En ese momento el cielo se cubrió totalmente de grandes nubarrones negros y comenzó a tronar.
Orval. Teasle no podía apartar su vista de él. El viejo estaba tirado de bruces al borde del precipicio y Teasle apenas podía respirar.
Culpa mía. La primera vez en su vida que se descuida y yo no fui capaz de decirle que no debía levantarse
. Se arrastró hacia donde estaba y comenzó a mecerle en sus brazos.
—El muchacho va a aparecer por atrás —dijo Léster con voz ronca.
Demasiado ronca, pensó Teasle. Se volvió sin ganas, preocupado por sus hombres. Quedaban solamente siete, con sus caras tensas, manoseando los rifles, dando la impresión de que no servirían para nada. Todos excepto Shingleton.
—Les digo que el muchacho va a aparecer por atrás —dijo Léster. Sus rodillas asomaban por los pantalones—. Va a aparecer justo detrás de nosotros.
Los hombres giraron bruscamente las cabezas y miraron hacia la pendiente que se alzaba detrás de ellos como si pensaran que el muchacho ya estaba allí.
—Por supuesto que va a venir —dijo el joven agente. Un líquido marrón chorreaba por sus pantalones grises, y el resto de los hombres se había alejado de él—. Dios mío, quiero salir de aquí. Sáquenme de aquí.
—Empieza a caminar —dijo Teasle—. Trepa por la barranca. Vamos a ver hasta donde llegas antes de que te mate.
El agente tragó.
—¿Qué esperas? —dijo Teasle—. Vamos. Trepa corriendo por la barranca.
—No —dijo el agente—. No lo haré.
—Entonces cállate.
—Pero tenemos que llegar allí arriba —dijo Léster—. Antes de que llegue él. Si esperamos demasiado él nos ganará la partida y nunca más saldremos de aquí.
Las nubes negras que estaban cada vez más bajas se iluminaron con un relámpago. Tronó otra vez, un trueno largo y fuerte.
—¿Qué fue eso? Oí un ruido —dijo Léster. La rodilla que asomaba por el agujero del pantalón estaba teñida de rojo.
—Es el trueno —dijo Shingleton—. Engaña a nuestros oídos.
—No. Yo también lo oí —dijo Mitch.
—Escuchen.
—El muchacho.
Parecía como si alguien vomitara débilmente o se ahogara. Orval. Se estaba moviendo, comenzó a levantarse, consiguió separar su estómago del suelo apoyándose en las rodillas y en la cabeza, sujetándose el pecho con las manos, tratando de incorporarse. Parecía una oruga que levantaba su sección trasera para lanzarse hacia adelante. Pero no adelantó ni un centímetro. Arqueó la espalda, se puso rígido y se desplomó. Chorreaba sangre por sus brazos, tosía y escupía sangre.
Teasle no volvía en sí de su asombro. Estaba convencido de que Orval había muerto.
—Orval —dijo—. Y sin darse cuenta corrió a su lado. Cuerpo a tierra —se dijo para sus adentros, aplastándose contra las rocas, tratando de no convertirse en un blanco como Orval. Pero éste, se hallaba demasiado cerca del borde. Teasle estaba seguro de que podían verlo desde el bosque, abajo. Agarró a Orval por el hombro y forcejeó para arrastrarlo hasta su refugio detrás de la roca. Pero Orval era demasiado pesado, avanzaba lentamente y en cualquier momento el muchacho podría disparar. Tiró de Orval, lo arrastró, lo remolcó y Orval comenzó a moverse lentamente. Pero no con la rapidez necesaria. Las piedras eran demasiado puntiagudas. Sus ropas se enganchaban en las aristas de las rocas que estaban junto al borde del acantilado.
—Ayúdenme —les gritó Teasle a los hombres que estaban detrás suyo.
Orval volvió a escupir sangre.
—¡A ver quién me ayuda! ¡Alguien venga a echarme una mano!
Y alguien apareció súbitamente a su lado, ayudándole, y entre los dos arrastraron a Orval, alejándolo del borde y poniéndose a salvo. Teasle lanzó un suspiro de alivio. Se secó el sudor que le nublaba la vista y no necesitó mirar para saber quién era el que le había ayudado: Shingleton.
Shingleton sonreía, reía, no muy fuerte pero reía. Estaba dando rienda suelta a lo que tenía en su interior. Su pecho se levantaba y bajaba alternativamente y reía.
—Lo logramos. No disparó, lo logramos.
Era de veras gracioso y Teasle comenzó a reír también. Pero Orval escupió nuevamente sangre, Teasle vio la expresión de dolor en su rostro y súbitamente su risa se interrumpió.
Se inclinó para desabrochar la camisa sangrienta de Orval.
—Tranquilízate, Orval. Echaré un vistazo a tu herida para ver qué puedo hacer.
Trató de abrir la camisa con gran suavidad, pero la sangre había pegado la tela contra la herida y no tuvo más remedio que dar un tirón de la camisa para despegarla, arrancándole un gemido a Orval.
Teasle no tenía ningún interés en mirar detenidamente la herida. Un hálito rancio salía del pecho agujereado.
—¿Es muy grave? —preguntó Orval dando un respingo.
—No te preocupes —dijo Teasle—. La curaremos lo mejor que podamos. Comenzó a desabrocharse su camisa mientras hablaba y luego se la quitó.
—Te pregunté si es muy grave.
Cada palabra sonaba como un claro y penoso susurro.
—Tú has visto muchas heridas, Orval. Sabes lo grave que es, tan bien como yo.
Estaba haciendo una bola con su camisa con la intención de taponar la herida del pecho de Orval. La camisa se tiñó inmediatamente de rojo.
—Quiero que tú me lo digas. Te pregunté
—Está bien, Orval, economiza tus fuerzas. No hables —tenía los dedos pegoteados con sangre mientras abrochaba la camisa de Orval y cubría el tapón que había colocado sobre la herida—. No te mentiré y sé que tú no quieres que te mienta. Estás perdiendo mucha sangre por lo cual resulta un poco difícil asegurarlo, pero me parece que te perforó un pulmón.
—Dios mío.
—No quiero que sigas hablando. Debes economizar tus fuerzas.
—Por favor. No me dejen. No puedes abandonarme.
—No debes preocuparte por eso. Te llevaremos de vuelta y haremos todo lo posible por ayudarte. Pero tú debes hacer algo por mí, también. ¿Me oyes? Tienes que esforzarte por sujetarte el pecho. He puesto mi camisa dentro de la tuya y quiero que la mantengas apretada contra la herida. Tenemos que detener la hemorragia. ¿Me oyes? ¿Comprendes lo que te digo?
Orval pasó la lengua por sus labios y asintió débilmente; Teasle sintió un gusto a tierra en la boca. Nadie podía pretender que una camisa enrollada detuviera la hemorragia de una herida de semejantes proporciones. Seguía teniendo la boca pastosa y sintió gotas de sudor que corrían por su espalda desnuda. Hacía rato ya que el sol había desaparecido detrás de las nubes, pero el calor seguía haciéndose sentir; le entraron ganas de tomar agua al pensar en lo sediento que debería estar Orval.
Sabía que no debía darle de beber. Lo había aprendido en Corea. Un hombre que estuviera herido en el pecho o en el estómago vomitaría el agua que bebiera, la herida se haría más grande y el dolor empeoraría. Pero Orval se pasaba la lengua por los labios y Teasle no podía tolerar verlo sufrir de ese modo. Le daré un poquito. Un poco no le hará daño.
Orval tenía una cantimplora colgando de su cinturón. La sacó, tanteó la áspera lona que la recubría, le quitó el tapón y vertió unas gotas en la boca de Orval. Orval tosió y escupió el agua mezclada con sangre.
—Dios mío —dijo Teasle. Se le hizo un blanco en la mente durante un instante: no sabía qué hacer. Recordó entonces la radio y se precipitó hacia ella—. Teasle llamando a la policía del estado. Policía estatal. Emergencia. —Elevó el tono de su voz—.
Emergencia
.
La radio emitió una serie de extraños sonidos ocasionados por la electricidad estática de las nubes.
—Teasle llamando a la policía del estado.
¡Emergencia!
.
Había decidió no pedir auxilio por radio pasara lo que pasara. Ni siquiera cuando vio el helicóptero destrozado y envuelto en llamas quiso llamar. Pero Orval. Orval se iba a morir.
—Policía estatal, hable.
La radio emitió un sonido agudo al iluminarse el cielo con un relámpago, y se oyó confusa y apagada.
—Estado aquí
Teasle no podía perder tiempo pidiéndole que repitiera la frase otra vez.
—No puedo oírle —dijo presuroso—. Nuestro helicóptero se ha estrellado. Tengo un hombre herido. Necesito otro helicóptero para transportarle a él.
—hecho.
—No puedo oírle. Necesito otro helicóptero.
—imposible. Se aproxima una tormenta eléctrica. Todos en tierra.
—¡Maldición! ¡Se va a morir!
La voz dijo algo, pero Teasle no logró entender lo que decía, se perdió entonces la comunicación por la estática y cuando se restableció estaba por la mitad de una frase.
—¡No puedo oírle! —gritó Teasle.
—bueno le eligió sujeto que persiguen Boina Verde Medalla de Honor.
—¿Qué? Repita eso otra vez.
—¿Boina Verde? —dijo Léster.
La voz se dispuso a repetirlo, se interrumpió y no se oyó más.
Comenzó a llover; las pequeñas gotas caían sobre la tierra y el polvo, salpicaban los pantalones de Teasle y azotaban su espalda desnuda deslizándose por ella. Las nubes negras oscurecieron el cielo. Los relámpagos estallaban iluminando el peñasco como si fueran un faro, y la luz aparecía y desaparecía en medio del ensordecedor ruido de los truenos.
—¿Medalla de Honor? —dijo Léster dirigiéndose a Teasle—. ¿Ese es el tipo que estamos persiguiendo? ¿Un héroe de la guerra? ¿Un maldito Boina Verde?
—¡No disparó! —exclamó Mitch.
Teasle le dirigió una aguda mirada, temiendo que hubiera perdido el control. Pero no era así. Mitch estaba excitado, tratando de decirles algo y Teasle sabía exactamente de qué se trataba: él ya había pensado lo mismo y luego decidió que no era así.
—Cuando arrastró a Orval —decía Mitch—, él no disparó. Ya no está allí abajo, ¡Está dando la vuelta para llegar hasta aquí y ahora tenemos una oportunidad para escapar!
—No —le respondió Teasle mientras la lluvia corría por su cara.
—Pero ahora tenemos una oportunidad
—No. Quizás está dando la vuelta, pero si no es así, quizás no le interese tener un solo blanco, quizás está esperando que todos nos descuidemos y nos pongamos en evidencia.
Las caras de todos adquirieron una tonalidad gris. Las nubes decidieron librarse de su carga y comenzó a llover a cántaros.
Caía y caía. Azotándolos sin tregua. Teasle nunca había estado en una situación semejante. El viento impulsaba la lluvia contra sus ojos, dentro de su boca.
—Menuda lluvia. Un maldito aguacero.
Estaba tirado en medio del agua. Nunca pensó que podía empeorar hasta que empezó a llover con más fuerza todavía y quedó prácticamente cubierto por el agua. Los relámpagos iluminaban el cielo con una luz tan fuerte como la del sol, pero súbitamente comenzó a oscurecer, volviéndose cada vez más y más oscuro hasta que se hizo prácticamente de noche a pesar de que estaban en plena tarde; la lluvia caía con tal fuerza que Teasle no podía ver ni siquiera el borde del acantilado. El fragor de un trueno lo estremeció.
—¿Qué demonios sucede?
Puso una mano sobre sus ojos para poder ver. Orval estaba tendido de espaldas y la lluvia caía en su boca abierta. Se va a ahogar, pensó Teasle. Se le va a llenar la boca de agua y cuando respire se va a ahogar.
Echó un vistazo a sus hombres tirados en el suelo en medio del agua que anegaba el peñasco y se dio cuenta de que Orval, no era el único que corría peligro de ahogarse. El lugar en que estaban se había convertido ahora en el lecho de un impetuoso arroyo. Una rápida corriente de agua bajaba por la pendiente detrás de ellos, pasaba por encima de los hombres tirados en el suelo y avanzaba hacia el borde del precipicio, y a pesar de que no podía ver el peñasco, sabía muy bien en lo que se había convertido. Era la parte superior de una cascada: si la tormenta seguía empeorando, el agua los arrastraría hacia el precipicio.
Y Orval sería el primero en caer.
Agarró a Orval por las piernas.
—¡Shingleton! ¡Ayúdame! —gritó en medio de la lluvia que entraba en su boca.
Un fuerte trueno se mezcló con sus palabras.
—¡Agárralo de los brazos, Shingleton! Nos vamos de aquí. —La temperatura había descendido considerablemente. Las gotas de lluvia que caían sobre su espalda eran heladas; recordó anécdotas de hombres atrapados por violentas crecientes en las montañas, de hombres arrastrados por los barrancos y arrojados por los acantilados, destrozándose contra las rocas de abajo—. ¡Tenemos que salir de aquí!
—¿Y el muchacho? —inquirió alguien.
—¡No puede vernos ahora! ¡No puede ver absolutamente nada!
—¡Pero a lo mejor está esperándonos allí arriba!
—¡No tenemos tiempo para pensar en él! ¡Tenemos que salir de este lugar antes de que empeore la tormenta! ¡Nos arrastrará por el acantilado!
Un relámpago iluminó la escena. Sacudió su cabeza cuando miró a su alrededor. Los hombres. Sus caras. Empapadas por la lluvia e iluminadas por la luz del relámpago, sus caras parecieron convertirse en blancas calaveras que desaparecieron con la misma velocidad con la que habían aparecido, y él se quedó parpadeando en la oscuridad oyendo los estampidos de los truenos como si fueran disparos de morteros.
—¡Aquí estoy! —gritó Shingleton sujetando los brazos de Orval—. Ya lo tengo. ¡Vamos!
Lo levantaron del agua y se dirigieron hacia la pendiente. La lluvia arreciaba, caía minuto a minuto con mayor intensidad y rapidez. Los golpeaba de costado, empapándolos, empujándolos sin cesar.
Teasle resbaló. Cayó golpeándose un hombro y sus manos soltaron a Orval que fue arrastrado por la impetuosa corriente. Luchó entre el agua para agarrarlo, para mantener la cabeza de Orval sobre la superficie, pero resbaló nuevamente, cayó de cabeza en la corriente y respiró hondo.
Respiró. El agua que le entró por la nariz anegó sus conductos nasales y salió por los dos pequeños agujeritos en la parte de atrás del paladar, ensanchándolos. Sacó la cabeza del agua sofocado, frenético, tosiendo. Alguien lo sujetaba. Era Shingleton que tiraba de él.
—¡No! ¡Orval! ¡Agarra a Orval!
No le pudieron encontrar.
—¡Va a caer por el precipicio!
—¡Aquí está! —gritó alguien. Teasle se pasó la mano por los ojos tratando de ver quién gritaba—. ¡Orval! ¡Aquí lo tengo!
El agua llegaba a las rodillas de Teasle. Vadeó dificultosamente por el curso de agua hasta donde el otro hombre sujetaba la cabeza de Orval por encima de la superficie.