Rambo. Acorralado (11 page)

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Authors: David Morrell

Tags: #Otros

BOOK: Rambo. Acorralado
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—Bueno —dijo Teasle—. Pongámonos en marcha.

Estaba tan agitado que le costó trabajo enganchar otra vez el micrófono en la radio.

IV

Esa mañana mientras corría y caminaba, oyó incesantemente el zumbido de un motor en la distancia, unos disparos esporádicos algo amortiguados y una profunda voz masculina que murmuraba por un micrófono. Luego el motor pasó por encima de varios picos y reconoció el ruido de un helicóptero, tan usual durante la guerra, y comenzó a moverse con mayor rapidez.

Hacía ya casi doce horas que estaba vestido, pero seguía disfrutando de la cálida y áspera sensación de sus ropas, después de haber trepado desnudo por las montañas en el frío aire de la noche. Calzaba unos zapatos viejos y pesados que el chico le había llevado hasta el claro del manantial alrededor de la medianoche. Los zapatos le quedaban muy grandes al principio, pero rellenó las puntas con hojas para impedir que sus pies se deslizaran hacia atrás y hacia adelante y le salieran ampollas. A pesar de eso, sentía la aspereza y la dureza del cuero contra sus pies desnudos y lamentó que el chico se hubiera olvidado de traerle también un par de calcetines. O quizás los había olvidado a propósito. Los pantalones le quedaban demasiado ajustados, en cambio, y no pudo evitar reír al pensar que quizás eso también había sido intencional. Zapatos demasiado grandes, pantalones muy apretados; era una buena manera de burlarse de él.

Los pantalones de color claro, con grandes manchas de aceite y grasa, parecían haber sido pantalones de vestir, a los cuales, al gastarse la parte posterior, les pusieron un remiendo y los convirtieron en pantalones de faena. La camisa blanca de algodón tenía gastados los puños, el cuello y los ojales; el viejo le había dado además su gruesa camisa de lana a cuadros para abrigarse por las noches. Le sorprendió que se volviera tan amistoso y generoso al final. Quizás habría sido obra del whisky. Cuando él y el viejo terminaron de comer las zanahorias y el pollo frío que había traído el chico, los tres empinaron repetidas veces el porrón de whisky y finalmente el viejo terminó por entregarle su rifle más una cantidad de cartuchos envueltos en un pañuelo.

—Tuve que refugiarme una vez durante unos días en las montañas —dijo el viejo—. Hace mucho tiempo. Cuando tenía más o menos la edad de mi chico —no aclaró el motivo y Rambo se guardó muy bien de preguntarle—. No tuve ni siquiera tiempo de volver a mi casa a buscar el rifle y lo cierto, es que no me habría venido nada mal. Cuando salgas de este lío puedes mandarme dinero por el rifle. Quiero que me des tu palabra. El dinero no es lo que me interesa. Y Dios sabe que con lo que fabrico puedo conseguir otro. Pero me gustaría saber cómo lograste escapar y cuento con el rifle para que te acuerdes de avisarme. Es un buen rifle.

Así era, en efecto: un 30-30 a cerrojo, capaz de atravesar a un hombre a media milla de distancia como si fuera un trozo de queso. El viejo le había colocado una gruesa almohadilla de cuero en la culata para amortiguar el retroceso, y había pintado un puntito con pintura luminosa en la punta del caño para apuntar mejor de noche.

Rambo hizo entonces la promesa, retrocedió por el arroyo, alejándose de donde el viejo debía tener su caldera, retortas y porrones; tomó en seguida rumbo hacia el oeste, prosiguiendo con su idea de dirigirse al sur, hacía Méjico. Sabía muy bien que no sería fácil llegar allí. Como no pensaba arriesgarse en robar un auto, tendría que viajar durante meses a pie por esas tierras, viviendo de lo que encontrara.

Al mismo tiempo, no lograba pensar en otro lugar que fuera más seguro y, por el momento, tenía al menos un rumbo, a pesar de que la frontera quedaba bastante lejos.

Anduvo unas cuantas millas, avanzando lentamente debido a la oscuridad; durmió en un árbol, se despertó con el sol y desayunó con las zanahorias y el pollo frío que le había dado el viejo, parte de lo cual había guardado para llevar comida consigo. El sol estaba alto ahora y brillaba con fuerza, y él se había alejado varias millas, corriendo entre los árboles, trepando por una quebrada ancha. Los disparos se oían más fuerte, la voz del megáfono más clara y tuvo la certeza de que el helicóptero, revisaría la quebrada en contados momentos. Salió del bosque y corrió a través de un claro cubierto de pasto y helechos; cuando había recorrido una tercera parte oyó casi sobre su cabeza el ruido de las paletas, y dio media vuelta buscando desesperado un lugar para ocultarse. No había más que un pino caído sobre el pasto con el tronco partido posiblemente por un rayo; pero ya no tenía tiempo de volver al bosque. Corrió y se zambulló bajo las tupidas ramas, raspándose la espalda al deslizarse debajo del espeso follaje; espió entonces entre las agujas del pino y vio el aparato que sobrevolaba la quebrada. Parecía inmenso, las paletas de sus rotores pasaban rozando las copas de los árboles más altos del bosque.

—Habla la policía —oyó que decía la voz masculina por el megáfono del helicóptero—. Está cercado, entréguese. A los que están en el bosque. Un fugitivo peligroso se halla próximo a ustedes. Salgan al descubierto. Hagan señales si han visto un hombre joven sin acompañantes. —La voz se interrumpió y luego repitió lo que acababa de decir en una forma algo extraña, como si leyeran las palabras en un papel—. Habla la policía. Está cercado, entréguese. A los que están en el bosque. Un fugitivo peligroso se halla próximo a ustedes.

Y así prosiguió hablando e interrumpiéndose, mientras Rambo permanecía debajo de las ramas, totalmente inmóvil, sabiendo que no podían verle desde tierra por las tupidas agujas del pino, pero no muy seguro de que no le vieran desde el aire, observando cómo el helicóptero pasaba sobre los árboles y se acercaba al pasto. Estaba lo suficientemente cerca de él como para poder ver la cabina de vidrio. Dos hombres miraban por las ventanillas abiertas de cada lado, un piloto civil y un policía que vestía el uniforme gris de los hombres de Teasle y que apuntaba por la ventanilla abierta con un poderoso rifle provisto de una mira telescópica. ¡Ca-rac! sonó el tiro disparado hacia un grupo de rocas y arbustos en el linde del bosque, por encima del cual acababa de pasar el helicóptero.

Dios. Teasle debía estar desesperado por atraparlo si había ordenado a sus hombres que dispararan a lugares que pudieran ser posibles escondites, sin temer herir a algún inocente, pues la mayoría obedecerían la advertencia y saldrían afuera para mostrarse.

Poniéndose en el lugar de Teasle, ¿por qué no habría de hacerlo? Desde el punto de vista de Teasle él era un asesino que había matado a un policía; no debía dejarlo escapar para que sirviera de escarmiento y nadie más se atreviera a matar a un representante de las fuerzas del orden.

No obstante, Teasle era un policía demasiado bueno como para ordenar que le mataran sin darle primero una oportunidad para entregarse. Posiblemente el aviso por el megáfono y los disparos a posibles escondites fueron hechos más con la idea de asustarlo que de herirlo. Las posibilidades de herirlo eran demasiado grandes, empero, de modo que no importaba si los disparos eran sólo, para asustarlo o no.

¡Ca-rac! a otro grupo de arbustos en el linde del bosque; ahora volaban sobre el pasto y en cuestión de segundos estarían sobre su cabeza, con muchas probabilidades de que abrieran fuego. Levantó el rifle entre las ramas, al acercarse el helicóptero apuntó al hombre que esgrimía el arma, dispuesto a dispararle en cuanto lo viera agachar la cabeza y enfocar con la mira. No quería seguir matando, pero no tenía otra alternativa. Y peor aún, si llegaba a dispararle al policía, el piloto se tiraría al suelo del helicóptero, fuera del alcance de su vista, y se alejaría a toda velocidad pidiendo ayuda por la radio y entonces todos sabrían donde estaba él. A menos que detuviera al piloto haciendo explotar los tanques de combustible del helicóptero, pero sabía que era una tontería pensar en eso. No cabía la menor duda de que podía hacer blanco. ¿Pero podría hacerlos explotar? Solamente en sueños podría conseguirlo sin un proyectil con una carga de fósforo.

Se quedó inmóvil esperando, oyendo los fuertes latidos de su corazón, mientras el helicóptero rugía por encima suyo. El policía inclinó inmediatamente su cabeza hacia la mira telescópica del rifle y él se dispuso a hacer funcionar el gatillo, pero en ese mismo momento se dio cuenta adonde apuntaba el policía, y gracias a Dios que lo advirtió y tuvo tiempo de evitar el disparo. Treinta metros a la izquierda había una pared de rocas y arbustos cerca de un charco de agua. Casi se escondió en ese lugar cuando oyó al helicóptero acercarse a la quebrada, pero le había parecido demasiado lejos. En estos momentos el helicóptero se dirigía allí ¡ca-rac! no podía creerlo, pensó que la vista le engañaba. Los arbustos se movían. Pestañeó, vio sacudirse los arbustos y se dio cuenta de que sus ojos no le mentían, pues la maleza se abrió y un ciervo corpulento y de gran cornada salió de allí, trepando por las rocas. Se caía y volvía a levantarse, galopaba por el pasto, rumbo al bosque en el otro lado, seguido por el helicóptero. Un hilo de sangre corría por el flanco del ciervo, pero no parecía importarle mucho a juzgar por la forma en que corría, dando esos elegantes y magníficos saltos, dirigiéndose hacia los árboles, perseguido por el helicóptero. Su corazón latió con fuerza.

No cesaba de latir. Pronto volverían. El ciervo era sólo un pasatiempo. No bien llegara a los árboles y se internaran en la espesura darían media vuelta. Y ya que había algo escondido en esos arbustos junto al charco, también podría haber algo bajo el árbol caído. Tenía que salir y bien rápido.

Pero debía esperar hasta que la cola del helicóptero apuntara hacia él y los hombres miraran hacia adelante, en dirección al ciervo que perseguían. Esperó angustiado hasta que por fin no pudo aguantar más tiempo; salió por debajo de las ramas, corrió por donde el pasto era más corto para no dejar ningún rastro. Se acercaba a los arbustos y las rocas. Casi en seguida el ruido del helicóptero cambió, rugiendo con más fuerza. El ciervo debía haberse metido en el bosque. El helicóptero estaba girando para volver. Corrió desesperado hacia las rocas, agachándose para ocultarse entre ellas, arrojándose debajo de los arbustos y poniéndose en seguida en posición para poder disparar por si le habían visto escapar.

¡Ca-rac! ¡Ca-rac! el primer tiró sonó cuando el helicóptero se acercó al árbol caído, el segundo mientras evolucionaba encima del pino, pausadamente, girando lentamente para proseguir la búsqueda por la quebrada. Abandonándole.

—Habla la policía —repitió nuevamente la voz—. Está cercado, entréguese. A los que están en el bosque. Un fugitivo peligroso se halla próximo a ustedes. Salgan al descubierto. Hagan señales si han visto a un hombre joven sin acompañantes.

Devolvió un bocado de zanahorias y pollo, escupió en el pasto, y el sabor amargo se esparció por su lengua y por toda la boca. Este era el extremo más angosto de la quebrada. Los peñascos a ambos lados se juntaban un poco más adelante; algo débil por haber vomitado, espió entre los arbustos mientras el helicóptero pasaba sobre las copas de los árboles en esa dirección y se elevaba un poco más para pasar sobre unos riscos, dirigiéndose a la próxima quebrada, apagándose lentamente el ruido de sus motores, desvaneciéndose la voz que hablaba por el megáfono.

No podía ponerse de pie pues sus piernas temblaban demasiado. Y al ver que temblaba, tembló más aún: ese helicóptero no debió haberle asustado tanto. Durante la guerra se había encontrado en situaciones mucho peores que ésta y aun cuando había salido de ellas, algo nervioso, nunca llegó al extremo de que su cuerpo no le respondiera. Tenía la pie] pegajosa y necesitaba beber, pero el agua del charco próximo a los arbustos era de color verde y estaba estancada, y sólo serviría para hacerle sentirse peor de lo que estaba.

Hace mucho que estás fuera de acción, se dijo a sí mismo, eso es todo. No estás en forma, eso es todo. Ya te acostumbrarás dentro de poco.

Está claro, pensó. Esa debe ser la respuesta.

Se apoyó contra una roca, lentamente; sacó la cabeza por encima de los arbustos y dio media vuelta para ver si había alguien cerca. Satisfecho por la inspección, se recostó contra la roca, sus piernas seguían algo débiles, y sacó las agujas de pino que entorpecían el disparador del rifle. Tenía que mantener en buen estado su arma, haciendo caso omiso de todo el resto. Había desaparecido ya el olor del queroseno con el que había mojado su ropa y lo reemplazaba en cambio, el olor acre y débil a trementina del pino. Se mezclaba con la acidez que sentía en su boca y creyó que iba a vomitar otra vez.

Al principio no estuvo seguro de haber oído bien: sopló una ráfaga de viento que dispersó el sonido. Luego al restablecerse la calma, oyó claramente los primeros ecos de los ladridos de perros, detrás de él, por la parte ancha de la quebrada. Un nuevo temblor sacudió sus piernas. Giró hacia la derecha, donde el pasto subía entre peñascos y árboles caídos, por una ladera rocosa, encogió los músculos de sus piernas y corrió.

V

El muchacho no les había sacado mucha ventaja, pensaba Teasle mientras avanzaba entre los árboles y arbustos junto con sus hombres, siguiendo a los perros. El muchacho se había escapado de la prisión a las ocho y media y no podía haberse internado mucho en las montañas durante la noche, una hora o dos a lo sumo. Debía haberse puesto en marcha nuevamente al salir el sol, igual que ellos, con lo cual llevaba cuatro horas de ventaja. Pero teniendo en cuenta otras cosas, éstas se reducían a dos, o menos tal vez: estaba desnudo y no conocía el terreno, por lo que posiblemente treparía a menudo por gargantas estrechas y avanzaría por cañadas que no tenían salida, lo que le haría perder tiempo buscando otros senderos. No tenía comida, además, por lo que se debilitaría; demorando su marcha, acortando las distancias.

—Incuestionablemente, menos de dos horas —dijo Orval corriendo—. No puede llevarnos más de una hora de ventaja. Mira a los perros. Su rastro es tan fresco que no necesitan olfatear el suelo.

Orval iba delante de Teasle y los otros, corriendo detrás de los perros, con el brazo extendido como si fuera una prolongación de la correa principal con que los sujetaba; Teasle trepaba, entre los arbustos, tratando de mantenerse a la par. En cierta forma era bastante gracioso ver a un hombre de setenta y dos años llevando la delantera, dejando a los demás sin aliento. Pero es cierto que Orval trotaba cinco millas todas las mañanas, fumaba solamente cuatro cigarrillos por día y no bebía alcohol; en cambio él fumaba un paquete y medio de cigarrillos, bebía cerveza en grandes cantidades y hacía varios años que no hacía ejercicio alguno. Ya era bastante poder mantenerse a la par de Orval en sus condiciones. Respiraba tan profundo y tan rápido que le ardían los pulmones, sentía innumerables pinchazos en los músculos de las piernas, pero por lo menos no corría a tumbos como al principio.

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