Rambo. Acorralado (19 page)

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Authors: David Morrell

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BOOK: Rambo. Acorralado
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Se quedó allí tirado completamente aturdido. Se quedó sin aliento y trató de respirar, pero no pudo. Jadeó un poco e hizo fuerza para adentro con los músculos del estómago, pero éstos luchaban por aflojarse hacia afuera y entonces consiguió inspirar un poco de aire y luego otro poco más, y casi había recuperado su respiración normal cuando oyó al muchacho encaramándose por las rocas de arriba. Se puso de rodillas, luego se levantó y descubrió que había perdido la pistola durante la caída. Debía haberse caído por la pendiente. No tenía tiempo de ir a buscarla. Ni luz para encontrarla.

Anduvo a tropezones por el monte, dando vueltas, sin rumbo alguno, rondando y rondando por los alrededores hasta que por fin lo acorralara. Sus rodillas comenzaban a flaquear. Su rumbo era impreciso. Se golpeaba contra los árboles mientras su mente albergaba una extraña visión de sí mismo, instalado en su escritorio, con los pies desnudos sobre su mesa de trabajo y la cabeza inclinada, sorbiendo una sopa caliente. Sopa de tomate. No, de judías. De esa marca cara y lujosa cuya etiqueta aclaraba que no era necesario agregar agua.

XVI

Lo alcanzaría en contados minutos. Los ruidos que hacía al avanzar eran cada vez más espaciados, más vagos, más torpes. Estaba tan cerca de Teasle que podía oír su respiración entrecortada. No cabía duda de que Teasle lo había hecho correr con ganas. Estaba pisándole los talones desde mucho antes y todavía seguía persiguiéndolo. Pero no se demoraría mucho más en alcanzarlo. Unos pocos minutos. Nada más.

Tuvo que aminorar la marcha por el dolor en las costillas, pero a pesar de ello pudo mantener un paso bastante rápido, y como Teasle había adoptado también un paso más lento no se preocupó demasiado. Tenía la mano apoyada contra sus costillas, para sujetar con más fuerza el cinturón. Se le había hinchado todo el costado derecho. El cinturón se había aflojado aún más debido a la lluvia y tenía que apretarlo todo el tiempo con su mano.

Pero de repente tropezó y cayó. No le había sucedido esto antes. No, eso no era cierto. Había tropezado al cruzar el barranco. Tropezó una vez más, y al esforzarse por ponerse de pie, pensó que tal vez le llevaría más de unos pocos minutos el alcanzar a Teasle. Pero sería bastante pronto. Sin dudarlo. Un poco más. Eso era todo.

¿Había dicho eso en voz alta?

Las zarzas se incrustaron contra su cara al acercarse a ellas en la oscuridad. Parecían agujas que se clavaban en su piel y retrocedió agarrándose las mejillas arañadas.

Sabía que no eran gotas de lluvia las que mojaban su cara y sus manos. Pero eso no importaba porque oía a Teasle arrastrarse entre las zarzas. Ahora sí. Lo tenía. Se dirigió un poco hacía la izquierda, rodeando las zarzas, esperando encontrarse con que éstas formaban una curva que le conduciría hasta la parte inferior del matorral donde podría descansar y esperar hasta que apareciera Teasle arrastrándose por allí. Con la oscuridad reinante no podría ver la cara de sorpresa de Teasle cuando le descerrajara un tiro.

Pero cuanto más avanzaba en torno a las zarzas, más parecían extenderse éstas y comenzó a preguntarse para sus adentros si no sería que las zarzas cubrían toda esta parte de la ladera. Avanzó un poco más, pero las zarzas no terminaban, y entonces tuvo la certeza de que se extendían todo a lo largo de la ladera. Quiso detenerse y volver atrás, pero seguía con la idea de que las zarzas se terminarían por allí. Cinco minutos que se convirtieron en quince y luego en veinte; estaba perdiendo el tiempo, debió haber entrado directamente entre las zarzas, pero ahora no podía hacerlo. En medio de la oscuridad reinante, no tenía la menor idea de dónde estaba el lugar por el que había entrado Teasle.

Tengo que retroceder. Tal vez las zarzas no se extendían por la otra punta de este peñasco, tal vez se terminaban allí. Volvió sobre sus pasos corriendo, sujetándose las costillas, gimiendo. Anduvo un buen rato hasta que creyó que nunca terminarían, y cuando tropezó y cayó, se quedó tirado de bruces en el pasto embarrado.

Lo había perdido. Había gastado tanto tiempo y tantas fuerzas para llegar tan cerca y luego lo había perdido. Sentía pinchazos en la cara por los arañazos de las zarzas. Sentía un fuego en las costillas, tenía las manos destrozadas, su ropa hecha jirones, el cuerpo lacerado. Y lo había perdido; la lluvia se había convertido en una suave y fresca llovizna y él seguía allí tirado, inspirando profundamente, reteniendo la respiración, soltando el aire lentamente, inspirando profundamente otra vez, distendiendo el peso muerto de sus brazos y piernas con cada lenta expiración y llorando, llorando despacio por primera vez, según creía recordar.

XVII

En cualquier momento aparecería el muchacho entre las zarzas en su busca. Se arrastró frenéticamente. Pero las zarzas se hicieron más bajas y más tupidas, y no tuvo más remedio que tirarse contra el suelo y avanzar como una culebra. Aún así las ramas más bajas le arañaban la espalda y se enganchaban en sus pantalones y cuando se daba la vuelta para desengancharlos, otras ramas le arañaban los hombros y los brazos. Ya viene, pensaba, y se escurría desesperadamente hacia adelante, haciendo caso omiso de las espinas que se incrustaban en su cuerpo. La hebilla del cinturón se clavaba como una pala en el suelo mojado y le llenaba de barro los pantalones.

¿Pero hacia dónde se dirigía? ¿Cómo podía estar seguro de que no estaba dando vueltas en círculo, volviendo para enfrentarse con el muchacho? Se detuvo asustado. El terreno tenía una pendiente que bajaba. Debía estar en la ladera de una montaña. Si seguía arrastrándose hacia abajo conseguiría salir de allí. ¿O no? Era difícil poder pensar en medio de esa oscura maraña y de la lluvia persistente. Muchacho degenerado, voy a salir de aquí y te mataré por todo esto.

Te mataré por todo esto.

Levantó la cabeza del barro. Y no recordó haberse movido durante un rato. Comprendió paulatinamente que se había desmayado. Se quedó rígido y miró a su alrededor. En medio de su desmayo el muchacho podía haber aparecido y haberle degollado como degolló a Mitch. Dios, dijo en voz alta, y se asustó al oír su voz que sonó como un graznido. Dios, repitió para aclarar la voz, pero la palabra reflejó una voz cascada.

No, estoy equivocado, reflexionó mientras su mente se despejaba gradualmente. El muchacho no me habría matado mientras estaba sin sentido. Me habría despertado primero. Le hubiera gustado que yo me diera cuenta de lo que sucedía.

¿Dónde estará? ¿Observándome por aquí cerca? ¿Buscando mi rastro, acercándose? Trató de oír ruidos en la maleza pero no oyó nada, y decidió entonces ponerse nuevamente en marcha, tenía que mantenerse alejado de él.

Pero cuando trató de arrastrarse rápidamente, sólo consiguió hacer un débil esfuerzo para moverse. Debió haber estado sin sentido un rato bastante largo. Ya no estaba tan oscuro, había una luz grisácea y podía ver los arbustos que le rodeaban, tupidos y malignos, con espinas de varios centímetros de largo. Se pasó la mano por la espalda y tuvo la sensación de haberse convertido en un puercoespín: tenía docenas de púas clavadas en la piel. Miró su mano cubierta de sangre y comenzó a arrastrarse otra vez. A lo mejor el muchacho estaba allí al lado, observándole, gozando al verle sufrir.

Luego todo se volvió confuso y vio brillar el sol en lo alto; alcanzó a divisar por encima de los arbustos un cielo límpido y azul. Lanzó una carcajada. ¿De qué te ríes?

¿De qué me río? Ni siquiera recuerdo en qué momento dejó de llover y ahora veo que es de día y que el cielo está azul. Rió otra vez y se dio cuenta de que estaba algo mareado. Eso le pareció gracioso y volvió a reír. Había avanzado arrastrándose más de tres metros por un campo arado cuando se dio cuenta de que había logrado salir. Era una buena broma. Frunció los ojos para tratar de ver el límite del campo pero no pudo, y cuando trató de levantarse tampoco lo consiguió, y su cabeza le daba tantas vueltas que no pudo dejar de reír otra vez. Pero de repente enmudeció. El muchacho debía estar por los alrededores, apuntándole. Le gustaría mucho verme salir todo arañado antes de disparar su arma. Sopa de judías.

Vomitó.

Y eso también resultaba gracioso. Porque, ¿qué demonios tenía en su estómago para vomitar? Nada. Eso es, absolutamente nada. ¿Pero qué era entonces eso que estaba en el suelo delante de él? Tarta de zarzamora, pensó bromeando. Y eso lo hizo vomitar otra vez.

Entonces se arrastró sobre unos cuantos surcos más y se desplomó, y luego otros pocos más. Había un charco de un agua oscura entre dos surcos. Se había pasado toda la noche volviendo la cara hacia el cielo para poder beber unas gotas de lluvia, pero seguía teniendo la lengua hinchada y la garganta reseca, y entonces bebió el agua barrosa, agachando la cara y dando lengüetazos, y estuvo a punto de desmayarse mientras tenía la cara metida en el agua. Su boca estaba llena de tierra arenosa. Unos pocos metros más. Trata de adelantar unos pocos metros más. Me escaparé, mataré a ese degenerado lo haré pedazos.

Porque soy un pero se le fue la idea.

Soy un pero no podía recordar qué era y entonces tuvo que detenerse y descansar un poco, apoyando su mentón sobre un surco cubierto de paja mientras el sol le calentaba la espalda. No puedo detenerme. Me desmayaré. Moriré. Muévete.

Pero no podía moverse.

No podía incorporarse para gatear con las manos y las rodillas. Trató de apoyarse en la tierra para impulsarse hacia adelante, pero tampoco consiguió hacerlo. Tengo que hacerlo. No puedo desmayarme. Moriré. Apoyó sus zapatos contra un surco y empujó y empujó con más fuerza, consiguiendo moverse un poco. El corazón le latía fuertemente, apoyó sus zapatos con más fuerza contra el surco y avanzó hacia adelante entre el barro, y no se animó a detenerse: sabía que no lograría juntar fuerzas para hacerlo otra vez. Los zapatos contra el surco. Empuja. Arrástrate. El muchacho. Eso es. Ahora lo recordaba. Iba a darle su merecido al muchacho.

Yo no soy tan bueno como él para esta lucha.

Ah, sí, el muchacho es mejor.

Ah, sí, pero yo soy, y otra vez se le hizo un blanco al reanudar el ritmo mecánico de los zapatos contra el surco, empuja, otra vez, empuja, otra vez. No sabía cuándo empezaron a funcionar nuevamente sus brazos, aferrándose con las manos a la tierra, impulsándose hacia adelante. Organizar. Esa era la palabra que había estado buscando. Estiró los brazos y tocó algo.

Tardó un poco en darse cuenta.

Un alambre.

Levantó la vista y vio otros alambres. Un cerco. Y, santo Dios, del otro lado de la alambrada vio algo tan precioso que no podía dar crédito a sus ojos. Una zanja. Un camino de escoria. El corazón le latía con fuerza y comenzó a reír mientras pasaba la cabeza entre los alambres, escurriéndose entre ellos, arañándose la espalda un poco más con el alambre de púa, pero qué importancia tenía, riendo, rodando a la zanja. Estaba llena de agua, cayó de espaldas y el agua le entró en los oídos, luchó por trepar hacia el camino, resbaló, trepó nuevamente, resbaló, se colgó del borde de la zanja, tocando con un brazo la escoria del camino. No podía sentir la escoria. Pero sí podía verla. Tenía sus ojos fijos en ella. Pero no la sentía.

Organizar. Eso era. Ahora lo recordaba todo.

Yo sé cómo organizarme.

El muchacho sabe pelear mejor. Pero yo sé como organizar.

Por Orval.

Por Shingleton y Ward y Mitch y Léster y el joven agente y el resto.

Por mí mismo.

Haré pedazos a ese degenerado.

Permaneció tirado al borde del camino, repitiéndose lo mismo sin cesar, cerrando los ojos para evitar el reflejo del sol, riendo al ver sus pantalones hechos jirones, al ver que estaba bañado en sangre y que ésta chorreaba entre el barro que le cubría, mientras él reía y repetía su idea, reiterándosela al policía del estado que exclamó: «¡Dios mío!» y renunció a sus esfuerzos por meterlo dentro del coche patrulla, precipitándose a llamar por la radio del auto.

TERCERA PARTE
I

Era de noche y en la parte posterior del camión se percibía un fuerte olor a aceite y grasa. Habían colocado una lona gruesa para hacer las veces de techo; sentado en un banco debajo de ella, Teasle estudiaba un mapa que colgaba de una de las paredes. La única luz provenía de una bombilla desnuda que colgaba frente al mapa. A un costado de éste y sobre una mesa había un voluminoso equipo transmisor y receptor.

El radio operador tenía puestos los auriculares.

—El camión veintiocho de la Guardia Nacional en su puesto —estaba diciéndole a un agente—. Tres millas más abajo de la curva del arroyo.

El agente asintió con la cabeza, y clavó otro alfiler rojo junto a los demás que estaban pinchados en la parte sur del mapa. Alfileres amarillos indicaban el desplazamiento de los efectivos de la policía estatal hacia el este. Los alfileres negros del oeste indicaban la situación de la policía de las ciudades y condados vecinos. Los alfileres blancos en el norte correspondían a la policía de Louisville, Francfort, Lexington, Bowling Greene y Covington.

—¿No pensará quedarse aquí toda la noche? —le preguntó alguien a Teasle desde la parte posterior del camión. Teasle miró y vio que era Kern, el capitán de la policía estatal. Estaba lo bastante lejos como para que la luz de la bombilla iluminara solamente una parte de su cara, quedando en sombras los ojos y la frente.

—¿Por qué no vuelve a su casa y duerme un poco? —dijo Kern—. El doctor le dijo que debía descansar, nada importante va a suceder aquí por el momento.

—No puedo.

—¿Oh?

—Los periodistas están esperándome en mi casa y en la comisaría. La mejor forma de descansar es no tener que repetirles nuevamente todo lo sucedido.

—No tardarán mucho en venir a buscarlo aquí de todos modos.

—No. Les dije a los hombres que tiene usted en las barricadas del camino que no los dejaran pasar.

Kern se encogió de hombros y subió al camión. La luz intensa lo iluminaba de lleno, acentuando las líneas de su frente, las arrugas de la piel alrededor de los ojos, haciéndole parecer más viejo de lo que era. No reflejaba, empero, su pelo colorado, dándole inclusive a eso, un aspecto opaco y mate.

Es de mi misma edad, pensó Teasle. Si él tiene ese aspecto, ¿qué pareceré yo después de estos días?

—Ese médico debió ganarse un premio por la forma en que le vendó la cara y las manos —dijo Kern—. ¿Qué es esa mancha oscura que tiene su camisa? No me diga que está sangrando otra vez,

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