—¿Qué sucede? —inquirió alguien en el vestíbulo, detrás de él, y al dar media vuelta se encontró con un policía que le miraba sorprendido al verle desnudo y hacía un ademán para sacar su arma.
Rambo dio cuatro pasos rápidos, golpeo con el revés de su mano el puente de la nariz del policía y al caer éste al suelo soltó el revólver. Alguien que subía desde el sótano estaba empujando la pila formada por los andamios desmoronados. Rambo disparó dos veces, oyó gritar a Teasle y confió en que los disparos le demorarían el tiempo suficiente como para que él pudiera llegar a la puerta de la entrada.
Llegó allí y disparó nuevamente en dirección al andamio antes de salir totalmente desnudo al exterior y toparse con el ardiente reflejo del sol de la tarde.
Una vieja que caminaba por la acera pegó un grito; el conductor de un coche aminoró la marcha de su vehículo y se quedo mirándole; Rambo bajó saltando los escalones del frente de la comisaría, pasó junto a la mujer que gritaba, dirigiéndose hacia un hombre vestido con ropa de trabajo que pasaba en una motocicleta. El hombre cometió el error de disminuir la velocidad para mirar, porque cuando quiso acelerar nuevamente, Rambo ya lo había agarrado y arrancado de la moto. El hombre cayó al pavimento de cabeza, y su casco protector de color amarillo rodó por el suelo.
Rambo se subió a la motocicleta, apoyo sus nalgas desnudas sobre el caliente asiento de cuero negro y se alejó a toda velocidad tras disparar sus tres últimos proyectiles a Teasle, que apareció por la puerta del frente de la comisaría y luego se metió adentro otra vez, al advertir que Rambo estaba apuntándole con el revólver. Pasó frente a la comisaría zigzagueando y desviando la motocicleta hacia uno y otro lado para estar fuera del alcance de Teasle. La gente se había amontonado en una esquina un poco más adelante, observando la escena, y el muchacho confió en que Teasle no se animaría a disparar por miedo de herir a los espectadores. Oyó que gritaban a sus espaldas, y oyó gritar también, a los que estaban parados en la esquina. Un hombre corrió desde la esquina tratando de detenerle, pero Rambo lo apartó de una patada, giró bruscamente hacia la izquierda y lanzó su motocicleta a toda carrera.
Seis balas, contó Teasle. El revólver del muchacho estaba vacío. Corrió afuera, frunciendo los ojos por el reflejo del sol, justo a tiempo para verle desaparecer por la esquina. Shingleton apuntaba con el revólver; Teasle le hizo bajar el arma.
—¡Pero por Dios! ¿No ves la cantidad de gente arremolinada allí?
—¡Hubiera podido alcanzarle!
—¡Hubieras podido alcanzarles a otros cuantos además de él!
Entró corriendo a la comisaría, abriendo de par en par la puerta del frente en la que podían apreciarse tres orificios de bala en la chapa de aluminio. —¡Ven aquí! ¡Ve a ver cómo están Galt y Preston! ¡Llama a un médico! Atravesó el cuarto corriendo, asombrado de que Shingleton hubiera tratado de disparar. Era un tipo tan eficiente en su trabajo, siempre sabía de antemano lo que tenía que hacer y ahora, por falta de costumbre en este tipo de situaciones, actuaba impulsivamente.
La puerta se cerró de golpe tras entrar Shingleton en la comisaría; Teasle accionó una de las perillas de la radio y comenzó a hablar por el micrófono. Sus manos temblaban su interior bullía.
—¡Ward! ¿Dónde demonios te has metido Ward? —exclamó dirigiéndose a la radio, pero Ward no le respondía; finalmente Teasle consiguió localizarlo, le explicó lo sucedido y le previno de lo que podía suceder—. ¡Sabe que siguiendo por la Central Road logrará salir de la ciudad! Ha tomado rumbo al oeste, en esa dirección. ¡Impídanle el paso!
Shingleton apareció corriendo por el pasillo y entró al cuarto del frente, dirigiéndose hacia donde estaba Teasle.
—Galt. Ha muerto. Dios mío, tiene las tripas colgando —agregó al acercarse. Tragó, tratando de recuperar el aliento—. Preston está vivo. Pero no sé cuánto tiempo más vivirá. Le sale sangre por los ojos.
—¡De prisa! ¡Pide una ambulancia! ¡Llama a un médico!
Teasle giró otra perilla de la radio. Sus manos no dejaban de temblar. Su interior hervía más que antes.
—Policía estatal —dijo hablando rápidamente por el micrófono—. Madison llamando a la policía estatal. Emergencia —No le contestaron. Subió el tono de la voz.
—No soy sordo, Madison —respondió una voz de hombre—. ¿Qué problema tienen?
—Fuga. Un oficial muerto —les dijo brevemente, rabiando por perder tiempo repitiendo lo que había sucedido. Solicitaba que bloquearan los caminos. La voz prestó atención inmediatamente.
Shingleton colgó el aparato, Teasle ni siquiera lo había oído marcar.
—La ambulancia viene para acá.
—Llama a Orval Kellerman —Teasle movió otra perilla, llamó a otro patrullero y le ordenó perseguir al muchacho.
Shingleton había marcado ya el número. Gracias a dios que se había recuperado.
—Kellerman ha salido. Estoy hablando con su mujer. Ella no quiere ir a buscarlo.
Teasle tomó el teléfono.
—Señora Kellerman, soy Wilfred, Necesito hablar urgentemente con Orval.
—¿Wilfred? —Su voz era débil y cascada—. Que sorpresa, Wilfred. Hace tanto tiempo que no te vemos ni sabemos de ti.
¿Por qué demonios no hablaría un poco más rápido?
—Pensábamos ir a visitarte para decirte cuánto sentíamos que se hubiera ido Anna.
Tenía que interrumpirla.
—Señora Kellerman, tengo que hablar con Orval. Es muy importante.
—Lo siento mucho, querido. Está afuera trabajando con los perros y tú sabes que no puedo interrumpirle cuando está ocupado con ellos.
—Tiene que hacerlo venir al teléfono. Por favor. Le aseguro que es muy importante.
La oyó suspirar.
—Está bien, se lo pediré, pero no puedo prometerte que lo hará. Ya sabes cómo se pone cuando está con los perros.
La oyó dejar el aparato y encendió rápidamente un cigarrillo.
Hacía quince años que era policía y jamás se le había escapado un preso ni habían matado a un compañero suyo.
Tenía ganas de romper la cara del muchacho contra el cemento.
—¿Por qué tuvo que hacer semejante cosa? —le dijo a Shingleton—. Es una locura increíble. Aparece por aquí buscando meterse en líos y en la misma tarde pasa de ser acusado por vago a que lo busquen por criminal. Eh, ¿te sientes bien? Siéntate y mete la cabeza entre las rodillas.
—Nunca había visto antes un hombre acuchillado, Galt. Almorzamos juntos, Dios mío.
—No importa cuántas veces lo hayas visto, Yo debo haber visto a más de cincuenta tipos acuchillados en Corea, y todas las veces me descomponía. Conocí un hombre en Louisville que había trabajado durante veinte años en la policía. Una noche le tocó investigar una pelea de arma blanca en un bar; había tanta sangre mezclada con cerveza en el suelo, que le dio un ataque al corazón y murió antes de volver al coche patrulla.
Oyó que alguien levantaba el aparato en el extremo. Ojalá fuera Orval
—¿Qué es lo que pasa, Will? Espero que sea tan importante como dices.
Era Orval. Había sido el mejor amigo de su padre y los tres solían salir a cazar todos los sábados de la temporada, Cuando el padre de Teasle murió, Orval se convirtió en su segundo padre. Se había jubilado ya, pero se conservaba en mejor forma que muchos otros más jóvenes que él, y tenía la jauría mejor entrenada de toda la zona.
—Orval, se nos acaba de escapar un preso. No tengo tiempo de explicarte con muchos detalles, pero estamos persiguiendo a un muchacho; mató a uno de mis hombres y no creo que piense quedarse en los caminos con la policía estatal detrás de él. Estoy convencido de que se dirigirá a las montañas, y espero que tú estés dispuesto a dejar que tus perros tomen parte en esta importante cacería.
Rambo avanzó con la moto por Central Road. El viento le azotaba la cara y el pecho, hacía lagrimear sus ojos de tal forma, que tuvo miedo de verse obligado a reducir la velocidad para poder ver lo que tenía adelante. Los automóviles se detenían abruptamente, y sus conductores se quedaban mirando boquiabiertos al muchacho que manejaba la motocicleta, totalmente desnudo. La gente a lo largo de la calle se volvía para mirarlo señalándole con el dedo. Una sirena comenzó a aullar a lo lejos. Aumentó la velocidad de la moto hasta pasar los cien kilómetros, cruzó una luz roja, esquivando apenas un inmenso camión de gasolina que atravesaba la calle en ese momento. Otra sirena comenzó a aullar a su izquierda. Era imposible que una moto corriera más rápido que los coches de la policía. Pero en cambio una moto podía meterse donde un automóvil no podía: en las montañas.
La calle tenía una bajada pronunciada y luego trepaba nuevamente por la colina. Rambo se lanzó, a toda velocidad al oír aproximarse las sirenas. La que había oído sonar por la izquierda parecía haber cambiado de rumbo, uniéndose a la que sonaba a sus espaldas, Era tal la velocidad de la moto cuando llegó a la cima de la colina, que saltó por el aire y cayó nuevamente sobre el pavimento, obligándole a aminorar su marcha para poder mantener el equilibrio. Prosiguió luego con su vertiginosa carrera.
Pasó el cartel que decía
Está usted saliendo de Madison
, pasó la zanja donde había comido las hamburguesas esa tarde. Los campos de maíz se extendían a ambos lados del camino, las sirenas se aproximaban y las montañas se alzaban hacia la derecha. Giró en esa dirección internándose por un camino de tierra y casi volcó al esquivar un camión de reparto de leche. El conductor se asomó por la ventanilla increpándolo.
Mantenía su velocidad en cien kilómetros para evitar patinar en la tierra suelta, levantando una polvareda, a su paso. Las sirenas sonaban a la derecha, y al rato las oyó ulular directamente a sus espaldas. Se acercaban a gran velocidad. Si permanecía en este camino de tierra, nunca conseguiría alejarse de ellas y llegar a las montañas; tenía que abandonar el camino e internarse por donde los otros no pudieran pasar. Giró hacia la izquierda, atravesando un portón abierto, siguiendo un surco profundo y amarillento. El maíz se alzaba a ambos lados, las montañas seguían estando lejos y hacia la derecha y él buscaba desesperadamente una forma de llegar a ellas. Las sirenas sonaron con más fuerza. Llegó al final del sembrado, dobló hacia la derecha avanzando por un campo con pasto seco, mientras la motocicleta daba tumbos sobre el suelo desparejo, hundiéndose, levantándose y vapuleándolo entre el pasto. Pero los patrulleros podrían perseguirle también por aquí, pensó al oír las sirenas que cada vez eran más estridentes, directamente detrás de él.
Un pesado cerco de madera se alzaba un poco más adelante. Se acercó, frenético por las sirenas, y vio el ganado. Debían ser alrededor de cien cabezas. Estaban en la misma dehesa que él, pero avanzaban delante suyo pasando por un portillo en el cerco, subiendo por una pendiente en dirección a unos árboles. El ruido de la moto las hizo galopar antes que el llegara a donde estaban: eran unas vacas de raza Jersey de color café con leche, que pasaban de a tres en fondo por el portillo abierto, mugiendo, sacudiendo sus ubres al trepar por la colina. Le parecieron mucho más grandes a medida que se acercaba a ellas, que corrían desperdigadas haciendo retumbar la tierra con sus pezuñas, hasta que finalmente atravesó el portillo junto con las últimas, dirigiéndose hacia la colina.
La pendiente era empinada y tenía que agacharse hacia adelante para impedir que se volcara la moto. Pasó junto a un árbol, luego junto a otro, las montañas cada vez más cercanas, bajó un barranco pequeño y avanzó por terreno llano. Cruzó un arroyo angosto sin bajarse de la motocicleta y casi vuelca al llegar a la otra orilla. Pero las montañas estaban maravillosamente cerca ahora, de modo que se afirmó sobre el asiento y aceleró a fondo.
Había una hilera de árboles delante y un poco más allá, un monte tupido, rocas y matorrales. Divisó por fin lo que buscaba: una quebrada entre dos laderas que se internaba entre las montañas rocosas. Se dirigió allí mientras el ulular de las sirenas disminuía gradualmente a sus espaldas.
Eso quería decir que los coches patrulla se habían detenido. Los policías seguramente ya se habían bajado de los automóviles y estaban buscándole. Se dirigió hacia la quebrada. Se oyó el estampido de un arma de fuego y una bala pasó rozando su cabeza, incrustándose en un árbol. Se internó rápidamente entre los árboles escalonados, zigzagueando por llegar al barranco. Resonó un nuevo estampido, pero la bala no pasó siquiera cerca de él; se internó entonces en el monte tupido, fuera del alcance de la vista de los que estaban en el barranco.
Treinta metros más adelante, un grupo de rocas y unos árboles caídos le bloqueaban el paso, se bajó de la motocicleta, dejándola incrustarse contra las rocas. Trepó por la tupida ladera entre ramas puntiagudas que le pinchaban por todas partes. Le seguirían más policías. Muchos más. Pronto. Pero por lo menos tenía tiempo de trepar a lo alto de las montañas antes de que llegaran.
Se dirigiría a Méjico. Se refugiaría en una pequeña ciudad de la costa de Méjico y se bañaría todos los días en el mar.
Pero mejor sería que nunca más volviera a ver a ese hijo de puta de Teasle. Se había prometido a sí mismo que nunca más haría daño a nadie y ese hijo de puta le había obligado a matar otra vez, y si Teasle seguía insistiendo, Rambo estaba decidido a emprender una lucha de la que Teasle se arrepentiría durante toda su vida por haberla provocado.
Teasle no tenía mucho tiempo; debía organizar a sus hombres e internarse en el bosque antes de que lo hiciera la policía del estado. Abandonó el surco y avanzó con su coche por la dehesa de pasto seco siguiendo las huellas de los coches y de la motocicleta del muchacho, avanzando hacia el cerco de madera al final y hacia el portillo abierto. Shingleton, que estaba sentado a su lado, tenía las manos apoyadas contra el tablero, sujetándose como podía, por los tumbos que daba el auto al cruzar por el campo lleno de pozos tan profundos que la pesada carrocería se sacudía contra los elásticos, golpeando, inclusive, los ejes.
—El portillo es muy estrecho —le advirtió Shingleton—. No logrará pasar.
—Los otros lo hicieron.
Frenó súbitamente, aminorando la marcha al atravesar el portillo, dejando tan sólo cinco centímetros libres a cada lado, acelerando nuevamente para subir la empinada pendiente y llegar hasta donde se habían detenido los dos coches patrulla, pocos metros más allá de la punta de la colina. Debían haberse atascado allí: cuando se acercó, la pendiente era tan inclinada que su motor comenzó a fallar. Puso primera y apretó el acelerador, sintiendo que las ruedas de atrás se hundían en el pasto mientras el coche pegaba un respingo y trepaba la colina.