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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Recuerdos (20 page)

BOOK: Recuerdos
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El día en cuestión amaneció nublado y húmedo por las melancólicas lluvias del día anterior que tan bien habían venido al estado de ánimo de Miles. Pero era evidente, por el claro cielo azul que asomó enseguida, que el tiempo acabaría por ser cálido, brillante y perfecto. También quedó claro que no iban a permitirle que ignorara nada, cuando la primera llamada de felicitación llegó a la comuconsola de la casa: un mensaje de una primorosa y divertida Lady Alys. ¿Estaría Ivan detrás de aquello? Si no encontraba algún modo de esconderse, se arriesgaba a estar pegado todo el día a la maldita cosa.

Cogió un rollito para el desayuno al pasar por la cocina, y enfiló el sendero que conducía al jardín y al cementerio. Antiguamente era el último lugar de descanso de los soldados de los barracones, pero los Vorkosigan lo tomaron para su familia después de la destrucción de Vorkosigan Vashnoi.

Miles se sentó un rato junto a la tumba del sargento Bothari, mientras mordisqueaba el rollito y contemplaba el sol alzarse entre las nieblas de la mañana.

Luego se acercó a la tumba del viejo general Piotr, y la contempló largamente. Era hora de que gritara y pisoteara aquella piedra burlonamente silenciosa, que susurrara y suplicara. Pero el viejo y él parecían no tener nada más que decirse. ¿Por qué no?

Estoy hablando a la tumba equivocada, ése es el problema
, decidió Miles de repente. Implacable, se volvió y regresó a la casa para despertar a Martin, que dormiría hasta mediodía si lo dejaban. Conocía un sitio al que podía ir donde la comuconsola no lo perseguiría. Y necesitaba desesperadamente hablar con una pequeña dama que allí había.

—¿Adónde nos dirigimos, mi señor? —preguntó Martin, sentándose en el asiento del piloto del volador y flexionando los dedos.

—Vamos a una pequeña comunidad de montaña llamada el valle Silvy. —Miles se inclinó hacia delante e introdujo las instrucciones en el programa vid mapa/navegante, que proyectó para ellos una cuadrícula en tres dimensiones a todo color—. Hay un punto concreto en el que quiero que aterrices: en este pequeño valle de aquí, justo encima de esta estrecha bifurcación. En realidad es un cementerio. Tendría que haber suficiente espacio entre los árboles para que el volador descienda. O lo había, la última vez que estuve allí. Es un sitio bonito, junto al arroyo. El sol se asoma entre los árboles… tal vez tendría que haber preparado una merienda. Está a unos cuatro días caminando, o dos y medio a caballo. O a poco menos de una hora en volador.

Martin asintió, y arrancó; se alzaron sobre la cordillera, y viraron hacia el sureste.

—Apuesto a que podría llevarle más rápido —se ofreció Martin.

—No…

—¿Vamos a ir dando un rodeo otra vez?

Miles vaciló. Ahora que estaba en el aire, su urgencia remitía sustituida por el temor. Y
tú pensabas que pedirle disculpas al Emperador era duro
.

—Sí. Quería enseñarte unas cuantas cosas sobre las corrientes de aire en las montañas y los voladores. Dirígete al sur y al oeste, aquí, hacia esos picos.

—Muy bien, señor —dijo Martin, practicando su mejor estilo de servidor de un lord Vor. Estropeó inmediatamente el efecto al añadir—: Mucho mejor que otra lección de equitación.

Martin y Gordo Tonto se habían llevado tan bien como cabía esperar. Martin prefería claramente los voladores.

Siguió una hora repleta de interesantes momentos dentro y alrededor del desfiladero Dendarii. Incluso un chico de ciudad como Martin se sintió impresionado por la grandeza del lugar, advirtió Miles con placer. Lo hicieron mucho más lento de lo que Ivan y él solían; las lecciones hicieron que sus desayunos fueran un leve malestar, y no una emergencia inmediata. Pero al final, Miles se quedó sin retrasos que ofrecer, y viraron de nuevo hacia el este.

—¿Qué hay en ese valle Silvy? —preguntó Martin—. ¿Amigos? ¿Paisajes?

—No… exactamente. Cuando yo tenía más o menos la edad de tu hermano, de hecho acababa de graduarme en la Academia Imperial, el conde-mi-padre me condenó, es decir, me ordenó que fuera su Voz en un caso que se presentó ante la Corte del Conde. Me envió al valle Silvy para investigar y juzgar un asesinato. Un infanticidio por mutación, al viejo estilo tradicional.

Martin hizo una mueca.

—Montañeses —comentó con repulsión.

—Mm. Resultó ser más complejo de lo que yo esperaba, incluso después de que consiguiera localizar al sospechoso adecuado. El nombre de la niñita… era una niña de cuatro días de edad, la mataron por nacer con boca de gato… la niñita se llamaba Raina Csurik. Ahora tendría unos diez años, si viviera. Quiero hablar con ella.

Martin alzó las cejas.

—¿Usted, uh… habla mucho con los muertos, mi señor?

—A veces.

La boca de Martin se torció en una sonrisa insegura, del tipo espero-que-sea-una-broma.

—¿Y le responden?

—A veces… ¿qué pasa, tú nunca hablas con los muertos?

—No conozco a ninguno. Excepto a usted, mi señor —rectificó Martin.

—Yo sólo fui un posible cadáver.

Date tiempo, Martin. Tus muertos conocidos sin duda serán más con el tiempo
. Miles conocía a un montón de muertos.

Pero incluso en aquella larga lista, Raina ocupaba un lugar especial. Después de haber olvidado toda la pompa y tontería imperial, después de agotar todas las disputas para ascender, sortear todas las estúpidas regulaciones y los oscuros rincones desagradables de la vida militar… cuanto ya no era un maldito juego, cuando las cosas se volvieron reales y verdaderamente espeluznantes, con vidas y almas que se perdían en un suspiro… Raina era el único símbolo de su carrera que aún tenía sentido. Tenía la horrible sensación de que de algún modo había perdido el contacto con Raina, últimamente, con todo aquel lío.

¿Se había entusiasmado tanto jugando a Naismith, y ganando ese juego, que había olvidado para qué jugaba? Raina era una prisionera a la que Naismith nunca rescataría, enterrada bajo tierra durante aquellos diez años.

Había un relato, probablemente apócrifo, que hablaba del antepasado de Miles, el conde Selig Vorkosigan. El conde recaudaba (o más bien trataba de recaudar) impuestos a la gente de su distrito, a la cual no gustaba entonces más que ahora tal perspectiva. Una pobre viuda, acosada por las deudas de su difunto y débil marido, ofreció lo único que tenía: el tambor de juguete de su hijo, niño incluido. Selig, se decía, aceptó el tambor pero devolvió al niño. Propaganda Vor, sin duda. Naismith había sido el mejor sacrificio de Miles, su todo por todo, lo que encontró cuando se volvió del revés a sí mismo en el intento. Los intereses galácticos de Barrayar parecían muy lejanos bajo la luz de la mañana, pero servir a aquellos intereses había sido cosa suya. Naismith era la canción al tambor que había tocado, pero Vorkosigan era el tamborilero.

Así que sabía exactamente cómo había perdido a Naismith, error tras error. Podía tocar y nombrar cada eslabón en la desastrosa cadena de acontecimientos. ¿Dónde demonios había perdido a Vorkosigan?

Cuando aterrizaran, le diría a Martin que diera un paseo, o siguiera volando un rato más. Ésta era una conversación con los muertos para la que no quería testigos. Había fallado a Gregor, pero se había enfrentado a él, fallado a su familia, y tendría que enfrentarse a ella pronto. Pero fallarle a Raina… eso iba a doler como fuego de granada de agujas.

Oh, Raina. Pequeña dama. Por favor. ¿Qué hago ahora?
Se apartó de Martin, en silencio, la frente apoyada contra el cristal, los ojos cerrados, la cabeza dolorida.

La voz de Martin rompió su ensimismamiento cada vez más doloroso.

—¿Mi señor? ¿Qué debo hacer? No puedo aterrizar en el valle donde me dijo, es todo agua.

—¿Qué?

Miles se enderezó, y abrió los ojos, y se quedó mirando asombrado.

—Parece que allí hay un lago —dijo Martin.

En efecto. En el estrecho recodo donde se habían unido los dos arroyos había ahora una pequeña presa hidroeléctrica. Tras ella, llenando los empinados valles, una serpenteante capa de agua reflejaba el brumoso azul de la mañana. Miles volvió a comprobar el mapa vid, sólo para asegurarse, y luego consultó la fecha del mapa.

—Sólo tiene dos años de antigüedad. Pero seguro que no aparece en él. Aunque… éste es el lugar, desde luego.

—¿Sigue queriendo aterrizar?

—Sí, um… trata de posarte en la orilla, allí, en el lado este, tan cerca del agua como puedas.

No fue tarea fácil, pero Martin encontró por fin un lugar e hizo descender el volador entre los árboles. Abrió el techo, y Miles salió y se quedó en la orilla, contemplando las oscuras aguas pardas. Sólo podía ver unos metros. Unos cuantos tocones blancos asomaban del agua como si fueran huesos. Martin, curioso, lo siguió, y se quedó a su lado, como para ayudarlo a mirar.

—Así que… ¿estará el cementerio todavía ahí abajo, o habrá trasladado sus tumbas la gente del valle? Y si es así, ¿adónde las han llevado? —murmuró Miles.

Martin se encogió de hombros. El blanco y plácido espejo del agua no ofreció tampoco ninguna respuesta.

11

Después de que Martin lograra sacar el volador de entre los árboles, Miles localizó el claro que quería a cosa de un kilómetro de distancia. Hizo que Martin los posara en el suelo delante de una cabaña construida con ajada madera plateada. La cabaña, con su familiar porche de cara al valle y al nuevo lago, parecía intacta, aunque había un par de edificios nuevos colina abajo.

Un hombre salió al porche para ver lo que aterrizaba en su patio. No era el calvo y manco portavoz Karal, sino un completo desconocido, un tipo alto con una barba negra muy bien recortada. Pero se apoyó, interesado, en la baranda del porche, como si fuera dueño del lugar. Miles se bajó del volador, y se quedó junto a él un instante, inseguro, contemplando al hombre y ensayando explicaciones y agradeciendo en secreto la constitución de Martin. Tal vez debiera haber traído a un guardaespaldas entrenado. Pero el rostro del desconocido se iluminó de excitación al reconocerlo.

—¡Lord Vorkosigan! —exclamó. Bajó corriendo los escalones del porche de dos en dos, y avanzó hacia Miles, extendiendo las manos y sonriendo de oreja a oreja—. ¡Me alegra volver a verle! —Su sonrisa desapareció—. No ocurre nada malo, supongo.

Bueno, éste recordaba a Miles, muy bien, por el juicio de hacía casi una década.

—No, se trata de una visita puramente social —respondió Miles, mientras el hombre le estrechaba la mano (ambas manos) con entusiasta cordialidad—. Nada oficial.

El hombre dio un paso atrás, contemplando su rostro, y su sonrisa se transformó en una mueca sardónica.

—¿No sabe quién soy?

—Um…

—Soy Zed Karal.

—¿Zed?

Zed Karal, el hijo mediano del portavoz Karal, tenía doce años. Miles hizo un rápido cálculo.

Veintidós, o por ahí. Sí.

—La última vez que te vi eras más bajo que yo.

—Bueno, mi madre era buena cocinera.

—Es verdad. Lo recuerdo. —Miles vaciló—. ¿Era? ¿Están tus padres, um…?

—Oh, están bien. Pero no aquí. Mi hermano mayor se casó con una muchacha de las tierras bajas, de Seligrad, y se fue allí a vivir y trabajar. Mis padres se fueron a pasar con ellos el invierno, porque los inviernos se les hacen muy duros aquí. Ma los ayuda con los críos.

—¿Entonces… Karal ya no es el portavoz del valle Silvy?

—No, tenemos un nuevo portavoz, desde hace un par de años. Un joven alocado de ideas progresistas que empezó a vivir en Hassadar, justo su tipo. Creo que lo recordará. Se llama Lem Csurik. —La sonrisa de Zed se ensanchó.

—¡Oh! —dijo Miles. Por primera vez en ese día una sonrisa asomó a sus labios—. ¿De verdad? Me… gustaría verlo.

—Lo conduciré a donde está ahora mismo, si me llevan. Probablemente está trabajando en la clínica. Es nueva, así que no sabrá usted dónde está. Un segundo.

Zed corrió hasta la cabaña para poner algo en orden; quedaba un leve rastro de aquel niño de doce años en su carrera. A Miles le entraron ganas de darse un golpe contra la carrocería del volador para forzar a su cerebro a ponerse en marcha.

Zed regresó, saltó al asiento trasero del volador, y dio a Martin un puñado de direcciones mezcladas con rápidos comentarios mientras se elevaban y franqueaban la siguiente montaña. Los llevó a unos dos kilómetros de distancia, hasta el armazón de un edificio de seis plantas, la estructura más grande que Miles había visto jamás en el valle Silvy. Ya tenía cables conectados que alimentaban a un grupo de recargadores de herramientas energéticas. Media docena de hombres interrumpieron su trabajo para verlos aterrizar.

Zed salió del volador y saludó.

—¡Lem, eh, Lem! ¡Nunca adivinarías quién está aquí!

Miles lo siguió hasta el edificio en construcción; Martin se quedó sentado ante los controles, mirando divertido.

—¡Mi señor!

El reconocimiento de Lem Csurik fue también instantáneo; pero claro, el aspecto de Miles era, ah, peculiar. Miles probablemente habría identificado a Lem entre la multitud tras un breve estudio. Seguía siendo el delgado campesino de aproximadamente su edad que Miles recordaba, aunque obviamente se le veía mucho más feliz que aquel día, diez años atrás, en que fue falsamente acusado de asesinato, y más confiado que la vez en que Miles lo vio brevemente en Hassadar hacía seis años. Lem también se acercó para saludarlo con ambas manos.

—Portavoz Csurik. Enhorabuena —dijo Miles—. Veo que has estado ocupado.

—¡Oh, no sabe ni la mitad, mi señor! Ven a ver. Estamos construyendo nuestra propia clínica… atenderá a toda la zona. Estoy presionando para tenerla cubierta antes de que caigan las primeras nieves, y terminada para Feria de Invierno. Entonces llegará nuestro médico, uno de verdad, no sólo el tecnomed que pasa visita una vez a la semana. El doctor es uno de los estudiantes becarios de tu madre, de la nueva escuela de Hassadar; va a atendernos durante cuatro años a cambio de su beca. Se supone que se graduará en Feria de Invierno. Le estamos construyendo también una cabaña, pendiente arriba; tiene una vista muy bonita…

Lem le presentó a su grupo, y llevó a Miles a hacer un recorrido no de la clínica aún, sino del sueño de clínica que ardía tan apasionadamente en su imaginación. Miles pudo ver sus fantasmales esbozos todos terminados.

—Al venir he visto la presa eléctrica en el valle —dijo Miles, cuando Lem hizo una pausa para respirar—. ¿De dónde ha salido?

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