Una carta que el Destripador envió a la policía es una especie de formulario con espacios para su «nombre» y «dirección», pero, a modo de «ja, ja», tacha la «información» con rectángulos negros y figuras de ataúdes. Debajo de la tinta, el Omnichrome detectó un «ja» y la casi ilegible firma «Destripador». Esta clase de burla diabólica es propia de alguien que supone que cualquier dato «oculto» despertará la curiosidad de la policía. Otra picardía del Destripador fue pegar una tira de papel en el sobre, como para hacer creer que se trataba de un sobre reciclado y que las señas del destinatario estarían debajo del papel.
El doctor Ferrara practicó una larga y delicada operación quirúrgica para despegar esa tira cié papel. Debajo no había nada. Pero el Destripador no encontraba la satisfacción que buscaba con sus mezquinos y socarrones engaños. No existen indicios, por ejemplo, de que alguien se interesara por saber qué había debajo de aquel trozo de papel hasta que el doctor Ferrara lo despegó, ciento catorce años después de la «broma» del Destripador. Tampoco nos consta que la policía intentase averiguar qué podía leerse debajo de las figuras pintadas con tinta negra.
Es fácil olvidar que en 1888 los investigadores no sospechaban de Walter Sickert, y que Scotland Yard no contaba con la colaboración de personas como Peter y Sally Bower; la doctora Anna Gruetzner, historiadora del arte y entendida en Sickert; Anne Kennett, experta en la preservación de papel, y Vada Hart, conservadora de los archivos Sickert. Hemos tenido que recurrir a perspicaces intelectuales como éstos para descubrir que muchas cartas del Destripador contienen trazos de la caligrafía de Sickert y que, en algunos casos, una misma carta se escribió y dibujó en varios colores y con al menos dos instrumentos diferentes, como lápices de colores, ceras para litografías y pinceles.
Una carta del Destripador, que la policía recibió el 18 de octubre de 1889, está escrita en un pliego de papel verjurado azul, con las letras primero trazadas en lápiz y luego hábilmente repasadas con pintura de color rojo intenso. Por lo visto, nadie se sorprendió de que un loco, un analfabeto o incluso un bromista
pintara
una carta en la que puede leerse lo siguiente:
Estimado señor:
Estaré en Whitechapel el 20 del corriente… y comenzaré una tarea delicada a eso de medianoche, en la misma calle donde ejecuté mi tercer examen del cuerpo humano.
Suyo hasta la muerte,
Jack el Destripador
Atrápenme si pueden
P.D. [posdata situada en la parte superior del pliego]: Espero que pueda leer mis palabras, y lo pondré todo por escrito, sin dejarme nada. Si no puede ver las letras, hágamelo saber y las haré más
gandes.
Escribe mal «grandes», cosa que sólo haría un analfabeto, y yo no creo que esta ostensible incoherencia en una carta semejante fuese un accidente. Sickert estaba jugando, demostrando lo «imbécil» que era la policía. Un investigador astuto se habría preguntado por qué alguien que escribe como es debido «ejecuté» y «examen» iba a cometer un error ortográfico en la sencilla palabra «grande». Pero ciertos detalles que ahora parecen evidentes podrían serlo gracias a las ventajas de la visión retrospectiva y el análisis de los expertos en arte. El único artista que vio las misivas en aquellos tiempos fue el que las redactó, y muchas no son cartas, sino diseños profesionales, obras de arte que deberían enmarcarse y exponerse en una galería.
Sickert debió de pensar que no había motivos para temer que la policía observase o cuestionase el trabajo artístico de aquellas misivas provocadoras, violentas y obscenas. O acaso intuyó que, incluso si un investigador inteligente como Abberline reparaba en el carácter extraordinario de una carta, ésta no lo conduciría hasta el número 54 de Broadhurst Gardens. Al fin y al cabo, los policías eran «idiotas». Como solía decir, la mayoría de la gente era tonta y aburrida.
No existía nadie tan brillante, inteligente, astuto o fascinante como Walter Sickert, ni siquiera Whistler u Oscar Wilde, con quienes no le gustaba competir en las cenas y demás reuniones. Sickert no acudía a una fiesta a menos que estuviera seguro de que iba a ser el centro de atención. No dudaba en admitir que era un «esnob», y dividía al mundo en dos clases de personas: los que estaban interesados en él y los que no. Como es típico de los psicópatas, Sickert pensaba que ningún investigador estaba a su altura y, también al igual que estas personas aterradoras y sin conciencia, su pensamiento delirante lo llevó a dejar más pistas de las que probablemente imaginara.
Las localidades lejanas que figuraban en algunas cartas del Destripador contribuyeron a afianzar la opinión de que las cartas no eran sino bromas. La policía carecía de motivos para creer que un asesino del East End pudiera estar un día en una ciudad y en otra al siguiente. Al parecer, nadie consideró la posibilidad de que el Destripador se trasladase de un sitio a otro, o de que hubiera una relación entre aquellas ciudades.
Muchas estaban en el programa de giras de la compañía de teatro de Henry Irving, que se publicaba a diario en los periódicos. En primavera y en otoño, la compañía de Irving actuaba en ciudades con tradición teatral, como Glasgow, Edimburgo, Manchester, Liverpool, Bradford, Leeds, Nottingham, Newcastle y Plymouth, por mencionar sólo unas pocas. Ellen Terry realizaba a menudo estos viajes agotadores. «Estaré en un tren entre Newcastle y Leeds», informó con desazón en una carta que escribió durante una gira, y su cansancio resulta al lector casi perceptible.
Casi todas estas ciudades tenían también un hipódromo, y en algunas cartas el Destripador menciona las carreras de caballos e, incluso, hace recomendaciones a la policía sobre a cuál conviene apostar. Sickert pintó concursos hípicos y sabía mucho del tema. El 19 de marzo de 1914, la revista literaria
New Age
publicó un artículo suyo titulado
A Stone Ginger,
que en el argot de este deporte significaba «apuesta segura». En el texto añadió otras expresiones de la jerga hípica, como
welsher
(picaro),
racecourt thief
(ladrón de hipódromos) y
sporting tout
(persona que pasa información sobre caballos de carreras). El hipódromo habría sido un buen lugar para que Sickert se perdiera entre la multitud, sobre todo si iba disfrazado y estaba en una ciudad donde era difícil que se encontrase con un conocido. Por otra parte, en las carreras abundaban las prostitutas.
Las carreras de caballos, los casinos y el boxeo figuraban entre las aficiones de Sickert, aunque los libros y los artículos que he leído apenas mencionan este dato. Cuando el Destripador usó la expresión «tirar la toalla», en una carta que los expertos en arte atribuyen a Sickert, ¿era un reflejo de su personalidad o sólo el uso inconsciente de un cliché? ¿Debemos interpretar de manera simbólica el tétrico autorretrato que pintó en 1908, donde se lo ve en su estudio, detrás de algo que parece ser el busto de yeso de un boxeador, pero que se asemeja más al torso de una mujer decapitada y con los brazos amputados? ¿Tiene algún significado la referencia que en otra carta hizo el Destripador a Bangor Street, una calle que no existe en Londres, aunque en Bangor, Gales, hay un hipódromo?
No tengo pruebas de que Sickert apostara en las carreras, pero tampoco de que no lo hiciera. Quizá se tratase de una adicción secreta. Lo cierto es que esto explicaría cómo gastaba el dinero con tanta rapidez. Cuando él y la frugal Ellen se divorciaron, ella estaba poco menos que arruinada y, es más, nunca se recuperó. La brillantez de Sickert no parecía servirle de nada en las cuestiones económicas. No tenía el menor reparo en alquilar un coche y dejarlo esperando todo el día. Regalaba infinidad de cuadros —a
veces
a desconocidos— o permitía que los lienzos se estropeasen en sus estudios. Nunca ganó demasiado, pero tenía acceso al dinero de Ellen —incluso después del divorcio— y, más tarde, al de las mujeres que lo protegieron, entre ellas sus dos esposas siguientes.
Sickert fue generoso con su hermano Bernhard, un artista fracasado. Alquilaba varias habitaciones a la vez, compraba material artístico, leía varios periódicos al día, poseía tantos disfraces que debía de tener un armario impresionante, frecuentaba los teatros serios y los de variedades, y viajaba a menudo. Pero casi todo lo que compraba o alquilaba era barato y de mala calidad, y dudo que reservara los mejores asientos en el teatro o viajara en primera clase. No sé cuánto dinero despilfarró, pero después de su divorcio Ellen escribió: «Darle dinero es como entregárselo a un niño para que le prenda fuego.»
Lo consideraba tan irresponsable en cuestiones económicas —por razones que nunca mencionó— que después del divorcio conspiró con Jacques-Emile Blanche para adquirir sus cuadros. Blanche comenzó a comprarlos, y ella le reembolsaba el dinero en secreto. Sickert «nunca debe saber que yo estoy detrás de esto», escribió Ellen a Blanche, y añadió: «Yo no se lo diré a nadie.» En efecto, no se lo explicó ni siquiera a su hermana Janie, en quien siempre había confiado. Ellen sabía lo que pensaba Janie de Sickert y de la forma en que la explotaba. Era consciente, además, de que las ayudas a su ex marido no servirían de mucho. Con independencia de lo que le diera, a él nunca le bastaba. Pero no podía evitar socorrerlo.
«Está en mi mente día y noche», escribió a Blanche en 1899. «Ya sabe que es como una criatura con el dinero. ¿Tendría otra vez la bondad de comprar un cuadro de Walter en el momento más conveniente para é l ? No olvide, por favor, que esto no servirá de nada a menos que usted insista en indicarle lo que debe hacer con el dinero. Le pidió prestadas seiscientas libras a mi cuñado (que es un hombre pobre) y debería devolvérselas con interés. Pero yo no puedo.»
La adicción a las drogas y el alcohol era como una enfermedad hereditaria en la familia Sickert. Es posible que también Walter tuviera tendencias adictivas, lo que explicaría por qué fue abstemio en su juventud y años después empezó a abusar de la bebida.
Sería aventurado afirmar que Sickert era un jugador empedernido. Pero el dinero desaparecía de sus manos, y aunque las referencias a las carreras de caballos y a las ciudades donde había hipódromos en las cartas del Destripador no constituyen una «prueba», son detalles que despiertan la curiosidad.
Sickert podía hacer lo que se le antojase. Su profesión no le exigía cumplir un horario. No rendía cuentas a nadie, sobre todo tras concluir su aprendizaje con Whistler, cuando ya no tenía que hacer lo que le mandara el maestro. En el otoño de 1888, el maestro se encontraba de luna de miel y ni sabía ni le importaba lo que Sickert hiciese con su tiempo. Ellen y Janie estaban en Irlanda… aunque Sickert no necesitaba que su esposa se marchara de Londres para ausentarse durante una noche o una semana. Siempre que los trenes corrieran, desaparecer en Gran Bretaña era bastante fácil. No era inusual que alguien cruzara el Canal de la Mancha por la mañana y cenara en Francia.
Cualquiera que fuese la causa del «desastre económico» de Sickert, por citar las palabras de Ellen, debía de ser lo bastante grave para que ella llegase al extremo de socorrerlo en secreto después de divorciarse de él por adulterio y abandono. De hecho fue tan grave que en el momento de su muerte, en 1942, Sickert sólo contaba con ciento treinta y cinco libras a su nombre.
Cinco horas después de que trasladasen el cuerpo de Annie Chapman al depósito de Whitechapel, el doctor Phillips llegó allí y descubrió que la habían desnudado y lavado. Indignado, exigió una explicación.
Robert Mann, el supervisor del depósito que había causado tantos problemas en el caso de Mary Ann Nichols, respondió que las autoridades del asilo habían mandado a dos enfermeras para que desvistieran y asearan a la difunta. Esta tarea se había llevado a cabo en ausencia de médicos o policías, y cuando el enfadado doctor Phillips echó un vistazo alrededor, vio la ropa de Annie en el suelo, apilada en un rincón. Su advertencia de que nadie debía tocar el cadáver —ni los residentes del asilo, ni las enfermeras ni ninguna otra persona no autorizada por la policía— no había hecho mella en Mann. El residente del asilo ya había oído esas cosas con anterioridad.
El depósito no era más que un cobertizo pequeño, cochambroso y maloliente con una mesa de madera llena de arañazos y oscurecida por la sangre vieja. Era un lugar sofocante y bochornoso en verano, y tan frío en invierno que Mann apenas podía flexionar los dedos. Con semejante trabajo, debió de pensar Mann, el doctor tendría que estar agradecido a las dos enfermeras, que no habían hecho otra cosa que ahorrarle molestias. Además, no era preciso ser médico para descubrir la causa de la muerte de esa pobre mujer, pues su cabeza apenas si se mantenía unida al cuello y, además, la habían destripado como a un cerdo en un matadero. Mann no hizo mucho caso mientras el doctor Phillips se desfogaba, quejándose de que aquellas condiciones de trabajo no sólo eran inapropiadas, sino también perniciosas para su salud.
La postura del médico quedó aún más clara durante el proceso. El juez de instrucción Wynne Baxter explicó tanto a los miembros del jurado como a la prensa que era una vergüenza que no hubiera un depósito de cadáveres adecuado en el East End. Si algún barrio de la Gran Metrópolis necesitaba unas instalaciones en condiciones para manipular a los muertos, éste era, sin duda, el miserable East End, donde los cuerpos recuperados del Támesis (en el cercano Wapping) debían «meterse en cajas», a falta de un sitio donde llevarlos.
En tiempos pretéritos había habido un auténtico depósito en Whitechapel, pero lo habían derribado para trazar una calle nueva. Por un motivo u otro, los funcionarios de Londres no lo habían reemplazado por otro edificio, y el problema no se resolvería pronto.
Como solíamos decir cuando trabajaba en la oficina del forense, «los muertos no votan ni pagan impuestos», y, si además son pobres, no ayudan a los políticos a recaudar fondos. Aunque se supone que la muerte nos iguala a todos, no logra que los difuntos tengan el mismo tratamiento.
El doctor Phillips comenzó a examinar el cadáver de Annie Chapman. A estas alturas, éste presentaba un rigor mortis completo, que debió de tardar en aparecer más de lo habitual debido a las bajas temperaturas. Puede que el doctor Phillips acertase en su cálculo de que Annie llevaba dos o tres horas muerta en el momento en que se descubrió el cadáver, pero se equivocó al pensar que la escasa cantidad de alimentos y la ausencia de líquidos en el estómago significaban que estaba sobria cuando la mataron.