Bajó lenta y penosamente de la parte posterior del camión y fue hasta el borde del camino. El hombre acababa de llegar a la alambrada de púas que limitaba el campo.
—Discúlpeme, he estado recorriendo esta formación de arriba a abajo en busca de una persona —dijo el hombre—. Me gustaría saber si está por aquí. Dijeron que era posible. Wilfred Teasle.
—Yo soy Teasle.
—Bien, yo soy Sam Trautman —dijo—. He venido por mi muchacho.
Otros tres camiones pasaron al lado de ellos, con varios guardias nacionales de pie en la parte de atrás, sujetando sus rifles, y sus caras pálidas asomaban bajo los cascos en la oscuridad; Teasle pudo ver gracias a la luz de los faros de los camiones el uniforme de Trautman, la insignia de capitán, la boina verde cuidadosamente doblada y sujeta por el cinturón.
—¿Su muchacho?
—Bueno, no exactamente, supongo. Yo no lo entrené personalmente. Mis hombres lo hicieron. Pero yo entrené a los hombres que lo entrenaron a él, de modo que es mi muchacho en cierto sentido. ¿Ha hecho algo más? Lo último que oí fue que había matado a trece hombres —lo dijo clara y directamente, sin énfasis, pero no obstante, Teasle pudo reconocer lo que se ocultaba detrás de su voz; lo había oído con mucha frecuencia anteriormente, tantos padres que llegaban por la noche a la comisaría disgustados, desilusionados, avergonzados por lo que habían hecho sus hijos.
Pero esto no era igual, no era tan sencillo. Había algo oculto en la voz de Trautman, algo tan poco común en este tipo de situaciones que a Teasle le resultaba difícil precisar, y se quedó desconcertado cuando por fin lo logró.
—Usted parece estar casi orgulloso de él —dijo Teasle.
—¿En serio? Lo siento. No es mi intención. Lo que pasa es que es el mejor alumno que hemos tenido e indudablemente algo debería andar muy mal en la escuela si no se hubiera defendido como un león.
Señaló el alambre de púas y comenzó a pasar al otro lado con la misma delicada economía de movimientos como cuando bajó del helicóptero y atravesó el campo arado.
Cuando bajó a la zanja, del mismo lado de la alambrada en que estaba Teasle, se hallaba lo suficientemente cerca de éste como para que pudiera apreciar la perfección con que el uniforme moldeaba su cuerpo, sin hacer un solo pliegue o arruga. En medio de la oscuridad su piel parecía tener el mismo color que el plomo. Su pelo era corto y negro, peinado hacia atrás, su cara delgada y el mentón prominente. El mentón apuntaba ligeramente hacia adelante y eso le trajo a la memoria la forma en que Orval comparaba a la gente con los animales. Trautman no, hubiera dicho Orval ahora. No era una trucha. Más bien un lebrel, o un hurón. O una comadreja. Alguna especie de escurridizo animal de presa. Recordaba, algunos oficiales de carrera que había conocido en Corea y que eran asesinos profesionales, hombres totalmente familiarizados con la muerte, y siempre le hicieron sentir ganas de retroceder cuando los veía.
No sé si en realidad quiero que esté aquí después de todo, pensó.
Tal vez fue un error pedirle que viniera.
Pero Orval también le había enseñado a juzgar a los hombres por su apretón de manos y cuando Trautman salió de la zanja y dio tres pasos, su apretón de manos no fue el que Teasle esperaba. En lugar de ser áspero y dominante, era extrañamente suave y firme al mismo tiempo. Lo hizo sentirse muy cómodo.
Tal vez Trautman resultara bien.
—Llegó antes de lo que esperaba —le dijo Teasle—. Gracias. Necesitamos toda la ayuda posible.
Y como había estado pensando en Orval se sorprendió repentinamente al darse cuenta de que ya había dicho esto mismo anteriormente, dos noches atrás, cuando le agradeció a Orval el haber venido, empleando casi las mismas palabras que había usado para agradecerle a Trautman.
Pero Orval estaba muerto.
—Necesitan toda la ayuda posible —dijo Trautman—. Para serle franco, yo pensaba venir, antes de que usted me llamara. Ya no está en el ejército, esto es un asunto puramente civil, pero de todas formas no puedo evitar sentirme responsable en parte. Sin embargo, quiero aclarar una cosa: no pienso tomar parte en ninguna carnicería. Los ayudaré solamente si veo que este asunto se lleva a cabo correctamente; los ayudaré a capturarlo pero no a matarlo sin darle ninguna oportunidad. Puede ser que resulte muerto no obstante, pero no me gustaría considerarlo como un objetivo. ¿Estamos de acuerdo en eso?
—Sí —y decía la verdad. No tenía ningún interés en que destrozaran a balazos al muchacho allá arriba en la montaña. Quería que lo trajeran de vuelta, quería ver absolutamente todo lo que le sucediera.
—Muy bien —dijo Trautman—. Aunque no estoy muy seguro de que mi ayuda le sirva de algo. Tengo la impresión de que ninguno de sus hombres podrá acercarse lo suficiente como para verlo, y menos atraparlo. Es mucho más vivo y fuerte de lo que se imaginan. ¿Cómo se las arregló para que no lo matara a usted también? No sé cómo hizo para poder escapar.
Nuevamente apareció en el tono de su voz esa mezcla de desilusión y orgullo.
—Se diría que lamenta que me haya salvado.
—Y en cierto sentido tiene razón, pero no debe tomarlo como algo personal. En honor a la verdad, con su pericia y entrenamiento no debería haberlo dejado escapar. Si usted hubiera sido un enemigo, ese desliz habría sido muy serio y me gustaría saber a qué atribuirlo para poder enseñarles esa lección a mis hombres. Cuénteme cómo ha llevado el asunto hasta ahora. ¿Cómo consiguió movilizar tan rápidamente a la Guardia Nacional?
—Tenían previsto realizar maniobras este fin de semana. Los equipos estaban preparados de modo que lo único que hicieron fue movilizar a sus hombres con cierta anticipación.
—Pero éste es un puesto de mando civil. ¿Dónde está el cuartel general de los militares?
—En un camión un poco más adelante. Pero los oficiales nos dejan dar las órdenes a nosotros. Quieren comprobar cómo se las arreglan solos sus hombres, por eso se dedican únicamente a supervisar, como hacen en las maniobras.
—Maniobras —dijo Trautman—. Dios, a todo el mundo le gustan los juegos. ¿Qué le hace pensar que todavía anda por aquí?
—Porque todos los caminos que rodean a las montañas han estado vigilados desde el momento en que yo me interné allí. No es posible que haya bajado sin que lo vieran. Y además, yo lo habría sentido.
—¿Qué dice?
—Es algo que no puedo explicar. Una especie de sentido extraordinario que se me ha desarrollado como consecuencia de todo lo que me hizo pasar. No importa. Puede tener la seguridad de que todavía está allí. Y mañana por la mañana enviaré tantos hombres en su búsqueda, como árboles hay, donde se oculta.
—Lo cual es imposible, por supuesto, de modo que seguirá teniendo una posición ventajosa. Es un experto en guerrillas, sabe cómo vivir aprovechando lo que le da la tierra, por lo tanto no tiene que preocuparse como ustedes del problema de la comida y los suministros. Ha aprendido a tener paciencia, de modo que puede esconderse en cualquier lugar y esperar durante un año entero si fuera necesario. Es un solo hombre, por lo cual resulta difícil localizarlo. Trabaja por su cuenta, no tiene que obedecer órdenes ni sincronizar acciones con otras unidades, por eso mismo puede moverse con rapidez, disparar, escapar y esconderse en otro lugar y volver a repetir lo mismo. Como le enseñaron mis hombres.
—Muy interesante —dijo Teasle—. Ahora enséñeme usted a mí.
Rambo despertó y se encontró tirado sobre una piedra chata y fría. Se despertó debido al dolor que sentía en el pecho. Se le había hinchado mucho y le dolía tanto que tuvo que aflojar el cinturón que se había colocado alrededor, y cada vez que respiraba las costillas parecían incrustarse dentro de él, haciéndole dar un respingo.
No tenía la menor idea de dónde estaba. Supuso que sería de noche pero no podía comprender por qué la oscuridad era tan total, por qué no había grises mezclados con el negro y por qué no brillaban las estrellas, ni se vislumbraba ninguna claridad entre las nubes. Parpadeó, pero la oscuridad no cambió y temiendo que sus ojos hubieran sufrido algún daño, palpó rápidamente la roca sobre la que yacía, dando manotazos a su alrededor, tocando unas paredes de piedra húmeda. Una cueva, pensó desconcertado. Estoy en una cueva. ¿Pero cómo? Y medio aturdido todavía, se incorporó y caminó tambaleándose.
Se detuvo y volvió hasta donde había estado tirado porque no tenía el rifle en la mano, pero su atontamiento se le pasó un poco y se dio cuenta de que había tenido el rifle consigo todo el tiempo, metido entre el cinturón y los pantalones, y entonces se puso en movimiento otra vez. El piso de la cueva tenía un ligero declive pero él sabía que la boca de salida estaría posiblemente hacia arriba, no hacia abajo, de modo que se dio la vuelta otra vez y siguió su marcha. La dirección de la brisa que entraba al túnel desde el exterior debió haberle servido para saber qué rumbo tomar, pero no pensó en ello hasta que tropezó en un recodo y llegó a la salida.
Afuera, la noche era diáfana, las estrellas brillaban, la luz de la luna en cuarto creciente permitía distinguir con claridad las siluetas de los árboles y las rocas más abajo. No sabía cuánto tiempo había estado sin sentido, ni cómo había ido a parar a esa cueva. Lo último que recordaba era haber subido dificultosamente al amanecer por la ladera cubierta de zarzas, andar sin rumbo por el bosque y desplomarse cuando se acercó a un arroyo para beber. Recordaba que se había tirado deliberadamente al arroyo, dejando que el agua fresca se deslizara sobre su cuerpo, reviviéndolo, pero ahora se encontraba en la salida de esta cueva, era de noche y había un día entero y una caminata a través del territorio de los que no podía dar razón. Suponía que se trataba solamente de un día. Y si hubiera sido más de un día, se le ocurrió pensar repentinamente.
Abajo y a lo lejos se veían luces, parecían centenares de puntos brillantes, que se encendían y se apagaban, iban y venían, casi todos rojos y amarillos: luces de tráfico en un camino, quizás fuera una autopista. Pero eran demasiadas para un tráfico normal. Y otra cosa más: parecía que no iban a ninguna parte. Las luces se movían más lentamente. Luego se detuvieron, formando una larga hilera que iba de derecha a izquierda, a dos millas de distancia. Quizás se había equivocado al calcular la distancia, pero ahora tenía la certeza de que las luces estaban relacionadas con su búsqueda. Cuánto movimiento allí abajo, pensó, por lo visto Teasle debe querer atraparme más que cualquier otra cosa en el mundo.
La noche era muy fría y no se oía el menor zumbido de insectos o ruido de animales en el monte, solamente el ruido de las hojas secas y de las ramas desnudas al golpearse entre sí por el suave viento que soplaba.
Abrazó la camisa de lana tiritando, cuando oyó el ruido de un helicóptero que se acercaba a su izquierda; el ruido se convirtió en un rugido y luego disminuyó paulatinamente al alejarse la máquina por detrás de él.
Otra máquina seguía a la anterior y una tercera se acercaba por la derecha, y también por la derecha oyó los débiles ecos de unos ladridos de perros. El viento cambió entonces y comenzó a soplar desde donde veía las luces allí abajo, trayendo consigo los ladridos de otros perros y el ruido concentrado y lejano de los motores de grandes camiones.
Imaginó que como los faros no se habían apagado, deberían haber dejado los motores en marcha. Trató de contar los faros, pero se confundían por la distancia y multiplicó su número impreciso por la cantidad de hombres que podían transportar cada camión: veinticinco, tal vez treinta. No cabía la menor duda de que Teasle tenía sumo interés en su persona. Y esta vez no pensaba fracasar, vendría con cuantos hombres y pertrechos pudiera conseguir.
Pero Rambo no quería seguir peleando. Estaba enfermo, dolorido, y su ira había desaparecido en el lapso transcurrido mientras perdió a Teasle entre las zarzas y su despertar en esta cueva. Había empezado a desvanecerse, inclusive, cuando se prolongó la cacería de Teasle, cuando él se sintió exhausto, queriendo atrapar al hombre desesperadamente, pero no ya por el placer de darle una lección, sino porque al hacerlo terminaría de una vez con todo y quedaría libre.
Y a pesar de haber matado a todos esos hombres, de haber perdido tanto tiempo y tantas fuerzas que tanto necesitaba para poder escapar, ni siquiera había ganado. Qué desperdicio inútil y estúpido, pensó. Hizo que se sintiera vacío y disgustado. ¿Para qué había servido todo eso? Debió haberse arriesgado a escapar durante la tormenta.
Era lo que pensaba hacer ahora. Había luchado contra Teasle, había sido una pelea limpia y Teasle había sobrevivido: ése era el final del asunto.
¿Qué clase de pantalla falsa estás usando para cubrirte?, se dijo a sí mismo. ¿A quién engañas? Estabas ansioso por entrar en acción otra vez y completamente seguro de que lograrías vencerle, y ahora llegó el momento de pagar la deuda. No va a venir a buscarte todavía, no lo hará mientras sea de noche, pero en cuanto amanezca se presentará al frente de un pequeño ejército contra el cual no tienes ninguna posibilidad de ganar. No digas que te escapas porque él te ganó en una pelea limpia y ya terminó todo. Te escapas porque quieres hacerlo mientras te quede todavía una oportunidad, Y aunque sea él quien los guía, marchando a la cabeza de todos y bien visible, te conviene escapar y seguir con vida.
Pero se dio cuenta entonces de que no iba a ser muy fácil. Porque mientras estaba allí parado tiritando, secándose el sudor que le chorreaba por la frente y las cejas, sintió una oleada de calor que subió desde la base de su columna, hasta la nuca y a la que siguió repentinamente un escalofrío. Cuando el fenómeno se repitió, comprendió que no temblaba por el viento y el frío. Tenía fiebre. Y muy alta, por la forma en que sudaba. Si trataba de ponerse nuevamente en marcha, para ver si podía deslizarse entre esa hilera de luces allí abajo, acabaría tirado en algún lado. Bastante trabajo le costaba mantenerse en pie. Calor, eso era lo que necesitaba. Y un refugio, un lugar donde poder quedarse hasta que le bajara la fiebre y descansara. Y comida, no había probado bocado desde que encontró esa carne seca en el cuerpo del viejo que había sido arrastrado por el agua hasta el pie del acantilado, y no sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces.
Se sacudió y tambaleó, y tuvo que apoyarse con un brazo contra la entrada de la cueva para no caer. Tendría que quedarse aquí, no tenía fuerzas para encontrar un lugar mejor. Estaba debilitándose con tal rapidez, que no estaba seguro de poder poner la cueva en condiciones. Entonces no te quedes ahí parado repitiéndote a ti mismo que te sientes muy débil. Hazlo.