Rambo. Acorralado (29 page)

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Authors: David Morrell

Tags: #Otros

BOOK: Rambo. Acorralado
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Trepó por ásperas rocas junto a ellos, tanteando para encontrar sus deposiciones. Al poco rato sus chirridos y batir de alas se convirtieron en algo esperado y familiar, como si hubiera sido lógico que él y los murciélagos vivieran juntos, pero luego se alejaron y sólo unos pocos rezagados pasaban sobre su cabeza hasta que al final quedó solo, y el único ruido que se oía era el que hacían sus manos y zapatos sobre las piedras. La suave y fresca brisa soplaba firmemente contra su cara, y al estirar el cuello para sentirla mejor se puso a pensar que los murciélagos habían sido los que lo habían guiado hacia ella y comenzó a experimentar un extraño afecto hacia ellos, sintiendo ahora su ausencia, como si se hubiera roto el lazo que los unía. Respiraba feliz, limpiándose la nariz, la garganta, los pulmones, borrando todo rastro de guano de su boca. La sensación de la piedra áspera contra sus manos, fue por primera vez, algo realmente auténtico, totalmente genuino y su corazón, latió con fuerza cuando al trepar tocó polvo y se deleitó al palpar las piedrecillas y la arena. Todavía no estaba afuera. Estos eran sedimentos arrastrados por la lluvia a través de una grieta de la montaña, pero sentía que estaba cerca y comenzó a trepar regularmente, sin prisa, gozando con el tacto granuloso del sedimento que cubría la maravillosa pendiente por la que subía. Cuando se tendió en el suelo al llegar a la cumbre, olfateó el aire exterior saboreando el perfume de las hojas secas, del viento entre el pasto largo, del humo de las fogatas. Unos pocos metros más. Se estiró cuidadosamente hacia adelante pero su mano chocó contra una barrera de rocas. Tanteó con los dedos pero la barrera continuaba a su alrededor por los tres costados. Una hoya. ¿De qué altura? Podía alzarse indefinidamente y él quedaría atrapado a dos pasos de la salida. A pesar de que se sentía tranquilo y contento consigo mismo, no creía tener las fuerzas suficientes como para trepar muy alto.

Pues entonces no pienses más en trepar, se dijo a sí mismo. No te preocupes por ello. Trepas o no trepas. No podrás hacer nada si la hoya es muy profunda. Más vale que te olvides de ello.

Muy bien, pensó, y se quedó sentado descansando sobre la tierra suave y confortable, acostumbrándose al cambio que se había producido en él. Nunca había tenido tanta conciencia de las cosas, nunca había estado tan compenetrado con ellas. Es cierto que antes, en los momentos en que estaba en acción, había tenido un poco la misma sensación. Realizaba todos los movimientos, suave y cuidadosamente —correr, girar y apuntar, un ligero apretón al gatillo, el retroceso que sacudía todo su cuerpo, su vida pendiente de su habilidad—, absorbido en sí mismo, con la mente ida, solamente su cuerpo y ese instante, totalmente acorde con sus movimientos. Durante la guerra, los nativos aliados lo llamaban el camino de Zen, el trayecto para llegar al momento puro y glacial, que se lograba solamente tras un arduo entrenamiento y una concentración y determinación para alcanzar la perfección. Una parte del movimiento cuando el movimiento mismo terminaba. Sus palabras no tenían una traducción exacta al idioma inglés y decían que aún si existieran, el momento no podía explicarse. La emoción era eterna, no podía describirse en términos de tiempo, podía compararse al orgasmo, pero no era tan definido, pues no tenía ningún centro físico y, corpóreamente, estaba en todas partes.

Pero esto, lo que ahora sentía, era diferente. No implicaba movimiento y la emoción no estaba aislada en un segundo eterno. Era cada segundo: sentado allí en el polvo blando, con la espalda apoyada contra la roca, pasó revista a numerosas palabras en su mente y se decidió finalmente por «bien». Nunca se había sentido tan bien.

Pensó si no se habría vuelto loco. Las emanaciones debían haberlo afectado más de lo que suponía y esto era un simple mareo. O quizás al haberse dado por muerto, estaba asombrosamente contento de estar vivo. Al haber pasado por ese infierno posiblemente tenía que encontrar que el resto era todo placer.

Pero no podrás gozar mucho más con ello si dejas que te encuentren aquí, se dijo a sí mismo, parado en medio de la oscuridad, verificando que no hubiera nada sobre su cabeza para no golpearse contra un saliente de piedra. Sin embargo, se golpeó la cabeza a pesar de sus precauciones, se agachó y se dio cuenta que lo que lo había golpeado había sido la punta de una rama. Había un arbusto allí arriba y cuando estiró las manos, palpó el borde de la hoya a la altura de la cintura. Afuera. Había estado afuera durante todo ese tiempo, engañado por las nubes que cubrían el cielo nocturno, haciéndole creer que todavía estaba bajo tierra.

Se alzó cuidando de no lastimar sus costillas y se paró bajo el arbusto, inspirando profundamente, saboreando la frescura del aire, olfateando la corteza leñosa del arbusto. Más abajo de donde él estaba, bastante más lejos, se veía una pequeña fogata entre los árboles. El fuego le parecía brillante, magnífico y lleno de vida después de la oscuridad total de las cavernas.

Se puso rígido. Alguien había hablado en voz baja junto al fuego. Oyó que alguien más se movía por las rocas allí cerca, escuchó claramente el ruido de algo que raspaba y vio que era una cerilla que acababan de encender. La llama desapareció y vio el pálido reflejo de un cigarrillo encendido.

De modo que estaban esperándolo. Teasle había adivinado su intención al meterse entre las grietas y cavernas, y había distribuido sus hombres alrededor de la colina por si llegaba a encontrar una salida. Bueno, no podían ver muy bien en esa oscuridad, en cambio él se movía fácilmente en ella por haber estado durante tanto tiempo en las tinieblas. En cuanto descansara un poco, se escurriría entre ellos. Ahora le resultaría muy fácil. Todos pensarían que todavía estaba en las galerías de la mina y él ya estaría a muchos kilómetros de distancia. Mejor que nadie se le cruzara por delante. Mejor que no, Dios mío. Era capaz de cualquier cosa. Después de lo que había pasado era capaz de hacerle cualquier cosa a cualquiera para poder sobrevivir.

XIII

Era oscuro otra vez y Teasle no comprendía cómo había ido a parar al bosque umbrío. Trautman, Kern, el camión. ¿Dónde se habían metido? ¿Qué había sucedido con el día? ¿Por qué avanzaba apresuradamente y a tropezones entre las sólidas sombras de los árboles?

Se recostó jadeando contra el tronco de un árbol, sintiendo que el dolor de su pecho se despertaba de su profundo letargo. Estaba tan desorientado que tuvo miedo. No había perdido el rumbo. Sabía que tenía que seguir yendo hacia adelante, tenía que continuar pero no comprendía por qué ni cómo.

Trautman. Eso sí lo recordaba. Trautman había querido llevarlo a un médico. Recordó haber estado acostado de espaldas sobre el suelo de madera del camión. Buscó desesperado una explicación para comprender cómo había llegado desde allí hasta este lugar. ¿Había luchado contra Trautman para que no lo llevara a ver al médico? A lo mejor había conseguido escaparse del camión y había atravesado el campo arado en dirección al bosque. Cualquier cosa con tal de no suspender su vigilia antes de tiempo. Para acercarse más al muchacho. Para ayudar a capturarlo.

Pero no era así. Sabía que no podía ser así. No podía haber luchado contra Trautman en el estado en que se encontraba. No podía pensar. Tenía que apresurarse en seguir adelante a pesar del dolor en su pecho y de la terrible sensación de que alguien estaba persiguiéndole o que le perseguiría en cualquier momento. El muchacho. ¿Sería el muchacho quien lo perseguía?

La cubierta de nubes se abrió y la luna creciente brilló entre ellas, iluminando los árboles, permitiéndole ver los automóviles viejos que lo rodeaban, amontonados unos sobre otros, hacinados contra los árboles, cientos de ellos, rotos, cercenados, carcomidos. Parecía un cementerio grotesco en el que se reflejaba la luz de la luna sobre los perfiles curvilíneos.

Y silencioso. No hacía ningún ruido ni siquiera al caminar sobre las hojas, guardabarros abollados y vidrios rotos. Se deslizaba. Y de algún modo tenía la certeza de que no era el muchacho el que lo perseguía sino otra persona. ¿Pero por qué se asustó al ver el camino entre los restos fantasmagóricos?

¿Por qué sintió miedo al ver la fila de camiones de la Guardia Nacional estacionados a lo largo del camino? ¿Qué le pasaba Dios mío? ¿Habría perdido la razón?

No había nadie allí. Nadie cerca de los camiones. El miedo disminuía. Un coche de la policía, vacío, el último de la fila, el más próximo a la ciudad. Se dirigió hacia él, totalmente enajenado, emergiendo de esa masa de coches destruidos, sin puertas, con los asientos rasgados, los capots abiertos, avanzando por el campo pegado al suelo.

Un súbito ruido de vidrios que se rompían resonando agudamente en sus tímpanos lo hizo estremecerse y parpadeó. Estaba otra vez acostado de espaldas. ¿Le habrían disparado mientras atravesaba el campo? Palpó su cuerpo buscando la herida, tropezó con una manta, pero no había tierra debajo suyo. Almohadones blandos. Un ataúd. Se sorprendió presa del pánico y se dio cuenta de lo que sucedía. Un sofá. ¿Pero dónde, por Dios? ¿Qué era lo que sucedía? Buscó a tientas una luz, tiró una lámpara, hizo funcionar la perilla, parpadeó y descubrió que estaba en su oficina. ¿Pero qué había sucedido con el bosque, los autos rotos, el camino? Sabía muy bien que eran reales. Echó un vistazo a su reloj pero había desaparecido, miró entonces el que estaba sobre su escritorio y comprobó que eran las doce menos cuarto. A través de las persianas pudo ver que estaba oscuro afuera. Debería ser la medianoche, pero lo último que recordaba era el mediodía. ¿Qué pasaría con el muchacho? ¿Qué habría sucedido?

Trató de sentarse sujetándose la cabeza con las manos para impedir que se le partiera en dos, pero alguien había levantado el suelo de su oficina, alejándolo de su alcance. Lanzó una maldición, pero ninguna palabra salió de sus labios. Trepó tambaleándose hasta la puerta, agarró la manija con las dos manos y la hizo girar, pero la puerta parecía trabada; tiró con todas sus fuerzas, consiguió abrirla aunque casi se desplomó sobre el sofá por el esfuerzo. Abrió los brazos tratando de mantener el equilibrio como si estuviera sobre la cuerda floja, pisando con sus pies desnudos la mullida alfombra de su oficina hasta llegar a las frías baldosas del corredor. Este estaba en tinieblas pero el cuarto de enfrente se veía iluminado; tuvo que apoyar una mano contra la pared a mitad de camino.

—¿Está despierto, Jefe? —dijo una voz desde el corredor—. ¿Se siente bien?

Era muy difícil poder contestarle. Estaba esforzándose aún en descubrir qué le había pasado. Tirado de espaldas sobre el piso del camión mirando la lona grasienta que hacía las veces de techo. La voz que provenía de la radio.

—Dios mío, no contesta. Se ha metido en el interior de la mina. —La lucha con Trautman para impedir que lo metieran en el coche patrulla. Pero y el bosque y la oscuridad

—Le pregunté si se sentía bien, Jefe —dijo la voz en un tono más fuerte al mismo tiempo que oía pasos que avanzaban por el corredor, y un eco que aprisionaba todos los sonidos.

—El muchacho —consiguió decir—. El muchacho está en el bosque.

—¿Qué dice? —La voz estaba encima suyo y dirigió hacia ella su mirada—. No debería estar de pie. Descanse. Ya no están en el bosque usted y el muchacho. Ya ha dejado de perseguirlo.

Era un agente y Teasle tenía la certeza de conocerlo pero no podía recordar su nombre. Hizo un esfuerzo. Un nombre acudió a su memoria. —¿Harris? —Sí, eso era. Harris—. Harris —dijo con orgullo.

—Será mejor que venga al cuarto de enfrente a sentarse y tomar un poco de café. Acabo de prepararlo. Se me rompió una jarra al traer el agua desde el baño. Espero que el ruido no lo haya despertado.

El baño. Sí. La voz de Harris resonaba como un eco y el gusto imaginario a café llenó su boca de un sabor amargo, provocándole náuseas. El baño. Avanzó tambaleándose, pasó la puerta de vaivén y vomitó en el baño mientras Harris lo sujetaba, diciéndole:

—Siéntese aquí en el piso —pero ya estaba bien y el eco había desaparecido.

—No. Mi cara. Un poco de agua. —Y mientras mojaba sus mejillas y sus ojos con el agua fría volvió a ver la imagen que había dejado de ser un sueño para convertirse en algo real—. El muchacho —dijo—. El muchacho está en el bosque cerca del camino. En ese cementerio de autos.

—No se preocupe. Trate de recordar. El muchacho se metió en una mina y se internó en un laberinto de galerías. Permítame. Déjeme que lo tome del brazo.

Lo alejó con un movimiento de la mano y se apoyó con los dos brazos sobre el lavatorio, mientras el agua chorreaba por su cara.

—Le digo que el muchacho ya no está en el bosque.

—Pero usted no puede saberlo.

—¿Cómo llegué aquí? ¿Dónde está Trautman?

—En el camión. Ordenó a algunos hombres que lo acompañaran hasta el hospital.

—Ese desgraciado. Le advertí que no debía hacerlo. ¿Cómo vine a parar aquí en lugar del hospital?

—¿No recuerda eso tampoco? Dios, los hizo sudar un buen rato. Gritó y pataleó en el coche, tratando de agarrar el volante para impedirles que doblaran hacia el hospital. Gritaba que si querían llevarle a algún lugar, mejor sería que lo trajeran aquí. Nadie iba a atarlo a una cama si podía evitarlo. Hasta que finalmente les dio miedo de hacerle más daño si luchaban contra usted y decidieron obedecerlo. Si he de serle sincero, creo que se alegraron muchísimo al poder librarse de usted por el barullo que hacía. En un momento dado se agarró al volante y casi chocan contra un camión. Lo metieron en la cama en cuanto llegaron aquí, pero nada más irse, usted salió y se metió en un coche con la intención de volver allí; yo traté de detenerlo, y no me costó mucho hacerlo porque se desmayó frente al volante antes de poder poner en marcha el coche. ¿De veras que no recuerda nada de todo eso? Llegó un médico inmediatamente y después de examinarlo dijo que estaba en más o menos buenas condiciones, salvo por el agotamiento que tenía y que había tomado demasiadas pastillas. Son una mezcla de estimulante y sedante al mismo tiempo, y el doctor dijo que era sorprendente que no hubiera caído antes y con más violencia.

Teasle había llenado el lavabo de agua fría, metió la cara adentro y se secó luego con una toalla de papel.

—¿Dónde están mis zapatos y mis calcetines? ¿Dónde los han puesto?

—¿Para qué los quiere?

—Eso no le importa. Dígame dónde los guardaron.

—No pensará volver allá otra vez, ¿verdad? ¿Por qué no se sienta y descansa un poco? Esas cuevas están llenas de hombres. No puede hacer nada. Dijeron que no debía preocuparse y que lo llamarían en cuanto encontraran un rastro del muchacho.

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