Retrato de un asesino (33 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

BOOK: Retrato de un asesino
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(Parece que casi todos los individuos que vieron los testigos de los casos del Destripador medían un metro con setenta y tres, una estatura estándar para un hombre en la época victoriana. Supongo que era un cálculo tan aproximado como cualquier otro.) La última persona que vio a Elizabeth con vida fue el policía William Smith, agente número 452 de la División «H», cuya ronda de esa noche comprendía Berner Street. Pasaban cinco minutos de las doce y media cuando se fijó en una mujer —a quien luego identificaría como Elizabeth Stride—porque le llamó la atención la flor que lucía en la solapa. La acompañaba un hombre que llevaba un paquete de unos cuarenta centímetros de largo por veinte de ancho, envuelto en papel de periódico. Según Smith, este hombre también medía un metro setenta y tres, y vestía abrigo y pantalones oscuros, además de una gorra de cazador. Tenía unos veintiocho años, aspecto respetable y la cara afeitada.

Smith continuó su ronda, y veinticinco minutos después, esto es, a la una de la madrugada, Louis Diemschutz llegó al número 40 de Berner Street, la sede del IWNC, en su carro de vendedor ambulante. Regentaba el club socialista y vivía en el edificio. Se sorprendió cuando giró hacia el patio y vio las puertas abiertas, ya que solían cerrarse a las nueve de la noche. Al entrar, su poni se sobresaltó y dio un brinco hacia la izquierda. Aunque estaba muy oscuro, Diemschutz divisó un bulto en el suelo, cerca del muro, y lo pinchó con el látigo, esperando encontrar basura. Se bajó del carro, encendió con dificultad una cerilla en medio del viento y se quedó estupefacto al descubrir la silueta de una mujer. Debía de estar borracha o muerta, así que Diemschutz entró corriendo en el club y regresó con una vela.

Elizabeth Stride estaba degollada, y Diemschutz, el poni y el carro habían interrumpido al Destripador. La sangre que manaba del cuello de la mujer corría hacia la puerta del club, y por debajo de la chaqueta, que tenía los primeros botones desabrochados, se veían la camiseta y el corpiño. Estaba tendida sobre el lado izquierdo, con la cara hacia el muro y la ropa empapada a causa de un chaparrón reciente. En la mano izquierda sujetaba un paquete de unos caramelos que se usaban para refrescar el aliento, y tema un ramillete de culantrillos y una rosa roja prendidos al pecho. El agente Wilham Smith, que a estas alturas había regresado al numero 40 de Berner Street, debió de quedarse estupefacto al ver que ante las puertas del IWMC se había reunido una multitud que gritaba: «¡Policía!

¡Asesinato!»

En el proceso anterior, Smith declaró que no había tardado mas de veinte minutos en completar su ronda, y que el asesino debió de cometer su crimen durante ese breve lapso, cuando aun quedaban unas treinta personas en el interior del club socialista^ Las ventanas del local estaban abiertas, y los miembros del IWMC cantaban canciones festivas en ruso y alemán. Nadie oyó gritos ni llamadas de socorro. Pero es posible que Elizabeth Stride no emitiera ningún sonido que pudiera percibir alguien más que su asesino.

El doctor George Phillips, médico de la policía, llego al escenario del crimen poco después de la una de la madrugada y, al no hallar arma alguna en los alrededores, concluyó que la mujer no se había suicidado, de manera que debían de haberla asesinado.

También dedujo que el asesino la había cogido por los hombros y derribado antes de cortarle el cuello estando frente a ella. La victima sujetaba el paquete de caramelos con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda, y cuando el médico se lo quitó, algunos caramelos cayeron al suelo. Esta mano debía de haberse relajado después de la muerte, dijo el doctor Phillips, aunque no entendía por que la derecha estaba «manchada de sangre». Esto era muy extraño declaro con posterioridad, ya que la mano derecha no presentaba heridas y estaba apoyada en el pecho de la mujer. La única explicación posible era que el asesino le hubiera ensuciado deliberadamente la mano, y le parecía muy raro que un asesino hiciera algo semejante. Por lo visto, al doctor Phillips no se le ocurrió pensar que cualquier persona que sabe que se está desangrando se lleva de manera instintiva la mano a la herida. Cuando le cortaron la garganta a Elizabeth, ésta debió de cogerse el cuello. También se equivoco al deducir que la habían arrojado al suelo antes de matarla. ¿Por que no gritó ni intentó defenderse cuando el asesino la empujo? Tampoco es verosímil que el Destripador estuviera frente a ella cuando la degolló.

En tal caso, habría tenido que derribarla y luchar para inmovilizarla y evitar que gritase mientras le cortaba el cuello, cubriéndose de sangre en el proceso. Sin embargo, Elizabeth todavía tenía el paquete de caramelos en la mano. Cuando se degüella a alguien de frente, suele haber varias incisiones pequeñas debido al incómodo ángulo de ataque. Si la agresión se comete por la espalda, las incisiones son largas y, por lo general, lo bastante profundas para seccionar vasos sanguíneos importantes y atravesar los tejidos y el cartílago hasta llegar al hueso.

Una vez que un asesino ha concebido un método eficaz, es difícil que lo cambie, a menos que un imprevisto le haga abortar la operación o volverse más brutal, lo que depende tanto de su reacción como de las circunstancias. Yo creo que el modus operandi del Destripador era el ataque por la espalda. No arrojaba a sus víctimas al suelo, ya que con ello se habría arriesgado a que se resistieran y gritaran. Eran mujeres astutas y atrevidas que no habrían vacilado en defenderse si un cliente se ponía agresivo o decidía no pagarles.

Dudo que Elizabeth Stride tuviera tiempo de reaccionar. Quizá se dirigió al edificio de Berner Street porque sabía que los miembros del IMWC —que solían asistir a las reuniones sin sus esposas o novias— empezarían a salir del local a la una de la madrugada y podrían estar interesados en mantener una relación sexual rápida. Puede que el Destripador la observara ofrecer sus favores a otros hombres y que se aproximase a ella cuando se quedó sola. Hasta es posible que conociera el club y que hubiese estado allí antes, quizás esa misma noche. Podría haber llevado barba o bigote falsos, o algún otro disfraz que le garantizase que no lo reconocerían.

Walter Sickert hablaba alemán con fluidez, de manera que habría entendido el debate que se celebró en el club la noche del 29 de septiembre y que duró varias horas. Tal vez se encontrara entre los asistentes. Habría sido muy propio de él participar en la reunión y marcharse a eso de la una, cuando empezaron a cantar. O puede que no pisara el club y que hubiera estado vigilando a Elizabeth desde que ésta había salido de la pensión. Hiciera lo que hiciese, no debió de ser tan complicado como podría parecer. No es tan difícil imaginar que un asesino pueda matar con total impunidad en un barrio miserable y oscuro, sobre todo si se trata de un hombre sobrio, inteligente y lógico que domina idiomas, tiene varios escondites secretos y no vive en la zona. Sin embargo, yo creo que el Destripador podría haber hablado con la víctima. Nadie dio explicación alguna sobre la rosa roja de Elizabeth.

El Destripador tuvo tiempo de sobra para escapar mientras Louis Diemschutz corría a buscar una vela y antes de que los miembros del club salieran a ver qué había ocurrido. Poco después de que empezara la conmoción, una mujer que vivía unas puertas más allá, en el número 36 de Berner Street, salió a la calle y vio a un hombre joven que andaba con paso ligero en dirección a Commercial Road.

Según la mujer, éste alzó la vista hacia las ventanas iluminadas del club, y llevaba una brillante cartera Gladstone, muy popular en aquella época y parecida a un maletín de médico.

Marjorie Lilly escribió que Sickert tenía un maletín Gladstone «por el que sentía gran apego». En el invierno de 1918, mientras pintaban en el estudio de Sickert, éste decidió de pronto que debían ir a Petticoat Lane, subió el maletín del sótano y por motivos que Marjorie no comprendió, pintó en él «los arbustos, 81 Camden Road» con grandes trazos blancos. Ella nunca entendió el porqué de «los arbustos», ya que en el descuidado jardín delantero de Sickert no había plantas de ese tipo. Él no ofreció explicación alguna sobre su absurda conducta. Por aquel entonces tenía cincuenta y ocho años, y estaba en pleno uso de sus facultades. Sin embargo, a veces se comportaba de manera extraña, y Lilly recordó que se había sentido muy incómoda cuando Sickert cogió su maletín y las arrastró a ella y otra mujer a una inquietante excursión por Whitechapel, en medio de una niebla densa y acre.

Acabaron en Petticoat Lane, donde la señora Lilly observó estupefacta cómo Sickert se adentraba con su maletín en las miserables calles. «La niebla superaba nuestros peores temores» y estaba casi tan oscuro como si fuese de noche, escribió. Las mujeres siguieron a Sickert, «subiendo y bajando por interminables callejuelas, hasta quedar agotadas», mientras él miraba a los pobres infelices acurrucados en los umbrales y exclamaba con jovialidad: «¡Qué cabeza tan hermosa! ¡Qué barba! ¡Un Rembrandt perfecto!» No pudieron disuadirlo de que interrumpiera aquella aventura, que lo llevó muy cerca de donde habían aparecido las víctimas del Destripador justo treinta años antes.

En 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial y Londres estaba a oscuras, con las luces apagadas y las cortinas echadas, Sickert escribió en una carta: «Que calles tan interesantes, iluminadas como hace veinte años, cuando todo era un Rembrandt.»

Acababa de regresar a casa en ]plena noche, cruzando Islington «por atajos», y añadió: «En cuanto a la iluminación, ojalá el miedo a los zepelines continuara eternamente.»

Interrogué a John Lessore sobre el maletín de su tío, y me respondió que ningún miembro de la familia sabía nada al respecto. Me esforcé mucho por encontrarlo. Si se hubiera usado para transportar cuchillos sanguinolentos, las pruebas de ADN podrían haber arrojado interesantes resultados. Como estoy especulando, me permito añadir que la frase que escribió en el maletín, «los arbustos», tal vez no fuera tan absurda como parecía. En la época de los crímenes del Destripador la policía encontró un cuchillo ensangrentado en unos arbustos cercanos a la casa de la madre de Sickert. De hecho, estos cuchillos comenzaron a aparecer en los sitios más diversos, como si los dejasen a sabiendas para despertar la curiosidad de la policía y los vecinos.

Por la noche del lunes siguiente al asesinato de Elizabeth Stride, Thomas Coram, un vendedor de cocos, salió de la casa de un amigo y vio un cuchillo al pie de unos peldaños que conducían a una lavandería. Tenía una hoja despuntada de unos treinta centímetros, y alrededor de la negra empuñadura había un pañuelo sanguinolento atado con una cuerda. Sin tocar el cuchillo, Coram corrió a buscar a un policía, quien más tarde declaró que el arma se encontraba en el sitio exacto donde él había estado una hora antes. Dijo que era la clase de cuchillo que usaría un cocinero o un panadero, y que estaba «bañado» en sangre seca. Sickert era un excelente cocinero, y a menudo se disfrazaba de chef cuando invitaba a cenar a sus amigos.

Mientras la policía interrogaba a los miembros del club socialista que habían estado cantando en el local durante el asesinato de Elizabeth Stride, Jack el Destripador enfilaba sus pasos hacia Mitre Square, donde se encontró con Catherine Eddows, una prostituta recién salida de la cárcel. Si el Destripador tomó el camino más directo —o sea, si fue por Commercial Road en dirección oeste y giró a la izquierda en Aldgate High Street para entrar en la City—, no debió de tardar más de quince minutos en llegar al escenario de su siguiente crimen.

19
Gente de esa calaña

Catherine Eddows pasó la noche del viernes en un asilo para «pobres ocasionales», al norte de Whitechapel Road, porque no tenía los cuatro peniques necesarios para pagar por la mitad de la cama de John Kelly.

Hacía siete u ocho años que vivía con él en la mísera pensión del número 55 de Flower and Dean Street, en Spitalfields. Antes había convivido con Thomas Conway, el padre de sus hijos: dos varones, de quince y veinte años respectivamente, y una chica de veintitrés, Anna Phillips, casada con un deshollinador.

Los dos chicos vivían con Conway, quien la había abandonado porque bebía en exceso. Hacía años que Catherine no los veía, y no era por casualidad. En el pasado sólo había ido a visitarlos cuando necesitaba dinero. Aunque Catherine y Conway no se habían casado nunca, ella solía decir que él la había comprado, y que llevaba sus iniciales tatuadas con tinta azul en el antebrazo izquierdo.

Catherine Eddows tenía cuarenta y tres años y era muy delgada. Morena, de ojos negros y pómulos prominentes, debió de ser atractiva en sus buenos tiempos, aunque las penurias económicas y el alcohol habían desmejorado su aspecto. Ella y Kelly vivían de la venta ambulante de baratijas y de lo que Catherine ganaba de vez en cuando limpiando casas. Solían irse de Londres en septiembre, ya que el otoño era la temporada más dura. Habían regresado ese mismo jueves, después de pasar varias semanas trabajando con el resto de las personas que huían de la ciudad en busca de faenas temporales. Catherine y Kelly habían cambiado provisionalmente el East End por las zonas rurales de Kent, donde habían estado recolectando lúpulo para la fabricación de cerveza. Era un trabajo agotador, y no les pagaban más que un chelín por fanega, pero al menos estaban lejos de la contaminación y la mugre de la ciudad, y podían sentir el sol en la piel y respirar aire puro. Comieron y bebieron como príncipes y durmieron en graneros. Cuando regresaron a Londres no les quedaba ni un céntimo.

El viernes 28 de septiembre Kelly volvió a la pensión del número 55 de Flower and Dean Street, en Spitalfields, y Catherine durmió sola en una cama gratuita de un asilo para pobres. No sabemos qué hizo esa noche. Durante el proceso, Kelly declaró que no era una mujer de la calle, y que él no le habría permitido que estuviera con otros. Catherine nunca le llevaba dinero por la mañana, añadió, quizás anticipándose a la insinuación de que ella se prostituía de vez en cuando para ganar unas monedas. Negó de manera categórica que fuese alcohólica, y explicó que sólo de tarde en tarde «tenía el hábito de beber ligeramente en exceso».

Catherine y Kelly se consideraban marido y mujer, y eran bastante formales a la hora de pagar los ocho peniques que costaba la cama de matrimonio en la pensión de Flower and Dean Street, Cierto que a veces discutían. Hacía unos meses ella lo había dejado por «unas horas», pero Kelly declaró bajo juramento que en los últimos tiempos se llevaban bien. Dijo que el sábado por la mañana ella se había ofrecido a empeñar algunas prendas suyas para comprar comida, pero Kelly había insistido en que entregase en prenda las botas de él. Lo hizo, y le dieron media corona. Esta papeleta de empeño, junto con otra que habían comprado a una mujer en el campo, estaba guardada a buen recaudo en el bolsillo de Catherine, que tenía la esperanza de recuperar las botas de Kelly y otros objetos de valor en un futuro próximo.

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