Aquella agua grasienta cayó en forma de llovizna durante la mayor parte del jueves 30 de agosto. Coches y carros tirados por caballos traqueteaban sobre los charcos llenos de basura y barro de las estrechas y concurridas callejuelas del East End, donde zumbaban nubes de moscas y la gente se desvivía por reunir unos peniques. La mayoría de los habitantes de esta miserable zona de la Gran Metrópolis nunca había probado el café, el té o el chocolate. Allí no había librerías ni una sola cafetería decente. Tampoco había hoteles, al menos de la clase donde podrían alojarse las personas civilizadas. Una «desdichada» no podía resguardarse del mal tiempo ni comer algo a menos que lograse convencer a un hombre de que la llevase con él o le diese unas monedas para pagarse una cama en las pensiones nocturnas conocidas como
doss-bouses.
Doss
significaba «cama» en
slang,
esto es, en argot americano, el típico establecimiento de esta clase era un edificio feo y ruinoso donde hombres y mujeres pagaban cuatro o cinco peniques para dormir en salas comunes llenas de camastros de hierro cubiertos con mantas grises. En teoría, las sábanas se lavaban una vez a la semana. Los «pobres ocasionales», como se llamaba a los huéspedes, se sentaban en las abarrotadas habitaciones y fumaban, zurcían y conversaban; a veces alguno bromeaba, si era un optimista que aún creía que la vida podía mejorar, o contaba historias tristes, si era un alma desolada que había acabado sumiéndose en una amarga desesperación. En la cocina, hombres y mujeres se reunían para guisar lo que habían encontrado o robado durante el día. Los borrachos se paseaban por la casa y tendían sus temblorosas manos, agradecidos por un hueso o un mendrugo que les ayudasen a soportar las crueles carcajadas de los huéspedes que los miraban lanzarse sobre la comida y roer como animales. Los niños mendigaban y recibían palizas si se acercaban demasiado al fuego.
En el interior de estos establecimientos inhumanos, uno debía regirse por las reglas estrictas y degradantes que estaban fijadas en las paredes y que un portero o celador se encargaba de hacer cumplir. El mal comportamiento se castigaba con la expulsión a las miserables calles, y los huéspedes debían marcharse a primera hora de la mañana a menos que pagasen la noche siguiente por anticipado. Estos albergues solían ser propiedad de personas de una clase más elevada que vivían en otra parte y no supervisaban su negocio; algunas de ellas ni siquiera lo habían visto. Cualquiera que contase con un pequeño capital podía invertirlo en una casa para pobres e ignorar—quizá voluntariamente—que su «modélica pensión» era un lugar abominable, vigilado por «guardas» que a menudo empleaban métodos deshonestos y abusivos para controlar a los desesperados residentes.
Muchas de estas casas alojaban a delincuentes, incluidas las «desdichadas» que, en una buena noche de trabajo, conseguían los peniques necesarios para dormir bajo techo. Es posible que la prostituta convenciera a su cliente de que la llevase a la cama, lo que sin duda era preferible a mantener relaciones sexuales en la calle cuando una estaba agotada, borracha y hambrienta. Otra clase de huésped era el «caballero
slummer»,
es decir, el visitante distinguido que frecuentaba los barrios bajos, y que, al igual que los amantes de emociones de todas las épocas, abandonaba de vez en cuando su respetable hogar y a su familia para aventurarse en el mundo prohibido de los bares de baja estofa, los teatros de variedades y el sexo barato y anónimo. Algunos hombres de los mejores barrios de la ciudad se habían vuelto adictos a estos entretenimientos secretos, y Walter Sickert era uno de ellos.
El tema más recurrente en su obra es una prostituta desnuda sobre una cama de hierro y un hombre inclinado sobre ella en actitud agresiva. En ocasiones, tanto el cliente como la mujer están sentados, pero el hombre siempre aparece vestido. Sickert tenía en todos sus estudios una cama de hierro, y no pocas modelos se tendieron en ella. Incluso él mismo posaba a veces en la cama con una figura de madera (un maniquí) que supuestamente había pertenecido a Williarn Hogarth, uno de sus ídolos artísticos.
A Sickert le gustaba escandalizar a las personas que invitaba a tomar el té con pastas, y un día de 1907, poco después del asesinato de una prostituta en Camden Town, sus convidados entraron en el oscuro estudio que tenía en ese mismo barrio y lo encontraron en la cama con el maniquí, bromeando sobre el reciente homicidio. Nadie concedió importancia a esa representación ni a las demás extravagancias del pintor. Al fin y al cabo, se trataba de Sickert. Al igual que la mayoría de los críticos y académicos que lo estudian en la actualidad, ninguno de sus contemporáneos se preguntó por qué representaba escenas violentas y estaba obsesionado por los crímenes famosos, incluidos los de Jack el Destripador.
Sickert se encontraba en una posición inmejorable para matar «desdichadas» y quedar impune. Pertenecía a una clase que estaba por encima de toda sospecha y tenía un enorme talento para hacerse pasar por los personajes más diversos. Le habría resultado fácil y emocionante disfrazarse de habitante del East End, o de visitante distinguido, y merodear por los pubs y los albergues nocturnos (o
doss-houses)
de Whitechapel o por los horribles antros de los alrededores. Era un artista por completo capaz de cambiar su caligrafía y redactar las provocativas cartas del Destripador, que llevan la impronta de un excelente dibujante. Pero nadie se fijó en la extraordinaria naturaleza de estos documentos hasta junio de 2002, cuando la doctora Anna Gruetzner, historiadora del arte, y Anne Kennett, conservadora de papel, examinaron los originales en los archivos municipales de Londres.
Lo que siempre se había tomado como sangre humana o animal en las cartas del Destripador resultó ser un pringoso barniz marrón para aguafuertes, o quizás una mezcla de tintas que guarda una sorprendente semejanza con la sangre vieja. Estas manchas, salpicaduras y chorretones de aspecto sanguinolento se realizaron con un pincel de pintor, o son huellas dejadas por telas o dedos. El Destripador escribió en papel vitela y en papel con filigrana. Al parecer, la policía no se fijó en estas delicadas pinceladas ni en la calidad del papel mientras investigaba los asesinatos. Nadie prestó la menor atención a las treinta filigranas distintas del papel de estas cartas, que se atribuyeron a un bromista analfabeto o desequilibrado. Y a nadie le sorprendió que dicho bromista poseyera lápices de colores, tintas, pigmentos para litografiar o dibujar en porcelana, barniz para aguafuertes, pintura y papel de dibujo.
Si alguna parte de la anatomía de Sickert simbolizaba todo su ser, ésta no era su desfigurado pene, sino sus ojos. Sickert observaba. Observar —espiar, acechar y acosar— es una característica dominante de los asesinos psicópatas, a diferencia de lo que ocurre con los desorganizados delincuentes que obedecen a sus impulsos o a supuestos mensajes del espacio exterior o de Dios. Los psicópatas vigilan a la gente. Miran imágenes pornográficas, sobre todo si son violentas. Son
voyeurs
aterradores.
La tecnología moderna les ha permitido ver cintas de vídeo de sí mismos en el momento de violar, torturar o matar a sus víctimas. Reviven sus crímenes una y otra vez mientras se masturban. Algunos sólo pueden alcanzar el orgasmo mientras vigilan, acechan, fantasean y contemplan la última atrocidad que cometieron. Según Bill Hagmaier, antiguo criminólogo del FBI, Ted Bundy estrangulaba y violaba a sus víctimas por detrás, y su excitación crecía cuando a ellas se les desorbitaban los ojos y sacaban la lengua. Llegaba al clímax cuando su víctima moría.
Luego llegan las fantasías, el momento de revivir los crímenes, y entonces la tensión erótico-violenta se hace tan insoportable que estos asesinos necesitan volver a matar. El desenlace es el cuerpo muerto o agonizante. El período de enfriamiento inmediatamente posterior es el refugio que otorga alivio y permite revivir el crimen. Luego comienzan las fantasías y la tensión crece otra vez. Entonces encuentran otra víctima, e introducen otra escena en su guión para añadirle audacia y emoción: sadomasoquismo, tortura, mutilación, descuartizamiento, grotescas exhibiciones de brutalidad y canibalismo.
Como me ha recordado a lo largo de los años Edward Sulzbach, antiguo criminólogo e instructor de la Academia del FBI, «el asesinato en sí es un efecto secundario de las fantasías». La primera vez que le oí decir esto, en 1984, me quedé perpleja y no le creí. En mi ingenuidad, daba por sentado que la emoción estaba en el crimen. Había sido reportera de sucesos del
Charlotte Observer,
en Carolina del Norte, y las escenas de crímenes no me acobardaban. Pensaba que todo se centraba en el terrible acontecimiento y que sin él no había historia. Ahora me avergüenzo de mi candidez. Creía comprender el mal, pero me equivocaba.
Me tenía por una experimentada investigadora de horrores, pero no sabía nada. No entendía que los psicópatas se rigen por las mismas pautas humanas que la gente «normal»; la diferencia es que el psicópata violento se aparta del camino trillado y toma derroteros que ni siquiera figuran en la carta de navegación de un individuo corriente. Muchos tenemos fantasías eróticas que resultan más excitantes en el pensamiento que en la realidad, y desear un hecho a menudo nos proporciona más placer que experimentarlo. Lo mismo les ocurre a los psicópatas violentos cuando fantasean con sus crímenes.
Otra de las máximas favoritas de Sulzbach es: «No busques unicornios hasta que te hayas quedado sin ponis.»
Los crímenes violentos a menudo son mundanos. Un amanteceloso mata a un rival o a la pareja que lo ha engañado. Una partida de cartas se pone fea y alguien resulta herido. Un delincuente adicto necesita dinero y apuñala a su víctima. Un traficante de drogas muere a manos de uno de sus clientes por venderle mercancía adulterada. Estos son los ponis. Pero Jack el Destripador no era un poni, sino un unicornio. En las décadas de 1880 y 1890, Sickert era demasiado listo para pintar cuadros de homicidios o divertir a sus amigos con la representación de un crimen real que se había producido a unos pasos de su casa. La conducta que nos hace sospechar de él ahora no era tan clara en 1888, cuando era joven y se conducía con reserva por temor a que lo atrapasen. Sólo ofreció pistas a través de las cartas que escribió en nombre del Destripador a los periódicos y la policía, pero éstas sólo suscitaron desdén, si no indiferencia absoluta, y quizás alguna risita.
Según decía a sus amistades, Sickert detestaba dos vicios. Robar era uno. El otro era el alcoholismo, un problema recurrente en su familia. No hay razones para sospechar que Sickert bebiese en exceso, al menos hasta que llegó a una edad avanzada. Tampoco consumía drogas, ni siquiera con fines terapéuticos. Con independencia de sus chifladuras o sus trastornos emocionales, Sickert era un hombre lúcido y calculador. Sentía una intensa curiosidad por cualquier cosa que captase su interés artístico o que apareciera en su radar para detectar la violencia. Muchas cosas pudieron atraerlo la noche del jueves 30 de agosto de 1888, alrededor de las nueve, cuando un incendio en un almacén de brandy del puerto de Londres iluminó todo el East End.
La gente recorrió kilómetros para contemplar a través de las verjas de hierro un infierno que se resistía a los torrentes de agua que arrojaban los bomberos. Las desdichadas se acercaron a las llamas, movidas a un tiempo por la curiosidad y el deseo de aprovechar aquella inesperada oportunidad para el comercio sexual. En zonas más refinadas de Londres, otros entretenimientos iluminaban la noche. El célebre Richard Mansfield deleitaba a los espectadores con su brillante interpretación del Dr. Jekyll y Mr. Hyde en el Lyceum. Acababa de estrenarse la comedia
Úneles and Aunts>
que había recibido críticas elogiosas en
The Times,
y
The Paper Chase
y
The Union Jack
estaban cosechando un éxito rotundo. Las obras habían empezado a las ocho y cuarto, a las ocho y media o a las nueve, y cuando terminaron el fuego seguía ardiendo con furia en el puerto. A lo largo del Támesis, las siluetas de los almacenes y de los barcos se recortaban sobre un resplandor anaranjado visible desde kilómetros a la redonda. Tanto si Sickert estaba en casa como si había ido al teatro o a ver una obra de variedades, es difícil que se perdiese aquel espectáculo que atrajo a una multitud entusiasta a los muelles South y Spirit.
Es evidente que no hago sino especular cuando apunto que Sickert se acercó a la costa para observar la escena. Es posible que esa noche no estuviera en Londres, aunque no hay nada escrito que lo demuestre. No existen documentos, cartas, artículos periodísticos u obras pictóricas que sugieran que no se encontraba en la ciudad. A menudo, la mejor manera de adivinar qué estaba haciendo es descubrir lo que no estaba haciendo.
A Sickert no le gustaba que la gente supiera dónde encontrarlo. Era conocido por su costumbre de alquilar al menos tres «estudios» secretos a la vez. Estos tugurios se hallaban en sitios tan aislados e insólitos que ni siquiera su mujer, sus colegas y sus amigos sabían dónde estaban. Sus estudios conocidos, unos veinte en el transcurso de su vida, eran «pequeñas habitaciones» cochambrosas y caóticas que lo ayudaban a «inspirarse». Sickert trabajaba solo y detrás de una puerta cerrada con llave. Rara vez recibía a alguien y, cuando lo hacía, el visitante que acudía a esas ratoneras debía enviar previamente un telegrama o llamar a la puerta de una manera especial. En su vejez, solía instalar una alta verja negra delante de la puerta y encadenar a un perro guardián a uno de los barrotes.
Como cualquier buen actor, Sickert era un experto en entradas y salidas teatrales. Tenía el hábito de desaparecer durante días o semanas sin explicar por qué ni dónde estaba a Ellen —o a su segunda o tercera esposa— ni a sus amistades. A veces invitaba a cenar a sus amigos y no se presentaba. Reaparecía cuando le apetecía, y casi nunca ofrecía explicaciones. Sus salidas se convertían en desapariciones, ya que le gustaba ir al teatro y a los espectáculos de variedades solo y luego pasear sin rumbo durante la noche y las brumosas horas de la madrugada.
Sus itinerarios eran peculiares y absurdos, sobre todo cuando regresaba a casa desde los teatros situados a lo largo del Strand, en el centro de Londres. Denys Sutton escribió que Sickert solía subir hasta Hoxton y luego regresar sobre sus pasos hasta acabar en Shoreditch, en el límite occidental de Whitechapel. Desde al í tenía que andar hacia el oeste y el norte para volver al número 54 de Broadhurst Gardens, donde vivía. Según Sutton, la razón de estos extraños rodeos y peregrinaciones por zonas peligrosas del East End era que Sickert necesitaba «una larga y silenciosa caminata para reflexionar» sobre la obra de teatro o de variedades que acababa de ver. El artista meditando. El artista contemplando un mundo lúgubre y amenazador, y a la gente que vivía en él. El artista que se sentía atraído por las mujeres feas.