le embadurnaban la barriga. Oyó unos chillidos sobre su cabeza y un batir de alas; cielos, eran murciélagos. Estaba acostado sobre sus excrementos y los que ahora trepaban por sus manos en un número no inferior a una media docena, eran escarabajos, esa carroña que se alimenta con el guano de los murciélagos y con los cuerpos de los que caían enfermos al piso. Eran capaces de limpiar totalmente un cuerpo; ahora acribillaban la piel de sus brazos mientras retrocedía enloquecido por el agujero, golpeándose la cabeza y los costados de su cuerpo en su lucha por quitárselos de encima. Dios, la rabia. Una tercera parte de cualquier colonia de murciélagos estaba enferma de rabia. Si se despertaban y se daban cuenta de su presencia, podrían atacarlo y morderlo por todas partes mientras gritaba. Basta, se dijo a sí mismo. Los atraerás hacia ti. Deja de gritar. Se oyó un batir de alas. Dios, no podía dejar de gritar y retorcerse hasta que finalmente salió otra vez al borde del foso por el que corría el arroyo y comenzó a sacudir las manos y los brazos, restregándose, cerciorándose hasta el cansancio de que los había espantado, pero sintiendo todavía sobre su piel el cosquilleo de sus patas. Son capaces de seguirme, pensó súbitamente, retrocediendo del agujero por el que había entrado, desorientado en medio de la oscuridad del lugar, con una pierna colgando por el borde del foso. Dio un respingo ante el peligro de su caída inminente. Se lanzó en la dirección opuesta, golpeó contra una pared de rocas y comenzó a temblar mientras se restregaba histéricamente las manos contra la roca para limpiarse el excremento pegajoso, frotándose la camisa para limpiarse la porquería adherida a ella. La camisa. Algo había dentro de ella que le picaba la piel. Deslizó una mano adentro, lo agarró, apretó su caparazón quebradizo, sintiendo sus suaves y húmedas entrañas en los dedos al arrojarlo violentamente hacia donde provenía el ruido del torrente.
Murciélagos. Un foso lleno de peste. Enfermedad. El nauseabundo olor de sus excrementos aguijoneándole la nariz y la garganta. Así fue como murió el hombre que trabajaba en la mina. De rabia. Había sido mordido sin que lo notara y pocos días después se manifestó la enfermedad, haciéndole perder la cabeza; deambuló insensatamente por el bosque, volvió al túnel, salió del túnel, entró otra vez y se internó por la grieta entre las rocas, dando vueltas hasta que finalmente se desplomó y murió. Pobre infeliz, debió haber pensado que lo que experimentaba se debía a la soledad. Al principio, por lo menos. Y cuando fue presa del delirio ya era demasiado tarde para intentar salvarse. O quizás cuando llegó el final se dio cuenta de que ya no tenía remedio y bajó a la grieta para morir sin poner a nadie en peligro.
Quizás nada. ¿Qué cuernos sabes de todo eso? Si tenía rabia habría sentido horror por el agua, inclusive por el olor del agua, por la sola idea del agua, por lo tanto jamás habría bajado por la grieta para meterse en ese lugar tan húmedo. Estás pensando que tú eres el que va a morir de ese modo. Si no te comen primero.
¿De qué estás hablando? Los murciélagos no pueden comerte. Al menos la clase de murciélagos que hay por aquí.
Pero los escarabajos sí.
Seguía temblando, luchando por tranquilizarse. La brisa soplaba con fuerza en el agujero de los murciélagos. Pero no podía meterse allí. Y no sabía cómo hacer para volver al túnel de arriba. Tenía que enfrentarse con la situación en la que se encontraba. Eso era. Estaba perdido.
Sin embargo, no podía convencerse de que fuera cierto. Debía luchar contra el pánico y pensar que tenía que haber una salida: debía recostarse contra la pared de rocas y tratar de descansar, tal vez si meditaba durante un buen rato lograría descubrir un modo de salir de allí. Pero sabía muy bien cuál era el único modo de salir de allí: siguiendo la dirección de la brisa y metiéndose en la cueva de los murciélagos. Se pasó la lengua por los labios y bebió un trago de agua tibia y con gusto metálico de su cantimplora. Sabes que tienes que meterte allí, se dijo a sí mismo. Debes elegir entre eso o quedarte aquí, desfalleciendo de hambre y enfermando por la humedad hasta morir.
O puedes matarte. Te enseñaron a hacerlo. Si la situación se volvía insoportable.
Pero sabes bien que no lo harás. Aunque estés a punto de desmayarte y tengas la certeza de que vas a morir, siempre existe la posibilidad de que te busquen entre las grietas y te encuentren inconsciente.
Pero no lo harán. Sabes que debes seguir la dirección de la brisa y meterte en la cueva de los murciélagos. ¿Verdad que sí? Tú lo sabes.
Pues entonces camina, muévete, termina con esto de una vez, se dijo a sí mismo.
Pero permaneció sentado al borde del hoyo, en medio de la oscuridad, escuchando el ruido del agua que corría allá abajo. Sabía el efecto que le estaba produciendo el ruido del agua, sabía que ese monótono rumor embotaba sus oídos, induciéndolo poco a poco a dormirse. Sacudió la cabeza para mantenerse despierto y decidió enfrentarse con los murciélagos mientras tuviera fuerzas todavía para hacerlo, pero no podía moverse. El agua seguía corriendo estrepitosamente; cuando despertó, estaba otra vez junto al borde del foso y uno de sus brazos colgaba en el vacío. Estaba tan atontado por el sueño que esta vez no se sobresaltó tanto ante el peligro de caer. Estaba demasiado cansado para que le importara. Era tan agradable estar allí tumbado descansando, con su brazo balanceándose en el aire. Ni siquiera le dolían las costillas, el sueño lo había privado de toda clase de sensaciones, estaba totalmente aturdido.
Morirás aquí, pensó. Si no te pones pronto en movimiento, la oscuridad y el ruido te debilitarán y atontarán de tal forma que no atinarás a hacer nada.
No puedo moverme. He andado mucho. Necesito descansar.
Anduviste mucho más durante la guerra.
Sí. Y gracias a eso estoy como estoy.
Muy bien, muere si tienes ganas.
No quiero morir. No tengo fuerzas, eso es todo.
—Maldita sea, ponte en movimiento —dijo en voz alta, y sus palabras se perdieron entre el ruido del agua—. Hazlo pronto. Métete allí de una vez y muévete rápidamente por donde están los murciélagos y habrás pasado la peor parte.
—Tienes toda la razón del mundo —se dijo. Hizo una pausa y repitió la frase. Pero si llego a encontrarme después con algo peor ya no tendré fuerzas para soportarlo, pensó.
No. Esto es lo peor. No puede haber nada más después de esto.
Así lo creo.
Comenzó a arrastrarse en la oscuridad lentamente y a regañadientes. Se detuvo, hizo un esfuerzo e introdujo su cuerpo por la entrada de la cueva. Haz como si estuvieras tocando un budín de tapioca, se dijo a sí mismo esforzándose por sonreír con el chiste. Pero cuando estiró la mano, palpó el estiércol y tocó un caparazón en medio de la roña, retiró la mano violentamente. Respiraba el sulfuroso hedor de guano y podredumbre, las emanaciones debían ser tóxicas; tendría que avanzar rápidamente en cuanto estuviera bien adentro de la cueva. Aquí tienes, bosta en el ojo, se dijo para sus adentros esforzándose por tomarlo a broma, retrocedió un poco y luego se metió en el estiércol gateando rápidamente. Comenzó a sentir mareos y náuseas por las emanaciones. Los excrementos le llegaban a la altura de las rodillas y sentía pequeñas cosas que golpeaban contra las piernas de sus pantalones al avanzar gateando. La brisa llevaba su misma dirección.
No. Estaba equivocado otra vez. La brisa venía de enfrente. Era una corriente de aire distinta. La anterior debió haber soplado en otra dirección.
Estaba equivocado también respecto a otra cosa. Recordó que no debía apresurarse por mucho que lo deseara. Podría haber grietas en el suelo. Debía probar cada vez con el pie antes de adelantar un paso, y cada vez que lo hacía esperaba no tocar más estiércol y excrementos sino una superficie limpia.
El ruido de la cueva había cambiado; antes se oían chillidos y batir de alas pero ahora lo único que oía era el ruido de sus piernas al chapalear en la espesa capa de guano y el lejano sonido de un curso de agua del otro lado de la entrada. Los murciélagos debían haberse ido. Debió quedarse dormido durante más tiempo de lo que suponía, hasta que se hizo de noche y los murciélagos salieron a cazar y comer. Avanzó afanosamente hacia el lugar por donde venía la brisa, asqueado por el olor, pero tranquilo al ver que ya no estaban allí. Una gota de guano cayó sobre su nariz.
Se la quitó de un manotazo y sintió que se le ponía la piel de gallina al oír que la caverna retumbaba con el ruido de miles de aleteos. El ruido del agua debió haberlo ensordecido al quedarse durante tanto tiempo al borde del foso. Los murciélagos habían estado allí todo el tiempo, chillando y situándose en sus lugares, pero sus oídos habían estado demasiado embotados para poder oírlos y ahora aparecían por todos lados, volando por encima suyo, mientras él se cubría la cabeza con las manos y gritaba.
Chocaban contra él, sus alas coriáceas le golpeaban la cara y sus chillidos estridentes retumbaban en sus oídos. Los espantó a manotazos, sacudiendo sus brazos en el aire, cubriéndose luego la cabeza y volviendo a sacudirlos otra vez. Chapaleó hacia adelante, desesperado por salir de allí, tropezó, resbaló hasta quedar de rodillas, sintiendo el frío excremento que le llegaba ahora hasta las caderas, empapándole los órganos genitales. Los murciélagos pasaban y pasaban, una interminable bandada, revoloteando en un agitado vuelo. Se puso de pie algo tambaleante, con los brazos en alto, dando manotazos a ciegas. El aire estaba infestado de ellos. No podía respirar. Golpeaba, agazapado, cubriéndose. Venían hacia él desde la derecha, golpeándolo, rozándole el pelo. Se puso de espaldas a ellos, se agachó un poco más, sintió que se le ponía la piel de gallina y comenzó a gritar:
—¡Dios mío! ¡Dios mío! —Se corrió hacia la izquierda, resbaló otra vez y cayó golpeándose la mejilla contra una pared. Su mente pareció vaciarse por el dolor del golpe y apenas tuvo fuerzas para enderezarse, se tambaleó, se tocó la mejilla hinchada mientras los murciélagos seguían volando, sobre su cabeza, pasando por encima suyo, obligándolo a pegarse contra la pared. Desesperado, aporreado y medio desmayado, sintió en su interior algo que crecía, luchaba por salir y finalmente lo lograba; nada tenía que ver con su cuerpo, era el núcleo de algo que lo había mantenido caminando hasta allí, era un todo completo.
Abandonó su lucha contra los murciélagos, se entregó a ellos, dejó que lo empujaran hacia adelante, avanzó tambaleándose detrás de ellos, con los brazos colgando a los costados del cuerpo, y en medio de esa maravillosa liberación del miedo y la desesperación, totalmente desesperanzado y pasivo, no habiéndose sentido antes tan indiferente por su suerte, comprendió finalmente lo que sucedía. No lo estaban atacando. Estaban volando para salir de allí. No pudo controlar su risa ni el temblor que le sacudió al experimentar esa sensación de alivio. Debía ser de noche afuera. Ellos lo habían percibido, el guía había dado la señal y se desprendieron al unísono del techo de la caverna dirigiéndose hacia la salida, mientras él estaba en medio de ellos, aterrado con la idea de que se abalanzaban para atacarlo. ¿Querías tener una soga para encontrar tu camino? se dijo a sí mismo. Pues aquí la tienes, grandísimo idiota. Te pusiste a luchar contra ellos cuando lo único que hacían era indicarte la salida.