Una vez más, se preguntó cómo había terminado allí, metido hasta los codos en la sangre y la suciedad de otros. Esa vida lo había acorralado poco a poco. Se habían producido pasos definidos y discretos en el camino. El primero había sido el asesinato de Hanna Dorn, su novia en la universidad. En realidad él no la conoció tanto tiempo ni tan bien, pero ella fue una figura significativa en su paisaje. Y se la había quitado, de forma repentina y violenta, un asesino que la había elegido a ella como víctima, completamente al azar. Fabel había quedado tan confuso como desolado, y, tan pronto se graduó, se unió a la Polizei de Hamburgo. Luego se produjo el tiroteo en el Commerzbank. Fabel —un pacifista, que en lugar del servicio militar había elegido el servicio civil, y había conducido ambulancias en su Norden natal en lugar de cumplir un período de conscripción más corto en las fuerzas armadas— se vio obligado a hacer lo que siempre se había prometido que no haría jamás: acabar con una vida humana. Luego, durante su período en la Mordkommission, cada nuevo caso le quitaba una parte de él y lo convertía en algo que jamás había querido ser.
A veces sentía que estaba usando la vida de otra persona, como si hubiera cogido el abrigo equivocado en el guardarropa de un restaurante. Él no había planeado nada de eso.
Bajó la mirada hacia el bloc de dibujos, aunque por el momento no lo veía, sino que trataba de mirar otra vida. Esa vez no se trataba de la mente de un asesino o la vida de la víctima de un homicidio, sino la vida que debería, que podría, haber sido suya. Tal vez Fabel se había convertido precisamente en eso: en la víctima de un homicidio.
Buscó en su chaqueta y sacó la cartera. Cogió la tira de papel que Sonja Brun le había dado con su número telefónico y la tarjeta de Roland Bartz y las depositó sobre el escritorio. Una vida nueva. Podía coger el teléfono, hacer dos llamadas y cambiarlo todo. ¿Cómo sería —se preguntó— preocuparse por cosas sin importancia? ¿No tener que tomar decisiones de vida o muerte? Miró el teléfono que estaba sobre su escritorio durante un momento, imaginándolo como el portal hacia una nueva vida, luego suspiró y volvió a guardar el pedacito de papel y la tarjeta en la cartera, antes de volver la atención al bloc de dibujo.
Dos víctimas en el mismo día. Ninguna pista sólida y poco que las conectara entre sí. Uno buscaba la atención de la gente; el otro era prácticamente un recluso. La única temática común que Fabel podía intuir, más allá de la posibilidad de un radicalismo político en la juventud de ambos, era la forma en que sólo parecían existir como reflejo. Hauser había tratado de establecerse como gurú ecologista y figura importante de la izquierda, y había terminado siendo una nota al pie de página en las biografías de otros. Griebel sólo parecía existir a través de y para su trabajo, incluso mientras vivió su esposa.
Antes, Fabel había escrito el nombre de Kristina Dreyer en la página, le había hecho un círculo con un rotulador y lo había conectado con el de Hauser. Lo tachó. También había conectado el nombre de Sebastian Lang al de Hauser. Fabel no había entrevistado a Lang personalmente, pero Anna le había asegurado que su coartada era sólida. Había un signo de interrogación como referencia al hombre mayor que, según Anna, habían visto junto a Hauser en The Firestation ¿Podría haber sido Griebel? Había muy pocas fotografías claras del científico en vida, un hombre claramente tímido delante de las cámaras, y la foto de la morgue, con el cuero cabelludo arrancado, no servía para una identificación. Fabel anotó que tenía que indicarle a Anna que llevara un dibujo de Griebel a The Firestation para ver si alguien del personal lo reconocía.
Se oyó un golpe a la puerta y Anna Wolff entró sin que se lo pidieran, como era habitual en ella. Henk Hermann la siguió.
—Gracias por ablandar a Schüler —dijo Anna, en un tono que dejó a Fabel inseguro de si lo decía en serio o no—. Fue difícil hacerlo callar. Quedó muy asustado del coco que amenazaste que le echarías encima.
—¿Algo útil? —preguntó Fabel.
—Sí,
chef
—dijo Henk—. Schüler admitió que estaba recorriendo el área a pie, buscando apartamentos y casas para robar. Según él, no fue un reconocimiento muy exhaustivo… Al parecer hace su mejor trabajo en las horas de madrugada, cuando los ocupantes están dormidos, pero el Schanzenviertel es una zona llena de clubes y bares, de modo que pensó que podría encontrar algunas casas vacías a esa hora de la noche. En cualquier caso, no había tenido suerte y el ocupante de una casa había estado a punto de atraparlo, de modo que había decidido parar por ese día. Iba de camino a su casa cuando notó la bicicleta encadenada fuera del apartamento de Hauser y se preguntó: «¿Por qué no?». Lo interesante es que dijo que se le ocurrió verificar el apartamento, sólo por si acaso, de modo que fue a la parte trasera, donde hay un pequeño patio con acceso a las ventanas de la sala, el dormitorio y el baño. Dice que no avanzó más porque pudo ver que el ocupante estaba en la casa.
—¿Vio a Hauser?
—Sí —dijo Anna—. Vivo. Estaba sentado en la sala bebiendo, de modo que Schüler decidió conformarse con la bicicleta.
—Pero lo principal es que Hauser no estaba solo —continuó Henk—. Tenía un invitado.
—¡Ah! —Fabel se inclinó hacia delante—. ¿Nos ha dado una descripción?
—Schüler dice que el invitado de Hauser estaba sentado de espaldas a la ventana —dijo Anna—. Y él tenía ganas de salir del patio para que no lo vieran, de modo que no prestó demasiada atención a ninguno de los hombres. Pero, por lo que dijo, uno de los dos era Hauser, sin duda alguna. Describió al otro como más joven, tal vez de unos treinta años, delgado y de pelo oscuro.
—¿Esa descripción no encaja con el tipo que descubrió a Kristina Dreyer limpiando los rastros del asesinato? —dijo Fabel.
—Sebastian Lang… Sí, ¿verdad? —Anna sonrió—. Tengo una fotografía de Lang que usé cuando estuve preguntando por Hauser.
—¿Lang te entregó una fotografía suya voluntariamente? —preguntó Fabel.
—No exactamente. —Anna intercambió una mirada con Henk—. La cogí prestada de la escena del crimen. Técnicamente era propiedad del difunto. No de Lang.
Fabel lo dejó pasar.
—¿Le mostraste la fotografía a Schüler?
—Sí —dijo Anna—. No es concluyente, diría. Schüler ha dicho que podría ser el mismo tipo; el color del pelo es el mismo y la complexión aproximadamente la misma, también. Pero él no logró ver lo bastante bien al invitado de Hauser como para hacer una identificación firme. De todas maneras, creo que deberíamos hacerle una visita a Herr Lang. Me gustaría volver a verificar su coartada.
—Esta vez —dijo Fabel—, creo que yo también iré.
22.35 H, ElMSBÜTTEL, HAMBURGO
Ya eran más de las diez y media cuando Fabel, Anna y Henk golpearon a la puerta del apartamento de Sebastian Lang, en el segundo piso de un impresionante edificio en Ottersbekallee, a unos pocos minutos del área del Schanzenviertel donde estaba la residencia de Hans-Joachim Hauser. Hasta ese momento, Fabel no se había encontrado con Lang: era un hombre alto de unos treinta años, muy delgado, con un cutis pálido, ojos celestes y pelo oscuro. No cabía duda de que su aspecto encajaba con la somera descripción del hombre que Schüler había visto en el apartamento de Hauser. El rostro de Lang era perfectamente proporcionado; sin embargo, en vez de hacerlo apuesto, esa perfección de sus rasgos parecía feminizarlo. Maria lo había descrito como un chico «bonito». La otra característica notable de la cara de Lang era su ausencia de expresión y, cuando se hizo a un lado con un suspiro para permitir que los agentes entraran, no había nada en la máscara de su rostro que revelara el grado de su enfado.
Hizo pasar a Fabel, Anna y Henk a la sala. Al igual que su ocupante, el piso estaba inmaculado y ordenado; nada parecía estar fuera de lugar. Era como si Lang tratara de efectuar el menor impacto posible en su ambiente vital. Evidentemente estaba leyendo cuando Fabel y los otros llegaron, y había depositado el libro, con toda meticulosidad, sobre la mesita lateral. Fabel lo levantó. Era una especie de historia política de la Alemania de posguerra, abierto en un capítulo sobre el terrorismo interno alemán de los años setenta y ochenta.
—¿Usted es estudiante de historia, Herr Lang? —le preguntó Fabel.
Lang cogió el libro de manos de Fabel y lo cerró. Luego lo guardó en el espacio que había dejado en la ordenada biblioteca de su casa.
—Es tarde, Herr Kriminalhauptkommissar, y realmente no me agrada que me molesten en mi casa —dijo Lang—. ¿Podría decirme por favor de qué se trata todo esto?
—Desde luego, Herr Lang. Y le pido disculpas por molestarlo a esta hora, pero suponía que usted estaría más que dispuesto a responder cualquier pregunta que pudiera ayudarnos a entender lo que le ocurrió a Herr Hauser.
Otro suspiro.
—Está acabando con mi paciencia, Herr Fabel. Por supuesto que quiero ayudar a atrapar al asesino de Hans-Joachim. Pero cuando la policía se presenta en grupo a acosarme en mi casa después de las diez de la noche, entiendo que no sólo vienen a verificar algunos datos.
—Cierto… —dijo Fabel—. Ha aparecido un testigo. Vio a alguien en el apartamento de Herr Hauser la noche del homicidio. Alguien que encaja con su descripción.
—Pero eso es imposible. —El tono de protesta de Lang no se tradujo en ningún gesto—. O, al menos, es posible que alguien como yo estuviera allí, pero no era yo.
—Bueno —dijo Anna—. Eso es algo que todavía tenemos que confirmar.
—Por el amor de Dios, le he dado todos los detalles de mi paradero aquella noche… —Lang se acercó a un escritorio junto a la puerta y abrió un cajón. Regresó hacia los agentes con algo en cada mano—. Aquí está el resguardo de la entrada de la exposición a la que asistí. Como verán, tiene la fecha del martes en cuestión. Y aquí… —Le dio el resguardo a Fabel. En la otra mano tenía una pluma y un cuaderno—. Aquí están otra vez los nombres y los números telefónicos de las personas que pueden confirmar que estuvieron conmigo aquella noche, y le aseguro que lo harán.
—¿Dice usted que llegó a su casa alrededor de la una de la madrugada? —Fabel le pasó el resguardo a Anna.
—Sí. —Lang cruzó los brazos en una actitud de desafío—. Nosotros… quiero decir, mis amigos y yo… fuimos a cenar después. Ya le he dado a ella… —Hizo un gesto en dirección de Anna—… el nombre del restaurante y el camarero que nos atendió. Dejamos el restaurante a la una menos cuarto.
—¿Y volvió a su casa solo?
—Sí. Solo, Herr Fabel. De modo que no puedo proporcionarle una coartada para después de esa hora.
—Es posible que eso no tenga importancia, Herr Lang —dijo Fabel—. Todos los indicios dan a entender que Herr Hauser murió entre las diez y las doce de la noche.
A Fabel le pareció detectar algo que perturbaba la expresión impasible de Lang, como si asignarle una hora al sufrimiento y la muerte de Hauser lo hubiera hecho más real.
—¿Su relación con Herr Hauser no era exclusiva? —preguntó Anna.
—No. Al menos, no por parte de Hans-Joachim.
—¿Conoce a alguna otra persona con la que hubiera podido estar relacionado?
Durante un momento, Lang pareció confundido.
—¿A qué se refiere con «relacionado»? Oh… Oh, ya veo. No. Hans-Joachim tenía innumerables aventuras, pero no había nadie… bueno, yo era su único compañero.
—¿A qué creyó que nos referíamos cuando le preguntamos si estaba relacionado con alguna otra persona? —preguntó Fabel.
—No, a nada. Sólo que no estaba seguro de si se refería a una relación profesional o personal. O política, en el caso de Hans-Joachim. Es sólo que él era muy, bueno, extraño, respecto de sus conocidos. Una noche se emborrachó un poco y me dio un sermón diciéndome que no debía involucrarme con el grupo equivocado. Sobre las malas decisiones.
Fabel miró el sitio de la biblioteca en el que Lang había guardado el libro.
—¿Alguna vez Herr Hauser le habló de su pasado? Quiero decir, de sus días como activista, esa clase de cosas…
—Todo el tiempo —dijo Lang con expresión de fatiga—. Se lo pasaba dándome la lata sobre cómo su generación había salvado Alemania, cómo sus acciones de aquella época habían formado la sociedad de hoy. Parecía pensar que mi generación, según sus palabras, estaba jodiéndolo todo.
—¿Pero alguna vez le comentó algo sobre sus actividades? ¿O sus conocidos?
—No, lo que es raro. La única persona que mencionaba a veces era Bertholdt Müller-Voigt. Ya sabe, el senador de medio ambiente. Hans-Joachim lo odiaba profundamente. Decía que Müller-Voigt creía que podía llegar a canciller algún día, y que de eso se trataba toda esa basura de Lady Macbeth y la esposa del Erster Bürgermeister Schreiber. Según Hans-Joachim, Müller-Voigt y Hans Schreiber estaban cortados por el mismo patrón. Oportunistas descarados. Los había conocido a ambos en la universidad y los despreciaba desde entonces… en especial a Müller-Voigt.
—¿Alguna vez habló de las acusaciones que Ingrid Fischmann publicó en la prensa sobre Müller-Voigt? ¿Todo ese asunto del secuestro de Wiedler?
—No. Al menos, a mí no.
—¿Herr Hauser tuvo algún contacto con Müller-Voigt? Reciente, quiero decir.
Lang se encogió de hombros.
—No que yo sepa. Yo creo que Hans-Joachim habría hecho todo lo posible por evitarlo.
Fabel asintió. Reflexionó un momento sobre lo que Lang le había dicho. No le servía de mucho.
—Usted debe de saber que mataron a otro hombre de la misma manera, a menos de veinticuatro horas del asesinato de Herr Hauser. Ese hombre era el doctor Gunter Griebel. ¿El nombre le suena de algo? ¿Herr Hauser mencionó alguna vez al doctor Griebel?
Lang meneó su delicada cabeza.
—No. No podría decir que se lo oyera mencionar.
—Hablamos con el personal de The Firestation —intervino Anna—. Nos dijeron que a veces vieron a Herr Hauser hablando y bebiendo con otro hombre, más o menos de su edad. ¿Tiene alguna idea de quién podría ser?
—No, lo siento —respondió Lang—. Escuchen, no es que quiera ponerles obstáculos ni crear una situación incómoda m nada de eso. Es sólo que Hans-Joachim me incluía en su vida sólo cuando le convenía. No hay prácticamente nada que ustedes pudieran contarme sobre él que pudiera sorprenderme. Era un hombre muy pero que muy reservado… a pesar de que se pasaba la vida buscando publicidad. A veces creo que Hans-Joachim se ocultaba a la vista de todos… se escondía detrás de su personalidad pública. Era como si hubiera algo muy profundo en él que no quería que viera nadie.