El sábado 29 de septiembre, Catherine se encontró con Kelly entre las diez y las once de la mañana en el mercadillo de ropa de segunda mano de Houndsditch, una zanja cerrada que en tiempos de los romanos había sido el foso que protegía las murallas de la ciudad. Houndsditch discurría entre Aldgate High Street y Bishopsgate Within, y bordeaba el lado nordeste de la City londinense. Mientras Catherine y Kelly gastaban casi todo lo que les habían dado por las botas en lo que para ellos debía de ser un suculento desayuno, ella se aproximaba al final de su existencia. Al cabo de quince horas estaría fría y desangrada.
A primera hora de la tarde, Catherine se vistió con toda la ropa que debía de tener: una rebeca negra con cuello y puños de falsa piel, dos chaquetas con ribetes de seda y piel de imitación, una camisa de algodón con volantes y estampado de ásteres y margaritas, un corpiño de paño marrón con cuello de terciopelo negro y botones de metal, una enagua gris, una vieja falda verde de alpaca, otra harapienta falda azul con volante rojo y forro de sarga, una camiseta blanca de percal, un chaleco blanco de hombre con dos bolsillos, leotardos marrones zurcidos con hilo blanco en el pie, un par de botas de hombre (la derecha remendada con hilo rojo), un sombrero de paja negro decorado con cuentas negras y cintas de terciopelo verde y negro, un delantal blanco y, finalmente, atados al cuello, una tira de «gasa de seda roja» y un largo pañuelo blanco.
Entre las distintas capas de ropa y los bolsillos llevaba otro pañuelo, trozos de jabón, hilo, tela blanca, lino, ribetes blancos y azules, cutí y franela azules, dos pipas de cerámica negras, una pitillera de piel roja, un peine, agujas y alfileres, un ovillo de cuerda, un dedal, un cuchillo de mesa, una cucharilla y dos latas que habían sido de mostaza pero que ahora contenían la valiosa provisión de azúcar y té que habían comprado con el dinero de las botas de Kelly. El no tenía con que pagar la cama de esa noche, y a las dos de la tarde Catherine le dijo que se iba a Bermondsey, en el sur de la ciudad, a buscar a su hija.
Annie había vivido en Kings Street, en Bermondsey, pero hacía años que se había mudado de allí, aunque es evidente que Catherine no lo sabía. Kelly le indicó que preferiría que no fuese a ninguna parte. «Quédate», le pidió. Pero ella insistió, y cuando Kelly le gritó que tuviera cuidado con el «Cuchillo» —el apodo popular del asesino del East End—, se echó a reír. Claro que tendría cuidado; siempre lo tenía. Le prometió que volvería antes de dos horas.
Catherine no vio a su hija esa tarde, y nadie parecía saber dónde había estado. Puede que fuera a Bermondsey y se llevase una desagradable sorpresa al descubrir que la joven se había mudado. Tal vez los vecinos le dijeran que Annie y su marido se habían marchado de allí hacía por lo menos dos años. O quizá nadie supiera de quién hablaba cuando explicó que buscaba a su hija. También es posible que Catherine no tuviera intención de ir a Bermondsey, y que sólo buscara una excusa para ganar unos peniques con los que comprar ginebra. Debía de saber que ningún miembro de su familia quería verla. Catherine era una borracha y una Indecente que pertenecía a la escoria. Era una «desdichada» y una deshonra para sus hijos. En lugar de reunirse con Kelly a las cuatro, acabó en un calabozo de la comisaria de Bishopsgate, detenida por alcoholismo.
La comisaría estaba a un paso de Houndsditch, donde Kelly y Catherine se habían gastado el dinero de las botas en comida y bebida. Cuando él se enteró de que la habían metido entre rejas, pensó que estaba segura y se fue a dormir. En el proceso reconoció que habían detenido a Catherine otras veces. Pero, como se había dicho de otras víctimas del Destripador, era una mujer «sobria y tranquila» que solía ponerse contenta y cantar cuando había bebido una copa de más, cosa que, desde luego, no ocurría a menudo. Según las declaraciones de los amigos de las víctimas del Destripador, ninguna de éstas era alcohólica.
En aquellos tiempos el alcoholismo no se consideraba una enfermedad. La «ebriedad habitual» era un problema propio de las personas «de mente débil» o «intelecto débil», destinadas a acabar en el manicomio o en la cárcel. El alcoholismo era un claro indicio de degradación moral, y el alcohólico era un pecador entregado al vicio, un imbécil en ciernes. La negación era tan común entonces como ahora, y abundaban los eufemismos. La gente se daba a la bebida. Bebía una gota. Solía beber. Estaba bebida. Y Catherine lo estaba aquel sábado por la noche. Hacia las ocho y media perdió el conocimiento en la acera de Aldgate High Street, y el agente de policía George Simmons la levantó y la llevó a un lado. La apoyó contra un postigo, pero ella era incapaz de mantenerse en pie.
Simmons llamó a otro policía y juntos la condujeron a la comisaría de Bishopsgate. Catherine estaba demasiado borracha para decir dónde vivía, o si conocía a alguien que pudiera ir a buscarla, y cuando le preguntaron su nombre masculló: «Nada.» A eso de las nueve la metieron en el calabozo. A las doce y cuarto se despertó y empezó a cantar. El agente George Hutt declaró que había estado vigilándola durante tres o cuatro horas, y que a eso de la una de la madrugada, ella le había preguntado si la dejaría marchar. El policía respondió que lo haría en cuanto fuera capaz de cuidar de sí misma.
Catherine aseguró que ya lo era, y preguntó la hora. —Demasiado tarde para «otra copa» —repuso él. —Bueno, ¿qué hora es? —insistió ella. —Cerca de la una.
—Me espera una buena cuando vuelva a casa —dijo Catherine. —Se la ha ganado; no tiene derecho a emborracharse. George Hutt abrió la puerta de la celda y la llevó al despacho para que el sargento la interrogase. Catherine dio un nombre y una dirección falsos: «Mary Ann Kelly, de Fashion Street.»
El agente Hutt abrió las puertas de batiente que daban a un pasillo y le indicó el camino.
—Por ahí, señora —indicó, y le pidió que cerrase la puerta al marcharse.
—Buenas noches, amigo —respondió ella y salió. Dejó la puerta abierta y giró a la izquierda, en dirección a Houndsditch, donde había prometido encontrarse con John Kelly nueve horas antes. Nunca sabremos por qué se dirigió primero allí y luego a Mitre Square, en la City, que, a pie, se encontraba a unos ocho o diez minutos de la comisaría de Bishopsgate. Tal vez quisiera ganar unos peniques más, y en la City no solía haber problemas, o al menos la clase de problemas que podía preocupar a Catherine. La próspera City londinense estaba animada y llena di gente durante el día, pero la mayoría de las personas que trabajaban en la «Milla Cuadrada» no vivía allí. Catherine y John Kelly tampoco. La pensión de Flower and Dean Street se hallaba fuera de la City, y puesto que Kelly no conocía las actividades complementarias de su emprendedora mujer (o eso juró después de la muerte de ella), puede que Katherine considerara prudente quedarse un rato en la City en lugar de volver a casa y enzarzarse en una pelea. O tal vez no supiera lo que hacía. Había pasado menos de cuatro horas en el calabozo. Una persona normal tarda alrededor de una hora en metabolizar unos 200 mi de alcohol (o una cerveza). Catherine debía de haber bebido mucho más para «caer redonda al suelo», y puede que siguiera intoxicada cuando el agente Hutt le dio las buenas noches.
Como mínimo debía de estar aturdida y con resaca, y puede que también experimentase temblores y lagunas de memoria. El mejor remedio era un poco del veneno que la había puesto en ese estado. Necesitaba otra copa y una cama, y sin dinero no podría conseguir ninguna de las dos cosas. Si su hombre iba a montarle una escena, más le valía ganar unos peniques y dormir en otra parte durante el resto de la noche. Con independencia de lo que le pasara por la cabeza, no parece que tuviera intención de reunirse con Kelly.
Mitre Square estaba en la dirección opuesta de Flower and Dean Street.
Unos treinta minutos después de que Catherine saliera de su celda, un viajante de comercio llamado Joseph Lawende y sus amigos Joseph Levy y Harry Harris salieron del club Imperial, situado en el número 16 y el 17 de Duke Street, en la City. Estaba lloviendo, y Lawende andaba a paso ligeramente más rápido que sus acompañantes. En el cruce de Duke Street y Church Passage, la calle que conducía a Mitre Square, vio a un hombre y una mujer. En la investigación, Lawende declaró que el hombre estaba de espaldas a él, de manera que sólo advirtió que era más alto que la mujer y que llevaba una gorra, quizá con visera.
La mujer vestía chaqueta y sombrero negros, recordó Lawende, y a pesar de lo oscuro que estaba en esos momentos, con posterioridad identificó esas prendas como las de la mujer que había visto justo a la una y media de la madrugada, según el reloj del club y el suyo propio. «Dudo que pudiera reconocerlo», refirió Lawende del hombre. «No oí ni una palabra de lo que decían. No parecían estar discutiendo. Hablaban en voz muy baja… No me volví para comprobar adonde iban.»
Joseph Levy, que era carnicero, tampoco vio bien a la pareja, aunque calculó que el hombre medía unos ocho centímetros más que la mujer. Al bajar por Duke Street, le dijo a su amigo Harris: «No me gusta volver solo a casa cuando veo gente de esa calaña por los alrededores.» Durante el interrogatorio del juez instructor, Levy modificó un poco esta declaración: «No noté nada en la mujer ni en el hombre que me inspirase temor.»
Los miembros de la policía de la City aseguraron a los periodistas que en Mitre Square no solía haber prostitutas, y que ellos estaban siempre alerta ante cualquier pareja que anduviera por allí a altas horas de la noche. Si los agentes tenían órdenes de vigilar a los hombres y las mujeres que rondaban la plaza a aquellas horas, cabe suponer que allí tenían lugar actividades cuestionables. Mitre Square estaba mal iluminada. Se accedía a ella por tres largos y oscuros pasajes. Estaba rodeada de edificios vacíos, y el sonido de las suelas de cuero de los policías sobre el asfalto podía oírse desde lejos, de manera que había tiempo de sobra para esconderse.
Como habían visto a Catherine en compañía de un hombre poco antes de que la asesinasen, algunos formularon la hipótesis de que había concertado una cita en Mitre Square con anterioridad a su detención. Es una sugerencia inverosímil, incluso absurda.
Estuvo con Kelly hasta las dos de la tarde. Se emborrachó y no salió del calabozo hasta la una de la madrugada. Es difícil creer que concertase un encuentro nocturno con un cliente cuando era posible comprar sexo rápido también durante el día. Había suficientes escaleras, edificios en ruinas y otros sitios desiertos donde practicar actividades clandestinas. Aunque Catherine hubiera concertado una «cita» estando ebria, hay grandes posibilidades de que fuera incapaz de recordarla. Es más lógico pensar que se dirigió a la City con intención de buscar trabajo pero sin un cliente en particular en mente, confiando en que la suerte la acompañase.
El jefe de la policía de la City, Henry Smith, que debía de ser un hombre tan tenaz como el capitán Achab durante ¡a caza de la gran ballena blanca, no podía prever que el diablo aparecería en su propio distrito y permanecería impune durante un siglo. Smith estaba durmiendo tan mal como de costumbre en su casa de Cloak Lane Station, construida en el puente de Southwark, en la orilla norte del Támesis. Enfrente había un depósito de locomotoras, y los furgones hacían un ruido terrible a todas horas. El taller de cueros que había detrás de sus habitaciones despedía el hedor de las pieles curtidas, y ni siquiera podía abrir la ventana, ya que no tenía ninguna.
Smith se sobresaltó al oír el teléfono, y lo buscó a tientas en la oscuridad. Uno de sus hombres le informó que había habido otro asesinato, esta vez en la City. Smith se vistió y corrió hacia el pequeño carruaje que lo aguardaba, «una invención del diablo», como lo llamaba él, ya que era terriblemente caluroso en verano y frío en invierno. El cabriolé estaba diseñado para llevar dos pasajeros, pero esa mañana Smith lo compartió con un inspector y tres detectives. «Avanzábamos como un buque de guerra en medio de un temporal», recordó Smith. Pero «llegamos a nuestro destino, Mitre Square», donde había varios agentes congregados en torno al cadáver mutilado de Catherine Eddows, aún sin identificar.
Mitre Square era una pequeña zona descubierta rodeada de almacenes, casas abandonadas y algunas tiendas que a aquellas horas estaban cerradas. Durante el día la plaza se llenaba de fruteros, hombres de negocios y vagabundos. Se llegaba allí por tres largos pasajes cuyos faroles de gas, adosados a los muros, apenas conseguían disipar las sombras por las noches. En la plaza sólo había una farola, y estaba a unos veinticinco metros del oscuro rincón donde habían asesinado a Catherine. Un agente de policía vivía con su familia en el otro extremo de la plaza, pero no oyó nada. James Morris, vigilante del almacén de Kearley & Tongue, un establecimiento de venta al mayor de comestibles situado en la plaza, estaba despierto y trabajando, pero tampoco escuchó ruido alguno.
Una vez más, nadie parecía haber oído nada mientras el Destripador mutilaba a su víctima. Si los testigos no se equivocaron al calcular la hora, Catherine Eddows debía de llevar catorce minutos muerta cuando el agente Edward Watkins entró en la plaza por Leadenhall Street. Por lo general, completaba su ronda en un lapso de entre doce y catorce minutos, y no había visto nada fuera de lo normal al pasar por la plaza a la una y media. Pero a la una y cuarenta y cuatro iluminó un rincón oscuro con su linterna de ojo de buey y vio a una mujer tendida boca arriba, con la cara hacia la izquierda y los brazos a los lados cotilas palmas vueltas. Tenía la pierna izquierda extendida y la derecha flexionada, y la ropa recogida sobre el pecho dejaba expuesto el abdomen, que estaba cortado desde el esternón hasta los genitales. Le habían extraído los intestinos y los habían puesto encima de su hombro derecho. Watkins corrió al almacén de Kearley & Tongue, llamó a la puerta y la abrió, interrumpiendo al vigilante, que estaba fregando la escalera.
«Por el amor de Dios, amigo, venga a ayudarme», dijo Watkins. El vigilante dejó de limpiar y tomó su lámpara mientras el nervioso Morris le contaba que había descubierto a «otra mujer cortada en pedazos». Los dos se dirigieron con rapidez a la esquina sudoeste de Mitre Square, donde el cuerpo de Catherine yacía sobre un charco de sangre. Morris tocó el silbato y corrió primero hacia Mitre Street y después a Aldgate Street, pero, según declaró cuando lo interrogaron, no vio «por allí a ninguna persona sospechosa».