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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

Retrato de un asesino (14 page)

BOOK: Retrato de un asesino
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Con independencia de la validez de este razonamiento, lo cierto es que en 1888 los interrogatorios del juez de instrucción, e incluso los procesos ex parte', solían estar al alcance de los periodistas, siempre que éstos se comprometieran a dar una información veraz e imparcial. Aunque esto pueda parecer atroz a cualquiera que no esté acostumbrado a la publicación de pruebas y testimonios antes de un juicio, si no fuese por la política permisiva de Gran Bretaña, ahora no dispondríamos de documentación detallada sobre los crímenes de Jack el Destripador. Los informes de las autopsias no se han conservado, con la excepción de unas cuantas páginas desperdigadas aquí y allí. Muchos se perdieron durante la Segunda Guerra Mundial, y otros podrían haber desaparecido en un triángulo de las Bermudas creado por la burocracia, la indolencia, o la deshonestidad.

Es una pena que se extraviasen tantos documentos, ya que dispondríamos de mucha más información si tuviéramos acceso a los informe! de la policía, las fotografías, los memorandos y cualquier otra cosa que haya desaparecido. Pero yo dudo de que hubiera una conspiración. No existió un «Rippergate» instigado por autoridades policiales y políticos empeñados en ocultar al público la escandalosa verdad. Sin embargo, los escépticos continúan defendiendo sus teorías: Scotland Yard siempre supo quién era el Destripador, pero lo protegió; la policía lo dejó marchar, o lo encerró en un asilo y no informó a los ciudadanos; la familia real estuvo implicada; a Scotland Yard le traía sin cuidado que asesinaran prostitutas y trató de ocultar que no había hecho gran cosa para resolver los homicidios.

No es verdad. Por chapucera que fuese la investigación de los crímenes del Destripador, yo no he encontrado indicio alguno de que la policía falseara o retuviera información de manera deliberada. La poco atractiva realidad es que casi todo lo que salió mal se debió a una ignorancia supina. Jack el Destripador era un asesino moderno, nacido un siglo antes de que pudieran atraparlo, y en el transcurso de las décadas, los documentos del caso, incluido el informe original de la autopsia de Mary Ann Nichols, se extraviaron, se archivaron mal o se esfumaron como por arte de magia. Algunos acabaron en manos de coleccionistas. Yo misma compré una supuesta carta original del Destripador por mil quinientos dólares. Sospecho que este documento es auténtico y que probablemente lo escribió Sickert. Si en el año 2001 pude conseguir una carta del Destripador a través de un coleccionista de documentos raros, ésta debió de desaparecer en algún momento de los archivos del caso. ¿Con cuántas otras ha ocurrido lo mismo? Según los funcionarios de Scotland Yard, la pérdida de gran parte de estos documentos fue la razón que los indujo a depositar el resto en los archivos municipales de Kew. La policía temía que llegase un momento en que no quedase nada, salvo los números de referencia de unas carpetas vacías.

El hecho de que el Home Office prohibiese el acceso a los informes sobre el caso durante un siglo sólo sirvió para alimentar las sospechas de los defensores de la teoría de la conspiración. Maggie Bird, archivera del Departamento de Gestión de Expedientes de Scotland Yard, ofrece una perspectiva histórica sobre el tema. Señala que a finales del siglo XIX se destruían de manera sistemática los expedientes de los funcionarios cuando éstos cumplían sesenta y un años, lo que explica la ausencia de información significativa sobre los policías que trabajaron en el caso del Destripador. Los expedientes del inspector Frederick Abberline, que dirigió la investigación, y de su supervisor, el inspector jefe Donald Swanson, han desaparecido.

Incluso en la actualidad, añade la señora Bird, la documentación sobre los casos de asesinatos notorios se mantiene como información reservada durante veinticinco, cincuenta o setenta y cinco años, dependiendo de la naturaleza del crimen y de si es preciso proteger la intimidad de la familia de la víctima o las víctimas. Si los documentos del caso del Destripador no hubieran permanecido precintados durante un siglo, es muy probable que ahora no quedase ninguno. Según la señora Bird, «la mitad» desapareció en menos de dos años después de que se hicieran públicos.

En la actualidad, todos los papeles de Scotland Yard se guardan en un enorme almacén donde las cajas se etiquetan y se numeran, y la información se introduce en un sistema informático. La señora Bird asegura, «con la mano en el corazón», que no hay documentos sobre el Destripador desperdigados por ahí ni ocultos en esas cajas. Que ella sepa, todos se entregaron a los archivos municipales, y atribuye cualquier ausencia a «una mala organización, la naturaleza humana, los robos y las bombas de la Segunda Guerra Mundial», ya que la sede central de Scotland Yard —donde a la sazón se guardaban los papeles— quedó parcialmente destruida tras un bombardeo.

Aunque quizá fuera prudente prohibir durante un tiempo la publicación de ciertos detalles gráficos y de las fotografías de los cuerpos desnudos y mutilados de las víctimas, sospecho que la discreción y la sensibilidad no fueron los únicos motivos que indujeron a las autoridades a guardar aquellos documentos a buen recaudo y esconder la llave. No serviría de nada recordar al mundo que Scotland Yard no había logrado atrapar a aquel hombre, y no tenía sentido hacer hincapié en aquel sórdido capítulo de la historia inglesa en que la policía metropolitana se vio deshonrada por uno de sus peores jefes.

Su Majestad la Reina debió de estar bajo el efecto de algún tipo de maleficio cuando decidió sacar de África a un general tiránico y ponerlo al frente de la policía civil en una ciudad que detestaba ya a los «polizontes», o las «moscardas azules».

Charles Warren era un hombre brusco y arrogante, amante de los uniformes extravagantes. Cuando comenzaron los crímenes del Destripador, en 1888, llevaba dos años al mando de la policía, y su respuesta ante todo eran los subterfugios políticos y la fuerza, como había demostrado el 13 de noviembre del año anterior, el «domingo sangriento» en que prohibió una manifestación socialista pacífica en Trafalgar Square. La orden de Warren era ilegal, de manera que los reformistas socialistas —como Annie Besant y el miembro del Parlamento Charles Bradlaugh— no la tuvieron en cuenta y decidieron manifestarse de acuerdo con sus planes.

Cumpliendo órdenes de Warren, los agentes de la ley atacaron a los sorprendidos e indefensos manifestantes. Según escribió Annie Besant, la policía montada cargó contra ellos, «derribando a hombres y mujeres como si fueran bolos». Llegaron soldados dispuestos a disparar y usar sus porras, y trabajadores amantes de la paz y respetuosos del orden acabaron con miembros rotos. Hubo dos muertos y multitud de heridos y arrestos ilegales, y a raíz de este incidente se fundó la Liga por la Ley y la Libertad con el fin de defender a todas las víctimas de la brutalidad policial.

Para agravar su abuso de poder, Warren prohibió que el coche fúnebre de una de las víctimas pasara por las calles principales al oeste del puente de Waterloo. La masiva procesión avanzó despacio por Aldgate, en Whitechapel, y llegó al cementerio de Bow Road después de cruzar la misma zona de la Gran Metrópolis donde un año después el Destripador empezaría a matar a las prostitutas a quienes Annie Besant, Charles Bradlaugh y otros intentaban ayudar. El cuñado de Sickert, T. Fisher Unwin, publicó la autobiografía de Annie Besant, y Walter pintó dos retratos de Charles Bradlaugh. No fue una coincidencia. Sickert conocía a estas personas porque Ellen y su familia eran liberales activos y se movían en ese círculo político. Al principio de la carrera profesional de Walter, Ellen lo ayudó presentándole a personajes famosos que podían encargarle retratos.

Annie Besant y Charles Bradlaugh entregaron su vida a los pobres. Walter Sickert, en cambio, se la arrebató, y fue una vergüenza que algunos periódicos sugirieran que los crímenes del Destripador eran una proclama socialista destinada a sacar a la luz los entresijos del sistema de clases y los oscuros secretos de la ciudad más grande del mundo. Sickert asesinó a prostitutas enfermas, miserables y prematuramente envejecidas. Las mató porque era fácil.

Actuó movido por sus ansias de violencia sexual, su resentimiento y su insaciable necesidad de atención. Sus homicidios no tuvieron nada que ver con el deseo de hacer una proclama política. Mataba para satisfacer sus incontrolables impulsos de psicópata violento. Cuando la prensa y el público aludían a un móvil —sobre todo de carácter social o ético—, Sickert debía de experimentar un placer secreto y una sensación de poder. «¡[Ja! ¡ja! ¡ja!] —escribió el Destripador—. En verdad deberían darme las gracias por matar a esas condenadas alimañas, pues son diez veces peores que los hombres.»

9
La lámpara oscura

Durante el reinado de Jorge III, los bandidos controlaban las carreteras y los caminos secundarios, y la mayoría de los maleantes podía librarse de sus problemas con la ley mediante el pago de un soborno.

Por las noches, Londres estaba protegido por guardias armados con palos, faroles y matracas que al sacudirlas producían un ruido impresionante. Las cosas no empezaron a cambiar hasta el año 1750. Henry Fielding, más conocido como escritor que como magistrado, reunió a un grupo de agentes leales y, con una asignación del gobierno de cuatrocientas libras, formó el primer escuadrón de «alguaciles».

Éstos desarticularon las bandas y combatieron a los bribones que atormentaban a los londinenses. Cuando Henry Fielding se retiró, lo sustituyó su hermano John, en cuyo caso la justicia era literalmente ciega. Sir John Fielding había perdido la vista, y se había hecho famoso por cubrirse los ojos con una venda cuando se careaba con los prisioneros. Se decía que era capaz de reconocer a los criminales por la voz.

Durante el mandato de John Fielding, el cuartel general de los alguaciles estaba en Bow Street, de manera que se los conocía por el nombre de la Patrulla de Bow Street o los agentes de Bow Street. En aquella época la policía era una organización parcialmente privada, y un agente de Bow Street podía investigar el robo de una casa de la ciudad a cambio de un estipendio, o bien encontrar al ladrón y obligarlo a hacer un trato económico con la víctima. La ley civil y criminal se combinaban de una forma curiosa, porque si bien era ilegal cometer fechorías, estos acuerdos permitían restaurar el orden y ahorrarse infinidad de problemas y molestias.

Recuperar la mitad de las posesiones era mejor que quedarse sin nada. Y devolver la mitad de lo que uno había robado era mejor que perderlo todo y acabar en la cárcel. Algunos agentes de Bow Street lograban amasar una fortuna antes de retirarse.

No podían hacer gran cosa ante los disturbios callejeros y los asesinatos que al igual que tantos otros delitos, eran males endémicos. Se robaban perros para arrancarles la piel. Se torturaba al ganado en las «persecuciones de bueyes», donde una muchedumbre de cazadores perseguía y hostigaba a los animales hasta que éstos, desquiciados por el dolor, caían muertos. Las ejecuciones fueron públicas desde finales del siglo XVI hasta 1868, y congregaban a ingentes multitudes

Los días de linchamiento eran festivos, y se creía que aquel morboso espectáculo servía para disuadir a los criminales. En la época de los alguaciles y los agentes de Bow Street, las transgresiones castigadas con la muerte comprendían el robo de caballos, la falsificación y los pequeños hurtos en tiendas. En 1788, millares de personas se reunieron en Newgate para contemplar cómo quemaban en la hoguera a Phoebe Harris, de treinta años, por falsificar monedas Los salteadores de caminos eran héroes, y sus admiradores los ovacionaban mientras pendían de la horca, pero los reos de clase alta eran objeto de burla, fuera cual fuese el delito que hubieran cometido.

En 1802, cuando ahorcaron al gobernador Joseph Wall, los espectadores se pelearon por la soga del verdugo, que se vendió a unos dos chelines los cinco centímetros. En 1807, una multitud de cuarenta mil personas se arracimó para ver la ejecución de dos asesinos, y muchos hombres, mujeres y niños murieron pisoteados No todos los reos morían con presteza o de la forma prevista y algunas escenas de agonía eran pavorosas. El nudo se deshacía o no apretaba lo suficiente, y en lugar de perder la conciencia de inmediato a consecuencia de la compresión de la carótida, el prisionero sacudía de manera violenta las extremidades mientras los hombres le tiraban de las piernas para acelerar su muerte. Por lo general el condenado perdía los pantalones y se retorcía desnudo ante la enfervorizada muchedumbre. En los viejos tiempos de las ejecuciones con hacha, la negativa a poner unas monedas en la mano del verdugo podía causar un error de puntería que obligaba a dar hachazos adicionales.

En 1829, sir Robert Peel convenció al gobierno y a los ciudadanos de que éstos tenían derecho a dormir seguros en su hogar y a andar por la calle sin temor. La jefatura de la policía metropolitana estaba en el número 4 de Whitehall Place, y comunicaba por la puerta trasera con Scotland Yard, el solar de un antiguo palacio sajón que había servido de residencia a los reyes escoceses que visitaban la ciudad. A finales del siglo XVII se demolió la parte del palacio que estaba en ruinas y lo que quedó en pie pasó a albergar oficinas del gobierno británico. Muchos personajes célebres sirvieron a la Corona desde Scotland Yard; entre ellos los arquitectos Iñigo Jones y Christopher Wren, así como el gran poeta John Milton que, a la sazón, era el secretario para lenguas extranjeras de Oliver Cromwell. El arquitecto y escritor humorístico sir John Vanbrug construyó una casa en el terreno del antiguo palacio que Jonathan Swift comparó con un «pastel de oca».

Pocas personas saben que Scotland Yard siempre ha sido un lugar, no una organización policial. Desde 1829 el término «Scotland Yard» hace referencia a la sede central de la policía metropolitana, y esta acepción sigue vigente, aunque en la actualidad el nombre oficial es «New Scotland Yard». Sospecho que la gente continuará pensando que Scotland Yard es un grupo de detectives del estilo de Sherlock Holmes, y que un oficial londinense uniformado es un
bobby.
Con toda probabilidad, siempre habrá libros y películas en los cuales, ante la imposibilidad de resolver un crimen, un policía de provincias pronuncie aquella trillada —aunque deliciosa— frase de «creo que éste es un trabajo para Scotland Yard».

La población manifestó antipatía por Scotland Yard y sus divisiones uniformadas desde el principio. La labor policial se veía como una afrenta a los derechos civiles del ciudadano inglés, y se asociaba tanto con la ley marcial como con el deseo del gobierno de espiar y amedrentar a sus súbditos. En el momento de su fundación, la policía metropolitana hizo todo lo posible para evitar una apariencia militar, vistiendo a sus miembros con chaquetas y pantalones azules y cascos de piel de conejo reforzados con un armazón de acero, por si a un delincuente se le ocurría golpear al agente en la cabeza. Estos cascos también tenían otra utilidad, pues podían emplearse como banquetas para trepar a una valla o un muro, o para entrar por una ventana.

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