En 1841, operaron a Charles Dickens sin anestesia. «Padecí un martirio mientras me iban contando todo lo que me hacían, y me lastimé por tratar de permanecer sentado», escribió Dickens a un amigo. «Me sentía incapaz de soportarlo.» La cirugía del pene debía de ser mucho más dolorosa que cualquier operación rectal o anal, sobre todo para un paciente de cinco años que no tenía mayor entereza ni capacidad de comprensión y que quizá no supiese suficiente inglés para entender lo que ocurría cuando la señora Wilson le cambiaba las vendas, le administraba medicinas, o aparecía junto a su cama con un montón de sanguijuelas si sufría una inflamación que achacarían a un exceso de sangre.
Es posible que la señora Wilson lo cuidase con dulzura. O tal vez fuera estricta y seria. En aquella época se exigía que las enfermeras fuesen solteras o viudas, para que pudieran dedicarse de lleno al hospital. Ganaban poco, hacían jornadas largas y agotadoras, y estaban expuestas a situaciones y riesgos muy desagradables. No era inusual que «se dieran a la bebida», ni que se escapasen a su casa para tomar un trago y luego se presentaran en su puesto de trabajo algo achispadas. La verdad es que no sé nada sobre la señora Wilson. Puede que fuera abstemia.
Walter debió de ver su estancia en el hospital como una interminable sucesión de días aciagos y aterradores: el desayuno a las ocho, leche o sopa a las once y media de la mañana, una cena ligera a última hora de la tarde y las luces apagadas a las nueve y media de la noche. Postrado en la cama un día tras otro, dolorido y solo durante la noche, sin nadie que lo oyese llorar, lo reconfortase en su lengua materna o le diera la mano… ¿Quién podría culparlo por detestar en secreto a la enfermera Wilson? Sería comprensible que imaginara que había sido ella quien le había destrozado el pene, causándole tanto dolor. Tampoco sería extraño que odiara a su madre por no estar a su lado durante aquel suplicio.
En el siglo XIX, ser ilegítimo o hijo de un progenitor ilegítimo constituía una terrible deshonra. De acuerdo con los criterios Victorianos, cuando la abuela de Sickert mantuvo relaciones sexuales fuera del matrimonio disfrutó de ellas, lo que significaba que padecía la misma enfermedad congénita que las prostitutas. La creencia generalizada entonces era que este defecto se transmitía de padres a hijos; era un «envenenamiento contagioso de la sangre» que los periódicos solían describir como «una enfermedad que ha sido la maldición de la humanidad desde los albores de los tiempos y que acarrea nefastas consecuencias en los descendientes hasta la tercera o la cuarta generación».
Sickert podría haber achacado sus sufrimientos infantiles, sus humillaciones y su mutilada virilidad a un defecto genético. O al «envenenamiento de la sangre», heredado de su indecente abuela bailarina y de su madre ilegítima. Las repercusiones psicológicas de la maldición física de Walter parecen trágicas. Estaba lisiado, y su lenguaje de adulto revela una significativa obsesión por las «cuestiones médicas», incluso cuando escribía sobre otros asuntos.
En casi todas sus cartas y sus críticas de arte aparecen expresiones metafóricas como «mesa de operaciones», «intervención quirúrgica», «diagnosis», «disección», «yacer desnudo», «cirujano», «doctores», «tétrico quirófano», «castrado», «destripado», «con
todos
los órganos fuera», «anestesiado», «anatomía», «osificar», «deformidad», «inoculado», «vacunación»… Algunas imágenes resultan chocantes, incluso repulsivas, cuando surgen de súbito en medio de un párrafo que versa sobre arte o acerca de la vida cotidiana, y sus metáforas violentas también se presentan de manera inesperada. Si se está hablando de arte, uno no espera encontrar expresiones como «terror morboso», «horrores», «mortal», «muerto», «el corazón de las difuntas», «partirse en pedazos», «aterrorizar», «miedo»,
«violento», «violencia», «presa», «canibalismo», «pesadilla», «mortinato», «obra muerta», «dibujos muertos», «sangre», «ponerle una navaja en el cuello», «clavar ataúdes», «podrido», «navaja», «cuchillo» o «cortar».
En un artículo de 1912 para el
English Review
escribió: «En todas las escuelas de arte debería haber fotografías ampliadas de cadáveres que sirvieran de modelo para dibujar desnudos.»
La última semana de agosto de 1888 fue la más lluviosa del año. El sol brilló a través de la niebla una media de una hora diaria.
Las temperaturas se mantenían inusualmente bajas, y el negro humo de los fuegos de carbón que calentaban las casas contribuyó a elevar la contaminación al nivel más alto en la historia de la gran ciudad. En la época victoriana no se conocían métodos para medir la contaminación atmosférica, y la palabra
smog
no se había acuñado aún. Pero los problemas creados por el carbón no eran nuevos.
Los efectos nocivos del humo del carbón sobre la vida y todas sus estructuras se conocían desde el siglo XVII, cuando los ingleses habían renunciado a la leña como combustible, pero eso no evitó que continuasen usándolo. En el siglo XVIII había alrededor de cuarenta mil edificios y trescientas sesenta mil chimeneas en la metrópolis. A finales del siglo XIX el consumo de carbón aumentó, sobre todo entre los pobres. El viajero podía percibir el olor de Londres varios kilómetros antes de llegar allí.
El cielo se veía plomizo y encapotado, las calles estaban alfombradas de hollín y tanto los edificios de piedra como las obras de hierro sufrían los efectos de la corrosión. La niebla, cada vez más densa y persistente, había adquirido una tonalidad distinta. Algunas alcantarillas construidas en la época de los romanos olían tan mal que hubo que cegarlas. Un informe de salud pública redactado en 1889 hacía constar que si la contaminación de Londres continuaba a ese ritmo, los ingenieros tendrían que cubrir el Támesis, cuyas aguas se ensuciaban con los excrementos de millones de personas cada vez que subía la marea. Había buenas razones para usar ropa oscura, y ciertos días el aire sulfuroso y enrarecido era tan infernal, y el hedor de las cloacas tan nauseabundo, que a los londinenses se les irritaban los ojos y los pulmones y tenían que cubrirse la cara con un pañuelo.
En 1890 el Ejército de Salvación informó de que, de los aproximadamente cinco millones seiscientos mil habitantes de la Gran Metrópolis, treinta mil eran prostitutas y treinta y dos mil —entre hombres, mujeres y jóvenes— estaban en prisión. Un año antes, en 1889, ciento sesenta mil personas fueron a la cárcel por alcoholismo, dos mil doscientas noventa y siete cometieron suicidio y dos mil ciento cincuenta y siete aparecieron muertas en tugurios, parques y calles. Casi un cinco por ciento de la población carecía de vivienda, y muchos malvivían en asilos, hospitales o en la calle, convertidos en piltrafas humanas por la pobreza y el hambre. Según el fundador del Ejército de Salvación, el general William Booth, esta «feroz marea» de miseria se concentraba en especial en el East End londinense, donde una astuta ave de rapiña como Jack el Destripador podía asesinar sin problema a prostitutas ebrias y sin hogar.
En la época en que el Destripador aterrorizaba al East End, su coto de caza tenía cerca de un millón de habitantes. Si sumamos los de los atestados barrios vecinos, la cifra se duplica. El este de Londres, que comprendía el puerto y los ruinosos distritos de Whitechapel, Spitalfields y Bethnal Green, lindaba al sur con el río Támesis, al oeste con la City, al norte con Hackney y Shoreditch, y al este con el río Lea. El aumento de población había sido importante porque la carretera que unía Aldgate con Whitechapel y Mile End era una de las arterias principales para salir de la ciudad, y también porque la uniformidad del terreno facilitaba la construcción.
La tabla de salvación del East End era el London Hospital para pobres, que sigue en Whitechapel Road, aunque ahora con el nombre de Roy al London Hospital. Antes de una de nuestras visitas retrospectivas a los escenarios de los crímenes de Jack el Destripador, el agente de Scotland Yard John Grieve y yo nos encontramos en este hospital, un tétrico edificio de piedra Victoriano en el que no parece que se hayan hecho grandes reformas. El aspecto deprimente de este lugar no es más que un vago reflejo del lastimoso agujero que debió de ser a finales del siglo XIX, cuando a Joseph Carey Merrick —a quien se llamó de manera errónea John Merrick por el empresario artístico que fue su último «propietario»— le permitieron cobijarse en dos habitaciones del fondo de la primera planta.
Merrick —condenado a que lo conocieran como «el Hombre Elefante»— logró salvarse de su martirio y de una muerte segura gracias a sir Frederick Treves, un médico bondadoso y valiente. El doctor Treves trabajaba en el London Hospital en noviembre de 1884, cuando Merrick era esclavo en una feria de atracciones que había en la acera de enfrente, situada en una verdulería abandonada. Delante del local, un enorme cartel anunciaba la presencia de «un ser aterrador, sólo concebible en una pesadilla», tal como refirió el doctor Treves años después, cuando era médico personal del rey Eduardo VII.
Por un par de peniques podía presenciarse este bárbaro espectáculo. Niños y adultos entraban en fila al frío edificio desierto y se congregaban alrededor del mantel rojo que colgaba del techo. Cuando el presentador corría la cortina, el jorobado Merrick — vestido tan sólo con unos pantalones demasiado grandes, sucios y harapientos— se encogía en su silla, suscitando «oohs», «ahhs» y exclamaciones de horror de los espectadores. Aunque el doctor Treves era profesor de anatomía y estaba familiarizado con todas las formas imaginables de desfiguración y suciedad, nunca había visto ni olido a un ser tan repugnante como aquél.
Merrick padecía la enfermedad de Recklinghausen, causada por una mutación genética que promueve un crecimiento celular descontrolado. Entre otras anomalías físicas, presentaba deformaciones óseas tan grotescas que su cabeza medía casi un metro de diámetro, y una protuberancia semejante a una «hogaza de pan» salía de su frente y le tapaba un ojo. La mandíbula superior parecía una trompa, y el labio superior estaba doblado hacia fuera, lo que casi le impedía el habla. De la espalda, el brazo derecho y otras partes del cuerpo colgaban «masas de carne semejantes a sacos, cubiertas de […] una pavorosa piel de coliflor», y la cara paralizada componía una máscara inhumana, incapaz de cualquier expresión. Antes de que el doctor Treves intercediera en su favor, se pensaba que Merrick era obtuso o retrasado mental. Pero lo cierto es que era un ser humano en extremo inteligente, imaginativo y afectuoso.
Teniendo en cuenta al abominable tratamiento que había recibido Merrick durante toda su vida, el doctor Treves habría esperado que fuese un hombre resentido y odioso. ¿Cómo era posible que fuera amable y sensible si siempre había sido blanco de burlas y crueles insultos? ¿Había nacido alguien más desfavorecido que él? Como señaló Treves, Merrick habría sido más afortunado si no hubiera tenido conciencia de su terrible aspecto. ¿Hay algo más angustioso que ser repulsivamente feo en un mundo que venera la belleza?
Supongo que nadie rebatiría la idea de que la malformación de Merrick era más trágica que la de Walter Sickert.
Es posible que en algún momento Sickert pagase dos peniques para ver a Merrick. En 1884 estaba en Londres, comprometido para casarse. Era aprendiz de Whistler, quien conoció las tiendas de ropa de segunda mano del East End en la miserable zona de Shoreditch y Petticoat Lañe y las dibujó en 1887. Sickert iba donde iba su maestro. Paseaban juntos y, a veces, Walter recorría estos sórdidos barrios solo. El Hombre Elefante era la clase de exhibición cruel y degradante que habría divertido a Sickert, y puede que en alguna ocasión, por un instante, él y Merrick se mirasen a los ojos. Habría sido una escena cargada de simbolismo, pues cada uno de ellos era por dentro lo que el otro era por fuera.
En 1888, tanto Joseph Merrick como Walter Sickert llevaban una vida secreta en el East End. Merrick era un hombre muy curioso y un lector voraz. Sin duda estaba al tanto de los terribles asesinatos que se cometían al otro lado de los muros del hospital.
Comenzó a circular el rumor de que era él quien salía por las noches, cubierto con una capa negra y una capucha, para matar a las «desdichadas». Se creía que el monstruoso Merrick asesinaba a las mujeres porque ellas lo rechazaban. Si cualquier hombre enloquecería al verse privado de relaciones sexuales, cuánto más ese fenómeno de circo que sólo se atrevía a salir al jardín del hospital después del anochecer. Por suerte, ninguna persona racional se tomó en serio semejantes desatinos.
La cabeza de Merrick era tan pesada que casi no podía moverla, y se le habría partido el cuello si la hubiera inclinado hacia atrás. No sabía lo que era apoyarla en una almohada por las noches, y en sus fantasías se acostaba a dormir y rezaba para que el Señor lo bendijera con las tiernas caricias y los besos de una mujer, a poder ser ciega. Al doctor Treves le parecía una trágica ironía que los órganos reproductores de Merrick fueran muy distintos del resto de su anatomía; por desgracia para él, estaba perfectamente dotado para el amor sexual que nunca disfrutaría. Merrick dormía con la enorme cabeza colgando, y no podía andar sin bastón.
No se sabe si los rumores infundados de que era el asesino de Whitechapel llegaron a su pequeño refugio, dos habitaciones repletas de fotografías firmadas por celebridades y miembros de la realeza, algunos de los cuales habían ido a visitarlo. ¡Qué gran acto de benevolencia y tolerancia visitar a los seres como él y no demostrar horror! ¡Qué historia para contar a los amigos, a duques y duquesas, lores y damas, o a la propia reina Victoria! A su Majestad le fascinaban los misterios y las curiosidades de la vida, y le había tomado mucho cariño a Pulgarcito, un enano estadounidense de sólo ochenta centímetros de altura cuyo nombre verdadero era Charles Sherwood Stratton. Entrar en el hermético mundo de estos mutantes graciosos e inofensivos era más fácil que adentrarse en el «insondable pozo de la vida degradada», como describió Beatrice Webb el East End, donde los alquileres eran abusivos porque los propietarios se aprovechaban de la gran demanda.
El precio del alquiler de una semana, el equivalente a un dólar o un dólar con cincuenta, era la quinta parte del salario de un trabajador, y cuando un casero de la calaña de Ebenezer Scrooge
[1]
decidía subir la renta, a menudo una familia numerosa se quedaba en la calle, sin nada más que una carretilla donde transportar sus bienes materiales. Una década después, Jack London viajó de incógnito al East End para verlo con sus propios ojos, y luego contó terribles historias de pobreza y suciedad. Describió a una anciana hallada muerta en una habitación tan infestada de bichos que su ropa se veía «gris por los insectos». Estaba en los huesos y cubierta de pústulas, con el cabello enmarañado a causa de la «mugre» y un «nido de bicharracos», escribió London. Cualquier intento de limpieza en el East End era una «absoluta farsa», y cuando llovía, la lluvia era «más grasa que agua».