Rebelde (15 page)

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Authors: Mike Shepherd

BOOK: Rebelde
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Sin embargo, Tom le había formulado una pregunta y merecía una respuesta.

—Sí, si me enfrentase a mi padre, me asignaría a Infierno en la Tierra, y pasaría el resto de mi carrera al servicio de la Marina allí.

Tom pareció perplejo por un instante, y entonces conectó aquella frase a la conversación que habían mantenido hacía cinco minutos.

—No me lo puedo creer.

Kris observó que Harvey no había intervenido. Una vez más, aquel silencio era la confirmación que ella necesitaba. Se le daba bien leer la mente del anciano.

—Mi padre es un político —le dijo a Tom—. Una vez le oí decir que un buen político es aquel que siempre devuelve un favor. La lealtad es la única virtud que le he oído admirar. Si le eres leal, moverá cielo y tierra por ti. Si le fallas, convertirá tu vida en un infierno sin pensárselo dos veces. Tendrías que haber visto cómo se puso cuando un aliado que había permanecido veinte años a su lado lo traicionó. Ni siquiera parpadeó, pero aquel antiguo amigo no volvió a obtener ni la hora de Billy Longknife. —Kris se reclinó en la silla, inhaló profundamente y expiró con lentitud—. Supongo que mi padre tiene que soportar una presión terrible. —Cuando miró a Harvey de soslayo, este contestó asintiendo con la cabeza de forma casi imperceptible—. Su amenaza es real; pero al cuerno con este asunto. No quiero añadir una carga más a la que ya soporta.

Tom sacó su lector y empezó a desplazarse a través de las pantallas.

—Quizá pueda viajar a Santa María desde aquí. Alférez Longknife, empiezo a pensar que conocerte puede dar al traste con una carrera.

—O con una vida —gruñó Harvey.

Kris extendió el brazo y cerró el lector de Tom.

—Listos para marchar, tropa —ordenó, en el momento en el que el camarero se aproximaba con las bebidas. Mientras el chaval las depositaba sobre la mesa sin ninguna delicadeza, vertiendo el pegajoso contenido de los vasos sobre la madera, Kris se puso en pie. Tom y Harvey la imitaron. Temiendo que se marchasen sin pagar, el joven se dispuso a detenerlos cuando Kris estampó sobre la mesa un billete que cubriría el doble del precio de los tres refrescos. Aquello bastó para silenciarlo.

»Mis marines salvaron a una niña de seis años de los terroristas la semana pasada —dijo con una voz que había aprendido sentada sobre las rodillas de su padre, y que se extendió por todo el local—, pero, por lo que parece, la gente que se gana la vida trabajando no es lo bastante buena para este lugar. —Mientras el silencio se extendía por las mesas, observó aquella en la que se sentaba el año pasado—. Podéis añadir ese a vuestros conflictos del siglo XXIV.

Una vez dicho todo cuanto tenía que decir, se dirigió hacia la puerta. Tom y Harvey la siguieron. No tardaron en recorrer la distancia que los separaba de la salida. Un par de estudiantes entraba. Echaron un rápido vistazo a la falange que se dirigía hacia ellos y retrocedieron dos pasos, manteniendo la puerta abierta mientras Kris conducía a su pequeño destacamento hacia el exterior, bajo la luz del sol, y después se dirigieron al interior rápidamente mientras dejaban que la puerta se cerrase tras ellos.

—Ha sido divertido —dijo Tom con una sonrisa.

Kris observó el cielo azul que se extendía sobre ella, en el que brillaba un sol digno de un hermoso día de primavera.

—Tenemos que conseguirle un par de gafas de sol a Tommy.

—¿Gafas de sol? —repitió el de Santa María.

—Sí. Ahora estás en mi pozo de gravedad, viajero del espacio —dijo Kris mientras se volvía hacia el coche—. No tienes ningún casco con visor que proteja esos ojos azules que tienes, ni un traje que te aísle del sol. Necesitarás algo de protección solar, astronauta blancucho.

—¿Y por qué iba a necesitar todo eso?

—Harvey, ¿mis padres aún conservan el Oasis en el lago?

—Y los operarios lo revisan dos veces a la semana para asegurarse de que no hay problemas, aunque el primer ministro y su esposa no han navegado en él en cinco o seis años.

—Ellos se lo pierden. —Kris cogió a su compañero alférez por el codo—. Tommy, chaval, estás a punto de descubrir lo bien que se siente uno con el viento acariciándote el rostro, un barco bajo tus pies y una buena estrella guiándote, aunque sea hasta el otro extremo del lago.

—¡Un yate de verdad! —dijo Tommy con poco entusiasmo—. ¿Crees que podría pedirle a Thorpe unas seis semanas de permiso a bordo de la Tifón? Cada vez me atrae más la idea de irme a mi litera.

—Venga ya, Tommy, has viajado por las estrellas. ¿Nunca te has preguntado cómo viajaban los antiguos por los mares de la antigua Tierra?

—No. Y tampoco he querido nadar en toda mi vida.

—No tengas miedo, chaval, te pondré un chaleco que te mantendrá a salvo en caso de que te encuentres con más agua de la que puedas tragar.

—Eso es lo que siempre he querido, que me proteja de ahogarme un pedazo de corcho y plástico.

—¿Y qué es un traje espacial en comparación? —preguntó Kris sin poder reprimir una carcajada.

—Algo con lo que estoy familiarizado.

—Harvey, al lago.

Mientras el coche se incorporaba al tráfico, Kris dedicó un instante a ponerse en contacto con Nelly.

—Haz una búsqueda planetaria sobre Longknife y Peterwald, cualquier contacto entre ambos y todo negocio que hayan llevado a cabo en los últimos ocho años. Después, amplía la búsqueda a toda la Sociedad de la Humanidad. Antes de que vayas demasiado lejos, explora el ordenador de la tía Tru para comprobar si tiene información sobre estos temas.

—El ordenador de Tru está muy bien protegido —observó Nelly.

—Sí, pero puede que encuentres un fichero o dos con menos seguridad en el interior de Sam. Padre me dijo que no hablase con Tru, pero no dijo nada acerca de que tú te comunicases con Sam.

—Comenzando búsqueda.

Kris se relajó en el asiento trasero de cuero del vehículo. Incluso si alguien la quería muerta (algo a lo que ya se había acostumbrado como hija del primer ministro), en Bastión se sentía como en casa. Le quedaban seis semanas para decidir si cierta alférez novata tenía más problemas entre manos de los que preocuparse que una carrera en la Marina. Tiempo de sobra. Al crecer bajo el mismo techo que un político, Kris había aprendido aquella lección a una temprana edad: el tiempo puede cambiarlo todo.

Al día siguiente, un poco quemada por el sol pero contenta, Kris se sentía feliz después de que el viento sacudiese las telarañas de su cerebro. Tommy y ella vestían con ropas blancas y almidonadas mientras Harvey los conducía a través de la carretera circular ante el museo de Historia Natural. Su enorme salón había sido acondicionado para lo que Harvey definió, gruñón, como lo que iba a ser la peor en una sucesión de charlas cargadas de palmaditas en la espalda.

—Así se rompan los brazos. —Era la esperanza del viejo soldado. Tommy había hecho todo lo posible por escabullirse del evento, pero Kris lo arrastró consigo, haciendo caso omiso de sus continuas protestas.

—¿Por qué preocuparse? Nunca ha habido ningún herido en reuniones como esta —le aseguró Kris a su amigo.

—Con suerte, será la primera vez.

—Imposible. Es absolutamente imposible que algo salga mal —aseguró Kris con una confianza que se evaporó cuando Harvey los condujo a través del aparcamiento. Varias limusinas ya habían estacionado allí, incluyendo una idéntica a la de Kris, salvo por la pintura roja y amarilla que goteaba sobre su brillante carrocería negra.

—¿De quién es esa?

Gary, que iba en el asiento del copiloto, apuntó su unidad de muñeca a aquella limusina pintarrajeada y pulsó un botón.

—Es una de las nuestras, la número 4. Hoy le tocaba llevar al general Ho, de la Tierra. Creí que habíamos dado esquinazo a los manifestantes contra la Tierra.

—Yo no he visto ninguna manifestación —dijo Kris.

—Entonces supongo que nosotros sí conseguimos darles esquinazo —dijo Harvey, arrastrando las palabras, mientras aparcaba al lado de una limusina blanca todavía más grande, que necesitaba cuatro ruedas traseras para sostenerse.

—¿Quién es el dueño de ese monstruo? —preguntó Tommy.

Una vez más, Gary apuntó al vehículo con su unidad y luego sonrió.

—Ya decía yo que me sonaba. No hay muchas como esa. Es el crucero de batalla privado de Henry Smythe-Peterwald XII —declaró el guardia de seguridad de Kris.

Tommy arqueó una ceja mientras abría la puerta.

—¿Y dices que nadie ha muerto en una de estas reuniones?

—¿Y no decías tú que siempre hay una primera vez? —replicó Kris inmediatamente, mientras observaba el colosal vehículo que se encontraba a su lado. Su blindaje era lo bastante ligero como para un vehículo de aquellas características. ¿Qué hacía que aquel elefante blanco necesitase cuatro ruedas traseras enormes para soportar su peso?

—¿Cómo voy a explicarles a mis ancestros que me presento ante ellos sin descendientes que lleven el apellido de la familia? —exclamó Tommy mientras ofrecía paso con educación a Kris, tras abrirle la puerta.

—Estoy segura de que tu labia irlandesa bastará para inventarse una bonita historia con la que agasajarlos —respondió Kris mientras se bajaba del vehículo, tras lo cual estiró los hombros. Si bien era cierto que nunca se había derramado sangre en aquellos eventos, el equivalente político de aquel líquido rojo podía llegar a correr hasta cubrir las rodillas. Antes había sido la querida hija de padre, la candidata al matrimonio para su madre. Aquel día era Kris Longknife, alférez, oficial en activo condecorada con una medalla. Quizá debería pensar sobre ello.

Kris se encogió de hombros y se unió a la marea de gente que se dirigía desde los peldaños de piedra del museo hacia el pórtico de planta semicircular. Una criatura de seis metros provista de unos largos colmillos en pose altiva presidía el centro de la estancia; un homenaje a la pericia del taxidermista más que al ser que había aterrorizado a los pobladores originales de Bastión. El hábitat de los astados había sido reemplazado por flora terrestre; pese a ello, algunos rebaños se las habían apañado para sobrevivir en el continente norte. De pequeña, Kris siempre se entristecía al contemplar aquella criatura disecada. En aquel momento, le recordó que quien ostenta el poder hoy puede acabar convertido en una alfombra disecada el día de mañana.
Y tú querías ser tú misma.
Una parte de ella se rió.

La sala de recepción, de techos altos y con altas columnas de mármol de un hermoso color gris con vetas rojas, anaranjadas y azules resplandecía. La vasta extensión de la regia alfombra azul que se desplegaba bajo sus zapatos blancos hacía destacar el color del mármol y reforzaba la apariencia tranquila de la inmensa estancia hasta hacerla sobrecogedora. Qué lugar tan espléndido para que los ilustres invitados celebrasen aquel instante de gloria.

Kris se reunió con sus compañeros y los encontró empequeñecidos por el lugar que los rodeaba. La mayoría de los hombres llevaba anodinos fracs negros con pajaritas blancas, pantalones más ajustados o más holgados, según su elección... y no siempre les favorecían. Madre había creado tendencia en la moda femenina con un vestido rojo hasta el suelo que se extendía más de un metro a su alrededor, abultado por lo que Kris estimó que debían ser al menos una veintena de cancanes. La parte superior del vestido concluía mucho antes de lo que a Kris le hubiera gustado, con un ceñido y brillante corsé que forzaba hacia arriba todo de cuanto disponía una mujer para que lo viese todo el mundo, salvo la mujer que lo llevaba. Los hombres parecían muy ocupados dejándose ver para percibir la pulcritud que los rodeaba. Todos los hombres salvo Tommy.

Cuando Kris se puso por primera vez una gargantilla a juego con un vestido, lo consideró un artefacto de tortura. Pues bien, madre fue capaz de idear algo aún peor. Kris, que no tenía nada que el corsé pudiese realzar, estaba contenta con su almidonado traje blanco. Por desgracia, aquel atuendo no llamaba la atención de Tommy tanto como los corsés.

Madre estaba reunida en el extremo sur de la estancia con la mayoría de las mujeres ilustres, esposas de parlamentarios y demás. Padre, por sus propios motivos, rondaba en círculos en torno a la mayoría de los parlamentarios y hombres de negocios en la sección norte. Su hermano mayor, Honovi, aún en su primer mandato parlamentario, no se separaba de su padre. Estaba aprendiendo el oficio familiar; Kris le deseó suerte.

El ala este estaba repleta de almirantes de la flota y generales. Capitanes y comandantes formaban una línea divisoria que parecía guarecer a los altos mandos de los civiles más insistentes. Kris sopesó la posibilidad de refugiarse entre sus filas, pero en el corazón de aquel grupo había otros familiares: sus bisabuelos Longknife y Peligro. No tenía ni idea de cómo afrontar una reunión con ellos por primera vez en diez o quince años. ¿Sería correcto que una alférez extendiera los brazos hacia un viejo general y le diera un abrazo, o debería cuadrarse bien estirada y pronunciar un escueto «buenas tardes, señor»? El general McMorrison, jefe del Estado Mayor de Bastión, se encontraba cerca del general Ho, jefe del Estado Mayor de la Tierra. A su alrededor había un contingente, por su tamaño, inusual de homólogos de otros planetas. Por algún motivo, Kris dudó que tuviese la acreditación de seguridad necesaria para escuchar lo que para ellos no sería más que una charla informal.

Resignándose a lo inevitable, la alférez se volvió hacia el grupo del primer ministro para comprobar qué tareas oficiales se le habían asignado. Antes de que Kris alcanzase a padre, Honovi se separó de su lado y se desplazó para interceptarla. Lo seguía un desconocido que, a juzgar por su indumentaria y su corte de pelo al estilo militar, tenía que ser un agente de seguridad. Kris sonrió y saludó a ambos. El agente llegó a asentir con la cabeza en su dirección. Honovi no tardó en abordar su objetivo.

—Hermanita, tienes al viejo hecho polvo. Está peor que cuando te alistaste en la Marina.

—Parece que consigo ese efecto. —Ambos se encogieron de hombros, como lo habían hecho tantas veces ante situaciones que no llegaban a comprender del todo.

—Bueno, yo he conseguido calmarlo aunque sea por hoy. ¿Qué te parece si nos ahorramos el riesgo de que os pongáis a hablar?

—Podría pasar de largo, sonreír y decir algo amable.

—Pero que sea muy corto y muy amable —enfatizó Honovi con aquel irritante tono de voz que empleaba cuando creía haber convencido a Kris de algo que ella ya había decidido.

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