Rambo. Acorralado (6 page)

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Authors: David Morrell

Tags: #Otros

BOOK: Rambo. Acorralado
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Pero no había sido una estupidez. Su mente funcionaba casi mejor en medio de su delirio que en cualquier otro momento desde que fue capturado, y la disentería había sido intencional. Había comido lo justo como para que no fuera muy fuerte, y para poder simular al día siguiente cuando le sacaran del agujero que sus retortijones eran más fuertes de lo que eran en realidad; así podría sufrir un colapso mientras arrastraba los árboles secos hacia el campamento.

Tal vez entonces no le obligarían a trabajar durante unos días. Tal vez el guardia le dejaría en la jungla y partiría en busca de ayuda para poder acarrearlo hasta el campamento, y cuando regresara el ya se habría escapado.

Pero se dio cuenta en ese momento que su mente no estaba nada mejor. Había comido demasiada fruta y los retortijones eran más fuertes de lo que había calculado, y cuando no pudiera trabajar más, el guardia posiblemente le mataría de un tiro; y aun suponiendo que lograra escapar, ¿cuánto tiempo duraría, hasta dónde llegaría, famélico, medio muerto y con diarrea?

No recordaba si había pensado todo esto antes o después.

Todo era algo confuso, súbitamente se dio cuenta de que estaba solo, internándose en la selva, cayendo dentro de un arroyo. Inmediatamente después, subía arrastrándose por una pendiente cubierta de helechos, se ponía de pie al llegar a la cima, caía nuevamente sobre el pasto de un llano, se ponía otra vez de pie luchando por cruzar la planicie, trepaba arrastrándose por una nueva pendiente, alcanzaba la cumbre, pero no podía ya ponerse de pie y continuaba arrastrándose. Las tribus de las montañas, pensaba. Tengo que llegar a una tribu, era lo único en lo que podía pensar.

Alguien estaba dándole de beber. Estaba seguro de que los soldados le habían encontrado y forcejeó para soltarse, pero alguien le sujetaba, obligándole a beber. No eran soldados no era posible: le dejaron ir, tambaleándose en medio de la selva. Otras veces pensaba que estaba otra vez en el agujero y que soñaba que estaba libre. De vez en cuando pensaba que todavía no había terminado de caer del avión junto con sus compañeros, que su paracaídas no se había abierto, y que se acercaba peligrosamente a las montañas. Se despertó tumbado bajo unos arbustos, descubrió que estaba corriendo, se encontró tendido sobre una roca.

Cuando el sol comenzó a ponerse, consiguió orientarse gracias a él y tomó rumbo al sur. Pero de repente tuvo miedo de haber confundido las horas, pensó que quizás había estado inconsciente durante la noche y que había confundido el crepúsculo con el amanecer y que se dirigía hacia el norte en vez de hacia el sur. Se quedó mirando el sol durante un rato y se tranquilizó al ver que el astro continuaba su descenso. Se hizo entonces de noche, y cuando no pudo ver más, se desplomó.

Volvió en sí a la mañana, y se encontró cubierto con ramas en lo alto de un árbol. No podía recordar cómo ni cuándo había llegado hasta allí arriba, pero no hubiera estado ahora con vida si no lo hubiera hecho; un hombre solo, sin conocimiento no lograría sobrevivir jamás a los ataques de los animales nocturnos que merodeaban por la jungla. Se quedó en el árbol todo el día, rompiendo ramitas aquí y allá para ocultarse mejor, durmiendo a ratos, comiendo lentamente la carne ahumada y las tortas de arroz que descubrió con gran sorpresa dentro de una bolsita atada a su cuello hecha con trozos de su propia ropa. Los que le habían obligado a beber debían haber sido algunos campesinos, y la comida debía ser de ellos.

Guardó un resto para la noche, cuando se decidió a bajar del árbol, y guiándose nuevamente por el sol poniente, se dirigió rumbo al sur. ¿Pero por qué le habían ayudado? ¿Sería el aspecto que presentaba lo que les impulsó a darle una nueva oportunidad?

A partir de entonces huyó solamente durante la noche, valiéndose de las estrellas como brújulas, comiendo raíces, corteza de los árboles, berros de los arroyos. A menudo oía soldados que se movían cerca de él en la oscuridad, se agazapaba entonces quedándose inmóvil, oculto por la maleza, hasta que los sonidos se desvanecían. Su delirio desaparecía a menudo, pero luego reaparecía peor que antes, haciéndole imaginar que oía el ruido seco del retroceso de la corredera de un rifle automático, haciéndole rodar por la maleza, hasta que se daba cuenta de que el ruido que había oído era el de una rama seca que él mismo había pisado.

Al cabo de dos semanas comenzaron las lluvias, cayendo sin interrupción. Barro. Madera podrida. Chaparrones que caían con tal fuerza que apenas podía respirar. Siguió avanzando, golpeado por la lluvia incesante, enfurecido por el barro pegajoso, por los arbustos mojados que le dificultaban el paso.

No podía saber ya hacia dónde quedaba el sur; cuando las nubes dejaban un claro en el cielo por las noches, se guiaba por una estrella, pero luego las nubes volvían a cerrarse y tenía que avanzar a ciegas y cuando por fin se volvían a abrir, se daba cuenta de que había perdido el rumbo.

Una mañana descubrió que había caminado haciendo círculos y después de eso resolvió avanzar solamente durante el día. Tenía que moverse más lentamente, con más precauciones, para evitar que le encontraran. Cuando las nubes oscurecían el sol, se guiaba por un punto de referencia bien alejado, la punta de una montaña o un árbol que descollaba entre los demás.

Salió de la selva y se internó tambaleándose por un campo; alguien le disparó un tiro. Se echó al suelo y se arrastró nuevamente en dirección a los árboles. Otro tiro. Gente que corría por el pasto.

—Le dije que se identificara —decía un hombre—. Le hubiera matado de no haberme dado cuenta de que no estaba armado. Póngase de pie e identifíquese.

Norteamericanos. Comenzó a reír. No podía dejar de reír. Estuvo un mes en el hospital hasta que se le pasó la histeria. Le habían dejado caer en el norte, junto con su pelotón, a principios de diciembre y le dijeron que ahora estaban a principios de mayo. No sabía cuánto tiempo había estado prisionero. No sabía cuánto tiempo había durado su huida. Pero durante ese lapso había cubierto la distancia entre el lugar donde le dejaron caer y esta base norteamericana situada en el sur: seiscientos veinte kilómetros. Y lo que le había hecho reír era que debía llevar mucho tiempo en territorio norteamericano, y que algunos de los soldados de los que se escondía durante las noches al oírles moverse probablemente serían norteamericanos.

XI

Tardó cuanto pudo en volver allí. Sabía que no podría contenerse cuando Teasle acercara las tijeras a su cabeza y comenzara a cortarle el pelo. Vio, a través del agua de la ducha, que Galt estaba al pie de la escalera, sujetando en sus manos las tijeras, un bote de crema de afeitar y una navaja recta. Sintió un nudo en el estómago. Miró angustiado a Teasle que en ese momento señalaba una silla y un escritorio al pie de la escalera, y le decía algo a Galt que él no podía oír por el ruido del agua que corría. Galt colocó la silla frente al escritorio, sacó unos periódicos de un cajón y los desparramó debajo de la silla.

No le llevó mucho tiempo hacerlo. Teasle se acerco inmediatamente al cuarto de la ducha, aproximándose lo suficiente como para que él pudiera oír lo que decía.

—¡Cierra la ducha! —dijo Teasle.

Rambo fingió no oírle.

Teasle se acercó más.

—Cierra la ducha —repitió.

Rambo continuó enjabonándose los brazos y el pecho. El jabón era grande, cuadrado y amarillo, y tenía un fuerte olor a desinfectante. Procedió a enjabonarse las piernas. Era la tercera vez que lo hacía. Teasle movió la cabeza y se dirigió hacia la izquierda de la ducha, fuera de la vista del muchacho, donde seguramente habría una llave de paso, pues al cabo de un segundo la ducha dejó de funcionar.

Rambo contrajo los músculos de sus hombros y piernas, mientras el agua le chorreaba por el cuerpo, escurriéndose por la rejilla metálica del cuarto, cuando en eso apareció Teasle, con una toalla en la mano.

—No tiene sentido seguir retrasando este asunto —dijo Teasle—. Lo único que conseguirás será resfriarte.

Rambo no tenía elección. Salió lentamente. Sabía que si no lo hacía, Teasle lo sacaría de un tirón y no quería que Teasle lo tocara. Se secó concienzudamente con la toalla.

El frío hacía que la toalla dejara marcas en sus brazos semejantes a unas picaduras. Sentía frío en los testículos.

—Si te sigues secando terminarás por romper la toalla —dijo Teasle.

Continuó secándose. Teasle se acercó para conducirlo hacia la silla, Rambo se hizo a un lado, quedando frente a Teasle y a Galt, mientras retrocedía hacia la silla. Todo ello sin hacer pausa alguna, en una ininterrumpida secuencia.

Teasle acercó las tijeras a un lado de la cabeza primero, dando tijeretazos al aire; Rambo trató de quedarse quieto pero no pudo evitar un sobresalto.

—Quédate quieto —dijo Teasle—. Puedes lastimarte con las tijeras.

Teasle cortó luego un gran mechón de pelo y Rambo sintió el frío húmedo del sótano en su oreja descubierta.

—Tienes más de lo que pensaba —dijo Teasle dejando caer el mechón de pelo en el periódico desplegado sobre el suelo—. Tu cabeza te pesará mucho menos dentro de un minuto.

El periódico, empapado por el agua, comenzó a ponerse más oscuro.

Teasle pegó otro tijeretazo y Rambo dio otro respingo. Teasle se colocó detrás del muchacho y Rambo se puso tenso al no poder ver lo que sucedía a sus espaldas. Giró la cabeza para mirar, pero Teasle se la empujó hacia adelante. Rambo consiguió sacarla por debajo de la mano de Teasle.

Este acercó nuevamente las tijeras y Rambo pegó otro respingo, pero un mechón de pelo se enganchó en las tijeras tironeando con fuerza el cuero cabelludo. No pudo aguantar más. Saltó de la silla y se volvió hacia Teasle.

—Apártese.

—Siéntate en esa silla.

—No me va a cortar ni un pelo más. Si quiere que me corte el pelo, busque un peluquero.

—Son más de las seis. Los peluqueros no trabajan ya a esta hora. Y no te vas a poner ese uniforme hasta que no te cortes el pelo.

—Pues entonces me quedaré como estoy.

—Te sentarás en esa silla. Galt, ve a buscar a Shingleton. He aguantado todo lo que he podido. Le cortaremos el pelo tan rápido como si estuviéramos usando tijeras para esquilar ovejas.

Galt pareció contento de poder salir de allí. Rambo oyó como repercutía abajo el ruido de la llave al abrir la puerta. Las cosas se sucedían con más rapidez ahora. No quería lastimar a nadie, pero sabía que eso era lo que terminaría por suceder, porque sentía que le sería imposible controlar su furia durante mucho más tiempo.

Inmediatamente apareció un hombre corriendo escaleras abajo, seguido por Galt, un escalón más atrás. Era el hombre que había estado sentado junto a la radio en la oficina del frente. Shingleton. Al verlo de pie le pareció mucho más alto que antes, su cabeza casi tocaba las luces del techo. El reflejo de la luz hacía resaltar los huesos de sus órbitas y de la parte inferior de su cara. Echó una mirada a Rambo y éste se sintió doblemente desnudo.

—¿Dificultades? —preguntó Shingleton dirigiéndose a Teasle—. Me dicen que tiene dificultades.

—Yo no pero él sí —dijo Teasle—. Galt te ayudará a hacerlo sentarse en esa silla.

Shingleton se acercó inmediatamente. Galt titubeó un poco, pero luego se acercó.

—No sé bien qué es lo que sucede —le dijo Shingleton a Rambo—. Pero seré razonable y te daré una opción. ¿Piensas caminar o prefieres que yo te lleve?

—Creo que será mejor que no me toque —estaba decidido a no perder el control. Faltaban solamente cinco minutos durante los cuales las tijeras no se apartarían de su cabeza y después, todo habría concluido, él estaría a salvo.

Caminó hacia la silla, patinando con los pies mojados, y oyó que Shingleton decía detrás suyo:

—¡Dios mío! ¿A qué se deben todas esas cicatrices de tu espalda?

—A la guerra.

Eso fue una debilidad. No debió contestar.

—Por supuesto. Está clarísimo. ¿En qué ejército?

Rambo estuvo a punto de matarlo ahí mismo.

Pero Teasle dio un nuevo tijeretazo a su pelo y le sorprendió. Numerosos y largos mechones de pelo cubrían el periódico mojado, enredándose, algunos de ellos, en los pies desnudos de Rambo. Imaginaba que Teasle seguiría dando tijeretazos a su pelo. Y decidió prepararse para ello. Pero resultó que Teasle acercó demasiado las tijeras a su ojo derecho, cortando un poco de barba y Rambo inclinó instintivamente la cabeza hacia la izquierda.

—Quédate quieto —dijo Teasle—. Shingleton, Galt, sujétenlo.

Shingleton le agarró la cabeza obligándole a levantarla, pero Rambo, le apartó el brazo de un manotazo. Teasle pegó un nuevo tijeretazo a la barba, pellizcándola con las tijeras, pellizcándole las mejillas.

—¡Dios! —masculló.

Estaban demasiado cerca. Estaban tan apiñados que sintió ganas de gritar.

—Esto podría durar toda la noche —dijo Teasle—. Galt, tráeme la crema de afeitar y la navaja que está sobre la mesa.

Rambo se retorció.

—No me van afeitar. No se les ocurra acercarse con esa navaja.

Galt se la dio a Teasle, Rambo vio la hoja larga brillar con la luz y recordó al oficial enemigo rasgándole el pecho, y ése fue el fin. Agarró la navaja y se puso de pie de un salto, empujándoles hacia un lado. Dominó el impulso que le instaba a atacar. Aquí no. En esta maldita comisaría no. Todo lo que quería era quitarles la navaja. Pero Galt se puso blanco como un papel, clavó su mirada en la navaja y se llevó la mano al revólver.

—¡No, Galt! —exclamó Teasle—. ¡Deja el revólver!

Pero Galt continuó palpando su arma y torpemente consiguió desenfundarla. Debía ser un auténtico novato: parecía incapaz de creer que estaba realmente esgrimiendo un revólver, su mano temblaba al querer oprimir el gatillo y fue entonces cuando Rambo le atravesó el estómago de un navajazo. Galt inclinó la cabeza y miró estúpidamente el tajo limpio y profundo en su vientre; la sangre le empapaba la camisa y chorreaba por los pantalones, las vísceras surgieron como si fueran una cámara de goma que apareciera por un tajo en la cubierta. Las empujó hacia adentro con el dedo, pero volvían a salir otra vez, la sangre empapaba sus pantalones y los puños de la camisa y chorreaba por el piso, cuando emitió un leve y extraño sonido con la garganta, se desplomó sobre una silla y la tiró al suelo. Rambo corrió escaleras arriba, tras haber dirigido una mirada a Teasle y a Shingleton y constatar que uno estaba cerca de las celdas y el otro próximo a la pared, demasiado alejados uno del otro como para poder herirles a los dos sin que uno de ellos tuviera tiempo, antes de sacar su revólver y disparar. Cuando llegó al rellano situado en la mitad de la escalera sonó un primer disparo a sus espaldas, incrustándose en la pared de cemento. El otro tramo de la escalera subía en dirección opuesta al anterior, de modo que ahora estaba fuera del alcance de la vista de los otros, encima de sus cabezas, corriendo en busca de la puerta que comunicaba con el hall principal. Les oyó gritar debajo suyo y luego trepar corriendo el primer tramo de la escalera. La puerta. Había olvidado la puerta cerrada con llave. Teasle le había advertido a Galt que tuviera la precaución de echar el pestillo. Llegó finalmente arriba, rezando para que Galt hubiera bajado con mucha prisa cuando volvió acompañado por Shingleton; oyó que gritaban: “¡Alto!” detrás de él y que amartillaban un arma en el momento en que hacía girar la manija de la puerta, que gracias a Dios, no estaba cerrada con llave. No había terminado de agacharse cuando dos disparos se incrustaron en la pared blanca frente a él. Sacudió los andamios del pintor y toda la instalación se derrumbo frente a la puerta, formando una pila de latas de pintura, tablones y tubos de acero que bloqueaban el paso.

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