Asimismo, se descubrieron algunos componentes de este código genético en otras pertenencias de Sickert, como el mono que usaba para pintar. En todos los casos, salvo en el sello donde se halló la secuencia específica de un solo sujeto, el ADN aparecía mezclado con el de otras personas, lo cual, por otra parte, no es ni sorprendente ni negativo. Son las muestras de ADN más antiguas que se han analizado en un caso criminal.
Esto es sólo el principio, pues todavía no hemos concluido los análisis de ADN ni otras investigaciones forenses. El proceso podría durar años, mientras la tecnología avanza a un ritmo vertiginoso.
Existen otras pruebas materiales. Los científicos forenses y los expertos en arte, papel y caligrafía han descubierto las siguientes: una carta del Destripador escrita en papel de dibujo; filigranas del papel de las cartas del Destripador que coinciden con las del papel que usaba Walter Sickert; cartas del Destripador escritas con la sustancia de consistencia cerosa que se emplea en litografía; cartas del Destripador escritas con tinta o pintura aplicada con pincel. Un examen microscópico reveló que la «sangre seca» de las cartas del Destripador podría ser una mezcla de aceite y cera similar a la que se utiliza en los grabados; bajo los rayos ultravioleta, estas manchas se volvieron de color blanco fluorescente, lo que también ocurre con el barniz de grabado. Los expertos en arte sostienen que los dibujos que aparecen en las cartas del Destripador son obra de un profesional, y que tienen puntos en común con la técnica y los trabajos de Sickert.
Un inciso interesante: cuando el barniz de aspecto sanguinolento se sometió a pruebas de detección de sangre, los resultados no fueron concluyentes, lo que resulta muy extraño. Hay dos explicaciones posibles: podría haberse producido una reacción a las partículas microscópicas de cobre, ya que en esta clase de análisis este metal a veces ofrece resultados no definitivos o un falso positivo; o podría haber habido sangre mezclada con el barniz.
Ciertas peculiaridades en los trazos y la posición de la mano de! Destripador al escribir sus cartas provocativas y violentas se observan también en otras misivas del Destripador con distinta caligrafía. Asimismo, se perciben estos mismos rasgos en la irregular letra de Sickert.
El papel de las cartas que el Destripador envió a la policía metropolitana coincide por completo con el de otra que remitió a la policía de la City, a pesar de que la letra es diferente. Aunque no cabe duda de que Sickert era diestro, en una cinta de video grabada cuando tenía más de setenta años parece muy hábil con la mano izquierda. Sally Bowers, experta en rótulos, cree que algunas cartas del Destripador las escribió una persona diestra que utilizo la mano izquierda para falsear su letra. Es evidente que el autentico Destripador redactó muchas más cartas de las que se le atribuyen. Pe hecho, yo opino que la mayoría son obra suya o, mas bien, de Walter Sickert. Incluso cuando sus habilidosas manos de artista alteraban la escritura, tanto su arrogancia como su característico lenguaje lo delatan.
Sin duda siempre habrá escépticos y críticos influidos por intereses personales que se negarán a aceptar que Sickert fue un asesino en serie, un hombre trastornado y diabólico que actuaba inducido por la megalomanía y el odio. Habrá quienes aleguen que todo es una coincidencia.
Como afirma Ed Sulzbach, criminólogo del FBI: «En la vida no hay muchas coincidencias. Y ver una coincidencia tras otra y otra y otra es sencillamente una estupidez.»
Quince meses después de mi primer encuentro con el agente de Scotland Yard John Grieve, volví a verlo y le expuse el caso.
—¿Qué habría hecho si hubiera sido policía en aquela época y hubiese contado con toda esta información? —le pregunte.
—Habría puesto a Sickert bajo vigilancia de inmediato paraaveriguar dónde tenía sus guaridas y, caso de que hubiésemos encontrado sus escondrijos, habría solicitado autorización para registrarlos —respondió mientras tomábamos café en un restaurante indio del East End—.
Si no hubiésemos conseguido más pruebas que las que tenemos ahora —prosiguió—, yo habría presentado el caso ante el fiscal de la Corona.
Es difícil imaginar que Walter Sickert no participase en las actividades de la tan esperada fiesta del 6 de agosto. Un amante del arte con pocos recursos podía acceder a toda clase de exposiciones en el lacerioso East End por un solo penique, mientras que quedaba para los más pudientes contemplar las obras maestras de Corot, Díaz de la Peña y Rousseau en las caras galerías de New Bond Street por un chelín.
El viaje en tranvía era gratis; al menos en los que iban a Whitechapel, el populoso barrio de fábricas textiles donde buhoneros, mercaderes y cambistas voceaban sus productos y servicios los siete días de la semana, mientras los niños harapientos deambulaban por las apestosas calles en busca de comida y de la ocasión propicia para sacarle una moneda a un desconocido. Whitechapel era el hogar de «la gente del cubo de la basura», como llamaban muchos buenos Victorianos a los infelices que vivían allí. Por menos de un penique un visitante podía ver espectáculos de acróbatas callejeros, perros amaestrados o fenómenos circenses, o simplemente emborracharse. O gozar de los favores de una prostituta —o «desdichada»— de las miles que frecuentaban la zona.
Una de ellas era Martha Tabran. Tenía unos cuarenta años y es-taba separada de un embalador de muebles empleado en un almacén, Henry Samuel Tabran, que la había abandonado a causa de su afición a la bebida. Tabran fue lo bastante decente para pasarle una asignación de doce chelines semanales hasta que se enteró de que ella vivía con otro hombre, un carpintero llamado Henry Turner. Pero Turner también se cansó de las borracheras de Martha y la dejó dos o tres semanas antes de que la mataran. La última vez que la vio con vida fue el sábado 4 de agosto, la misma noche en que Sickert estaba haciendo bocetos en el teatro de variedades Gatti, cercano al Strand. Turner le dio unas monedas que ella se gastó en bebida.
Durante siglos, mucha gente creyó que las mujeres que se dedicaban a la prostitución sufrían un defecto genético que les hacía gozar del sexo por el sexo. Diferenciaban varias clases de mujeres inmorales o libertinas; algunas peores que otras. Aunque las concubinas, amantes y queridas no eran dignas de encomio, las peores eran las rameras, pues se suponía que lo eran por gusto y que no estaban dispuestas a renunciar a su «estilo de vida perverso y abominable». En la historia de las mujeres que escribió en 1624, Thomas Heywoode se lamentaba de este modo: «Me siento desolado cuando recuerdo la actitud de una de las más célebres en su oficio, que sentenció: "Una vez que se llega a puta, siempre se es puta; lo sé por experiencia."»
La actividad sexual se limitaba a la institución del matrimonio y Dios la había creado con el único fin de preservar la especie. El centro del universo de cada mujer era su útero y el período menstrual provocaba grandes trastornos: lujuria, histeria y locura. Las mujeres pertenecían a un orden inferior, y el pensamiento abstracto y racional les era ajeno. Walter Sickert compartía esta opinión. Afirmaba que las mujeres eran incapaces de entender el arte, que sólo les interesaba cuando «halagaba su vanidad» o las elevaba a «esas categorías sociales de las que están tan pendientes». Las pocas mujeres con talento, refirió Sickert, «cuentan como hombres».
Sus creencias no eran insólitas para la época. Las mujeres constituían una «raza» diferente. La anticoncepción era una afrenta a Dios y la sociedad, de manera que la pobreza florecía mientras ellas daban a luz a un ritmo vertiginoso. Debían disfrutar del sexo polla sola razón de que, en materia fisiológica, el orgasmo promovía la secreción de ciertos fluidos necesarios para la concepción. Experimentar el «estremecimiento» estando soltera o a solas era una perversión y una grave amenaza para la cordura, la salvación y la salud.
Algunos médicos ingleses del siglo XIX curaban la masturbación practicando clitoridectomías. El estremecimiento por el estremecimiento, sobre todo entre las mujeres, se consideraba aberrante, y la sociedad lo tildaba de acto perverso y bárbaro.
Los cristianos conocían bien estas historias. Mucho tiempo atrás, en la época de Herodoto, las mujeres eran tan viciosas y blasfemas que se atrevían a burlarse de Dios entregándose a la lujuria y los placeres de la carne. En aquellos tiempos primitivos, satisfacer los deseos carnales a cambio de dinero no era vergonzoso, sino deseable y, así, un apetito sexual voraz no se consideraba malo, sino todo lo contrario. Cuando una joven hermosa moría, no era reprobable que un grupo de hombres de sangre caliente disfrutase de su cuerpo hasta que éste empezara a descomponerse y el embalsamador se ocupase de él. Aunque estas historias no se contaban entre gente educada, las familias decentes de la época de Sickert sabían que la Biblia no contenía nada bueno acerca de las meretrices.
La idea de que sólo quienes estuvieran libres de culpa podían arrojar la primera piedra había quedado relegada al olvido. Esto saltaba a la vista cuando se congregaban auténticas multitudes para ver una decapitación o un linchamiento públicos. En algún momento de la historia humana, la creencia de que Dios castigaba a los hijos por los pecados de sus padres mudó en la convicción de que las culpables a los ojos divinos eran las madres. Thomas Heywoode escribió que «la mujer cuya virtud se ha ultrajado trae infamia y deshonra». El venenoso pecado de una mala mujer, prometía Heywoode, se extendería a la «progenie que nacerá de tan corrupta semilla, engendrada en ilícita y adúltera copulación».
Doscientos cincuenta años después, la lengua inglesa era más fácil de entender, pero las ideas victorianas sobre la mujer y la inmoralidad continuaban siendo las mismas: las relaciones sexuales estaban destinadas a la procreación y el estremecimiento no era más que el catalizador de la concepción. Perpetuando el curanderismo, los médicos de la época consideraban como verdad científica que el estremecimiento era imprescindible para que la mujer quedase embarazada. El hecho de que una mujer víctima de una violación quedase embarazada era señal de que había tenido un orgasmo durante el coito; en consecuencia, éste no podía haber tenido lugar contra su voluntad. Si la mujer violada no quedaba embarazada era porque no había tenido un orgasmo, por lo que su acusación era, a ojos de todos, más verosímil.
Los hombres del siglo XIX se preocuparon mucho por el orgasmo femenino. Se concedía tanta importancia al estremecimiento que una no puede sino preguntarse cuántas veces se fingía. Habría sido un buen truco para sugerir que la infertilidad era culpa del hombre. Si una mujer no lograba alcanzar el orgasmo y era sincera al respecto, se le diagnosticaba «impotencia femenina». Se la sometía a un meticuloso examen médico, y el sencillo tratamiento de la manipulación del clítoris y los pechos a menudo bastaba para determinar si la paciente era impotente. Caso de que los pezones se endureciesen durante el reconocimiento, el pronóstico era optimista. Cuando la paciente experimentaba el estremecimiento, el mando se alegraba mucho de saber que su esposa estaba sana.
Las desdichadas de Londres, como llamaban a las prostitutas tanto la prensa como la policía y el público, no deambulaban por las frías y oscuras calles en busca del estremecimiento, aunque muchos Victorianos estaban convencidos de que eran prostitutas a causa de sus insaciables apetitos sexuales. Si hubieran renunciado a sus perversas costumbres y regresado al redil, habrían sido bendecidas con pan y techo. Dios cuidaba a su rebaño; o eso aseguraban las valerosas voluntarias del Ejército de Salvación que visitaban los tugurios del East End para repartir pastelillos y promesas de redención divina. Las desdichadas como Martha Tabran aceptaban los pasteles con gratitud y luego salían a hacer la calle.
Sin un hombre que la mantuviera, una mujer tenía pocos medios para sobrevivir y sacar adelante a sus hijos. Un empleo —caso que lo encontrara— suponía pasar doce horas diarias, seis días a la semana, cosiendo abrigos en fábricas de explotadores por el equivalente a veinticinco centavos de dólar semanales. Si una tenía suerte, ganaba setenta y cinco centavos por pegar cajas de cerillas durante siete jornadas de catorce horas. La mayor parte del sueldo iba a parar a los codiciosos caseros de los cuchitriles donde vivían, y a menudo la madre y los hijos sólo comían lo que recogían en la calle, o las frutas y verduras podridas que encontraban en la basura. Gracias a los marineros de los barcos extranjeros que atracaban en los muelles cercanos, los militares y los hombres de clase alta que merodeaban de manera clandestina por el East End, era muy fácil para una mujer desesperada alquilar su cuerpo por unas monedas hasta que éste quedaba tan maltrecho como las ruinas infestadas de alimañas donde vivían. La desnutrición, el alcoholismo y los malos tratos reducían en poco tiempo a las mujeres a desechos humanos y, así, las desdichadas caían aún más bajo en la escala social. La prostituta escogía las calles, escaleras y patios más oscuros y lejanos, y tanto ella como su cliente casi siempre estaban borrachos como cubas.
Puesto que beber era la forma más barata de evadirse, un sorprendente número de personas de «El Abismo», como Jack London llamaba al East End, eran alcohólicos. Es muy probable que todas las desdichadas lo fueran. Enfermas, envejecidas antes de tiempo, despreciadas por sus maridos y sus hijos e incapaces de aceptar la caridad cristiana porque ésta no incluía alcohol, estas infelices frecuentaban las casas públicas —pubs—, donde pedían a los hombres que las invitasen a un trago. Luego, hacían negocios.
Con independencia del tiempo que hiciera, deambulaban en la noche como animales nocturnos, esperando a cualquier hombre, por zafio o repugnante que fuera, dispuesto a desprenderse de unos peniques a cambio de un rato de placer. El coito solía practicarse de pie: la prostituta se ponía de espaldas y levantaba sus múltiples prendas para que no estorbasen. Con un poco de suerte, él estaba demasiado borracho para saber que su pene no había entrado en un orificio, sino que estaba entre los muslos de la mujer.
Martha Tabran dejó de pagar el alquiler cuando Henry Turner la abandonó. No está claro dónde vivió a partir de entonces, pero cabe suponer que entró y salió de distintas pensiones, y si tuvo que escoger entre una cama y una copa, es muy probable que escogiera la copa y durmiera en un zaguán, un parque o la calle, de continuo perseguida por la policía. Martha pasó las noches del 4 y el 5 de agosto en un albergue de Dorset Street, a un paso de un teatro de variedades de Commercial Street, una de las cuatro calles principales del East End londinense.