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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

Retrato de un asesino (2 page)

BOOK: Retrato de un asesino
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«Mi teoría sobre los crímenes es que el asesino ha sufrido una brutal desfiguración —escribía en una carta del 4 de octubre de 1888, guardada junto con otros documentos referentes a los asesinatos de Whitechapel en los archivos municipales de Londres—, posiblemente le hayan destrozado el miembro viril y ahora se esté vengando del sexo a través de estas atrocidades.» La carta está escrita con lápiz violeta y enigmáticamente firmada «Scotus», que podría ser «escocés» en latín.
Scotch
también significa, en inglés, «incisión o corte superficial». Incluso puede ser una curiosa referencia erudita a Juan Escoto Eríugena, un teólogo y maestro de gramática y dialéctica del siglo IX.

Imaginar a Whistler enamorado y disfrutando de una relación sexual con una mujer podría haber sido el catalizador que convirtió a Walter Sickert en uno de los asesinos más peligrosos y odiados de todos los tiempos. Comenzó a llevar a la práctica lo que había tramado durante la mayor parte de su vida, y no sólo en sus pensamientos, sino también en sus infantiles esbozos de mujeres raptadas, atadas y apuñaladas.

La psicología de un asesino violento y despiadado no se define por motivos lógicos. No hay explicaciones sencillas ni secuencias infalibles de causa y efecto. Pero la brújula de la naturaleza humana a veces señala en una dirección determinada y, así, la boda de Whistler con la viuda del arquitecto y arqueólogo Edward Godwin, el hombre que había convivido y engendrado tres hijos con la actriz Ellen Terry, no pudo sino inflamar los sentimientos de Sickert.

La hermosa Ellen Terry fue una de las actrices más célebres de la época victoriana, y Sickert estaba obsesionado con ella. En su adolescencia, había perseguido tanto a Ellen como a su pareja en los escenarios, el actor Henry Irving. Ahora Whistler se había vinculado no con uno, sino con ambos objetos de las obsesiones de Sickert, y estas tres estrellas de su firmamento formaban una constelación que lo excluía a él. Los astros no lo tenían en cuenta. Era, en efecto, un don nadie.

Pero a finales del verano de 1888 se asignó un nuevo nombre artístico que nadie asociaría con él mientras vivió, un nombre que pronto sería mucho más célebre que el de Whistler, Irving o Terry. Las violentas fantasías de Jack el Destripador comenzaron a hacerse realidad aquel alegre 6 de agosto de 1888, cuando salió de detrás de las bambalinas para debutar con una serie de pavorosas representaciones que se convertirían en el mayor misterio criminal de la historia. Se cree equivocadamente que estos crímenes sanguinarios terminaron con la misma brusquedad con la que empezaron, que el asesino apareció como por arte de magia y luego se desvaneció.

Pasaron décadas, un siglo incluso, y sus sangrientos crímenes sexuales se volvieron anodinos e intrascendentes. Ahora son meros rompecabezas, pasatiempos de fin de semana, juegos de sociedad e «itinerarios del Destripador» que terminan con una cerveza en el pub Ten Bells. «Jack el Fresco», como el Destripador se refirió a sí mismo en ocasiones, fue el protagonista de siniestras películas interpretadas por actores célebres y rodadas con efectos especiales y torrentes de lo que el Destripador afirmaba ansiar: sangre y más sangre. Sus carnicerías ya no inspiran miedo, ira ni compasión, y los cadáveres de sus víctimas se pudren en silencio, algunos en tumbas sin nombre.

2
La visita

Poco después de la Navidad de 2001 iba andando hacia mi apartamento de Nueva York, en el Upper East Side, consciente de que parecía taciturna y preocupada a pesar de mis esfuerzos por aparentar serenidad y buen humor.

No recuerdo gran cosa de aquella noche, ni siquiera el nombre del restaurante en el que cené con un grupo de amigos. Sólo recuerdo vagamente que Lesley Stahl contó una historia aterradora sobre su último trabajo de investigación para
60 Minutos,
y que todo el mundo hizo comentarios fatalistas acerca del atentado del 11 de septiembre. Traté de animar a otra escritora con mi habitual perorata sobre el poder personal y aquello de «haz lo que de verdad te gusta», porque no quería hablar de mí misma ni del trabajo que me preocupaba y estaba destrozando mi vida. Sentía una opresión en el corazón, como si la tristeza fuese a estallarme en el pecho en cualquier momento.

Esther Newberg, mi agente literaria, y yo volvimos a pie a nuestro barrio. No dije gran cosa mientras recorríamos las oscuras calles, cruzándonos con los habituales paseadores de perros y la interminable marea de personas hablando a gritos por el teléfono móvil.

No presté atención a los taxis amarillos ni a las bocinas de los coches. Comencé a imaginar que un gamberro trataba de robarnos el maletín o que nos atacaba. Yo lo seguiría, me lanzaría sobre sus talones y lo arrojaría al suelo. Mido un metro sesenta y ocho, peso sesenta kilos y puedo correr muy rápido, así que le daría su merecido; sí, señor. Fantaseaba con lo que haría si un psicópata cabrón aparecía a nuestras espaldas en la oscuridad y de repente…

¿Qué tal va? —preguntó Esther.

—Si he de ser sincera… —empecé, porque rara vez era franca con Esther.

No acostumbraba admitir ante mi agente o mi editora, Phyllis Grann, que me sentía incómoda o asustada por lo que estaba haciendo. Las dos eran las figuras más importantes de mi vida profesional y tenían fe en mí. Si yo les comentaba que había estado instigando a Jack el Destripador y que sabía quién era, ellas no dudarían de mi palabra ni por un momento.

—Me siento fatal —confesé, casi al borde de las lágrimas.

—¿De veras? —El implacable paso de Esther vaciló por un instante en Lexington Avenue—. ¿Te sientes fatal? ¿Por qué?

—Detesto este libro, Esther. No sé cómo diablos… Lo único que he hecho es mirar sus cuadros y leer sobre su vida, y luego una cosa me llevó a la otra…

Esther no dijo ni una palabra.

Siempre me ha resultado más sencillo demostrar furia que temor o angustia, y estaba perdiendo mi vida por culpa de Walter Richard Sickert. Me la estaba robando.

—Quiero volver a mis novelas —proseguí—. No deseo escribir sobre él. No disfruto en absoluto con ello.

—¿Sabes? —dijo ella con tranquilidad, al tiempo que reanudaba marcha—. No tienes por qué seguir. Puedo librarte de esa obligación.

Ella habría podido librarme, pero yo no. Conocía la identidad de un asesino y era incapaz de mirar hacia otro lado.

De repente me encuentro en la posición de juez —dije—. No «importa que él esté muerto. De vez en cuando una vocecita me pregunta: «;Y si estás equivocada?» Jamás me perdonaría si afirmase una cosa semejante de alguien y luego descubriese que no estaba en lo cierto.

Pero no crees estar equivocada. —No, porque no lo estoy—respondí.

Todo comenzó de manera inocente, como quien se prepara para cruzar un bonito camino rural y de repente se ve arrollado por un camión cargado de cemento. En mayo de 2000 estaba en Londres, promocionando la excavación arqueológica de Jamestown. También se encontraba allí mi amiga Linda Fairstein, jefa de la Unidad de Crímenes Sexuales de la Oficina del Fiscal del Distrito de Nueva York, y me preguntó si quería conocer Scotland Yard.

—Ahora no —repliqué, aunque mientras las palabras salían de mi boca imaginé lo poco que me respetarían mis lectores si se enteraban de que en ocasiones no me apetecía visitar por enésima vez una comisaría de policía, un laboratorio, un depósito de cadáveres, un campo de tiro, una penitenciaría, el escenario de un crimen, un organismo de seguridad o un museo de anatomía.

Cuando viajo, sobre todo al extranjero, mi llave de la ciudad suele ser una invitación para conocer los escenarios más violentos y tristes. En Buenos Aires me pasearon con orgullo por el Museo del Crimen, una sala repleta de cabezas decapitadas conservadas en formol y expuestas en vitrinas de cristal. Sólo los asesinos más célebres han ido ocupando esa siniestra galería, y mientras me devolvían la mirada con ojos vidriosos supuse que se lo merecían. En Salta, en el noroeste de Argentina, me enseñaron momias de niños incas enterrados vivos cinco siglos atrás para complacer a los dioses. Hace unos años, en Londres, recibí tratamiento
vip
en una fosa de los tiempos de la peste, en la que resultaba difícil andar sobre el barro sin pisar restos humanos.

Durante seis años trabajé en la Oficina del Jefe de Anatomía Forense de Richmond, Virginia, programando ordenadores, compilando análisis estadísticos y echando una mano en el depósito de cadáveres. Escribía documentos para los patólogos, pesaba órganos, apuntaba la trayectoria y el tamaño de las heridas, inventariaba los fármacos de los suicidas que se habían negado a tomar sus antidepresivos, ayudaba a vestir a personas con rigor mortis que se empeñaban en no dejar que les quitásemos la ropa, etiquetaba tubos de ensayo, limpiaba manchas de sangre y veía, tocaba, olía e incluso saboreaba la muerte, porque lo cierto es que su hedor se le pega a una a la garganta.

Nunca olvido la cara ni los detalles más nimios de una persona asesinada. He visto muchas; no podría contarlas, y me gustaría llenar una enorme sala con ellas antes de que sucediera
aquello
para rogarles que cerrasen las puertas, que instalasen una alarma —o, al menos, que se comprasen un perro—, que no aparcasen en determinado sitio o que abandonasen las drogas. Siento una punzada de dolor cuando recuerdo el abollado aerosol de un desodorante Brut encontrado en el bolsillo de un adolescente que, por fanfarronear, decidió permanecer de pie en el techo de una camioneta, sin percatarse de que estaban a punto de pasar por debajo de un puente. Aún no consigo entender la azarosa muerte de un hombre que cayó fulminado por un rayo cuando bajaba de un avión, después de que le dieran un paraguas con punta metálica.

Hace tiempo que mi intensa curiosidad por la violencia se convirtió en una fría armadura que, si bien me protege, en ocasiones resulta tan pesada que apenas puedo andar después de una visita a los muertos. Se diría que quieren mi energía y que ponen todo su empeño en tratar de arrebatármela mientras yacen sobre su propia sangre en la calle, o sobre una mesa de acero inoxidable. Los muertos siguen muertos y yo me quedo vacía. El asesinato no es una novela de misterio, y mi misión consiste en combatirlo con la pluma.

Habría sido una traición a lo que soy y una afrenta tanto a Scotland Yard como a todos los que intentan hacer cumplir la ley en el mundo cristiano que yo estuviera «cansada» el día que Linda Fairstein se ofreció a organizar la visita.

—Es todo un detalle por parte de Scotland Yard —aseguré—. Nunca he estado allí.

A la mañana siguiente conocí al subinspector John Grieve, el investigador más respetado de Gran Bretaña y, según descubriría más tarde, un experto en los crímenes de Jack el Destripador. El legendario asesino Victoriano no me interesaba demasiado. No había leído un solo libro sobre él en toda mi vida. No sabía nada de sus homicidios. Ignoraba que sus víctimas eran prostitutas y desconocía cómo habían muerto. Hice unas cuantas preguntas. Tal vez pudiera usar a Scotland Yard en la siguiente novela de Scarpetta, pensé. En tal caso, necesitaría datos sobre los casos del Destripador; quizá Scarpetta pudiera aportar algo nuevo sobre ellos.

John Grieve se ofreció a guiarme en una visita retrospectiva por los escenarios de los crímenes del Destripador, o lo que quedaba de ellos, pues habían transcurrido ciento trece años. Cancelé un viaje a Irlanda para pasar una mañana lluviosa y helada con el célebre señor Grieve y el inspector Howard Gosling, caminando por Whitechapel y Spitalfields, Mitre Square y Miller's Court, donde aquel asesino en serie a quien la gente llamó el Destripador despojó de su piel a Mary Kelly.

—Alguien ha intentado usar la moderna medicina forense para resolver estos crímenes? —pregunté.

—No —respondió John Grieve, y me dio una breve lista de

personas sobre las que recaían débiles sospechas de culpabilidad—. Hay otro individuo extraño que quizá le interese investigar, ya que va a dedicarse a ello, un artista llamado Walter Sickert que pintó algunas escenas de crímenes. En una en particular puede verse a un hombre que está sentado en el borde de la cama de la prostituta desnuda que acaba de asesinar. Se llama
El asesinato de Camden Town.
Ese tipo siempre me ha inspirado desconfianza.

No era la primera vez que alguien relacionaba a Sickert con los crímenes del Destripador. Sin embargo, para la mayoría de la gente esta idea era ridícula.

Yo empecé a sospechar de Sickert mientras hojeaba un catálogo de su obra. El primer cuadro que vi era de 1887, un retrato de la célebre cantante victoriana Ada Lundberg en el Marylebone Music Hall. Se supone que está entonando una melodía, pero parece que gritara bajo la mirada lasciva de un montón de hombres de aspecto amenazador. Estoy segura de que existen explicaciones artísticas para todas las obras de Sickert; a pesar de ello, lo que yo veo cuando las miro es morbosidad, violencia y odio hacia las mujeres. Mientras seguía la pista tanto a Sickert como al Destripador, empecé a encontrar inquietantes paralelismos. Algunos cuadros del pintor guardan una estremecedora semejanza con las fotografías de las víctimas del asesino que se tomaron en el escenario del crimen o en el depósito de cadáveres.

Reparé en las imprecisas siluetas de hombres vestidos que se reflejaban en espejos de lúgubres habitaciones en las que mujeres desnudas se sentaban en camas de hierro, y sentí que la violencia y la muerte eran inminentes. Vi a una víctima que no tenía motivos para temer al hombre apuesto y encantador que acababa de convencerla para que se colocara en una posición de extrema vulnerabilidad. Descubrí una mente diabólicamente creativa, y tuve conciencia del mal. Comencé a sumar una prueba circunstancial tras otra a las pruebas materiales descubiertas por la moderna ciencia forense y el cerebro de los entendidos.

Estos expertos y yo estábamos deseando encontrar muestras de ADN desde el principio. Pero sólo al cabo de un año y después

de realizar más de un centenar de análisis empezaríamos a vislumbrar las primeras pruebas genéticas —de entre setenta y cinco y ciento catorce años de antigüedad— que Sickert y Jack el Destripador dejaron al tocar y lamer sellos postales o solapas de sobres. Algunas células de su boca se mudaron a la saliva y permanecieron intactas en el adhesivo hasta que los científicos extrajeron los marcadores genéticos con pinzas, agua estéril y algodón.

El mejor resultado lo obtuvimos del sello de una carta del Destripador que contenía una secuencia de ADN mitocondrial lo bastante precisa para descartar al noventa y nueve por ciento de la población como la persona que tocó y lamió el adhesivo de dicho sello. Esta misma secuencia pudo aislarse en otra carta del Destripador y en dos misivas de Sickert.

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