Retrato de un asesino (47 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

BOOK: Retrato de un asesino
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En 1898, Janie recordaba a Ellen que «todos aquellos que profesaban la admiración y el afecto más profundos por [nuestro] padre cuando estaba vivo se olvidaron de la existencia de sus jóvenes hijas, la más pequeña de las cuales tenía sólo tres años y medio.

¿Recuerdas que en el entierro Gladstone dijo a mamá que tanto ella como sus hijas siempre podrían contar con su amistad? La siguiente vez que lo vi, o que hablé con él… fue más de veinte años después. ¡Así es el mundo!».

Ellen mantuvo unida a la familia, como le había prometido a su padre. Manejó la economía familiar mientras su madre recorría como una autómata los últimos años de su desdichada vida. Si no hubiera sido por la tenacidad y la firme supervisión de Ellen, difícilmente se habrían pagado las facturas, ni Annie hubiera ido a la escuela, ni las hijas habrían podido dejar la casa de su madre y trasladarse al piso del número 14 de York Place, en Baker Street, Londres. La asignación anual de Ellen era de doscientas cincuenta libras, o al menos esto es lo que indicó a su madre que necesitaría. Cabe suponer que cada hija recibía una cantidad idéntica, que les garantizaba una vida cómoda y las hacía vulnerables ante hombres con intenciones dudosas.

Richard Fisher estaba prometido con Katie cuando Cobden murió, y ésta se casó precipitadamente antes de que la familia dejase de escribir sus cartas en papel de luto. Con los años, las codiciosas exigencias de Fisher serían una constante fuente de disgustos para los Cobden. En 1880, cuando Walter Sickert entró en la vida de las hijas de Cobden, Katie estaba casada, Maggie era alocada en exceso y frívola para servir a los propósitos de un hombre ambicioso y manipulador, y Janie era demasiado sensata para que Sickert se le acercara. De manera que escogió a Ellen.

Los padres de ella habían muerto. No tenía nadie que la aconsejara o pusiera objeciones. Dudo que Sickert hubiera obtenido la aprobación de Cobden, que era un hombre sabio y perspicaz y no se habría dejado engañar por las farsas y el encanto del pintor.

Habría detestado la falta de compasión del apuesto joven. «La señora Sickert y todos sus hijos eran unos paganos», escribió Janie a Ellen veinte años después. «Qué pena que el destino te uniera a ellos.»

Las diferencias entre el carácter del padre de Ellen y el del hombre con quien iba a casarse eran ostensibles, pero ella debió de pensar que tenían muchas cosas en común. Richard Cobden no había estudiado en Cambridge ni en Oxford, y en cierto sentido era un autodidacta. Le gustaban Shakespeare, Byron, Irving y Cooper. Hablaba francés con fluidez, y en su juventud había coqueteado con la idea de convertirse en dramaturgo. Su amor por el arte fue un romance que duró toda su vida, a pesar de que sus intentos de escribir teatro acabaron en fracaso. Cobden tampoco era muy hábil para las finanzas. Puede que fuera sensato en sus transacciones comerciales, pero el dinero no le interesaba a menos que no lo tuviera.

En cierto momento de su vida, sus amigos hubieron de reunir fondos para salvar la casa de la familia. Sus apuros económicos no eran producto de la irresponsabilidad, sino un reflejo de su idealismo y su entrega a las causas justas. Cobden no era un derrochador. Sencillamente, tenía cosas más importantes en la cabeza, y Ellen debió de ver esta limitación como un signo de nobleza y no como un defecto censurable. Tal vez fuera una casualidad que Sickert conociera a Ellen en 1880, el mismo año en que John Morley publicó la esperada biografía en dos volúmenes de Richard Cobden.

Pero si Sickert levó la obra de Morley, habría sabido suficiente de Cobden para crearse un papel persuasivo y convencer con facilidad a Ellen de que él y el célebre político tenían cosas en común: el amor por el teatro y la literatura, la afición por la cultura francesa y una noble vocación que estaba por encima del dinero. Hasta es posible que la convenciera de que era partidario del sufragio femenino.

«Muy a mi pesar tendré que aceptar la ley del sufragio de las zorras —protestó Sickert treinta y cinco años después—. Pero debes entender que esto no me convierte en "feminista".»

Richard Cobden creía en la igualdad de los sexos. Trató a sus hijas con respeto y afecto, no como si fueran estúpidas yeguas de cría que sólo servían para el matrimonio y la procreación. Habría aplaudido la militancia política de sus hijas. La década de 1880 fue una época activa para las mujeres, que formaron ligas políticas y morales con objeto de exigir la legalización de los métodos anticonceptivos, reformas para ayudar a los pobres, el derecho al voto y una representación en el Parlamento. Las feministas como las hijas de Cobden querían que las considerasen tan dignas como a los hombres, y para ello era preciso desterrar entretenimientos y vicios que preservaban la esclavitud de las mujeres, como la prostitución y los espectáculos lascivos de algunos teatros de variedades.

Sickert debió de intuir que la vida de Ellen pertenecía a Richard Cobden. Ella jamás haría nada que mancillase el nombre de su padre. Cuando se divorció de Sickert, el marido de Janie, el prestigioso editor Fisher Unwin, se puso en contacto con los directores de los principales periódicos de Londres y les pidió que no publicasen «nada de naturaleza personal» sobre ellos. «Desde luego, el nombre de la familia no debe aparecer», insistió. Cualquier secreto que pudiera perjudicar a Richard Cobden estaba a salvo con Ellen, y nunca sabremos cuántos se llevó a la tumba. Porque era inconcebible que Richard Cobden, el gran protector de los necesitados, tuviera un yerno que mataba a los necesitados. Siempre nos quedará la duda de si Ellen sabía que Walter tenía un lado oscuro, un lado que venía «desde el Infierno», por citar la frase que usó el Destripador en varias cartas.

Es posible que en algún momento, y hasta cierto punto, sospechase la verdad sobre su marido. A pesar de su postura liberal en lo referente al sufragio femenino, Ellen era una mujer física y emocionalmente débil. Su creciente fragilidad podría haber sido una característica heredada de su madre, pero también es probable que estuviera marcada por el tormento que le había hecho padecer su bienintencionado padre, inducido por la desesperación. No podía estar a la altura de sus expectativas, y ya se consideraba una fracasada mucho antes de conocer a Sickert.

Tenía la costumbre de culparse por todo lo que iba mal en la familia Cobden o en su matrimonio. A pesar de la cantidad de veces que Sickert la traicionó, le mintió, la abandonó y le hizo sentirse despreciada o invisible, ella nunca le retiró su lealtad y siempre estuvo dispuesta a hacer cualquier cosa por él. Siguió preocupándose por la salud y la felicidad de Sickert incluso después de que se divorciaran y él se casara con otra. Sickert le chupó la sangre, tanto en el sentido económico como en el emocional.

No mucho antes de morir, Ellen escribió a Janie: «Si supieras cuánto deseo dormir para siempre. He sido una hermana molesta en muchos sentidos. Hay una vena rebelde en mi carácter que neutralizó otras cualidades que podrían haberme ayudado a vivir.»

Janie no culpaba a Ellen, sino a Sickert. Se había formado una opinión sobre él desde el principio, e incitaba a Ellen a que se fuera a la finca familiar de Sussex o al piso de los Unwin, en el número 10 de Hereford Square, en Londres. Los comentarios mordaces déjame sobre Sickert no se hicieron explícitos hasta que Ellen decidió separarse, en septiembre de 1896. Entonces habló sin tapujos. Le indignaba la capacidad de Sickert para engañar a los demás, sobre todo a sus amigos artistas. Tienen «una impresión idealizada de su carácter», escribió a Ellen el 24 de julio de 1899, pocos días después de que les concedieran el divorcio. «Ellos no lo conocen como tú.»

La sensata Janie trató de convencer a su hermana de la verdad. «Me temo que W. S. nunca modificará su conducta, y sin principios que lo ayuden a mantener a raya su naturaleza emocional, siempre se dejará llevar por cualquier capricho que lo seduzca. Tú has intentado confiar en él muchas veces, y él te ha engañado en innumerables ocasiones.» Pero nada podía impedir que Ellen continuara amando a Sickert y confiando en que cambiaría.

Ellen era una mujer dulce y necesitada de afecto. Sus cartas infantiles revelan a una «niña de papá» cuya existencia giraba en torno a Richard Cobden. Participó en política, dijo e hizo lo correcto, actuó siempre con coherencia y continuó con la causa de su padre hasta donde se lo permitieron su limitada fortaleza física y su escaso valor. Era incapaz de ver a un animal abandonado o herido sin tratar de rescatarlo, y de niña no soportaba ver cómo se llevaban a los carneros para sacrificarlos mientras la madre balaba lastimeramente en el campo. Ellen tenía conejos, perros, gatos, pinzones, periquitos, ponis, burros… todo lo que cayese en sus tiernas manos.

Le preocupaban mucho los necesitados, y luchó por el comercio libre y la autonomía de Irlanda de manera casi tan incansable como Janie. Con el tiempo, el agotamiento le impidió acompañar sus palabras con actos. Mientras Janie continuó en la brecha y llegó a ser una de las sufragistas más destacadas de Gran Bretaña, Ellen se sumió en la depresión, la enfermedad y la fatiga. No obstante, en los centenares de cartas que escribió durante una vida relativamente corta, no lamentó nunca la triste situación social de las «desdichadas» que su marido dibujaba y pintaba en sus estudios. No hizo nada para mejorar la vida de estas mujeres y de sus pobres hijos.

Sickert pensaba que podía abusar a su antojo de los afligidos miembros de la escoria de la humanidad, ya fueran adultos o niños. Quizá su esposa no quisiera ver a las estrellas de variedades que posaban para él en el estudio de la planta alta del número 54 de Broadhurst Gardens, o más tarde en Chelsea. Quizá no soportase ver a ninguna criatura o persona ingenua por la que su marido demostrase un interés excesivo. Sickert contemplaba a las niñas que bailaban con actitud provocativa en los teatros de variedades. Se reunía con ellas detrás de bambalinas. Las pintaba. Años después, cuando se obsesionó por la actriz Gwen Ffrangcon-Davies, le presunto en una carta si tenía fotografías de «cuando era niña».

Ellen y Sickert no tendrían hijos. No hay pruebas de que él llegara a ser padre, aunque aún circula la historia de que tuvo un hijo ilegítimo con Madame Villain, la pescadera francesa que lo alojó en Dieppe después de su divorcio. En una carta, Sickert la describe como una figura materna que lo cuidó durante una mala racha. Eso no significa que no mantuviera relaciones sexuales con ella, suponiendo que fuese capaz de hacerlo. El supuesto hijo ilegítimo se llamaba Maurice, y se dice que Sickert no quiso saber nada de él. Al parecer, Madame Villain tenía varios hijos de hombres diferentes. En una carta del 20 de julio de 1902, Jacques-Emile Blanche refirió al novelista André Gide que la vida de Sickert «asombra cada vez más a todo el mundo […]. Este inmoral ha acabado viviendo solo en una casona de un barrio obrero para no tener que ceñirse a lo que se considera normal y hacer lo que le plazca cuando le plazca. Se comporta como si no tuviera una familia legítima en Inglaterra y una pescadera en Dieppe con un montón de hijos cuya procedencia es imposible de determinar».

Las tempranas operaciones de Sickert sugieren que era incapaz de engendrar hijos, pero sin informes médicos no podemos hacer nada más que especular. Aunque hubiera podido tenerlos, no habría querido cargar con ellos, y es probable que Ellen tampoco los deseara. Ella tenía casi treinta y siete años y él veinticinco cuando se casaron en el Registro Civil de Marylebone, el 10 de junio de 1885, después de cuatro años de noviazgo. Según su sobrino, John Lessore, Sickert estaba comenzando su carrera y no deseaba hijos, y Ellen era algo mayor para dar a luz.

También es probable que fuera miembro de la Liga de la Pureza, que animaba a las mujeres a que se abstuvieran de mantener relaciones sexuales. El sexo impedía el progreso de las mujeres y las convertía en víctimas. Ellen y Janie eran feministas fervientes, y Janie tampoco tuvo hijos, por razones poco claras. Ambas comulgaban con las ideas de los maltusianos, que usaron el
Ensayo sobre el principio de la población
de Thomas Malthus para promover la anticoncepción (aunque el reverendo Malthus estaba en contra de ella).

Los diarios y las cartas de Ellen muestran a una mujer inteligente, sofisticada e íntegra que idealizaba el amor. Pero también era muy prudente. O lo era otra persona. Apenas si mencionó a Walter Sickert en los treinta y cuatro años que lo trató y amó. Janie, en cambio, habló de él más a menudo, pero no con la frecuencia que cabría esperar de una mujer atenta, que debería haberse interesado por el cónyuge de su hermana. Algunas lagunas en las cartas que se conservan y las notas que intercambiaban las hermanas sugieren que gran parte de la correspondencia entre ambas ha desaparecido. He encontrado sólo treinta y tantas cartas de entre 1880 y 1889, lo que resulta desconcertante. Durante esa década Ellen se prometió y se casó con Sickert.

No he hallado alusión alguna a la boda de Ellen, y según la lista de testigos del certificado de matrimonio, ningún pariente del pintor acudió al Registro Civil, un sitio insólito donde casarse en primeras nupcias en aquella época, sobre todo si la novia era h i j a de Richard Cobden. No parece que Ellen escribiera ni una sola carta mientras estuvo de luna de miel en Europa, y en ningún archivo he encontrado correspondencia entre Ellen y Sickert, ni entre Ellen y la familia de Sickert ni entre Sickert y los Cobden.

Si esas cartas existieron, probablemente las destruyeran o las mantuvieran en secreto. Me extraña que un marido y su esposa no se telegrafiasen ni se escribieran cuando estaban separados, lo que ocurría con frecuencia. Me parece sugerente que Ellen, que estaba tan preocupada por la posteridad, no conservase cartas de Sickert cuando para ella era un genio que estaba destinado a convertirse en un artista importante.

«Sé que es buena —escribió Ellen a Blanche sobre la obra de Sickert—. Siempre lo he sabido.»

En 1881, Walter, el apuesto joven de ojos azules, se unió a una mujer cuya asignación anual era de doscientas cincuenta libras, más de lo que ganaban algunos médicos jóvenes. Ahora nada le impedía ingresar en la prestigiosa Academia de Bellas Artes Slade, en Londres. El programa de 1881 indica que los cursos hacían hincapié en las ciencias: clases de arte antiguo, retratos del natural, grabado, escultura, arqueología, perspectiva, química de los materiales pictóricos y anatomía. Los martes y los jueves había clases sobre «huesos, articulaciones y músculos».

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