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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

Retrato de un asesino (20 page)

BOOK: Retrato de un asesino
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Los habitantes del East End se libraban de una vida de sufrimiento gracias a infecciones y enfermedades como la tuberculosis, la pleuresía, el enfisema y la neumoconiosis. Hombres, mujeres y niños se quemaban vivos en accidentes domésticos o laborales.

El hambre mataba tanto como el cólera, la tos ferina y el cáncer. Debilitados por la malnutrición y rodeados de suciedad y bichos, ni los padres ni los hijos tenían un sistema inmunitario capaz de combatir las enfermedades inofensivas. Los resfriados y la gripe se convertían en bronquitis y neumonía, y causaban la muerte. La mayoría de los niños sobrevivía poco tiempo en el East End, y las personas que vivían y padecían a l l í detestaban el London Hospital y trataban de evitarlo. Ingresar en el hospital equivalía a empeorar. Ponerse en manos de un médico era arriesgarse a perder la vida. Y a menudo tenían razón. Un absceso en el dedo del pie podía acabar en osteomielitis —la infección del hueso— y ocasionar la muerte. Un corte que requería sutura podía derivar en una infección por estafilococos y producir la muerte.

Si realizamos un muestreo de los ingresos hospitalarios debidos a supuestos intentos de suicidio, veremos que en 1884 cinco hombres trataron de quitarse la vida seccionándose la garganta, mientras que cuatro mujeres se cortaron el cuello y dos las muñecas. En 1885, cinco mujeres trataron de envenenarse y otra de ahogarse. Ocho hombres se degollaron, uno se disparó y un tercero se ahorcó. En 1886, cinco mujeres intentaron seccionarse el cuello. Doce mujeres y siete hombres trataron de envenenarse, y otros doce hombres se cortaron la garganta, se apuñalaron o se dispararon.

Es imposible precisar quién se suicidó y quién fue víctima de un homicidio. Si el individuo en cuestión vivía en aquel basurero que era el East End y había testigos de su muerte o intento de suicidio, la policía solía aceptar el testimonio de éstos. Cuando un hombre agresivo y alcohólico arrojaba dos lámparas encendidas a su mujer, quemándola viva, ella susurraba a la policía con su último aliento que todo había sido culpa suya. El marido quedaba libre y la muerte se atribuía a un accidente.

A menos que un caso fuera evidente, no había forma de determinar con certeza el origen de la muerte, o incluso su causa. Si se hallaba a una mujer en su casa con la garganta cortada y el arma cerca, la policía daba por sentado que se había suicidado. Tales suposiciones, incluyendo las que hizo con la mejor intención el doctor Llewellyn, no se limitaban a poner a la policía sobre una pista falsa (si es que se molestaban en seguirla); las imprecisiones sobre el diagnóstico, la naturaleza de las lesiones y la causa de la muerte podían echar por tierra un caso en los tribunales. La medicina forense no era muy sofisticada en los tiempos del doctor Llewellyn, y este hecho, más que la negligencia, es la explicación más lógica de sus erróneas conclusiones, tan apresuradas como infundadas.

Si hubiese examinado la acera después del levantamiento del cadáver de Mary Ann, se habría fijado en la sangre y en el coágulo que vio el agente Phail. Podría haber observado que había sangre o un líquido sanguinolento deslizándose hacia la alcantarilla. La visibilidad era mala, así que tal vez debería haber recogido parte del líquido para determinar primero si era sangre y, luego, si el suero sanguíneo se estaba separando del plasma, como ocurre durante la coagulación, lo que habría proporcionado otra pista sobre la hora de la muerte.

Aunque en las investigaciones de aquella época no solía registrarse la temperatura corporal del cadáver ni la atmosférica en el escenario del crimen, el doctor Llewellyn debería haberse fijado en el grado de rigor mortis, la rigidez que sobreviene cuando el cuerpo deja de producir adenosintrifosfato (ATP), un compuesto necesario para la contracción de los músculos. También debería haber observado el livor mortis, esto es, las mechas violáceas que aparecen cuando la sangre deja de circular y se acumula en ciertas partes del cuerpo por efecto de la gravedad. En un ahorcamiento, por ejemplo, basta con que el cuerpo permanezca suspendido media hora para que estas máculas moradas sean perceptibles en la parte inferior. El livor monis se fija al cabo de unas ocho horas. Además de ayudarle a establecer la hora de la muerte de Mary Ann Nichols, este signo habría indicado al doctor Llewellyn si alguien había movido el cadáver.

Recuerdo un caso en que la policía encontró un cadáver rígido como una tabla de planchar apoyado contra un sillón. La gente de la casa no quería que nadie supiera que el hombre había muerto en la cama, en mitad de la noche, de manera que trataron de sentarlo. «Mentira», replicó el rigor mortis. Otra vez, poco después de que yo empezara a trabajar en el departamento forense, llegó al depósito un hombre vestido por completo al que supuestamente habían encontrado muerto en el suelo. «Mentira», replicó el livor mortis. La sangre se había acumulado en la parte inferior de su cuerpo, y sus nalgas presentaban una marca perfecta del asiento del inodoro, donde había permanecido sentado horas después de que su corazón sufriera una arritmia.

Establecer la hora de la muerte por un solo signo post mórtem es como diagnosticar una enfermedad por un solo síntoma. La hora de la muerte se deduce de un conjunto de detalles, cada uno de los cuales afecta a otro. El rigor mortis se acelera en relación con la masa muscular del muerto, la temperatura del aire, la pérdida de sangre e, incluso, la actividad que precedió a la muerte. El cadáver desnudo de una mujer delgada muerta por hemorragia a la intemperie y a una temperatura de 10 °C, se enfriará con mayor rapidez y se pondrá rígido más despacio que si esa misma mujer muriera a causa de un estrangulamiento estando vestida y en una habitación caldeada.

La temperatura ambiente, la constitución física, la ropa, el lugar y la causa de la muerte, entre muchas otras minucias, son traviesos chivatos capaces de engañar hasta a un experto, confundiéndolo sobre lo que ocurrió en realidad. Las livideces post mórtem — sobre todo en la época del doctor Llewellyn— podían confundirse con hematomas recientes. Un objeto que ejerza presión contra el cuerpo, como una silla caída debajo de la muñeca de la víctima, dejará una zona pálida con la forma de dicho objeto. Si esto se interpreta como «marcas de presión», una muerte no violenta puede tomarse por un homicidio.

Con respecto a los crímenes del Destripador, no hay forma de saber cuántos datos se confundieron por completo ni cuántas pruebas se perdieron, pero podemos estar seguros de que el asesino dejó indicios de su identidad y su estilo de vida. Estarían en la sangre del cadáver y en el suelo. También se llevó consigo pruebas como cabellos, fibras y la sangre de su víctima. En 1888 no era habitual que la policía y los médicos buscasen estas cosas, ni otras pistas minúsculas que habrían requerido un examen microscópico. Las huellas dactilares se llamaban «marcas de dedos», y se limitaban a demostrar que un ser humano había tocado un objeto, como el cristal de una ventana. Aunque se encontrase una huella dactilar patente (visible) y con un dibujo muy preciso de las crestas, no se le daba importancia. Scotland Yard no crearía su primer Departamento de Huellas Dactilares hasta el año 1901.

Cinco años antes, el 14 de octubre de 1896, la policía recibió una nota del Destripador con dos huellas dactilares patentes en tinta roja. La carta está escrita con dicha tinta, y las huellas parecen corresponder a los dedos pulgar y corazón de la mano izquierda. El dibujo de las crestas es lo bastante claro para permitir un estudio comparativo. Quizá se hicieran de manera intencionada; Sickert era la clase de persona que se interesaría por los últimos adelantos en las técnicas de investigación criminal, y dejar huellas habría sido otro de sus «ja, ja».

La policía no las habría relacionado con él. De hecho, que yo sepa, ni siquiera se fijó en esas huellas, y sesenta años después de la muerte de Sickert, es difícil que comparen las huellas de la carta con las suyas, ya que se incineró su cadáver. Lo único que he conseguido encontrar hasta el momento es una huella dactilar apenas visible en el dorso de una lámina de cobre que utilizaba para hacer grabados. El dibujo de las crestas no es lo bastante nítido para establecer una comparación, y hay que tener en cuenta la posibilidad de que la huella no fuera de Sickert, sino de un grabador.

Las características de las huellas dactilares se conocían desde mucho antes que el Destripador comenzara a matar. La disposición de las minúsculas crestas del pulpejo de los dedos es diferente en cada individuo, incluso en los gemelos univitelinos. Se cree que hace tres mil años los chinos «firmaban» documentos con las huellas dactilares, aunque no sabemos si lo hacían con fines ceremoniales o para identificarse. En la India, ya en 1870, se usaban para «firmar contratos». Siete años después, un microscopista estadounidense publicó un artículo donde sugería que estas huellas deberían emplearse como medio de identificación, y un médico escocés que trabajaba en Japón insistió sobre el particular en 1880. Pero como ocurre con todos los descubrimientos científicos importantes —incluido el del ADN—, el gran público tardó en entender la utilidad de las huellas dactilares, de manera que no se utilizaron de inmediato y costó que se aceptasen en los tribunales.

En la época victoriana, el método principal para identificar a una persona y vincularla con un crimen era una «ciencia» denominada antropometría que, en 1879, había desarrollado el criminólogo francés Alphonse Bertillon, quien creía que era posible identificar y clasificar a las personas mediante una descripción detallada de sus rasgos faciales y una serie de mediciones corporales, incluyendo la estatura, el alcance de la mano, el ancho de la cabeza y la longitud del pie izquierdo. Bertillon mantenía que los esqueletos tenían rasgos individualizados en extremo, y la antropometría continuó utilizándose para clasificar a criminales y sospechosos hasta comienzos del siglo siguiente.

La antropometría no era sólo ineficaz, sino también peligrosa. Se basaba en una serie de rasgos físicos que no eran tan distintivos como se pensaba. Esta seudociencia hacía demasiado hincapié en la apariencia de la persona, e indujo a la policía a aceptar, de manera consciente o inconsciente, las supersticiones de la fisiognomía, otra seudociencia que afirmaba que tanto las tendencias criminales como la moralidad y el intelecto se reflejaban en la cara y el cuerpo de una persona. Los ladrones eran «frágiles», mientras que los hombres violentos solían ser «fuertes» y «saludables». Todos los criminales tenían un «alcance superior de los dedos», y casi todas las mujeres delincuentes eran «feas, si no repulsivas». Los violadores eran en su mayoría «rubios» y los pederastas, «delicados» y con aspecto «infantil».

Si a la gente del siglo xxi le cuesta creer que un asesino psicópata pueda ser atractivo, agradable e inteligente, imaginemos cuánto más grande sería esta dificultad en la época victoriana, cuando los libros de criminología contenían largas descripciones de antropometría y fisiognomía. La policía victoriana estaba entrenada para identificar a los sospechosos basándose en la estructura del esqueleto y las facciones, y también para presumir que cierta «apariencia» podía vincularse con una conducta determinada.

En la época de los crímenes del Destripador, nadie habría sospechado de Walter Sickert. Era imposible que el «joven y apuesto» Sickert, con «su notorio encanto» —como lo describió Degas—, fuera capaz de degollar a una mujer y apuñalarla en el abdomen. En los últimos años he oído incluso que si un artista como Sickert hubiera tenido tendencias violentas, no las habría puesto en práctica, sino que las habría sublimado mediante el trabajo creativo.

Mientras buscaba a Jack el Destripador, la policía concedió especial importancia a la descripción de los hombres que acompañaban a las víctimas la última vez que se las había visto. Los informes de la investigación revelan que se prestó mucha atención al color del cabello, la constitución y la altura de esos individuos, sin tener en cuenta que estas características son fáciles de falsear. La altura de una persona no varía sólo según la postura, el calzado y los sombreros, pues también puede alterarse mediante ciertos «trucos». Los actores suelen usar sombreros altos y alzas en los zapatos. Son capaces de encorvarse y flexionar ligeramente las rodillas bajo capas o abrigos holgados, o encajarse un sombrero hasta los ojos; todo para parecer unos centímetros más altos o más bajos de lo que son en realidad.

Las primeras publicaciones sobre jurisprudencia médica o medicina forense revelan que se contaba con mucha más información de la que se aplicaba en los casos criminales. Pero en 1888 aún se ganaban o perdían procesos porque las conclusiones se basaban en las descripciones de los testigos y no en las pruebas materiales. Aunque la policía hubiera sabido algo de la ciencia forense, no habría dispuesto de los medios necesarios para examinar las pruebas. El Home Office —el organismo gubernamental que supervisa la labor de Scotland Yard— aún no disponía de laboratorios forenses. Es difícil que un médico como el doctor Llewellyn hubiera tocado un microscopio, o que supiera que la sangre, los cabellos y los huesos humanos podían distinguirse de los animales. Hacía más de dos siglos que Robert Hooke había escrito sobre las características microscópicas del pelo, las fibras e incluso los detritos vegetales y las picaduras de abeja, pero para los investigadores de crímenes y el común de los facultativos, la microscopía era una técnica tan rara como podrían haberlo sido la astronomía o la astronáutica.

El doctor Llewellvn había estudiado en la facultad de Medicina del London Hospital y ejercía su profesión desde hacía trece años. Su consulta estaba a unos trescientos metros de donde habían asesinado a Mary Ann Nichols. Se dedicaba a la medicina privada.

Aunque la policía lo conocía lo bastante bien como para llamarlo por su nombre después de descubrir el cadáver, no hay razones para pensar que Llewellvn trabajase para Scotland Yard; es decir, no figuraba entre los médicos que prestaban servicios a tiempo parcial en una división determinada del cuerpo, en este caso la División «H», encargada de la zona de Whitechapel.

El trabajo de un médico de división consistía en atender a los agentes. La atención médica gratuita era una de las ventajas de pertenecer a la policía metropolitana, y un médico de la policía debía estar disponible para examinar a los detenidos o ir a la comisaria local para determinar si un ciudadano estaba borracho, enfermo o sufría de un exceso de «espíritu animal», con lo que —supongo se referían a la exaltación o la histeria. A finales de la década de 1880, el médico de división también estaba obligado a acudir al escenario de un crimen, por lo que cobraba una libra con un chelín; si realizaba la autopsia, le pagaban dos libras con dos chelines. Sin embargo, nadie esperaba que estuviese familiarizado con el uso del microscopio, ni que fuese un experto en lesiones, venenos, o cuanto puede revelar un cuerpo después de la muerte.

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