Retrato de un asesino (51 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Histórico, Ensayo, Políciaco

BOOK: Retrato de un asesino
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En 1889, los restos de una mujer descuartizada aparecieron en Londres. Nunca se identificó a la víctima.

El 16 de julio de 1889, una «desdichada» llamada Alice McKenzie, que «empinaba el codo» de vez en cuando, fue al teatro de variedades Cambridge, en el East End, donde un niño ciego la oyó pedir a un hombre que la invitara a un trago. A eso de la una de la madrugada se descubrió su cadáver en Castle Alley, Whitechapel. Tenía la garganta cortada, y la ropa recogida dejaba a la vista las graves mutilaciones del abdomen. El doctor Thomas Bond practicó la autopsia y escribió: «En mí opinión, este asesinato lo cometió la misma persona que fue autora del resto de los crímenes de Whitechapel.» El caso nunca se resolvió, y hubo pocas referencias públicas al Destripador.

El 6 de agosto de 1889, una niña de seis años llamada Caroline Winter apareció asesinada en Seaham Harbour, en la costa nordeste de Inglaterra, no muy lejos de Newcastle-upon-Tyne. Tenía el cráneo aplastado, su cuerpo «presentaba otras lesiones terribles» y la habían arrojado a un pozo de agua, cerca de unas cloacas. Cuando la vieron por última vez estaba jugando con una amiga, quien contó a la policía que Caroline se había puesto a charlar con un hombre de pelo y bigote negros, vestido con un andrajoso traje gris. Al parecer, el hombre le ofreció un chelín si lo acompañaba, y Caroline se fue con él.

El torso que se encontró el 10 de septiembre en un puente ferroviario, al final de Pinchin Street, no tenía más señales de mutilación que el desmembramiento, y no había indicios de que la causa de la muerte fuese un corte en la garganta, aunque la mujer estuviera decapitada. Según el informe oficial, la incisión en la parte delantera del tronco no parecía obra del Destripador. «La membrana interior del intestino está prácticamente intacta, y da la impresión de que el corte termina en la vagina porque el cuchillo se resbaló, como si esa parte de la herida hubiera sido accidental. Si esto fuese obra del frenético asesino a quien ya conocemos, podríamos estar bastante seguros de que habría continuado con su cruento trabajo siguiendo los métodos que adoptó con anterioridad.»

El 13 de diciembre de 1889 se encontraron restos en estado de descomposición —incluida la mano derecha de una mujer a la que le faltaban dos falanges del meñique— en los muelles de Middlesbrough, también en la costa nordeste de Inglaterra, al sur de Seaham Harbour.

«Estoy tratando de aprender a desarticular —escribió el Destripador el 4 de diciembre—, y si lo consigo les enviaré un dedo.»

El 13 de febrero de 1891, una prostituta llamada Francis Coles apareció degollada en Swallow Gardens, Whitechapel. Tenía unos veintiséis años y, según el informe de la policía, era «bebedora». El doctor George Phillips, que practicó la autopsia, concluyó que el cuerpo no estaba mutilado y que este asesinato no tenía «relación con la serie de crímenes anteriores». El caso nunca se resolvió.

Tampoco se resolvió el de un cuerpo femenino descuartizado que apareció en Londres en junio de 1902.

Los asesinos en serie no paran de matar. Sickert continuó matando. Pudo asesinar a quince, veinte o cuarenta personas antes de morir pacíficamente en la cama en Bathampton el 22 de enero de 1942, a los ochenta y un años. Tras la masacre de Mary Kelly, Jack el Destripador se desvaneció, convertido en una pesadilla del pasado. Tal vez fuera aquel médico sexualmente enfermo que en realidad era abogado y se arrojó al Támesis. O podría haber sido un barbero loco, o un judío chiflado, que ahora estaba encerrado en un manicomio.

Podía estar muerto. ¡Qué alivio debían de proporcionar esas suposiciones!

Al parecer, el Destripador dejó de escribir cartas en 1896. Su nombre no se asociaba con los crímenes recientes, y la documentación de sus casos permanecería precintada durante un siglo. James McNeill Whistkr murió en 1903, y Walter Sicker avanzó dignamente hacia el centro del escenario. Sus temas y estilos eran muy distintos —Whistler no pintaba prostitutas asesinadas y su obra se cotizaba alto—, pero Sickert empezaba a brillar. Se estaba convirtiendo en una figura de culto como artista y como «personaje». En su vejez llegó a ser el artista vivo más grande de Inglaterra. Dudo que alguien le hubiera creído si hubiese confesado que era Jack el Destripador.

28
Más lejos de la tumba

Las quebrantadas facetas y personajes de Sickert parecieron ausentarse sin su consentimiento en 1899, cuando cruzó el Canal de la Mancha para vivir prácticamente como los pobres a los que había atormentado.

«Despierto de mis sueños y con la camisa de dormir seco el suelo, y le doy la vuelta al colchón que he puesto para "contener las goteras"», escribió a Blanche.

Entre asesinatos y temporadas de trabajo, se marchaba fuera del país, sobre todo a Dieppe y a Venecia, donde vivía en unas condiciones que sus amigos calificaban de espantosas, esto es, en medio de la suciedad y el caos. Iba desaliñado y apestaba. Se había vuelto paranoico, y llegó a decir a Blanche que creía que Ellen y Whistler se habían aliado para destrozarle la vida. Temía que alguien intentara envenenarlo. Estaba cada vez más retraído, deprimido y morboso.

«¿Crees que las cosas del pasado se nos antojan más conmovedoras e interesantes porque estaban más lejos de la tumba?», medita en una carta.

No es inusual que un asesino psicópata se suma en una grave depresión después de una serie de crímenes, y un hombre como Sickert, que había sido capaz de aparentar un perfecto dominio de sí mismo, podría haber sentido que estaba totalmente fuera de control y que no le quedaba nada en la vida. Durante sus años más viriles y fértiles se había dedicado a matar. Había despreciado y rehuido a sus amigos. Desaparecía de la sociedad sin avisar y sin razón aparente. No tenía ama de llaves ni hogar, y estaba arruinado. Su obsesión psicopática había dominado por completo su vida. «No me encuentro bien. No sé qué me pasa —escribió a Nan Hudson en 1910—. Estoy mal de los nervios.» A los cincuenta años, Sickert empezó a autodestruirse como un circuito sobrecargado sin interruptor.

Cuando Ted Bundy se descompensó, sus asesinatos en serie se convirtieron en una orgía de violencia, en la brutal carnicería que causó en una residencia estudiantil de Florida. Estaba desquiciado, y el mundo en el que vivía no iba a permitir que saliese impune.

Sickert sí. No tuvo que enfrentarse a los modernos métodos para hacer cumplir la ley ni a la avanzada ciencia forense. Navegó por la superficie de la vida como un respetable intelectual. Era un artista en vías de convertirse en maestro, y a los artistas se les disculpa que no lleven sus asuntos de una forma estructurada o «normal». Se les disculpa que sean extraños, excéntricos o algo locos.

La quebrantada psique de Sickert lo empujaba a mantener continuas luchas con sus múltiples personalidades. Estaba sufriendo. Entendía el dolor siempre que fuese suyo. No sintió nada por nadie, ni siquiera por Ellen, que padeció más que él porque lo quería y siempre habría de amarlo. El estigma del divorcio era peor para ella que para él, y Ellen se sintió más avergonzada y fracasada. Se castigaría durante el resto de su vida por haber mancillado el apellido Cobden, por haber traicionado a su propio padre y convertirse en una carga para quienes la amaban. Ella no tuvo paz, pero Sickert sí, porque no veía nada de malo en lo que había hecho. Los psicópatas no aceptan las consecuencias. No experimentan pesar, salvo por las desgracias que se buscan y por las que culpan a otros.

Las cartas de Sickert a Blanche son obras maestras de la astucia, y nos permiten vislumbrar los oscuros recovecos de su mente de psicópata. «Ayer me concedieron el divorcio, ¡gracias a Dios!», escribió Sickert, y luego añadió: «La primera emoción que sientes cuando te quitan las empulgueras es un alivio tan grande que te mareas.» No lamentó perder a Ellen. Para él fue una alegría librarse de una parte de las complicaciones de su vida, pero quedó más desequilibrado que antes.

Ellen le había proporcionado una identidad. El matrimonio era un refugio seguro en su continuo corre que te pillo. Siempre había tenido alguien con quien volver, y Ellen le había dado todo lo que podía. Y continuaría haciéndolo, aunque fuera comprando sus cuadros en secreto por mediación de Blanche. Sickert el comediante necesitaba un público y un reparto de secundarios. Estaba solo al fondo del escenario, en un lugar frío y oscuro que no le gustaba. No echaba de menos a Ellen de la misma manera que ella a él, y la principal tragedia de Sickert fue que estaba condenado a una vida sin intimidad física ni emocional. «¡Al menos tú sientes!», escribió a Blanche en una ocasión.

Las anomalías genéticas y los traumas infantiles de Sickert habían encontrado sus fisuras y lo habían hecho trizas. Una parte de él daría clases de pintura a Winston Churchill, mientras otra escribía una carta a la prensa, en 1937, elogiando el arte de Adolf Hitler.

Una parte de Sickert era amable con Bernhard, su hermano débil y drogadicto, mientras que otra demostraba no sentir el menor escrúpulo cuando iba al hospital de la Cruz Roja a dibujar soldados heridos o agonizantes y a pedir sus uniformes, porque ya no los necesitarían.

Una parte de Sickert podía animar a un artista en ciernes y ser generoso con su tiempo y sus clases, mientras que otra insultaba a maestros como Cézanne y Van Gogh, o escribía una mentira en el
Saturday Review
con el fin de desprestigiar a Joseph Pennell y a Whistler. Una parte de Sickert convencía a sus amigos de que era un amante de las mujeres, mientras que otra las llamaba «zorras» —o «conos», en las cartas del Destripador—, las descalificaba diciendo que pertenecían a un orden inferior, las mataba, las mutilaba y las degradaba y profanaba aún más en sus cuadros. Las complejidades de Sickert podrían ser infinitas, pero una cosa está muy clara: no se casó por amor.

Sin embargo, en 1911 decidió que era hora de volver a casarse. Probablemente fue una decisión tan premeditada como sus crímenes. Su cortejo fue un auténtico asedio a una joven alumna que según Robert Emmons, el primer biógrafo de Sickert, era preciosa y tenía «cuello de cisne». Por lo visto, ella tenía grandes dudas y lo plantó en el altar, pensando que debía casarse con un hombre de su misma condición.

«La boda se ha anulado. Demasiado dolido para viajar», telegrafió Sickert a Ethel Sands y Nan Hudson el 3 de julio de 1911. De inmediato centró su atención en otra alumna, Christine Drummond Angus, hija de John Angus, un comerciante de marroquinería escocés que estaba convencido de que Sickert iba tras su dinero. El dinero era una ventaja, pero no era la única necesidad en la vida del pintor. No tenía a nadie que cuidase de él. Christine era dieciocho años más joven que Sickert, guapa y con una figura infantil. Era enfermiza y bastante coja, y durante la mayor parte de su vida había sufrido de neuritis (una inflamación de los nervios) y de sabañones. Era inteligente y una artista de talento —hacía bordados lo bastante buenos para exponerlos en un museo—, pero no conocía a Sickert en persona.

Nunca se habían visto fuera de las aulas cuando él decidió casarse con ella. Le enviaba telegramas y cartas varias
veces
al día hasta que ella enfermó, agobiada por las imprevistas y exageradas atenciones del maestro, y sus padres decidieron enviarla a Chagford, De-von. Sickert no estaba invitado, pero subió en un tren y fue a visitarla. Al cabo de unos días se prometieron, en contra de los deseos de John Angus.

Éste aceptó el compromiso cuando se enteró de que el miserable artista había vendido un retrato grande a un comprador anónimo. Tal vez Christine no hubiera tomado una mala decisión. El comprador anónimo era Florence Pash, una amiga y mecenas de Sickert que quería ayudarlo. «Me caso el sábado con una tal Christine Angus», telegrafió Sickert a Nan Hudson y Ethel Sands el 26 de julio de 1911. Pero añadió una mala noticia, el joyero se negaba a «devolver el dinero de la alianza» que Sickert había comprado para la primera alumna que había perseguido.

Christine y Sickert se casaron en el Registro Civil de Paddington, y empezaron a pasar mucho tiempo en Dieppe y en un pueblo que estaba a quince kilómetros de allí, Envermeu, donde alquilaban una casa. En 1914, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, regresaron a Londres. Aquéllos fueron años artísticamente productivos para Sickert. También escribió numerosos artículos. Sus cuadros reflejan una enigmática tensión entre los miembros de la pareja que causó impacto y lo hizo famoso.

Durante los primeros años de su matrimonio con Christine pintó
Hastío,
su obra maestra, y escenas de guerra; luego regresó a los teatros de variedades, y empezó a ir al New Bradford «tedas las malditas noches». Hay otras obras que reflejan su violencia sexual.
En Jack en tierra,
un hombre vestido se aproxima a una cama en la que hay una mujer desnuda. En
El prevaricadory
un hombre vestido se inclina sobre los pies de una cama de madera, parecida a la de Mary Kelly —una insólita variación de las camas de hierro de Sickert—, en la que hay una figura, pero no se observa con claridad.

La salud de Christine continuó creando complicaciones a Sickert, que escribió cartas manipuladoras a sus amigas. Decía que estaba encantado de «contribuir a hacer más feliz a una criatura de lo que jamás habría sido en otras circunstancias». Ojalá pudiera ganar más dinero, añadía, ya que necesitaba dos criadas para cuidar a su esposa enferma. «No puedo dejar mi trabajo, y tampoco puedo permitirme enviarla al campo.» Esperaba que Nan Hudson dejase que Christine fuese a pasar una temporada con ella.

Después de la guerra, los Sickert se trasladaron a Francia, y en 1919 él se enamoró de una
gendarmerie
abandonada, una comisaría de policía, en Rué de Douvrend, en Envermeu. Christine pagó treinta y un mil francos por el ruinoso cuartel, con un calabozo en la planta alta que se convertiría en dormitorio. La nueva responsabilidad de su marido era arreglar la Maison Mouton, como se llama todavía ahora, mientras ella viajaba a Inglaterra para hacer gestiones y enviar los muebles. De vez en cuando sufría un brote de neuritis que la postraba en cama, y en una ocasión fue tan grave que la mantuvo en vela «durante cuarenta y cinco noches […] con medicinas e infecciones, e incluso cuando el terrible dolor desaparece, apenas puedes moverte».

Parece que Sickert tampoco podía moverse, al menos para ser mínimamente útil a su frágil esposa. En el verano de 1920, Christine escribió a su familia que la Maison Mouton era «inhabitable». Una foto que Sickert envió a Christine demostraba que no se había limpiado los zapatos desde que ella se había ido, cuatro meses antes. «Me temo que se ha gastado todo el dinero que yo había reservado para el suelo y el fregadero de la cocina.» El le dijo que había comprado «una logia con vistas al río y un Cristo de tamaño natural del siglo XV, tallado y pintado», una imagen que «presidirá nuestra fortuna».

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