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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

Retrato de un asesino (7 page)

BOOK: Retrato de un asesino
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Oswald estaba siempre de aquí para allá, tanto que cabe preguntarse cuándo trabajaba. Sus caminatas le ocupaban la mayor parte de la jornada, y a menudo viajaba en tren hasta altas horas de la noche. Un somero recuento de sus actividades revela que era un hombre que rara vez estaba en reposo y que hacía siempre lo que le apetecía. Las páginas de su diario están incompletas y sin fechar, pero sus palabras lo retratan como un ser egocéntrico, malhumorado e inquieto.

Durante una semana en particular, el miércoles, Oswald Sickert viajó en tren desde Echkenförde hasta Schleswig, Echen y Flensburg, en el norte de Alemania. El jueves fue a echar un vistazo a «la nueva carretera junto a las vías del tren», caminó «por el muelle hasta la Nordertor [la Puerta Norte]» y luego, «campo a través, hasta la acequia y mi casa». Almorzó y pasó la tarde en «la terraza de la cervecería Notke». De allí fue a visitar una granja antes de volver a casa. El viernes: «Fui solo» a visitar Allenslob, Nobbe, Jantz, Stropatil y Móller. Se encontró con un grupo de personas, cenó con ellas y volvió a casa a las diez de la noche. El sábado: «Salí a pasear solo por la ciudad.»

El domingo estuvo fuera todo el día, cenó y luego hubo música y canto en su casa hasta las diez de la noche. El lunes fue andando hasta Gottorf y, más tarde, regresó «por las fincas privadas y el tremedal…» El martes fue a caballo hasta el Mugner, pescó hasta las tres de la tarde y se hizo con «treinta percas». Se encontró con unos conocidos en un bar. «Comí y bebí. Regresé a las once y media de la noche.»

Los escritos de Oswald dejan claro que detestaba la autoridad, en particular a la policía, y sus palabras maliciosas y burlonas constituyen un inquietante presagio de las provocaciones de Jack el Destripador: «Atrápenme si pueden», escribió varias veces el Destripador «¡Hurra! ¡El vigilante está dormido! —escribió el padre de Walter Sickert—. Al verlo de esa guisa, es difícil creer que sea un vigilante. Quizá debería despertarlo por amor a la humanidad y decirle por qué tocan las campanas [qué riesgo corre]… Pero no, dejemos que duerma. Tal vez sueñe que me ha atrapado; dejemos que se aferré a esa ilusión.»

Oswald debió de hablar de sus sentimientos hacia la policía; es difícil que Walter no los conociera. También es improbable que él y su madre no estuvieran al tanto de las frecuentes visitas de Oswald a las cervecerías y los bares, y que no supieran de su «afición al ponche».

«Me he bebido todo mí dinero —escribió Oswald—. Se lo debía a mi estómago. Duermo durante mis horas libres, que son muchas.»

Fuera cual fuese la causa de sus caminatas compulsivas, sus continuos viajes y sus rondas por bares y cervecerías, es evidente que todo esto costaba dinero. Y Oswald era incapaz de ganarse la vida. Sin el dinero de su esposa, la familia no habría sobrevivido. Quizá no sea casual que en una obra para títeres que escribió Oswald (es probable que a principios de la década de 1860), Punch, el esposo sádico, se gaste el dinero de la familia en vino y no se preocupe en absoluto por su esposa ni por su hijo:

Entra Punch
: […] Ah, sí, creo que no me conocéis […] me llamo Punch. Igual que mi padre y mi abuelo. […]

Me gusta la ropa bonita. A propósito, estoy casado. Tengo una mujer y un hijo, pero eso no significa nada […]

Esposa (Judy)
: ¡No, no aguanto más! ¡A pesar de lo temprano que es, este hombre horrible ya ha bebido brandy! […]

¡Ay, qué desdichada soy! Todo lo que ganamos se gasta en licores. No tengo pan para mi hijo […]

Walter Sickert heredó la despreocupación por el dinero y el carácter inquieto de su padre, y el encanto y el atractivo físico de su madre. También es probable que ambos le legasen sus atributos menos agradables. La historia de la singular infancia de la señora Sickert guarda un asombroso parecido con la de la protagonista de
Casa Desolada,
de Charles Dickens, la novela favorita de Walter. En ella, Esther, una niña huérfana, recibe una misteriosa invitación para vivir en la mansión del rico y amable señor Jarndyce, que más tarde desea casarse con ella.

Nacida en 1830, Nelly fue hija ilegítima de una hermosa bailarina irlandesa que no estaba interesada en ser madre. Descuidaba a la niña y bebía demasiado. Al final, cuando Nelly tenía doce años, se marchó a Australia para casarse. En ese momento Nelly se encontró de pronto bajo la tutela de un rico tutor, un solterón anónimo que la envió a un internado en Neuville-les-Dieppe, en el norte de Francia, junto al Canal de la Mancha. Durante los seis años siguientes, ese hombre le escribió afectuosas cartas firmadas con la inicial

«R».

Cuando Nelly cumplió los dieciocho y conoció por fin a su

tutor, éste le reveló que era Richard Sheepshanks, un antiguo sacerdote convertido en astrónomo famoso. El era ingenioso y apuesto —el sueño de toda jovencita—, y ella inteligente y hermosa. Sheepshanks consintió a Nelly y la adoró aún más que ella a él. La puso en contacto con las personas y el ambiente adecuados. La joven empezó a asistir a fiestas, al teatro y la ópera, y a viajar por el extranjero. Aprendió varias lenguas y se convirtió en una mujer culta, siempre bajo la atenta mirada de su devoto benefactor de cuento de hadas, que un día, al fin, le confesó que era su padre biológico.

Sheepshanks hizo prometer a Nelly que destruiría todas las cartas que le había escrito, de manera que es imposible saber si lo que sentía por ella era algo más que amor de padre. Puede que Nelly conociera sus sentimientos y decidiera negarlos, o quizá fuera confiada e ingenua. Sin embargo, él debió de llevarse una desagradable sorpresa en París cuando su hija anunció con júbilo que estaba enamorada y se había comprometido con un estudiante de arte llamado Oswald Sickert.

Sheepshanks reaccionó con furia. La acusó de ser ingrata, deshonesta y desleal, y le exigió que rompiera el compromiso de inmediato. Nelly se negó. Su padre dejó de pasarle dinero y regresó a Inglaterra. Le escribió varias cartas llenas de amargura y murió al poco de una apoplejía. Nelly se culpaba por su muerte y nunca supero esa pérdida. Destruyó todas las cartas salvo una, que ocultó en el interior de un viejo cronómetro de su padre. «Ámame, Nelly, ámame tanto como yo te amo a ti», había escrito él.

Richard Sheepshanks no le dejó nada. Por fortuna, su amable hermana, Anne Sheepshanks, acudió al rescate de Nelly y le pasó una generosa asignación que le permitió mantener a Oswald y a sus seis hijos. Sin duda, tanto la desdichada infancia de Nelly como la traición y el abandono de su padre debieron de dejar cicatrices. Aunque no hay nada escrito sobre lo que sentía por su irresponsable madre bailarina, o ante el amor incestuoso de un padre que fue poco más que un secreto romántico durante la mayor parte de su juventud, es lícito suponer que Nelly experimentó una profunda pena, ira y vergüenza.

Si Helena Sickert no se hubiera convertido en una figura política y una célebre sufragista que escribió sus memorias, sabríamos poca cosa de la familia Sickert y de cómo era Walter de niño. Prácticamente las únicas referencias a la infancia de éste se encuentran en las memorias de Helena. Si otro miembro de la familia escribió sobre él, el texto no existe ya o está guardado a buen recaudo en algún sitio.

La descripción que hace Helena de su madre revela a una mujer inteligente y compleja, a veces divertida, encantadora e independiente, y otras veces estricta, fría, manipuladora o sumisa.

El hogar que creó para su familia estaba lleno de contradicciones: el ambiente severo y riguroso de pronto daba paso a los juegos y las canciones. Por las noches, Nelly solía cantar acompañada por Oswald al piano. También cantaba mientras bordaba y cuando llevaba a los niños al bosque o a nadar. Les enseñó encantadoras tonadas absurdas, como
La rama de muérdago
o
Ella llevaba una corona de rosas
y la favorita de los niños:

Soy Jack el Saltarín, el más joven salvo por uno.

Puedo hacer fruslerías con el pulgar…

Desde niño, Walter fue un nadador intrépido con la cabeza llena de dibujos y música. Tenía los ojos azules y largos tirabuzones rubios y, según un amigo de la familia, su madre solía vestirlo con «pequeños trajes de terciopelo al estilo lord Fauntleroy».

Helena, que era cuatro años menor que él, recordaba que su madre lo elogiaba a todas horas por su «belleza» y su «perfecto comportamiento», aunque en este último punto su hermana no estaba de acuerdo. Puede que Walter fuera un regalo para la vista, pero distaba mucho de ser un niño dulce y delicado. Helena aseguraba que era simpático, inquieto y peleador, y que hacía amigos con facilidad pero perdía el interés por ellos en cuanto dejaban de divertirlo o de servir a sus propósitos. Su madre se veía obligada a consolar a los compañeros de juego abandonados y a inventar excusas poco convincentes para justificar los desaires de su hijo.

La frialdad y el egoísmo de Walter se pusieron de manifiesto a una tierna edad, y sospecho que a su madre nunca se le ocurrió pensar que su relación con él había contribuido a forjar los aspectos más oscuros de su carácter. Puede que Nelly adorase a ese hijo de aspecto angelical, pero quizá no sólo por razones saludables. Cabe la posibilidad de que lo viese como una extensión de sí misma, y que su devoción por él fuera una proyección de profundas carencias insatisfechas. Quizá lo tratase de la única forma que conocía: distanciándose emocionalmente de él, igual que su madre, y con la vehemencia egoísta e inapropiada que había manifestado su padre. Cuando Walter tenía dos o tres años, un artista llamado Fuseli insistió en pintar a aquel niño «maravilloso». Nelly mantuvo el retrato de tamaño natural colgado en el salón de su casa hasta que murió, a los noventa y dos años.

Oswald Sickert fingía ser el sostén de la familia, pero no lo era, y Walter debía de saberlo. Los niños presenciaron a menudo la escena ritual de «Mami» mendigando dinero a su marido, quien entonces se metía la mano en el bolsillo y preguntaba:

«¿Cuánto tengo que darte, derrochadora?»

«¿Sería demasiado quince chelines?», preguntaba ella tras repasar la lista de las necesidades domésticas.

Entonces, con aire magnánimo, Oswald le daba un dinero que era de ella, ya que Nelly le entregaba sin tardanza su asignación anual. Luego Nelly recompensaba esta falsa generosidad con besos y exclamaciones de alegría, una farsa que recreaba de manera grotesca la relación entre ella y Richard Sheepshanks, el padre omnipotente y dominante. Walter conocía esta comedia al dedillo. Adoptó los peores atributos de su progenitor y siempre buscó mujeres dispuestas a tolerar su megalomanía y a satisfacer todos sus caprichos.

Oswald Sickert trabajaba para la revista humorística alemana
Die Fliegende Blatter,
pero su actitud en casa no tenía nada de graciosa. Los niños lo impacientaban, y nunca creo vínculos estrechos con los suyos. Su hija, Helena, contó que sólo hablaba con Walter, quien más tarde afirmaría que guardaba en su memoria «todo» lo que le había dicho su padre. Eran pocas las cosas que Walter no aprendía con rapidez y recordaba con precisión. Aprendió a leer y a escribir solo cuando aún vivía en Alemania, y durante toda su vida sus amistades se maravillarían de su memoria fotográfica.

Cuenta la leyenda que un día, mientras daba un paseo con su padre, éste le señaló una placa conmemorativa de una iglesia.

—He ahí un nombre que no serás capaz de recordar —comentó Oswald mientras pasaban por delante.

Walter se detuvo a leerla:

MARAJÁ MEERZARAM

GUAHAHAPAJE RAZ

PAREA MANERAMAPAM

MUCHER

L.C.S.K.

A los ochenta años, Walter Sickert aún podía recordar la inscripción y escribirla sin errores.

Oswald no animó a ninguno de sus hijos a dedicarse al arte, pero el pequeño Walter era incapaz de contener el impulso de dibujar, pintar y modelar figuras de cera. Decía que todo lo que sabía sobre teoría del arte lo había aprendido de su padre, que en la década de 1870 solía llevarlo a la Royal Academy, en Burlington House, para estudiar las obras de los «antiguos maestros». Los archivos de Sickert sugieren que Oswald pudo influir también en el desarrollo de Walter como dibujante. En las bibliotecas públicas de Islington, en el norte de Londres, hay una colección de bocetos que se atribuyeron a Oswald, aunque los expertos e historiadores del arte opinan que entre ellos hay algunos de su brillante primogénito, Walter. Es posible que Oswald criticase los primeros trabajos artísticos de su hijo.

Sin duda alguna, muchos de estos dibujos son obra de una mano habilidosa pero torpe, de alguien que está aprendiendo a bosquejar escenas callejeras, edificios y figuras humanas. Pero la mente creativa que guía esa mano parece trastornada, violenta y morbosa; es una mente que se deleita en representar a hombres cociéndose vivos en una caldera y a personajes demoníacos de cara larga y puntiaguda, rabo y sonrisa maliciosa. Los soldados que asaltan castillos o luchan entre sí son un tema recurrente. Un caballero rapta a una doncella voluptuosa y se la lleva a caballo mientras ella suplica que no la violen o la maten, o ambas cosas. Sickert podría haber estado hablando de sus propias obras juveniles cuando describió un grabado de Karel du Jardín del año 1652: según él, es una horrible escena de un «caballero» montado a caballo que se detiene para contemplar un cuerpo «desnudo» y «destrozado», mientras las tropas con «lanzas y estandartes» se alejan de allí.

En el dibujo más violento de esta colección de obras de aficionado se ve a una joven de busto exuberante y vestido escotado sentada en una silla, con las manos atadas a la espalda y la cabeza hacia atrás mientras un hombre diestro le clava un cuchillo en el pecho, a la altura del esternón. También tiene heridas en la parte izquierda del torso, una en el cuello, en el mismo lado —donde está la arteria carótida—, y probablemente otra debajo del ojo izquierdo. Una pequeña sonrisa es el único gesto facial del asesino, que lleva un traje negro. Junto a este dibujo, en el mismo papel rectangular, aparece un hombre de aspecto aterrador en cuclillas, a punto de saltar sobre una mujer vestida con falda larga, chal y sombrero.

Aunque no he hallado indicio alguno de que Oswald Sickert fuese un hombre sexualmente violento, podría haber sido cruel e insensible. Su víctima favorita era su hija. Helena le tenía tanto miedo que temblaba en su presencia. Durante los dos años que pasó postrada en cama a causa de una fiebre reumática, su padre no demostró la menor compasión por ella. Cuando se recuperó, a los siete años, quedó muy débil y con dificultades para caminar. Para su horror, Oswald empezó a forzarla a acompañarlo en sus caminatas. Jamás le hablaba durante esos paseos, y para ella su silencio era más pavoroso que sus críticas.

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