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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Recuerdos (56 page)

BOOK: Recuerdos
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—Siendo así, milores —preguntó Gregor—, ¿qué nos aconsejáis?

Vorhovis miró a sus colegas, quienes asintieron, y frunció los labios juiciosamente.

—Valdrá, Gregor.

—Gracias. —Gregor se volvió hacia Miles—. Hace poco hablábamos sobre puestos vacantes. Sucede que esta semana también tengo un puesto de octavo Auditor. ¿Lo quieres?

Miles se tragó la sorpresa.

—Eso… es a perpetuidad, Gregor. Los auditores se nombran de por vida. ¿Estás seguro de…?

—No necesariamente de por vida. Pueden dimitir, ser despedidos o acusados, además de ser asesinados o simplemente caerse muertos.

—¿No soy un poco joven?

Y él que se sentía tan mayor…

—Si lo acepta —dijo Vorhovis—, será el Auditor Imperial más joven en la historia posterior a la Era del Aislamiento. Lo he consultado.

—El general Vorparadijs… sin duda lo desaprobará. Y la gente que piensa como él.

Demonios, Vorparadijs me considera un mutante.

—El general Vorparadijs pensaba que yo era demasiado joven para el puesto —dijo Vorhovis—, y tenía cincuenta y ocho años cuando me nombraron. Ahora puede dedicarse a desaprobarlo a usted. No lo echaré de menos. Y además de diez años de formación única en SegImp, tiene usted más experiencia galáctica que nosotros cuatro. Una experiencia bastante extraña, pero muy amplia. Añadirá una amplísima perspectiva a nuestros datos.

—¿Han leído mis, ah, archivos personales?

—El general Allegre fue tan amable de prestarnos copias completas, hace unos días. —La mirada de Vorhovis se posó sobre el pecho de Miles y en las condecoraciones que allí había. Por fortuna para su túnica, el Servicio Imperial no te daba también símbolos materiales por los deméritos.

—Entonces saben… que hubo un pequeño problema con mi último informe de campo para SegImp. Un problema importante —se corrigió. Buscó en el rostro de Vorhovis algún elemento de juicio. El rostro de Vorhovis era grave, pero libre de censuras. ¿No lo sabía? Miles los miró a todos—. Estuve a punto de matar a uno de nuestros correos, mientras sufría uno de mis ataques. Illyan me despidió por mentir al respecto.

Ya. Era la verdad tan lisa y desnuda como podía expresarla.

—Sí. Pasamos varias horas ayer por la tarde discutiendo el asunto con Gregor. El jefe Illyan colaboró. —Vorhovis entornó los ojos, y miró a Miles con completa seriedad—. Dado que falsificó ese informe de campo, ¿qué le impidió aceptar el extraordinario soborno de Haroche? Casi puedo garantizar que nadie se habría dado cuenta.

—Haroche lo habría sabido. Galeni lo habría sabido. Y yo lo habría sabido. Dos pueden guardar un secreto, si uno de ellos está muerto. Tres no.

—Sin duda habría vivido más que el capitán Galeni, y tal vez más que Haroche. ¿Luego qué?

Miles resopló, y respondió despacio:

—Alguien habría sobrevivido, con mi nombre, en mi cuerpo. Ya no habría sido yo. Habría sido un hombre que no me… gustaba demasiado.

—Se valora usted, ¿verdad, Lord Vorkosigan?

—He aprendido a hacerlo —admitió tristemente.

—Entonces, tal vez nosotros haremos lo mismo. —Vorhovis se echó hacia atrás, con una extraña sonrisa de satisfacción en los labios.

—Comprende —dijo Gregor— que como miembro más joven de este grupo bastante ecléctico casi sin duda te encomendarán los trabajos más duros.

—Cierto —murmuró Vorhovis, con los ojos encendidos—. Será agradable pasar ese puesto a alguien más, ah, activo.

—Es posible que una misión no tenga nada que ver con otra —continuó Gregor—. Impredecible. Te lanzarás al agua para hundirte o nadar.

—Pero no le faltará apoyo —objetó Vorthys—. Los demás estaremos siempre dispuestos a dar consejos desde la orilla.

Por algún motivo Miles los imaginó a todos ellos tumbados en hamacas tomando bebidas con fruta ensartada en palitos, dándole consejos juiciosamente meditados sobre diversos estilos de natación mientras se hundía, agitándose frenéticamente, y el agua se le colaba por la nariz.

—Ésta… no era la recompensa que pensaba pedir cuando he entrado aquí —admitió, terriblemente confuso. La gente nunca seguía tus guiones, nunca.

—¿Qué recompensa era ésa? —preguntó Gregor paciente.

—Quería… sé que esto va a parecer una tontería. Quería ser retirado del Servicio Imperial con carácter retroactivo como capitán, no como teniente. Sé que esos ascensos después de una carrera se dan a veces como recompensa especial, normalmente con la idea de aumentar la paga de algunos oficiales leales después del retiro. No quiero el dinero. Sólo quiero el título.

Bueno, ya lo había dicho. Y sí que parecía una tontería. Pero era la pura verdad.

—Es un picor que no me podía rascar.

Siempre había querido que su nombramiento como capitán fuera libremente ofrecido y ganado sin discusión, no algo que tuviera que suplicar como un favor. No se había labrado una carrera a base de favores. Pero tampoco quería pasarse el resto de su vida siendo presentado con el recuerdo militar de teniente.

Por fin se le ocurrió que la oferta de trabajo de Gregor no era otra deferencia. No se trataba de que la rechazara primero para hacérsela a otro. Gregor y aquellos tipos tan serios llevaban discutiendo el asunto casi una semana.

No era una decisión improvisada esta vez, sino algo sopesado y estudiado.

Realmente me quieren. Todos ellos, no sólo Gregor. Qué extraño. Pero eso significaba que tenía un as en la manga.

—La mayoría de los otros Auditores son —estuvo a punto de decir «ancianos»— antiguos oficiales retirados, almirantes o generales.

—Tú eres un almirante retirado, Miles —señaló Gregor alegremente—. El almirante Naismith.

—Oh —no se le había ocurrido; se quedó frío un segundo—. Pero… no públicamente, no en Barrayar. La dignidad del cargo de Auditor… realmente necesita un rango de capitán como apoyo, ¿no crees?

—Es persistente, ¿eh? —murmuró Vorhovis.

—Incansable —reconoció Gregor—. Como os dije. Muy bien, Miles. Permíteme curarte de tu aflicción.

Su mágico dedo imperial (el índice, no el corazón, gracias, Gregor) señaló a Miles.

—Enhorabuena. Eres capitán. Mi secretario se encargará de que tus archivos sean puestos al día. ¿Te satisface?

—Por completo, Sire. —Miles reprimió una mueca. Era un poquito decepcionante, comparado con las mil formas que había imaginado para su ascenso durante todos aquellos años. No tenía ganas de quejarse—. No quiero nada más.

—Pero yo sí —dijo Gregor con firmeza—. Las tareas de mis Auditores no son, por definición, casi nunca rutinarias. Sólo los envío cuando las soluciones rutinarias han fracasado, cuando las reglas no funcionan o no han sido establecidas. Se encargan de cosas inesperadas.

—Y complejas —añadió Vorthys.

—Asuntos preocupantes que nadie más ha tenido el valor de tocar —dijo Vorhovis.

—Lo realmente extraño —suspiró Vorgustafson.

—Y a veces —dijo Gregor—, como con el Auditor que demostró la extraña traición del general Haroche, resuelven crisis absolutamente cruciales para el futuro del Imperio. ¿Aceptarás el cargo de octavo Auditor, milord Vorkosigan?

Más tarde habría juramentos públicos formales y ceremonias, pero el momento de la verdad, y para la verdad, era aquél. Miles inspiró profundamente.

—Sí —dijo.

La operación quirúrgica para instalar la porción interna del aparato controlador de ataques no fue tan larga ni tan aterradora como Miles esperaba; para empezar, Chenko, que se empezaba a acostumbrar a la visión del mundo levemente paranoica de su paciente estrella, le dejó permanecer despierto y verlo todo en un monitor situado cuidadosamente sobre su cabeza sujeta. También le permitió levantarse e irse a casa a la mañana siguiente.

Dos tardes después volvieron a verse en el laboratorio neurológico de Chenko en MilImp para hacer una prueba.

—¿Desea hacer los honores usted mismo, milord? —le preguntó el doctor.

—Sí, por favor.

—No le recomiendo que haga esto usted solo por rutina. Sobre todo al principio, debería tener a alguien vigilándolo.

El doctor Chenko le tendió a Miles su nuevo protector bucal y la unidad de activación; el aparato le cabía perfectamente en la palma de la mano. Miles se tendió en la cama, comprobó los mandos del activador una última vez, se lo acercó a la sien derecha y lo activó.

Confeti de colores.

Oscuridad.

Miles abrió los ojos.

—Uf —dijo. Abrió la mandíbula y escupió el protector bucal.

El doctor Chenko lo retiró y colocó la mano sobre el pecho de Miles para impedir que se incorporara. La unidad de activación se encontraba ahora encima de un monitor, junto a él; Miles se preguntó si Chenko lo habría pillado al vuelo.

—Todavía no, por favor, Lord Vorkosigan. Tenemos que hacer unas cuantas mediciones más.

Chenko y sus técnicos se concentraron alrededor de su equipo. Chenko tarareaba, desentonado. Miles lo consideró una buena señal.

—Esto… ¿codificó usted las señales de activación, como le pedí, Chenko? No quiero que este maldito chisme se dispare por accidente cuando esté atravesando un escáner de seguridad, o algo por el estilo.

—Sí, mi señor. Nada más que el activador podrá disparar su estimulador de ataques —volvió a prometerle Chenko—. Es necesario para completar el circuito.

—Si me doy un golpe en la cabeza por algún motivo, no sé, un choque de volador o algo así, ¿no habrá ninguna posibilidad de que este trasto se conecte y no se pueda desconectar?

—No, mi señor —dijo Chenko paciente—. Si alguna vez sufriera un trauma capaz de dañar la unidad interna, no le quedaría suficiente cerebro para preocuparse.

—Oh. Bien.

—Um, mm —canturreó Chenko, terminando con sus monitores—. Sí. Sí. Sus síntomas convulsivos en esta ocasión apenas tuvieron la mitad de duración que sus ataques no controlados. Sus movimientos corporales también fueron eliminados. Los efectos de resaca también deberían ser menores; trate de observarlos durante el próximo día e infórmeme de sus observaciones subjetivas. Sí. Esto debe convertirse en parte de su rutina diaria, como cepillarse los dientes. Compruebe los niveles del neurotransmisor en el panel lector de la unidad activadora a la misma hora todos los días, y por la noche antes de acostarse, digamos. Cada vez que sobrepasen la mitad, pero antes de que sobrepasen los tres cuartos, descárguelos.

—Sí, doctor. ¿Puedo pilotar ya?

—Mañana —dijo Chenko.

—¿Por qué no hoy?

—Mañana —repitió Chenko, con más firmeza—. Cuando haya vuelto a examinarlo. Tal vez. Compórtese, por favor, mi señor.

—Parece… que voy a tener que hacerlo.

—Yo no apostaría dólares betanos —murmuró Chenko entre dientes. Miles fingió no haberlo oído.

Lady Alys, espoleada por Gregor, dispuso que la ceremonia formal del compromiso matrimonial fuese el primer acontecimiento social de la turbulenta estación de invierno. Miles no estaba seguro de si esto se debía a la firmeza imperial, al ansia por casarse, o a un sensato terror de que Laisa pudiera despertarse en cualquier momento de su cuento de hadas y comprendiera los peligros que corría y se marchara lo más lejos y lo más rápido posible. Un poco de cada, tal vez.

El día antes de la ceremonia, Vorbarr Sultana y los tres distritos cercanos fueron golpeados por la peor tormenta invernal habida en cuatro décadas. Cerró todos los lanzapuertos comerciales, redujo drásticamente la actividad en los militares… y dejó atrapado en la órbita al virrey de Sergyar. La nieve impulsada horizontalmente por el viento canturreaba ante las ventanas de la Residencia Vorkosigan y se acumulaba con la velocidad propia de la espuma de mar hasta las ventanas del primer piso en algunos barrios de la capital. Se decidió prudentemente que el virrey conde Vorkosigan no aterrizara hasta la mañana siguiente y que fuera directamente a la Residencia Imperial cuando lo hiciera.

La intención de Miles de ir a la Residencia en su propio volador fue descartada en favor de acompañar a la condesa y su séquito en los vehículos de tierra. El primer contratiempo a su plan maestro de perderlos de vista pronto por la mañana se presentó cuando al abrir su armario descubrió a la gata Zap, que había burlado las medidas de seguridad de la Residencia Vorkosigan gracias a la quintacolumnista cocinera y había hecho un nido en el suelo entre las botas y las prendas caídas para parir gatitos. Seis nada menos.

Zap ignoró sus amenazas sobre las terribles consecuencias de atacar a un Auditor Imperial y ronroneó y gruñó desde la oscuridad con su habitual estilo esquizofrénico. Miles hizo acopio de valor. Rescató sus mejores botas y su uniforme de la Casa, al coste de un poco de sangre de alto Vor, y los envió al piso de abajo para que el soldado Pym, sobresaturado de trabajo, los limpiara rápido. La condesa, encantada como siempre al descubrir que su imperio biológico aumentaba, entró con un festín para gatos-gourmets preparado por Ma Kosti que Miles no habría vacilado en comer para su propio desayuno. Sin embargo, en el caos general de la mañana, tuvo que bajar a la cocina y mendigar su comida. La condesa se sentó en el suelo y se puso a decir lindezas al armario durante una buena media hora; no sólo escapó a los arañazos, sino que consiguió coger, sexar y poner nombre a todo el grupo de bolitas de pelo antes de tener que correr a vestirse.

El convoy de tres vehículos de tierra salió por fin de la Residencia Vorkosigan levantando nubes de nieve. Después de un par de comprobaciones en las calles bloqueadas, superaron dando botes los últimos bancos de nieve y llegaron a las verjas de hierro forjado de la Residencia Imperial, donde un escuadrón de soldados y sirvientes trabajaban frenéticamente para mantener despejados los caminos. El viento, aunque seguía siendo una molestia, había perdido su peligrosa velocidad de la noche anterior, y a Miles se le antojó que el cielo estaba más claro.

No eran los únicos que llegaban tarde; ministros del gobierno con sus esposas, militares de alta graduación con las suyas, y condes y condesas continuaban entrando. Los más afortunados iban escoltados por envarados hombres de armas con sus uniformes de muchos colores, los menos por soldados cansados, demacrados y medio congelados después de liberar sus vehículos de la nieve y la ventisca, pero triunfantes por saber que no eran los últimos en llegar. Puesto que algunos de los hombres de armas eran tan viejos o más que los condes a quienes servían, Miles se sintió en la obligación de no perderlos de vista por temor a que alguno sufriera un colapso, pero sólo uno tuvo que ser llevado a la enfermería de la Residencia con dolores en el pecho. Felizmente la mayoría de los komarreses más importantes, incluidos los padres de Laisa, habían llegado la semana antes y habían sido alojados en las muchas habitaciones para invitados de la Residencia.

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